La taxonomía es el estudio de las clasificaciones. Aplicamos reglas taxonómicas rigurosas a otras formas de vida, pero cuando llegamos a la especie que mejor deberíamos conocer, nos encontramos con problemas de toda índole.
Normalmente dividimos nuestra propia especie en razas. Bajo las leyes de la taxonomía, todas las subdivisiones formales de las especies son denominadas subespecies. Las razas humanas, por consiguiente; son subespecies de Homo sapiens.
En el transcurso de la pasada década [los años 60], la práctica de dividir las especies en subespecies ha ido siendo gradualmente abandonada en muchos sectores, ya que la introducción de técnicas cuantitativas sugiere métodos diferentes para el estudio de la variabilidad geográfica en el seno de las especies. La designación de las razas humanas no puede y no debe quedar divorciada de las cuestiones sociales y éticas que conciernen exclusivamente a nuestra especie. No obstante, estos nuevos procedimientos taxonómicos añaden una argumentación general y puramente biológica a un antiguo debate.
Yo defiendo la idea de que la clasificación racial, que aún continúa vigente, de Homo sapiens representa un enfoque obsoleto al problema general de la diferenciación dentro de una especie. En otras palabras, rechazo la clasificación racial de los humanos por las mismas razones por las que prefiero no dividir en subespecies a los caracoles terrestres, prodigiosamente variables, de las Indias Occidentales que constituyen el tema de mis propias investigaciones.
Se ha planteado esta argumentación en contra de las clasificaciones raciales en multitud de ocasiones, de modo notable por parte de once autores en The Concept of Race, libro editado por Ashley Montagu en 1964 (reeditado en 1969 como edición rústica por Collier-Macmillan). Y no obstante, estos puntos de vista no lograron una aquiescencia general porque las prácticas taxonómicas de hace una década seguían apoyando la designación rutinaria de subespecies. Por ejemplo, en 1962, Theodosius Dobzhansky expresó su sorpresa ante el hecho de que «¡algunos autores se hayan convencido a sí mismos de que la especie humana carece por completo de razas!… Del mismo modo que los zoólogos observan una gran diversidad de animales, los antropólogos se ven confrontados por una variedad de seres humanos… Las razas son un tema de estudio científico y de análisis simplemente porque constituyen un hecho de la naturaleza». Y Grant Bogue, en su debate con Ashley Montagu, escribió recientemente: «Algunos académicos inadaptados han dicho que no, que todo esto es un error… y algunos de ellos han llegado incluso a sugerir que hasta el concepto mismo de raza existe tan sólo en nuestras cabezas… Ante semejante afirmación existen varias respuestas posibles. Una de ellas es expresada a menudo: las razas son evidentes por sí mismas.»
En todas estas argumentaciones existe una falacia escandalosa. La variabilidad geográfica, y no las razas, es lo que es evidente por sí mismo. Nadie puede negar que Homo sapiens es una especie fuertemente diferenciada; pocos combatirán la observación de que las diferencias en el color de la piel constituyen el signo externo más llamativo de esta diferenciación. Pero el hecho de la variabilidad no requiere la designación de razas. Existen mejores modos de estudiar las diferencias entre los humanos.
La categoría de especie tiene un status especial en la jerarquía taxonómica. Bajo los principios del «concepto de especie biológica» cada especie representa una unidad «real» en la naturaleza. Su definición refleja este status: «una población de organismos entrecruzables potencial o realmente que comparte el mismo pool genético». Por encima del nivel de la especie, nos encontramos con una cierta arbitrariedad. El género de un hombre puede constituir la familia de otro. No obstante, existen ciertas reglas que hay que seguir en la construcción de jerarquías. Así, no se pueden situar dos miembros del mismo taxón (por ejemplo del mismo género) en diferentes taxones de rango más elevado (familia u orden, por ejemplo).
