Al avanzar juntas, bajo la bella luz del día,
Mil oscuras cocinas, mil lúgubres fábricas
Se alumbran con el esplendor de un rayo de luz,
Porque la gente nos oye cantar: «Pan y Rosas, Pan y Rosas»
(JAMES OPPENHEIMER.
Poesía inspirada en la huelga de obreras textiles
en 1912 en Lawrence, Massachusetts)
Entre las diversas complejidades de la Revolución rusa, una consiste en llamar Revolución de Febrero a lo que en realidad empezó el 8 de marzo. Bajo el zarismo, Rusia mantenía el calendario juliano, que difería en 13 días del calendario occidental. Así que, mientras en Rusia amanecía un 23 de febrero, en España 8 era de marzo, el Día Internacional de la Mujer. Parece que ese día amaneció frío y soleado. Uno de los temas de conversación en el Petrogrado burgués era el estreno en el teatro Alexandrinskii de la obra teatral Mascarada, dirigida por Meyerhold (autor y director teatral que se unirá a la revolución y que ejercerá una gran influencia en el teatro del siglo XX). En los barrios obreros las preocupaciones eran muy diferentes. A mediados de enero comenzó a faltar el pan; en febrero, Petrogrado recibió apenas la mitad de lo percibido en diciembre, y en el resto de Rusia la situación no era mejor. Desde el inicio de la guerra el precio del carbón se había quintuplicado y los alimentos multiplicado por siete. El pan se había convertido en la comida principal y casi única. La policía política, la Ojrana, tiene los ojos bien abiertos y advierte: «Los niños se mueren de hambre en el sentido más literal de la palabra». Otro informante escribe: «Si hay una revolución, será una revuelta del hambre». «Un abismo se abre entre las masas y el gobierno», advertía otro agente.
Para el 8 de marzo no estaban previstas grandes acciones, más allá del reparto de octavillas y alguna asamblea. El primer Día de la Mujer en Rusia fue conmemorado el 3 de marzo de 1913. En 1914, cuando se instituyó el 8 de marzo, las organizadoras cayeron presas y no hubo convocatoria. Los años siguientes, en plena guerra imperialista, la conmemoración no tuvo una especial importancia. Nadie había previsto que ese día las mujeres obreras iniciaran la revolución.
En febrero de 1917, el 47 por ciento de la clase obrera de Petrogrado eran mujeres. Muchos hombres estaban en el frente. Las obreras eran mayoría en la industria textil, del cuero y del caucho, y numerosas en oficios que antes habían tenido vedados: los tranvías, las imprentas o la industria metalúrgica, donde había unas 20.000. Las obreras eran también madres: debían garantizar el pan de sus hijos. Y, antes de ir a la fábrica, hacían interminables colas (unas 40 horas semanales) para conseguir algo de comida, acampando durante la noche, en pleno invierno ruso. Los informes policiales recogen que allí aprendieron «a insultar a Dios y al zar, pero más al zar»; y alertan de que: «son material inflamable que sólo necesita una chispa para estallar».
El hecho es que las mujeres de algunas empresas textiles del barrio de Viborg decidieron declararse en huelga. A las diez de la mañana se habían reunido unas veinte mil. Al llamamiento de las mujeres, los obreros de algunas fábricas se unieron a la manifestación. Un trabajador de la fábrica mecánica Nobel recuerda: «Podíamos oír las voces de las mujeres en las calles desde las ventanas de nuestro departamento: "¡Abajo la carestía! ¡Abajo el hambre! ¡Pan para los trabajadores!". Varios camaradas corrimos a las ventanas... Las puertas del molino número 1 Bolshaia Sampsonievskaia habían sido abiertas. Masas de mujeres trabajadoras llenaban las calles. Aquellas que nos habían visto comenzaron a mover sus brazos y gritaban "¡Vengan! ¡Dejen de trabajar!". Arrojaban bolas de nieve a las ventanas. Decidimos unirnos a la manifestación». Se calcula que alrededor de 90.000 obreras y obreros participaron en la huelga. En sus Memorias, el que era gobernador de la ciudad, Alexander P. Balk, escribe: «Al retirarse, el general Goblachev me informó, una vez más, de que la manifestación del día era un completo misterio para él y que era posible que nada ocurriera al día siguiente». Se equivocaba.
