I
En mis manos contemplo una antigua moneda valaca. La conseguí en el Parque Rivadavia. El Parque —así, a secas, le dicen los vecinos y los que concurren desde siempre— es uno de los puntos cardinales secretos de Buenos Aires. Uno de sus escasos centros de gravedad. El aire de familia que emparenta las «plazas» —bonsáis que el Estado reserva al vecindario— con los bosques permite que a veces la jardinería barrial salte sobre los cercos emplazados por los geómetras municipales. Luego, tanto el parque edénico como el monte cerrado —arboledas donde no madura el dinero— son imanes para la imaginación urbana. En las plazas hay aduanas que consienten o vedan el cruce a otros tiempos, «conejeros» que conducen a pliegue de la imaginación. Después, el tacto es brújula y el «ábrete sésamo» un pasaje tan bueno como cualquier otro. Pero no por ser enunciadas sirven las formulas mágicas como pasaporte lingüístico.
Algunos comercios y trueques que han subsistido por décadas le han procurado al Parque Rivadavia una aureola de mercado persa que reluce especialmente los fines de semana. Las generaciones que han migrado regularmente hacia la zona lo consideran refugio más que paseo público. Es allí donde las cosas amenazadas por el óxido, el hongo y el olvido quedan resguardados de desatenciones e intemperies. Al turista accidental que pugna por la ganga o el souvenir le es sustraído el «doble de parque», porque en el lugar rigen contraseñas, misterios iniciáticos y pasadizos secretos que son revelados únicamente a quienes lo tienen por meca semanal. Sólo entonces los objetos en exhibición adquieren la cualidad de visas, de varitas mágicas, de bienes cuyo precio está por debajo de su valor. Cuando se agotan los elementos tradicionales de la tabla de Mendeleiev comienzan las así llamadas «tierras raras». Así también, cuando los objetos terminan de dar la talla acostumbrada comienzan a revelar propiedades desconocidas.
Cinco logias tienen jurisdicción sobre el Parque. Los bibliófilos —libreros de viejos y buscadores de raros y agotados–; los melómanos –comerciantes de discos, cassettes y compactos—; los filatelistas; los vendedores de videos piratas; y los numismáticos. No son los blasones que distinguen a los altos grados de estas masonerías las señas de identidad de los puesteros, a pesar de que algún que otro comerciante «establecido» tenga su «carrito» instalado en las veredas interiores del parque. Por el contrario, parecen enorgullecerse de su visible precariedad y del permiso condicional, del barateo y regateo, de la segunda línea y el emplazamiento barrial. La inadaptación a los códigos emblematizados por el código fiscal y la tarjeta comercial los amontonó en las barracas del parque. Sin embargo, a pesar del juego de simetrías que vincula a unos y otros, un perceptible encono los enfrenta: en otras épocas, la policía persiguió a libreros y a rockeros, nunca a los coleccionistas de sellos postales y de billetes. El rumor malévolo asegura que un comisario o un coronel coleccionista protegía a sus pares.
Los numismáticos se han instalado en redondo alrededor de un enorme árbol, a la orilla de la Avenida Rivadavia. Todos ellos, jóvenes o veteranos, comparten el tic obligatorio del coleccionista, el entusiasmo maniático por los círculos de metal. Esa pasión los hace también propietarios de saberes laterales sobre la historia del mundo. Saberes inútiles, fragmentados y en desuso. Saberes de oficio: sobre desaparecidos enclaves coloniales y metales nobles, sobre grandes falsificadores y volteretas geopolíticas en regiones lejanas. En verdad, en una estampilla o en una moneda se ocultan historias soslayadas. Quien ha aprendido a no despreciar a los pasatiempos improductivos o las pasiones de coleccionista no se engaña sobre las claves que los objetos pueden revelar. El amante de artefactos y de ideas perimidas puede ser también el semejante de quien analiza las sutiles ondulaciones de un relieve histórico. Así, Georges Bataille, Director del Gabinete de Monedas y Medallas de la Biblioteca de Orleans redactó, mientras las cuidaba, un curioso tratado de economía, La Parte Maldita, en el cual se postula que los fundamentos libidinales de la economía se sostienen en el derroche y no en el ahorro.
