viernes, 21 de marzo de 2014

Bakunin visto por Valle-Inclán


Ángel J. Cappelletti

Riccardo Bacchelli, novelista italiano, presunto heredero de Manzoni, predilecto de una pequeña burguesía bien pensante que no renuncia a la sensualidad, autor de novelas históricas (Il mulino del Po), psicológicas (Lo sguardo di Gesú), presenta a Bakunin como «el diablo en Pontelungo». La imagen del personaje está construida, en partes iguales, por la incomprensión histórica y por el prejuicio clerical fascista. Un gran poeta español, orfebre de la lengua, dramaturgo originalísimo en sus «esperpentos», renovador cuasi-cinematográfico de la novela histórica, Ramón del Valle-Inclán, nos ofrece una visión antitética del mismo personaje, como «el apóstol de la revolución universal». La imagen es generada, en este caso, por una profunda simpatía y por una aguda penetración histórico-psicológica.

En Baza de espadas, novela que forma parte del ciclo El ruedo ibérico, narra Valle-Inclán los prolegómenos de la revolución de 1868 en Cádiz, puerta de España, y en alta mar, en un barco inglés que navega rumbo a Londres. Se trata de una novela casi tan dialogada como La Celestina, aunque con un diálogo infinitamente más movido, con un lenguaje donde el brillo de insólitos sustantivos y de verbos restallantes no es obstáculo al giro popular o la germanía, sino que más bien se realza con ellos.

El esteticismo, la búsqueda del arte por el arte, no impide a Valle-Inclán (como tampoco a sus contemporáneo Wilde) una fina captación de los valores éticos y sociales. Más aún, como Wilde, se muestra capaz de exaltar el heroísmo a través de la belleza «moral» de ciertos caracteres, sin apologética y sin retórica, pero con eficaz sinceridad. Así como el autor del De profundis dice que entre las vidas humanas más perfectas que tuvo ocasión de observar está la del príncipe Kropotkin, el autor de El ruedo ibérico pinta a Bakunin como «un dulce gigante, con la sonrisa barbuda, campesina y jovial de los santos románticos». En Bakunin representa la antítesis del Tirano Banderas, el antitirano por excelencia. En realidad, nos ofrece un magnífico tríptico bizantino: en el centro el Apóstol, a cada lado un discípulo. Estos representan, a su vez, las dos caras de la revolución. Uno de ellos, el famoso Nechaiev, es la faz violenta y sanguinaria; el otro, Salvochea, la faz del amor y la santidad. El primero, el Boy, es «un mozalbete huraño, desmedrado, greñudo, los ojos suspicaces bajo el entrecejo de un rojo almagreño, la máscara de calmuco». El segundo, el compañero Salvochea, «pasó por el mundo austero y candoroso, como los pescadores que escucharon la sagrada palabra, a la sombra roja de las velas, en el lago de Tiberiades». En el relato dialogal de Valle-Inclán es el mismo Bakunin quien percibe el contraste. Se dirige a Fermín Salvochea: «El Boy debe permanecer ajeno… Procurará espiarte, sonsacarte… No te dejes aprisionar en sus redes. Engáñale sin escrúpulos… ¡Guárdate del Boy!». Salvochea replica: «Nunca seremos amigos».

Y el Maestro, estrechando su mano, le obsequia este retrato del joven terrorista ruso:

«No es un canalla, pero cuando cree actuar en provecho de la causa, nada le detiene. Introducido en tu intimidad, te espiará, te calumniará, abriría todos tus cajones, leería tu correspondencia, y cuando una carta le pareciese interesante, es decir, comprometedora, no vacilará en robártela. Si le presentases a un amigo, inmediatamente se propondría enemistaros. Su primer móvil e siempre sembrar el odio y la discordia. Si tienes una hija o una hermana, intentará seducirla, hacerle un chico para arrancarla a las leyes morales de la familia e inducirla a una protesta revolucionaria contra la sociedad. Su única excusa es su fanatismo: Ha identificado completamente su propia persona con la causa de la revolución. Es un gran ambicioso, pero no un egoísta atento al medro personal, porque lleva una vida de mártir, de privaciones, de trabajo. Cuando hay que servir a la causa, no vacila ni se detiene ante nada. Es un fanático abnegado, pero al mismo tiempo un fanático peligroso…».