Al día siguiente, 24 de febrero, el movimiento se amplía aún mucho más. Casi la mitad de las obreras y obreros están en huelga. A la exigencia de «¡Pan!» se le unen las consignas de «¡Abajo el zar!» y «¡Abajo la guerra!». Grandes manifestaciones se dirigen hacia el centro de la ciudad. La policía ha levantado los puentes que separan los barrios obreros del centro, pero el río Neva todavía está helado y miles de huelguistas se atreven a cruzarlo. Se suceden los enfrentamientos con la policía y aparecen también los temidos cosacos. El obrero Ilya Mitrofanovich Gordienko recuerda la jornada: «Las obreras tomaron la iniciativa, rodearon a los cosacos con una compacta cadena humana. Gritaban: "¡Nuestros esposos, padres y hermanos están en el frente!". "Y aquí soportamos el hambre, la carga de trabajo, los insultos, las humillaciones y los abusos. Ustedes también tienen madres, esposas, hermanas e hijos, ¡exigimos pan y el fin de la guerra!". Los oficiales, temiendo la influencia de la agitación sobre los cosacos, dieron una orden. Los cosacos se prepararon. Todos corrieron a cubrirse, agarrando piedras o piezas de metal, listos para lanzarlos. Sin embargo, los cosacos cabalgaron, pasaron sin atacarnos; luego dieron media vuelta y regresaron. Las masas los saludaron con gritos de "¡Viva!", pese a que el corazón no podía creerlo y la mente dictaba precaución».
El movimiento ya es imparable. La huelga es ya una huelga general, sobre todo después de que el día 25 la fábrica Putilov, en la que trabajan 30.000 personas, decide unirse. También se suman los estudiantes. Al final del día algunos barrios están en manos de los rebeldes. Las comisarías han sido asaltadas o abandonadas. «Un alzamiento revolucionario que dure varios días sólo se puede imponer y triunfar con tal de elevarse progresivamente de peldaño en peldaño, registrando todos los días nuevos éxitos. Una tregua en el desarrollo de los éxitos es peligrosa. Si el movimiento se detiene y patina, puede ser el fracaso», escribe Trotski en La Historia de la Revolución Rusa.
El 26 es domingo, y están cerradas las fábricas, el lugar natural donde reunirse. Surgen algunas dudas. ¿Es posible seguir adelante? ¿Cuál será la actitud del ejército? En el recuerdo está presente la experiencia de 1905. El zar Nicolás II ha dado la orden de acabar con los disturbios «mañana mismo». Durante el día, miles de personas siguen manifestándose por la ciudad. Se suceden los enfrentamientos, pero también el contacto entre los obreros y obreras y los cosacos y los soldados. Crece la confianza de la masa obrera, a pesar de las cargas e incluso ametrallamientos, las manifestaciones no se disuelven, vuelven a reunirse, vuelven a encontrarse con los soldados, y les dicen: «No dispares contra tus hermanos y hermanas», y añaden: «Únete a nosotros». Las dudas comienzan a surgir. Los soldados ya no son los de 1905. Muchos han estado en el frente y han visto lo que supone la guerra. Saben del sufrimiento y hambre de la población, y también de sus madres y hermanos y hermanas. Las dudas empiezan a asaltar las conciencias. También las mujeres jugaron un papel decisivo. Escribe Trotski: «La mujer obrera representa un gran papel en el acercamiento entre los obreros y los soldados. Más audazmente que el hombre, penetra en las filas de los soldados, coge con sus manos los fusiles, implora, casi ordena: "¡Desviad las bayonetas y venid con nosotros!". Los soldados se conmueven, se avergüenzan, se miran inquietos, vacilan; uno de ellos se decide: las bayonetas desaparecen, las filas se abren, estremece el aire un hurra entusiasta y agradecido; los soldados se ven rodeados de gente que discute, increpa e incita: la revolución ha dado otro paso hacia adelante.»
El momento decisivo ha llegado. Se organizan mítines a las puertas de los cuarteles. En algunos los oficiales logran disolver a la masa obrera, en otros no se atreven. Al caer la noche, se rebela el regimiento Pavlovsky. En las primeras horas de la mañana del 27, los oficiales del regimiento Volynski intentan movilizar sus tropas contra los trabajadores. Los soldados se niegan a marchar. Frente a las amenazas de los oficiales, un sargento dispara contra un comandante; en el tiroteo mueren varios oficiales. Con esos disparos, los soldados del Volynski se unen a la revolución: sólo su victoria podrá salvarlos de la horca. Copiando la táctica de las obreras y obreros, se dirigen al resto de cuarteles para animarles a unirse a la lucha de todo el pueblo. Las condiciones estaban maduras, sólo encontraron oposición en algunos oficiales. La insurrección ha triunfado. Las obreras y obreros, toda la clase trabajadora, los soldados, en su mayoría campesinos con uniforme, han vencido. Es el fin de una monarquía, de supuesto origen divino, de más de 300 años de existencia que apenas logra encontrar fuerza social o armada que la defienda.