De los momentáneos panoramas que se engarzan a la vista rescatamos pormenores, logos, huellas, siluetas, espejismos, esfumaturas: espectros de la óptica. Pero apenas un puñado logra ser incorporado y macerado en las probetas de la memoria. El resto se escurre y se desliza fuera de foco. En un rutinario paseo dominguero por el Parque Rivadavia la curvatura de una moneda se me encastró en el diámetro de la esfera ocular. ¿Qué fue lo que me acercó hacia su radiación? Quizás el formato antiguo, poco familiar. ¿No ocurre a veces que una moneda que cae al piso desafía la regularidad estadística y comienza a correr sobre su canto? No queda otro camino que seguir la dirección imprevisible de su rodada. Cuando encontré a la moneda valaca buscaba otra cosa, pero es inútil dragar el delta causal: al azar no se le exige pedigree. Ese domingo por la mañana había ido al Parque a buscar monedas rumanas de este siglo para hacer un regalo peculiar a un amigo de origen balcánico. Rumania es un curioso país de lengua latina y alfabeto cirílico, de nombre imperial y consistencia campesina, de apodo relativamente nuevo y gobiernos sucesivos de índole monárquica y colectivista. Pero antes de su nombre, Rumania estuvo cuarteada en otros tantos territorios carpáticos y temblando bajo el knut de los señores austro-húngaros, rusos y otomanos. En los puestos había monedas balcánicas de principios de siglo, billetes emitidos por las autoridades turcas, papel moneda de la época de la Gran Guerra, billetes de valor menudo y otros con clonación de ceros, cría de la hiperinflación. En uno de los puestos había billetes romanos con el cetro y escudo de la dinastía Hohenzöllern y también los «Lei» de la época comunista. Y había, antes que ellos, una moneda renegrida y solitaria.
Una moneda antigua.
II
Una inscripción en el sobrecito de plástico que protegía a la moneda garantizaba que yo tenía en la cuenca de la mano 2 «Para», pieza de bronce sellada entre los años 1770 y 1772 en Valaquia y cuyo radio de valor cubría también a Moldavia. Entre 1768 y 1774 Valaquia fue un Estado-tapón creado artificialmente por el Imperio Romanov luego de la Guerra Ruso-Turca y cuya misión exclusiva consistía en amortiguar tensiones con el Imperio Otomano. Las monedas eran el fruto exprimido de la derrota turca: fueron forjadas con el bronce de los cañones capturados, fundidos y acuñados.
Ciertos territorios —grandes o pequeños, históricamente un pivot o insignificantes, en la cresta de la ola u olvidados— nutren por un tiempo los anecdotarios culturales. De Samarcanda a la Tierra del Preste Juan, de Machu-Picchu a la Isla de Pascua, sus acciones en la pizarra de cotizaciones mito-históricas varían pero siempre subsiste la memoria de un esplendor. Valaquia. Uno más de tantos nombres geográficos legendarios que han sido resucitados por la novela de aventuras, el artículo periodístico de ocasión y las películas de vampiros. Tartaria, Siberia, Patagonia, son vestigios folklóricos que ocultan matanzas y torturas, y cuya sangre licuada y secada la reencontramos en escuetos párrafos de compendios de historia universal. En todos lados se inocenta o minimiza el drama constitutivo del renombre. A Valaquia le bastó un sólo hombre para que se le confiriera el estatuto de territorio legendario; hombre cuya historia temible sólo es posible resucitarla excavando bajo los cimientos de la cinematografía gótica. Poco sabemos de la región carpática. Hasta principios de este siglo Buenos Aires o Río de Janeiro estaban más cerca de Londres o París que la entera península balcánica. Siglos de dominio otomano y un pertinaz rechazo a la irradiación del iluminismo la destituyeron del interés civilizado. Luego, la guerra regional fratricida, el magnicidio en Sarajevo, la ocupación nazi, la «Cortina de Hierro» [Telón de Acero] y al fin el cuarteamiento de Yugoslavia y la guerra étnica. Pero antes, Valaquia fue el dominio de Vlad Tepes, apodado «Drácula», Príncipe de Valaquia y Duque de Transilvania, Almas y Fagaras. El apodo «dracul» fue dado a Vlad II, padre de VIad Tepes, y hace alusión tanto a la palabra dragón como a la más preocupante «diablo». «Drácula"» significa hijo del diablo y ése fue el sobrenombre concedido a ese príncipe valaco muerto hacia 1476.