Al poner en boca de Bakunin estas palabras, utiliza Valle-Inclán una carta auténtica del propio Bakunin, referida a Nechaiev. Todos los rasgos (inclusive el sobrenombre de «Boy») pertenecen, sin duda a ésta. Pero Valle-Inclán no lo menciona nunca por su nombre, sino que lo llama simbólicamente Arsenio Petrovich Glebov (hijo de la Gleba). Sabe, sin duda, que Nechaiev, nacido en Moscú en 1847, no salió de Rusia sino en 1869, cuando acosado por la policía zarista, decidió exiliarse. Mal no podía haber estado, pues, con Bakunin a bordo del Omega, navegando entre Cádiz y Londres, en 1868. Durante ese año Nechayez estudiaba en la universidad de San Petersburgo, junto con Cherkesov. Su concepción de la lucha revolucionaria había hecho de él un individuo perfectamente amoral. No sólo creía en la santidad del robo sino también en la pureza del engaño. Más tarde seduciría a Natalia, la hija de su amigo Herzen, para obligarla a romper con la familia y con los valores éticos de la burguesía. Cuando organizó la sociedad «La justicia del pueblo», hizo que sus miembros se espiarán mutuamente y los impulsó sin escrúpulo alguno a practicar la extorsión. Y cuando uno de ellos, el estudiante de agronomía Ivanov, se negó a seguir sus órdenes, simplemente lo asesinó. Narra el profesor Avrich:

«En la noche del 21 de noviembre de 1869, Ivanov fue atraído hacia una gruta en el parque de la Academia de Agricultura bajo el pretexto de desenterrar una imprenta clandestina. Allí fue acorralado y le fue dada una paliza por Nechaiev y cuatro cómplices. Nechaiev trató de estrangularlo, pero fue rudamente mordido en la mano; entonces sacó una pistola y le disparó a Ivanov en la cabeza. El cuerpo fue amarrado con piedras y tirado dentro de un hoyo de hielo en un cercano estanque. De esta manera Nechaiev se libró de un enemigo potencial, y a la misma vez involucraba a sus camaradas para asegurarse la obediencia a su autoridad. Fue un ejemplo extremo de su técnica en ganarse sumisión a través de la complicidad de sus camaradas de crimen. Su única víctima, sin embargo, no era un agente de autocracia, sino uno de ellos mismos que había despertado el antagonismo de su líder».

El autor del Catecismo revolucionario (falsamente atribuido a Bakunin por los marxistas y por los panteras negras), encarnado por Dostoievski en su personaje Verkhovenski en Los endemoniados, era sin duda un ultrajacobino, pero no un anarquista. Precisamente por todo esto era el personaje idela para ponerlo a un costado de Bakunin y para contraponerlo a Fermín Salvochea.

S. Nechaiev, M. Bakunin y F. Salvochea.

La figura de este último pudo estar allí donde el novelista la ubica. Miembro de una rica familia andaluza, Fermín Salvochea, el de las cuidadas manos, había sido republicano en su primera juventud, pero estuvo entre los primeros adeptos de la Internacional en España. En 1892 se le acusó de promover una insurrección en Jerez de la Frontera (cuando, en realidad, estaba en la cárcel). Hasta su muerte, en 1907, trabajó infatigablemente por la causa proletaria y por el anarquismo en España. Como Anselmo Lorenzo, fue Fermín Salvochea uno de los «santos laicos» del anarquismo español. No sólo había renunciado a la cómoda posición que su familia y su clase social le aseguraban, sino que vivió toda su vida en la pobreza, con austeridad digna de un asceta, dedicado en cuerpo y alma a la salvación de su prójimo, esto es, a la búsqueda de la igualdad y la libertad pata todos. Valle-Inclán lo presenta defendiendo a una pecadora contra quienes la explotan y quienes la desprecian. Esa misma mujer reconoce en él a un «santo». Y ciertamente rasgos hagiográficos son frecuentes en la vida real del personaje.

El doctor Pedro Vallina, médico anarquista no hace muchos años fallecido en México, narra por ejemplo, en su obra autobiográfica, Mis Memorias, su encuentro con Salvochea en Madrid:

«Un matrimonio obrero, de condición económica muy modesta, le había subarrendado el pequeño local que ocupaba: dos habitaciones corridas, estrechas como un corredor, con un balconcito a la calle… Aquel matrimonio lo tenía en la estima que merecía y se extrañaba de lo que ocurría con un niño grandecito, su único hijo. El muchacho era muy díscolo y no había manera de que se dejase bañar, ni con ofrecimientos ni con amenazas, pero intervenía Salvochea y se convertía en un modelo de humanidad, dejándose desnudar y meter en el agua, tal era el poder persuasivo de Fermín con su extrema bondad».