La emancipación de la mujer
En febrero (marzo) de 1917 las mujeres iniciaron la revolución y, sin embargo, en la memoria ha quedado poco reconocimiento de sus hazañas. Ni siquiera entre los dirigentes de la revolución se recuerdan los nombres de Alexandra Kolontai o de Nadiezna Krupskaia, mujeres que ocuparon un puesto dirigente durante el proceso revolucionario o en el gobierno soviético. Las obreras de Petrogrado simbolizaron con su acción también una ruptura con su opresión específica como mujeres, y la revolución reconoció de inmediato que las grandes transformaciones sociales y políticas serían incompletas sin lograr la plena emancipación de las mujeres.
Desde febrero a octubre de 1917, participaron en el movimiento revolucionario y se organizaron autónomamente en la defensa de sus propias reivindicaciones. Sirva como ejemplo que en los días previos a la insurrección de octubre (noviembre) se reunió una conferencia de mujeres representantes de 50.000 trabajadoras de toda Rusia. Para las mujeres la victoria de la revolución era también el primer paso para su emancipación. En esa época, las leyes zaristas declaraban que la mujer debía «obedecer a su marido como cabeza de familia, ser amante y respetuosa…»; no podía tener pasaporte o trabajar sin el consentimiento del marido; el divorcio estaba en manos de la Iglesia, o sea, prácticamente no existía; el marido se convertía incluso en dueño de cualquier herencia que recibiera la mujer; en las fábricas, las mujeres debían soportar jornadas agotadoras cobrando menos que los hombres y sin ninguna protección por la maternidad. En el campo, la situación aún era peor, la mujer campesina era casi una esclava, del trabajo y del hogar.
El gobierno surgido de la Revolución de Octubre estableció leyes que permitían o hacían posible la igualdad política y social de la mujer. Se estableció el derecho al voto y a ser elegidas para cargos públicos; se legalizó el derecho al divorcio y la igualdad absoluta ante la ley entre marido y mujer, se acabó con la dominación legal del marido y las mujeres podían elegir sus propios apellidos; se legalizó el aborto; se abolieron las leyes en contra de la homosexualidad; se legisló a favor de la igualdad del salario entre hombres y mujeres; se aprobó la licencia por maternidad de 4 meses antes y después del alumbramiento, la gratuidad del cuidado de los niños y medidas para la protección en el trabajo para las mujeres embarazadas. Puede que hoy algunas de estas medidas no parezcan extraordinarias, pero en los inicios del siglo XX, y más en la atrasada Rusia, cambiaron radicalmente las bases sociales de la opresión de la mujer.
No obstante, una cosa son las leyes y otra la dura realidad. No es este el lugar para profundizar en los déficits, errores y retrocesos que la emancipación de la mujer sufrió en la Rusia soviética. Digamos sólo que se quebró la esperanza de que el desarrollo económico facilitaría la igualdad real, que no fue capaz de imponerse a la realidad de un país atrasado y aislado por el fracaso de la revolución en el resto de Europa; y que posteriormente se encontró con la reacción social que a partir de los años 30 representó el estalinismo, especialmente en el ámbito de los derechos de la mujer (prohibición del aborto, enaltecimiento de la mujer como madre, limitaciones al divorcio, etc.). Estudiar y recuperar las experiencias de la emancipación de la mujer en el proceso revolucionario pueden ser útiles para el actual proceso de su liberación. Las tendencias de la sociedad, hacia adelante o hacia atrás, tienen siempre su línea más sensible en el reconocimiento de los derechos de la mujer, no sólo legales sino también en el establecimiento de las bases materiales para lograr la igualdad real.
Alexandra Kolontai, una de las revolucionarias rusas que más trabajó y luchó por la igualdad, se imaginó así el futuro: «1. Igualdad, con la desaparición de la poderosa autosuficiencia masculina y de la sumisión servil de la mujer. 2. Reconocimiento mutuo y recíproco de los derechos y desaparición de los sentimientos de propiedad. 3. Sensibilidad fraterna, junto con un arte que permitirá la asimilación y comprensión de las transformaciones psíquicas que se reproducen en el alma del amado».