Una moneda de la región del personaje tremebundo había llegado a mis manos. Estaba bastante deteriorada. Se notaba una inscripción cirílica así como un dibujo troquelado de difícil interpretación. Luego, averigüé que se trataba de dos escudos que sostenían una corona. Las preguntas más difíciles de contestar se me ocurrían mientras examinaba la moneda: ¿Cómo habría llegado al Río de la Plata? ¿Por cuáles y por cuántas manos habría pasado? ¿Qué actividades habría subvencionado? ¿Qué sangre derramada, qué impuestos fiscalizados, qué mercancías encargadas, qué lujos y qué hambre satisfechos se ocultaban en el diámetro de una sola moneda? ¿Quién la habría traído? Pensé que la podría usar como un antídoto, como uno de esos amuletos ambiguos a los cuales les ha sido invertida la carga negativa, como una vacuna. «Drácula», hijo del diablo, fue en aquella zona la encarnación del mal durante cientos de años; y aunque otros alias tuvieron mayor prensa durante la época cristiana —Lucifer, el Anticristo, Mefistófeles—, ningún diccionario de los infiernos puede darse el lujo de prescindir de este «rumanismo». ¿Acaso en esta tierra existe un país del diablo? ¿Un territorio que lo cobijó originalmente luego de la caída? ¿Un refugio al cual retorna luego de cada correría o de cada derrota? Si así fuera, la geografía del Reino de las Tinieblas ha de contener curiosos e inciertos accidentes. Por el retrato que algunos viajeros nos han dejado del panorama visto desde el Paso Borgo, sabemos que se parece a una naturaleza muerta. Hoy se las deseca en museos ó se las retoca para consumo turístico. Pero antes de los bodegones renacentistas, los retratos cortesanos, los interiores domésticos claustrofóbicos, las postales de viaje, la fotografía pornográfica, los cien canales de TV y de otras variantes evolutivas de la naturaleza muerta, ya circulaban en esa época xilografías mostrando los treinta mil prisioneros turcos empalados en un solo día por orden de Vlad Tepes, alias «Drácula», prototipo balcánico de los líderes estatales monstruosos del siglo XX, indiferentes al dolor causado.
Esa moneda parecía acuñada con torpeza. Si se me decía que tenía miles de años de antigüedad, lo hubiera creído. El arte numismático anterior a la modernidad acuñaba monedas sustancialmente distintas de etnia a etnia y de imperio a imperio. Pero las actuales parecen cortadas por el mismo patrón de medida: sus variaciones y diferencias dependen más de imperativos de diseño que de un troquel antropológico. En el patrón oro y en el dólar calzan todas las huellas digitales. Y aunque sea verdad que el dinero es la más alta abstracción de la mercancía, no deja de ser un fetiche concreto y poderoso: cuando la religión o la política titubean, persiste todavía la moneda aherrojándonos a tierra: es el ancla que traba la fuga, la ostia repartida en torno de los becerros de cinco continentes. Imaginé que esa vieja moneda, fragua caliente en donde fue vertida la fuerza de un tiempo pasado, ya era peso muerto. ¿Estaría invertido el orden de los elementos de su aleación? Pero tras la otra cara de mi moneda, como si fuera una lupa, detecté un signo abyecto: entre tanto papel moneda desmonetizado e inútil había en los puestos del Parque ejemplares de una economía de guerra, de la numismática de la Segunda Guerra Mundial. En época de paz, el dinero moderno tasa el tiempo de los hombres y el peso de sus mercancías, y durante las guerras, los intercambios cotidianos entre hombres movilizados por fuerzas desmesuradas que les impiden desconcernirse. Anterior a la secularización de Occidente, la moneda valaca quizás hubiera merecido ser la unidad de medida financiera de la noche de la eternidad.
