Por PAUL AVRICH
Los jóvenes anarquistas encontraron que la personalidad de Mijail Bakunin era tan fascinante como su credo. Hijo de nobles terratenientes y educado para ser un oficial, Bakunin había abandonado su linaje y su mundo por la carrea revolucionaria; en 1840, a la edad de 26 años, abandonó Rusia y se dedicó a una lucha inagotable contra la tiranía en todos sus aspectos. Bakunin participó en los levantamientos de 1848 con un irreprimible entusiasmo, destacándose como una figura prometeica que se trasladaba con la marea revolucionaria que avanzó desde París hasta las barricadas de Austria y Alemania. Detenido en 1849, pasa los ocho años siguientes en la cárcel, seis de ellos en las más oscuras mazmorras de la Rusia zarista, las fortalezas de San Pedro y San Pablo y de Shlisselburg. Su sentencia fue conmutada por la de deportación perpetua en Siberia, pero Bakunin escapó de sus guardianes y se embarcó en una odisea impresionante por todo el mundo, una odisea que haría de su nombre una leyenda y habría de convertirle en objeto de veneración de todos los grupos radicales de Europa.
La gigantesca humanidad de Bakunin, su entusiasmo infantil, su ardiente pasión por la libertad y la igualdad, su lucha volcánica contra los privilegios y las injusticias, le otorgan un enorme atractivo humano sobre los círculos libertarios. «Lo que más me dolía», escribía Piort Kropotkin en sus memorias, «era que la influencia de Bakunin se dejaba sentir mucho menos desde su autoridad intelectual que como personalidad moral». Como fuerza activa en la historia, Bakunin ejerció una atracción personal con la que Marx nunca pudo competir, conquistando un puesto incomparable entre los aventureros y mártires de la tradición revolucionaria.
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Bakunin intuía el autoritarismo inherente a la llamada «dictadura del proletariado». El Estado, decía, aun si adopta una forma popular, siempre servirá como instrumento de explotación y esclavitud. Predecía la inevitable constitución de una nueva «minoría privilegiada» de sabios y expertos, cuyo nivel superior de conocimiento la capacitaría para utilizar el Estado como instrumento de gobierno sobre los trabajadores manuales e ineducados de los campos y las fábricas. Los ciudadanos del nuevo Estado popular se despertarían bruscamente de sus ilusiones para descubrir que se habían hecho «los esclavos, los juguetes, las víctimas de un nuevo grupo de ambiciosos». La única posibilidad de que el pueblo escapase a este lamentable destino era la realización de la revolución por sí mismo, una revolución total, brutal, caótica, primitiva, y sin límites de ninguna clase. «Es necesario abolir completamente, en los principios y en la práctica, todo lo que pueda llamarse poder político», ya que, concluía Bakunin, «mientras exista el poder político habrá gobernantes y gobernados, amos y esclavos, explotadores y explotados» (…)
Por encima de todo, la filosofía anarquista de Bakunin era una protesta ferviente contra todas las formas de poder centralizado, tanto político como económico.
Los anarquistas rusos
(1967)
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