Bastó el levantamiento de la población de Petrogrado para acabar con el zarismo. Moscú, la segunda ciudad de Rusia en ese momento, se unió cuando el triunfo ya estaba asegurado y así fue también en el resto del país. No hay ninguna duda del carácter de clase de la revolución. Un economista liberal de la época, Tugan Baranovski, lo explicó con precisión: «No fueron las tropas, sino los obreros quienes iniciaron la insurrección; no los generales, sino los soldados quienes se personaron ante la Duma (Parlamento ruso). Los soldados apoyaban a los obreros no porque obedecieran dócilmente las órdenes de sus oficiales, sino porque (…) sentían el lazo que les unía a los obreros como una clase compuesta de trabajadores, como parte de ellos mismos. Los campesinos y los obreros: he ahí las dos clases sociales a cuyo cargo ha corrido la revolución rusa». Otra de las complejidades del movimiento revolucionario consiste en entender por qué si las fuerzas que lucharon tenían un contenido de clase tan determinado, el poder acabó, en primera instancia, en manos de la burguesía, que nada había hecho para acabar con el zarismo. A menudo, las revoluciones no son capaces de expresar una relación directa entre las clases sociales y el poder. En todo movimiento revolucionario las clases trabajadoras y los campesinos, los estudiantes o los soldados han sido la base movilizada de los procesos revolucionarios, pero, en la mayoría de las ocasiones, al vencer, algún sector de la burguesía o la pequeña burguesía les ha arrebatado lo que habían conquistado en la calle.
En febrero de 1917, los burgueses temían más a las masas que al zarismo, con el que habían establecido estrechos lazos. En los primeros días de la revolución intentaron buscar un acuerdo con el zar, y cuando vieron que era imposible, intentaron mantener el zarismo eligiendo a su hijo o, como regente, a un hermano del zar. Era tanta su desesperación que a Miliukov, el dirigente del partido de la burguesía, no le importaba decir: «Uno de ellos es un niño enfermo y el otro un hombre completamente tonto», pero que lo importante era salvar a Rusia, o sea, sus negocios.
En los mismos días, incluso en el mismo edificio (el palacio de la Duma) donde los burgueses suspiraban por la continuidad del zarismo, se formaba el soviet, el organismo que representaba legítima y directamente a las masas trabajadores. Los soviets surgieron en la revolución de 1905, y desde entonces formaron parte del imaginario de la clase trabajadora. Su formación fue un hecho natural, impulsado y aceptado por todas las tendencias políticas del movimiento obrero como expresión de la huelga general y la insurrección. Al principio fue una coordinación de dirigentes políticos y representantes reconocidos de la clase trabajadora, pero inmediatamente se procedió a la elección de representantes directos en las fábricas, barrios y cuarteles. En la práctica, los soviets empezaron a ejercer el poder, eran los únicos organismos reconocidos por la población. Un diputado del bloque burgués recuerda: «El soviet se apoderó de todas las oficinas de Correos y Telégrafos y de la Radio, de todas las estaciones de ferrocarril, de todas las imprentas, de modo que, sin autorización, era imposible cursar un telegrama, salir de Petrogrado o escribir un manifiesto». Un representante del zarismo les dice a dirigentes de la izquierda: «El poder está en vuestras manos; nos podéis mandar detener a todos nosotros». Y, sin embargo, el Gobierno Provisional que surge de la Revolución de Febrero está encabezado por los burgueses.
La paradoja consiste en que los socialistas moderados, los mencheviques, que en ese momento tienen la confianza de la mayoría trabajadora, consideraban que la revolución que derrocara al zarismo debía ser «una revolución burguesa», limitarse al reconocimiento de las libertades y a algunas reformas. Esa visión escolástica de que el desarrollo de la sociedad está predeterminado y debe seguir unas etapas fijadas de antemano no encajaba con la evolución de la sociedad, y menos aún con el estallido de la guerra imperialista. Las masas trabajadoras habían realizado la revolución; no confiaban en los partidos burgueses y empezaban a construir sus organismos de gobierno (los soviets), y los socialistas moderados dejaban al margen la solución de los graves problemas de la guerra, la república, la tierra, la jornada de ocho horas, etc. para dar el poder a los burgueses. Paradojas de los procesos revolucionarios. Serán necesarios unos cuantos meses para que la experiencia convenza a las masas trabajadoras de que deben tomar el destino en sus propias manos, adueñarse del poder para lograr la paz, repartir la tierra, ejercer todos los derechos democráticos e iniciar el camino hacia el socialismo.