III
Cuando la búsqueda de monedas romanas en el Parque Rivadavia se volvía infructuosa los puesteros ofrecían sustitutos, suponiendo que mi jurisdicción abarcaba la región entera. Popurri oriental: papel moneda de Polonia y de Montenegro, de Lituania y de la Unión Soviética, de Croacia y de Eslovaquia. Me di cuenta de que en el mercado numismático circulaba bastante moneda de la época de la Segunda Guerra. Compré un billete del protectorado alemán sobre Bohemia y Moravia, país marioneta que subsistió el tiempo que duró el milenio nazi. Luego adquirí otros ejemplares centroeuropeos y balcánicos de esa época. El diseño de esos billetes —al igual que el de los actuales— suele ser hermoso. Así debía ser el rostro de la Hidra de Lerna, una de cuyas cabezas —la inmortal— estaba recubierta de oro. En fin, incluso los perfumes son fijados con la excrecencia genital de las ratas.
Durante la Segunda Guerra Mundial existieron varias naciones-títere eructadas durante la expansión nazi por Europa. La taxonomía contiene al gobierno marioneta en un país aliado al «eje» y a la republiqueta creada ex-profeso. En el primer caso se cuentan el gobierno de Antonescu en Rumania, o los de Austria y Hungría. En el otro, la República de Saló, el Protectorado Alemán sobre Bohemia y Moravia, Croacia, la República de Vichy, la móvil y efímera Ucrania y, quizás, el gobierno de Monseñor Tiso en Eslovaquia. En este segundo grupo, los casos de Ucrania y Croacia, hacia cuya fundación pujaban fuerzas nacionalistas desde hacia un siglo, se diferencian de Vichy y Saló, ampollas territoriales cuyas fronteras se trazaban de acuerdo con los caprichos del führer o a los zigzags dibujados por las peripecias militares. En Alemania, ya se sabe, pero también en esas naciones, se construyeron infiernos para judíos. Cada una pagó al nazismo la cuota más alta posible: Rumania, 750.000; 60.000, Checoslovaquia; 200.000, Hungría; 300.000 judíos de Yugoslavia; y de los 750.000 asesinados en Rusia grande fue la tajada que correspondió a Ucrania. La mayoría de los judíos rumanos fueron asesinados en la Transnistría, región moldava hacia donde habían sido expulsados. El resto sucumbió en el campo concentración de Cluj. Por el Tratado de Trianón de 1919 Hungría había cedido a Rumania su provincia oriental, pero en 1941 la recuperó. Cluj quedaba en esa provincia, llamada Transilvania, donde la sombra de Vlad Tepes aún cubría la memoria de los campesinos. Entre otras etnias y creencias arrasadas en los campos se cuentan los izquierdistas, los homosexuales, los pacifistas, los gitanos, los serbios y los testigos de Jehová. Súmense a ellos los prisioneros de guerra que nunca volvieron, los partisanos y sus simpatizantes asesinados en el lugar donde se los encontrara, los «trabajadores esclavos» muertos de extenuación, la esclavas sexuales humilladas en Oriente, y las nacionalidades asesinadas —especialmente ucranianos, polacos, gitanos (los primeros cobayas en los cuales se probó la eficacia del gas Zyklon-B en 1940 fueron doscientos cincuenta niños gitanos traídos desde Brno hacia Büchenwald)—. Números. Sin embargo, un solo testimonio del espanto los abarca a todos. Eso nunca parece bastar; tampoco en la Argentina.