Por debajo del nivel de la especie, tan sólo disponemos de la subespecie. En Systematics and the Origin of Species (Columbia University Press, 1942), Ernst Mayr definió esta categoría: «La subespecie, o raza geográfica, es una subdivisión geográficamente localizada de la especie, que difiere genética y taxonómicamente de otras subdivisiones de la especie». Necesitamos satisfacer dos criterios: (1) Una subespecie debe ser reconocible por rasgos morfológicos, fisiológicos o de comportamiento, esto es, debe ser «taxonómicamente» (y, por inferencia, genéticamente) diferente de otras subespecies; y (2) Una subespecie debe ocupar una subdivisión de la distribución geográfica total de la especie. Cuando decidirnos caracterizar la variación en el seno de una especie estableciendo subespecies, dividimos todo un espectro de variaciones en paquetes discretos con límites geográficos definidos y características reconocibles.
Las subespecies difieren de todas las demás categorías taxonómicas en dos aspectos fundamentales: (1) sus límites nunca pueden ser fijos y definidos ya que, por norma, un miembro de una subespecie puede hibridarse con los miembros de cualquier otra subespecie dentro de su especie (un grupo que no pueda hibridarse con otras formas cercanas a él deberá ser designado como especie); (2) La categoría no tiene por qué ser necesariamente utilizada. Todos los organismos deben pertenecer a una determinada especie, cada especie a un género, cada género a una familia, y así sucesivamente. Pero no existe necesidad alguna de que la especie sea dividida en subespecies. La subespecie es una categoría de conveniencia. La utilizamos tan sólo cuando juzgamos que nuestra comprensión de la variabilidad se verá incrementada al establecer paquetes discretos, geográficamente determinados, en el seno de una especie. Hoy en día muchos biólogos argumentan que no sólo resulta inconveniente, sino también definitivamente engañoso imponer una nomenclatura formal a los esquemas dinámicos de variabilidad que observamos en la naturaleza.
¿Cómo podemos hacernos cargo de la rica variabilidad geográfica que caracteriza a tantas especies, incluyendo a la nuestra? Como ejemplo del enfoque antiguo, se publicó una monografía en 1942 acerca de la variación geográfica del caracol arborícola hawaiano Achatinella apexfulva. El autor dividió esta especie asombrosamente variable en setenta y ocho subespecies formales y sesenta «razas microgeográficas» adicionales (aplicada a unidades demasiado indistintas como para ostentar un rango subespecífico). Cada subdivisión recibió un nombre y una descripción formal. El resultado constituye un voluminoso y casi ilegible tomo que entierra uno de los fenómenos más interesantes de la biología evolutiva bajo una maraña impenetrable de nombres y descripciones estáticas.
Y aún así, existen esquemas de variación en el seno de esta especie que fascinarían a cualquier biólogo: correlaciones entre la forma de la concha con la altitud y las precipitaciones, variaciones finamente ajustadas a las condiciones climáticas, rutas de migración reflejadas en la distribución de marcas coloreadas de la concha. ¿Acaso nuestra aproximación a semejantes variaciones ha de ser la de un catalogador? ¿Debemos dividir artificialmente un esquema tan dinámico y continuo en unidades disjuntas con nombres formales? ¿Acaso no sería mejor trazar un mapa de esta variabilidad de un modo objetivo sin imponer sobre él el criterio subjetivo de subdivisión formal que todo taxónomo se ve obligado a utilizar al nombrar subespecies?
En mi opinión, la mayor parte de los biólogos responderían hoy «sí» a esta pregunta; creo también que habrían respondido lo mismo hace treinta años. ¿Por qué entonces continuaron abordando la variación geográfica estableciendo subespecies? Lo hicieron así porque no se habían desarrollado aún técnicas objetivas para trazar el mapa de la variación continua de una especie. Podían, desde luego, trazar la distribución de caracteres únicos, por ejemplo, el peso corporal. Pero la variación en rasgos aislados es un pálido reflejo de los esquemas de variación que afectan simultáneamente a multitud de caracteres. Más aún, el problema clásico de la «incongruencia» se planteaba también. Los mapas construidos para rasgos únicos casi invariablemente presentan distribuciones diferentes: el tamaño puede ser grande en los climas fríos y pequeño en los cálidos, mientras que el color puede ser claro en el campo abierto y oscuro en los bosques.
Un mecanismo satisfactorio para la elaboración de mapas exige que se trate simultáneamente la variación en multitud de caracteres. Este tratamiento simultáneo es denominado «análisis de multivariables». Los estadísticos desarrollaron las teorías básicas del análisis de multivariables hace muchos años, pero su uso rutinario no pudo ser contemplado antes de la invención de las grandes computadoras electrónicas. Las computaciones que implica son extremadamente laboriosas y están fuera de la capacidad de las calculadoras de mesa y de la paciencia humana; pero una computadora puede realizarlas en segundos.
