La competitividad es uno de esos conceptos fáciles de comprender pero difíciles de integrar en el caudal informativo que recibe el ciudadano medio, por lo que conviene disipar algunos mitos que oscurecen su entendimiento, utilizando, en lenguaje corriente, los argumentos de la Teoría económica.
1. La opinión pública está convencida de que la amenaza competitiva viene de los países del tercer mundo, y los medios de comunicación nos ofrecen a diario aparentes evidencias de que la realidad coincide con esta afirmación. Sin embargo, bastaría con preguntar a los empresarios españoles de dónde les llega la competencia para comprender que la más fuerte y peligrosa procede de los países más desarrollados del primer mundo: Alemania, Francia, Estados Unidos, Suiza..., y que esto sucede, no sólo en la industria y en los servicios, sino incluso en numerosos subsectores del sector primario, donde los rivales principales son empresas de esos mismos países.
2. La confusión sobre el origen de la competitividad no se origina en los medios, sino en la Universidad y en la Academia. Allí, se combina la idea de que los costes laborales son decisivos dentro de los totales con la tesis de que éstos últimos siguen siendo determinantes en los precios, para concluir que las empresas y países competitivos son los de salarios más bajos. Sin embargo, esto no es cierto. Normalmente, los salarios altos van unidos a costes bajos (y no altos), y esto tiene su explicación: es verdad que los bajos costes unitarios se reflejan en bajos costes laborales unitarios (por unidad de producto), pero éstos no se deben a bajos salarios per capita sino a altas productividades, que permiten pagar altos salarios y que a la vez éstos representen sólo una pequeña parte de los costes totales (ejemplo: se puede pagar el doble a un trabajador que hace fotocopias con una máquina 4 veces más rápida, y reducir el coste salarial por fotocopia a la mitad). Esto es acorde con la dinámica capitalista, que da al factor objetivo de la producción (instrumentos de trabajo) un papel dominante, y hace que el factor subjetivo (los trabajadores y sus salarios) vaya quedando en segundo plano.
Ciertamente, las empresas con capacidad para instalarse más allá de las fronteras nacionales elegirán un país de menores salarios (o precios de los factores) si les es posible reproducir en él la misma técnica productiva. Pero esto sólo sucederá en unos pocos casos, pues la ausencia de muchos bienes y servicios en estos países, junto a la insuficiente cualificación de su mano de obra y las pobres infraestructuras, son factores que elevan los costes de producción hasta hacer imposible la instalación en ese país. Esto explica que los países más desarrollados del mundo sean los que producen a costes más bajos, sobre todo los bienes de mayor desarrollo técnico, científico y social.
3. En los últimos tiempos, se sugiere que lo que cuenta no son tanto los costes como la calidad y el diseño (la «diferenciación del producto»). En realidad, se trata de una falsa novedad porque se sabe desde hace siglos que las mercancías tienen valor de uso y valor de cambio, y lo decisivo es ofrecer el menor valor de cambio (precio) para un valor de uso dado (calidad), y esto es equivalente a proporcionar un mayor valor de uso sin elevar el valor de cambio. Las amas de casa saben, como las empresas, que lo decisivo es la relación calidad/precio, y que en ella entran ambos factores simultáneamente; pero algunos parecen creer que se trata de factores independientes.
4. Otro mito instalado en la conciencia colectiva es que la vía principal para colocar a un país en la senda competitiva es aplicar una política de competitividad adecuada, y que para ello basta con declararla el objetivo supremo de toda la política económica, subordinando a éste los demás objetivos. Pero esto es sencillamente confundir la realidad con los deseos. En primer lugar, olvida que todos los países buscan el mismo objetivo, y que no todos lo pueden conseguir (no todos pueden aumentar al mismo tiempo su cuota en el mercado mundial). En segundo lugar, ignora que la competitividad depende del nivel de eficiencia de las empresas de un país, que a escala agregada coincide con el nivel científico y técnico de su tejido productivo (grado de desarrollo medio de las fuerzas productivas sociales). Por tanto, puesto que ningún gobierno es libre para escoger éste —que se le presenta como algo dado, fruto de una larga serie de determinaciones históricas—, sólo podrá influir en él a través de su impacto sobre el desarrollo científico y técnico.
5. Por último, existe el mito de que la competencia es buena para todos, a la manera como en el deporte se dice que lo importante es participar. Por un lado, esto contradice llamamientos más realistas que observan la competitividad, no como un juego, sino como algo más dramático: una auténtica guerra económica en la que todos se juegan su futuro. Por otro lado, obliga a distinguir dos sentidos de la competitividad: 1) como capacidad (subjetiva), es sinónimo de eficacia, aptitud o habilidad competitivas; 2) como relación objetiva significa simplemente competencia o rivalidad (con independencia de que se tenga o no esa habilidad). Ambos están relacionados, y es evidente que la necesidad de ser competitivos en el primer sentido deriva de la existencia de la competitividad en el segundo sentido. Pero que en el sistema de mercado -o de competencia- la rivalidad sea una obligación no es garantía de que los obligados a competir tengan asegurado ganar. Al contrario, es más bien imposible, ya que para que unos ganen, necesariamente otros tienen que perder.
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