Por PASCUAL SERRANO
Ya tenemos en portada de periódicos, apertura de informativos y centro de tertulias la denuncia de la Asociación de la Prensa de Madrid contra Podemos por su «acoso» y «presión» a periodistas. La organización de periodistas ha convertido en principal noticia nacional una información sin fuentes identificadas, ni datos, ni pruebas ni testimonios de periodistas con nombre y apellidos. O sea, un rumor, eso que en primer curso de Periodismo dejan claro que no es noticia.
La siguiente reflexión es analizar ¿qué puede hacer más daño, lo que diga un diputado de Podemos en la oposición a un periodista de un diario, una radio o una televisión nacional, o lo que publique o difunda uno de esos periodistas sobre un diputado?
Decir que un diputado de Podemos, o un tuitero de Podemos, coacciona y limita la independencia de un periodista de El País, Antena3, La Ser o de un tertuliano de LaSexta es como si Goliath denunciase la agresión de David. Es evidente que un periodista en cualquiera de esos medios tiene muchas más capacidad de fuego contra cualquier político de la oposición que al contrario.
La denuncia de la APM habla de «ataques a periodistas en sus propias tribunas, en reproches y alusiones personales en entrevistas, foros y actos públicos, o directamente en Twitter». Añade que «el acoso pretende minar la credibilidad y el prestigio de estos profesionales, sometidos en ocasiones a un bombardeo constante de mensajes que intentan descalificar o ridiculizar su trabajo y recortar su libertad de información. La APM considera totalmente incompatible con el sistema democrático que un partido, sea el que sea, trate de orientar y controlar el trabajo de los periodistas y limitar su independencia».
¿Y por qué un político no puede pretender descalificar y minar la credibilidad de un periodista si considera que el trabajo que muestra esa periodista no está contrastado, o, lo que es lo mismo, miente? Los políticos, además de recibir rapapolvos constantes de ciudadanos y, por supuesto, de periodistas, critican y descalifican si lo consideran oportuno (y dentro de la legalidad) a todo tipo de profesionales: a fiscales como el del juicio del caso Noos, a arquitectos como Santiago Calatrava, a directores de hospitales, a abogados, a banqueros, a policías y comisarios, a militares, al rey, incluso a jueces. La APM pretende que los periodistas, esos profesionales que pueden desde sus tribunas (precisamente) «minar la credibilidad y el prestigio» de políticos o quien consideren bajo la cobertura de la libertad de expresión, después no puedan recibir críticas. Un político, e incluso un militante, puede (y debe) denunciar y criticar si el periodista ha difundido mal sus palabras, le acusa de algo falso o silencia su voz ante la opinión pública. Eso también es luchar por la libertad de expresión.
Como ya señaló Ignacio Ramonet, vivimos en una sociedad donde la mayoría de los grupos de presión tiene un contrapoder: Frente al Gobierno hay una oposición, frente a los empresarios existen sindicatos, ante el poder de las empresas se crean asociación de consumidores. Sin embargo, el llamado cuarto poder no tiene ningún contrapoder ante el que responder o que pueda denunciar su insalubridad si la hubiere. El derecho a la información no es patrimonio de los periodistas, sino de los ciudadanos, por eso debemos conocer las quejas que tiene un político de los periodistas, con nombre y apellidos.
En el programa Salvados del pasado domingo, alguien le recriminaba a Pablo Iglesias que «se metía mucho con Eduardo Inda». ¿Y por qué no puede hacerlo si no está de acuerdo con la mala praxis de ese periodista? Incluso ya se han demostrado mentiras de ese periodista contra Pablo Iglesias sobre financiación de Venezuela por las que ha acabado en el banquillo. ¿Se imaginan a un político quejándose de que un periodista se mete mucho con él? Le responderíamos que se aguante, que eso forma parte de libertad de expresión.
No deja de ser curioso que está denuncia de la APM aparezca dos meses después de que, con los votos de Podemos, esta asociación haya perdido la subvención de 8,6 millones de euros que recibía del gobierno madrileño para que sus periodistas y familiares pudieran tener una sanidad privada y no tuvieran que mezclarse en salas de espera y quirófanos con el resto de los mortales. Les faltó decir que eso también era un ataque a la libertad de expresión.
Los periodistas saben bien que quién atenta contra la libertad de expresión no es un fan de Podemos conectado a Twitter ni Pablo Iglesias durante el acto de presentación de un libro, sino esos bancos que retiran o niegan financiación a los medios que no les gustan, esos grandes anunciantes que con sus anuncios deciden quiénes se mantienen y quiénes desaparecen, esa publicidad institucional que políticos gobernantes reparten entre los medios sumisos. También saben que la principal censura que sufren es una precariedad laboral por la que cada día se van a casa sabiendo que trabajaran mañana solo si lo que han escrito le gusta (en forma, pero también en contenido) a sus jefes y a los que pagan a sus jefes.
Lo que es un ataque al periodismo, querida presidenta de la APM, es ocultar durante veinte años a los españoles que el presidente del gobierno de entonces le confesase en una entrevista que no convocó un referéndum sobre la monarquía porque sabía que lo perdía.
PÚBLICO
07 marzo 2017
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