En el transcurso de la última década, los estudios de la variación geográfica se han visto transformados por la utilización del análisis de multivariables. Casi la totalidad de los defensores de este tipo de análisis han declinado la nominación de subespecies. No puede trazarse un mapa de una distribución continua si todos los especímenes deben ser previamente asignados a subdivisiones discretas. ¿Acaso no es mejor limitarse a caracterizar cada muestra local por su propia morfología y buscar regularidades interesantes en los mapas que así surgen?
El gorrión común (Passer domesticus), por ejemplo, fue introducido en Norteamérica en los años 1850. Desde entonces, se ha extendido geográficamente y se ha diferenciado morfológicamente hasta un grado notable. Previamente, esta variación se abordaba por medio de la creación de subespecies. R. F. Johnston y R. K. Selander (en Science, 1964, p. 550) se negaron a utilizar este procedimiento. «No estamos convencidos», argumentaban, «de que la estasis de la nomenclatura resulte deseable para un sistema patentemente dinámico». Por el contrario, hicieron un mapa de los esquemas de variación de multivariables. He reproducido uno de sus mapas, que refleja una combinación de dieciséis caracteres morfológicos que representan el tamaño general del cuerpo. La variación es continua y ordenada. Los gorriones grandes tienden a vivir en las áreas tierra adentro del norte, mientras que los gorriones pequeños habitan en las zonas del sur y las costeras. La fuerte relación entre el tamaño corporal y los climas invernales fríos es evidente. ¿Pero la habríamos visto con la misma claridad, si la variación se hubiera visto expresada por una serie de nombres en latín que dividieran artificialmente el continuum? Más aún, este esquema de variación refleja la operación de un principio fundamental de la distribución de los animales. La regla de Bergmann asevera que los miembros de una especie de sangre caliente tienden a ser de mayor tamaño en climas fríos. La explicación habitual de este fenómeno invoca la relación entre el tamaño y la superficie relativa. Los animales grandes tienen relativamente menos área superficial que los pequeños. Dado que los animales pierden calor por radiación a través de su superficie externa, un decrecimiento de la superficie total relativa contribuye a que puedan mantener su cuerpo caliente. Por supuesto, los esquemas de variación geográfica no son siempre tan ordenados. En muchas especies, ciertas poblaciones son notablemente diferentes a grupos inmediatamente adyacentes. Sigue siendo mejor trazar los mapas de estos esquemas objetivamente que asignar nombres estáticos.
El análisis de multivariables empieza a tener el mismo efecto en los estudios de la variación humana. En las últimas décadas, por ejemplo, J. B. Birdsell escribió varios distinguidos libros que dividían la humanidad en razas, siguiendo la práctica aceptada por aquel entonces. Recientemente, ha aplicado el análisis de multivariables a las frecuencias de los genes de los grupos sanguíneos entre los aborígenes australianos. Rechaza toda subdivisión en unidades discretas y escribe: «Bien podría ocurrir que la investigación de la naturaleza y la intensidad de las fuerzas evolutivas sea el objetivo a perseguir, mientras los placeres de clasificar al hombre se desvanecen, tal vez para siempre.»
1 comentario:
Este artículo, de hace más de treinta años, forma parte del primer volumen (Desde Darwin: Reflexiones sobre historia natural) recopilatorio de ensayos para Natural History Magazine, que escribió el paleontólogo Stephen Jay Gould desde 1974. Y en especial este primero está descatalogado de las librerías y bibliotecas.
Los restantes volúmenes de estas reflexiones son:
El pulgar del panda, 1980.
Dientes de gallina y dedos de caballo, 1983.
La sonrisa del flamenco, 1985.
Brontosaurus y la nalga del ministro, 1991.
Ocho cerditos, 1993.
Un dinosaurio en un pajar, 1995.
La montaña de almejas de Leonardo, 1998.
Las piedras falaces de Marrakech, 2000.
Acabo de llegar: El final de un principio en historia natural, 2002.
Y creo que sirve como complemento a este otro: El mito de la raza" aria.
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