jueves, 14 de junio de 2018

La meseta tibetana


Por FÉLIX RODRÍGUEZ DE LA FUENTE

El Tíbet sigue siendo en gran medida desconocido, y los animales que lo pueblan —que sin duda han tenido, hasta hoy, mejor suerte que los que antaño corrían por las estepas más bajas— lo son también. Su variedad no es muy grande, pues la vegetación tampoco es muy diversa. La meseta tibetana es una sucesión de estepas, semidesiertos y desiertos en los que la hierba, en el mejor de los casos, apenas llega a cubrir malamente la superficie del suelo sin dejar desnudos grandes calveros. Las plantas más comunes son espolines y espartos (Stipa glareosa, astrágalos y algún pequeño arbusto, como acacias amarillas (género Caragana) y belchos (Ephedra). Sólo en algunas mesetas, especialmente aptas, a veces por su clima, pero sobre todo por su suelo, para desarrollar una más más abundante vegetación, aparecen artemisas, grama (Agropyrum), quinquefolios (Polentilla) e incluso plantas típicas de la alta montaña europea, como amapolas alpinas y edelweiss. En las laderas que unen altiplanicies de distintas altitudes puede haber álamos de laurel e incluso abedules.

Si la vegetación tibetana es más pobre que la de regiones circundantes, también con su fauna ocurre otro tanto, al menos en lo que atañe a su variedad. Hace años poblaban estas tierras, cuyos horizontes dilatados permitían atisbar a los predadores a grandes distancias, rebaños enormes de yaks, gacelas tibetanas y hemiones. Hoy, si su reducción no ha sido tan drástica como en Mongolia o Turquestán, la invasión del Tíbet por las tropas chinas ha abierto a la civilización técnica las puertas de este mundo mágico, y las manadas de ungulados se han rarificado en extremo.

¿A qué se debe la pobreza en especies vegetales y animales de las mesetas centrales? Hay varias razones que la justifican. En primer lugar la altitud, ya que la media del Tíbet es de cuatro mil quinientos metros sobre el nivel del mar. El oxígeno no es demasiado abundante a esta altura, y la presión es baja, condiciones todas que influyen notablemente sobre la flora y la fauna. Además, dada la rarificación de la atmósfera, el ambiente es muy limpio, y existe una brutal desigualdad entre la temperatura al sol y a la sombra, hasta el extremo de que puede haber hielo a unos metros de unas rocas que, soleadas, abrasarían a quien osara tocarlas. También es extrema aquí la sequedad, pues las barreras montañosas impiden el paso de las nubes al corazón del Himalaya. Como resultado de la falta de humedad ambiental, las nieves perpetuas sólo se encuentran a gran altitud, por encima de los seis mil metros en el Tíbet Central, y a cinco mil doscientos metros en las montañas del Himalaya y Sikkim. La temperatura es muy fría, y vientos helados barren la meseta todos los días, habitualmente durante la tarde.

El clima del Tíbet, como todos los climas del mundo, influye no sólo en las adaptaciones físicas de los hombres que lo pueblan, sino también en su espíritu. Por eso el infierno de la religión tibetana es un antro helado, en lugar de la gran caldera de fuego que representa al averno en las religiones nacidas en los desiertos y estepas cálidas.

Cinturones climáticos y faunísticos

El naturalista alemán Ernst Schäfer fue el primer aventurero que, atravesando las estepas tibetanas cumplido el primer cuarto del siglo XX, observó las diferencias climáticas y faunísticas entre las mesetas de diversa altitud y latitud, y se dio cuenta de que existían tres claros cinturones caracterizados cada uno por un animal fitófago.

Por debajo de los tres mil seiscientos metros, sobre todo en las mesetas meridionales, vive la gacela tibetana o de Przewalsky, llamada así por haber sido este explorador el primero en citarla con carácter científico. Su aspecto es muy parecido al de la gacela de Mongolia, hasta el extremo de que a veces ambas son reunidas en una sola especie. Carece de marcas faciales, y los cuernos están presentes en ambos sexos. El cinturón faunístico de la gacela se caracteriza por su clima benigno y la abundancia de hierba y florecillas, ya que los vegetales pueden crecer durante cuatro o cinco meses del año. Se reúnen allí innumerables rebaños domésticos, guiados por los pastores nómadas, y abundan los roedores y pequeños carnívoros.


El cinturón del kiang, o hemión tibetano, está comprendido por encima de los tres mil seiscientos metros y al menos hasta los cinco mil. El clima es más duro y la vegetación más escasa, aunque en primavera y verano menudean las florecillas, blancas, amarillas y rojas, entre la hierba. El kiang es un gran hemión, que llega a pesar cuatrocientos kilos. Sus hábitos son muy parecidos a los de los hemiones que ocupan las estepas de Turkestán y Mongolia, pues como ellos vive en pequeños grupos guiados por un garañón durante la primavera y el verano, y en manadas mucho más grandes durante el invierno. El celo tiene lugar en agosto y septiembre, y la gestación dura once o doce meses.

Por encima del cinturón del kiang, en la desolada «azotea del mundo», a seis mil metros de altura sobre el nivel del mar, nomadean los mayores, más imponentes y más importantes animales silvestres del Tíbet: los últimos yaks salvajes. Los grandes machos pesan mil kilos y miden dos metros de altura, con unos cuernos mucho más sólidos que los de cualquier toro doméstico. Las hembras son mucho más pequeñas. Su color es marrón oscuro uniforme, aun cuando, como fruto de la domesticación, aparezcan ejemplares con capas bayas. Pero lo que más llama la atención es su pelo. Obligados a soportar, durante el invierno, temperaturas de 35 y 40 grados bajo cero, están dotados de un larguísimo y áspero pelambre que les cuelga de la cabeza, espalda, flancos y muslos, y que oculta una densa capa de borra que, cayendo en primavera, supone en la estación fría una estimable capa protectora.

El yak representa en el Tíbet tanto como el reno en la tundra, el camello en el desierto y el caballo en la estepa. La cultura del Tíbet está montada alrededor del yak, y la supervivencia de los hombres del techo del mundo depende de manera directa de este bóvido. El tibetano come la carne y grasa del yak, bebe la leche del yak, de la que extrae además mantequilla, se viste con piel de yak, aprovecha la lana del yak y construye sus tiendas de campaña, e incluso sus embarcaciones, con cuero de yak. Además, le sirve de montura y utiliza su estiércol como abono y como combustible en unas tierras donde la leña es muy escasa.

Con el yak, comparte el último cinturón el chiru o antílope tibetano, de aspecto poco agraciado. Con el cuerpo cubierto de lana espesa y unos largos cuernos, sólo presentes en los machos, llama la atención el gran desarrollo de sus vestíbulos nasales, tal y como ocurre en la saiga. Al parecer, la misión de los vestíbulos respiratorios del chiru no es tanto retener el polvo como calentar el frío aire de las cumbres antes de que pase a los pulmones. Difícilmente visible, el chiru se protege en huecos y agujeros del terreno, que a veces él mismo excavaría.

Enciclopedia Salvat de la Fauna
(1970)

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