Lenin, que todavía no había podido viajar a Rusia, escribió en sus Cartas desde lejos: «La revolución fue obra del proletariado (…) exige pan, paz y libertad; exige una república y simpatiza con el socialismo (…) (los burgueses) quieren burlar la voluntad, o los anhelos de la inmensa mayoría de la población» Ante los supuestos disturbios y anarquía, Lenin insistía: «Los obreros quieren una república, y una república es un gobierno más "de orden" que la monarquía (…) Son precisamente los capitalistas quienes introducen la anarquía y la guerra en la sociedad humana».
Atraso en derechos
Las condiciones de las mujeres en la España de 1917 no eran mejores que las de Rusia bajo el zarismo. La mujer necesitaba la autorización del marido para cualquier iniciativa; firmar contratos, realizar compras, ni siquiera podía vender propiedades que fueran suyas por herencia de padres, etc. El Código Penal imponía duras sanciones para aquellas esposas que insultasen o desobedeciesen al marido. Las mujeres no tenían derecho al voto, ni existía el divorcio, ni mucho menos el derecho al aborto. La influencia de la Iglesia Católica en todos los ámbitos de la vida social y política impuso condiciones terribles a las mujeres. En esa época, el 70% de la población femenina es analfabeta, frente a un 55% de los hombres. En 1910, unas 729.628 mujeres reciben enseñanza, lo que supone el 23’6% de aquellas que se encontraban en edad de hacerlo Hasta 1910, no se les reconoce el derecho a la educación superior. La primera catedrática, la escritora Emilia Pardo Bazán, lo es en 1916. En 1919 sólo hay 300 universitarias en toda España.
En el ámbito laboral la situación no era mejor. La neutralidad española facilitó durante los primeros años de la guerra un desarrollo industrial y comercial muy importante. De 1910 a 1918, el número de mineros pasó de 90.000 a 133.000; el de metalúrgicos de 61.000 a 200.000; en el textil de 125.000 a 213.000 y en los transportes de 155.000 a 212.000. (Juan A. Lacomba. La crisis española de 1917) Eso representó también una importante incorporación de la mujer, difícil de cuantificar porque en muchos casos se trató de empleo irregular. Las mujeres eran mayoría en el sector del textil, cuero, o alimentación, y su presencia era notable en sectores muy masculinizados. Por ejemplo, a principios de siglo, el 10% de la plantilla del carbón en Asturias eran mujeres; también el 7% en la minería de hierro de Vizcaya y en las minas de plomo de Córdoba, por lo que es fácil deducir que en 1917 su presencia debía de ser mayor. Se ocupaban del acarreo y del machaqueo del mineral en superficie y de otras ocupaciones complementarias. Su sueldo, sin embargo, solía ser un 50% inferior al del hombre; se consideraba que formaba parte del complemento salarial del hombre y poquísimas, si había alguna, ocupaban puestos de responsabilidad. Para minusvalorar el peso de la mujer en el mundo del trabajo, las campesinas, como las empleadas del hogar, muy numerosas en las ciudades, apenas existen en las estadísticas.
Durante el primer decenio del siglo se fundan las primeras asociaciones de mujeres, socialmente muy diferenciadas, las que tienen un origen socialista o anarquista y las que son iniciativa de mujeres de clase media. Todas defienden la mejora de las condiciones de vida y de reconocimiento social de las mujeres, aunque con perspectivas sociales y políticas diferentes. Debido al atraso económico y social español y al peso de la Iglesia Católica existe un evidente retraso con respecto a otros países en la lucha por los derechos de las mujeres. Hasta mayo de 1921 no se celebra la primera manifestación a favor del sufragio femenino.
España, Huelga General de 1917. |
Años antes, Teresa Claramunt, una de las pioneras anarquistas organizadora de las mujeres trabajadoras lo expresó así: «Ya lo ves, mujer proletaria, nuestros hijos no inspiran a nadie ningún sentimiento noble. Nosotras, las mujeres obreras, no per-tenecemos al sexo débil, ya que esos sietemesinos consideran muy natural que recaiga sobre nosotras el trabajo pesado de las fábricas. No pertenecemos tampoco al sexo bello, porque nuestros cuerpos destrozados no les despiertan el sentimiento de justicia. (…) Nada de eso ven. Ya lo sabéis, obreras, en la sociedad actual existen dos castas, dos razas: la de nosotras y nuestros compañeros y las de esos zánganos con toda su corte. No tendremos pan, ni dicha, ni vida, ni segu¬ridad para nuestros seres queridos y para nosotras, hasta que desaparezca del todo esa maldita raza de parásitos. ¡A trabajar, pues, proletarias; nuestra dignidad y nuestro amor lo exige!».
26/02/2017
* Miguel Salas: sindicalista, miembro del Consejo Editorial de Sin Permiso.
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