Tres árboles nos crecen por dentro para hacernos crecer. Enramado y enraizado es el sistema circulatorio, sin dejar de tener tronco y ese fruto crucial al que llamamos corazón. Árboles, concretamente dos pero colocados bocabajo, son nuestros pulmones… Todavía más boscosa resulta la trama que nos hace humanos. En efecto: el chisporroteo de las ideas; la fronda de las emociones y la fertilidad de los recuerdos manan de esa copa, o nube, que es el cerebro y que luego transitan a través de un sistema que de nuevo imita a las estructuras arbóreas. Cada neurona es un árbol y todas ellas, por supuesto, son herederas e imitadoras de estructuras fractales todavía más antiguas y transcendentales. Nos referimos a las seguidas por el agua, primera fuerza creadora, tanto del bosque como de todas las criaturas, entre las que estamos.
Si llevamos un bosque puesto por dentro, si cuando extendemos los brazos, también imitamos al árbol, mucho es también lo que nos llama cuando encontramos al bosque de afuera. Emboscarse supone bastante más que el alivio de las sombras, las canciones de los pájaros, la fascinación por lo desconocido. Ortega y Gasset comparó a la arboleda con la reflexión y con los libros. Rilke intuyó que la sensibilidad hacía crecer al árbol que contemplaba a través de su ventana. Recientes estudios clínicos han demostrado que algo tan sencillo como poder ver árboles desde la cama acelera la curación de los enfermos en los hospitales...
Una herencia casi olvidada
Salimos de las arboledas con un equipo sensorial y con un conato de destrezas intelectuales en gran medida conformado por las exigencias de una vida emboscada. Durante varios millones de años trepamos, saltamos, mejoramos la mano... Durante el mismo tiempo fue necesario comunicarnos sin vernos directamente. Incluso ver los colores, los relieves, apreciar la velocidad es fruto del vivir en la arboleda. También llevamos puesto un pasado de vínculos con la floresta. Nuestro primer y más usado techo fue de hojas.
Acaso por eso el bosque nos sigue convocando. Algún rescoldo todavía caliente queda en algún esquinazo de nuestro subconsciente. La arboleda, en realidad resulta indistinguible de nuestros primeros pasos, de nosotros mismos. De ahí que nada palidezca, sino todo lo contrario, si afirmamos que somos como somos porque una vez, no hace tanto tiempo, fuimos bosque. Reconozcamos, como nos enseñan los antropólogos, que la mayor parte de nuestro aspecto es el resultado de una convivencia, de algo más de 10 millones de años. Nada de irreal tiene el afirmar que los primeros borbotones de la inteligencia, la comunicación verbal, los sistemas sociales y la habilidad manual, nacieron entre troncos, sombras y espesuras. Hasta el punto de que pocas cosas hemos hecho tan decisivas como «andarnos por las ramas». Nuestros primos, los grandes primates están todavía ahí para recordárnoslo.
Decía Fernando Sabater que la tarea del héroe es, precisamente la del hijo pródigo, es decir la del que se aleja del hogar para regresar al mismo. Bella metáfora: ésta la de incluir el origen en el destino, sencillamente porque lo es también de la vida misma. Exactamente así procede el nómada perpetuo que es el agua, o no menos asiduamente lo hace el mismo árbol, que no en vano se nutre en no poca medida de él mismo. Y si muere ya es fertilidad futura.
¿Volveremos los todavía más inquietos viajeros —nosotros, los humanos— alguna vez a la vieja casa que es la arboleda?
Seguramente resultará imposible, pero no el devolverle algo de lo que de ella extrajimos o extraemos.
De momento no va nada mal el apego que se aviva cada vez que un humano entra de nuevo en la floresta; o la contempla; o la reproduce en el patio de su casa; o la convierte en el espacio común más solicitado de lo más artificial. No deja de resultar apasionante que lo más alejado, hoy, de la selvática matriz de todas la civilizaciones, la ciudad, considere como su mejor mueble urbano al árbol.
Y esto sucede seguramente por lo que los sicólogos ambientales explican con maestría. Ellos mantienen que el árbol desata en nosotros una reacción espontánea de simpatía. Algo nos permite vincularnos inconscientemente con el hogar primero. A lo que, seguramente conviene sumar que los indicadores para nuestra propia supervivencia —no sólo del pasado, sino también del presente y del futuro— se adensan y agigantan si hay bosque en el derredor.
Vincular a la arboleda con mayores posibilidades para nosotros, absorbe un montón de coherencias. Pero muchas más en estos instantes cuando resultan los más eficaces controladores de los excesos de nuestro bulímico consumo de energía. Su capacidad para fijar carbono, es más, va de la mano de otros tantos servicios sanitarios de no menor valía. Retienen las contaminaciones de partículas; amortiguan la carcoma del ruido; fijan los metales pesados; retienen los suelos y siguen siendo la gran fonda de la vida. Las mayores cantidades de especies diferentes, en efecto, se albergan todavía en los bosques del planeta. Como tales imprescindibles, incesantes e ingentes servicios resultan del todo gratuitos sería de elemental sentido de la cordialidad el que una selva de agradecimiento nos naciera como las hojas en primavera.
De alguna forma no sólo somos hijos del bosque también, hoy, hemos llegado a ser sus padres. Un tanto parricidas, por cierto, desde el momento en que cada segundo son abatidos 161 grandes árboles, en algún lugar del planeta, lo que supone perder todos los años el equivalente a todos los bosques de España. Por eso todos los árboles del planeta han venido a depender de nuestras decisiones. Es más, se les puede encomendar que restauren la transparencia de los aires. Sería una sola de las más de dos mil funciones que hemos ya identificado que acometen los mejores logros de la historia de la vida en el reino vegetal. Como nosotros somos lo mismo, en el de los animales, toda alianza entre tan descomunales monarcas, solo puede traducirse en beneficios mutuos.
Por eso mismo culminé el guión de uno de mis documentales con esta frase: «Si conseguimos un bosque de bosques tendremos una humanidad más humana.»
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