La pureza, el desinterés, la total entrega a la causa de la revolución, identificada con la liberación de la humanidad, son los rasgos esenciales del personaje de Valle-Inclán, que también aquí logra recrear poéticamente una figura histórica sin dejar de traducir con exactitud su personalidad real.

En la novela valleinclanesca, el papel de Fermín Salvochea se mueve entre la devoción al Maestro y la defensa de una mujerzuela, cifra y compendio de la explotada y sometida humanidad.

También Bakunin, sin duda, asume su defensa, no con la ternura del ácrata andaluz sino con la majestad de un ángel bizantino. El chulo ha maltratado, de palabra y de obra, a la prójima:

«"¡Salop!" La voz resonó en las profundidades del sollado: En un camastro vecino se erguía la barbuda cabeza del Maestro: Se arrancó de los labios la pipa apagada, levantándola como una maza. El chulo se volvió tanteándose la herramienta: "¿Qué se ofrece?" El Maestro se incorporó: Su cabeza tocaba el techo: Siempre enarbolaba la pipa, avanzó algunos pasos: Injuriaba al rufián con voces de sochantre: Repetía las mismas imprecaciones en ruso, en alemán, en italiano, en francés. Indalecio había sacado la herramienta y picaba una tagarnina con bravucona jactancia: "Tío papamoscas, hable usted en cristiano". Echaban lumbre los azules ojos del gigante… Tornó a retirar la pipa de la boca, y golpeando con ella en la palma, barboteó en francés: "¡Oh! ¿Es qué se puede maltratar así a una mujer? La pareja humana tiene los mismos derechos"».

Sin embargo, este ángel bizantino, que ha padecido largos años en las prisiones del zar y en el destierro siberiano conviviendo con toda clase de hombres, buenos y malos, héroes y criminales, es un hombre humanísimo. Compadece también al chulo, pues ve sin duda también en él a una víctima, y acaba compartiendo su tabaco:

«Aquel gigante barbudo le contempló con sonrisa de ogro benévolo. Cargo la pipa, le puso lumbre y fue en busca de la coima, que se lavaba la sangre: Tomándola de la mano, la condujo y amonestó en francés, con el barbolleo de un pope ruso: "Yo os conjuro para que os deis un ósculo de perdón"».

Esta santidad del gigante Bakunin, cuyos ojos «tenían una claridad de azules infancias», está hecha, para Valle-Inclán, «de poder de olvido» y también «de inconsciencia y de ilusiones». En todo caso no excluye el humor, la jovialidad, la ingenua malicia. Sabe que el chulo y su acompañante son dos brigantes, pero no deja de abrigar la esperanza de ganarlos para la causa: «¡Qué diablos, las revoluciones no se hacen con obispos!» No deja de traer a colación su larga experiencia revolucionaria:

«El 23 de junio de 1848 señala una fecha sangrienta en las luchas del proletariado. ¡He sido testigo de los combates librados en las calles de París! El primer disparo partió de cuartel de los Montañeses. Yo estaba allí entre los Amigos del Pueblo. Las masas proletarias, después de una lucha heroica, cayeron vencidas por la dictadura militar, que más tarde había de prostituirse bailando el cancán en las orgías del Segundo Imperio».


La idea de la revolución que Bakunin defiende, en la ficción de Valle-Inclán, delante de los revolucionarios españoles, corresponde, sin duda, a la idea que efectivamente defendió en la realidad:

«Las nuevas revoluciones no son contra los reyes, sino contra la burguesía. Una revolución es como el soplo del espíritu eterno, que no destruye y no suprime sino por ser fuente de toda vida. La pasión de la destrucción es una pasión creadora. Urge educar al pueblo, imbuirle el sentido de la divinidad humana».

Son palabras casi literalmente copiadas de los escritos de Bakunin, pero que Valle-Inclán sabe situar en un adecuado contexto emotivo. Los oyentes se entusiasman, llegan al éxtasis revolucionario, se abrazan todos y sellan «obligaciones fraternales, con un entusiasmo candoroso por el ritual del triángulo». Por fin, acompañan al Maestro hasta su camarote «y urgidos por la apostólica y barbuda sonrisa», reinician «las letanías revolucionarias».

Muy pocos narradores dentro de la literatura europea (sin excluir la rusa) ofrecen un retrato tan vivo y simpático del gran anarquista como Valle-Inclán; muy pocos han captado como él los rasgos esenciales de su personalidad y de su carácter y, aun descontando la lícita deformación poética, bien quisieran para sí tanta precisión histórico-psicológica algunos eruditos y obtusos historiadores, como Carr.

Caracas, 1982.

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