Entre otras tantas cosas, también la numismática une a esos países: todos emitieron moneda o, más bien, las confiaron a los cuños de la Casa de la Moneda de la ciudad de Leipzig. En Vichy circulaba el dinero francés (cuya divisa grabada era «Travail, Famille, Patrie») pero también se emitieron vales y chapas. Ucrania tuvo al «Karbovanez», billete de ocupación emitido en 1942; Bohemia y Moravia al Koruna entre 1939 y 1945; Eslovaquia al «Halierov» hasta octubre del 44; Estonia al «Krooni», Croacia al «Kuna», Austria al «Kronen», Rumania al «Leu» y así sucesivamente. Todas estas monedas desaparecieron con la «liberación» y al poco tiempo ya eran curiosidades numismáticas. Prole de Valaquia, aquel estado-tapón, estos billetes nacieron de las planchas estatales nazis y terminaron en los libros de coleccionista. También los campos de concentración nazi tuvieron su propia moneda, vales entregados a los «internos» cuando ingresaban a cambio de sus posesiones monetarias o materiales. Su radio de valor terminaba en las alambradas. ¿Un sistema monetario para los impuros? La estrella amarilla los identificaba, pero también el triángulo negro en el caso de los gitanos, el violeta para los investigadores bíblicos, el celeste para los emigrantes caídos en las redadas, el verde para los criminales y el rosa en el caso de los homosexuales; el prontuario rojo bastaba para los demás. El tacto del patriota o el del ciudadano explora el relieve de la moneda con la yema de los dedos o con el canto de la uña. Y con la misma celeridad con que se atrapa al vuelo una moneda se dispara el índice hacia el descastado.
IV
La rutina que garantiza la continuidad social no es la religión, la moral o el deporte, ni mucho menos la televisión o Internet, sino la tactilidad monetaria. Las continuidades son los canales subterráneos y silenciosos de la historia donde naufraga el consuelo de remitir el siglo XX a las contracciones espasmódicas reaccionario-progresista, iluminista-irracionalista, moderno-postmoderno. Y el dinero, lubricante del sistema nervioso de la nación, traslada hasta la última y más fina nervadura los pulsos espirituales de la ciudad moderna, cuyos monumentos no son ya arcos ni estatuas sino cajas fuertes y cajeros automáticos. Esa continuidad monetaria, tierra firme sobre la cual se efectúan las transacciones más imprescindibles, y admite una sola ley germinal para su crecimiento y circulación. Escurridiza electricidad entre los dedos: salario, préstamo, propina, soborno, vuelto, limosna —el dinero pasa de mano en mano—. ¿Es la mano el mejor «conductor» de la circulación financiera? ¿Bastaría con que alguien se niegue a pasar dinero para que se corte el circuito? Es imprescindible hacerse la pregunta si se quiere comprender la decisión y el martirio del carpintero anarquista Georg Elser, solitario responsable de un atentado contra Hitler en 1939.
En Eslovaquia, en Croacia, en Vichy se pasaba el dinero. Las condiciones materiales de vida eran difíciles, aún en países protegidos u ocupados por los nazis: estrechez general, comida escasa, terror cotidiano, circunstancias históricas incomprensibles. ¿Cuánto consintió la población a sus gobiernos de derecha? En Austria mucho, en Vichy también, en Noruega y en Bulgaria poco y nada. En todos lados se espesaba el miedo pero también el desinterés y la resignación. Y en una gradación difícil de establecer, el consentimiento. Debe recordarse que los grupos fascistas regionales («Guardia de Hierro», «Guardia Hlinka», «Cruz de Flechas») no asumieron el poder en muchos de estos países sino hasta el final: operaban como grupos de presión. Esos gobiernos estaban en manos de una panoplia de derechas: «moderada», «conservadora», «anticomunista», «monárquica», lo cual vuelve más preocupante la indiferencia general hacia la protección nazi. Solo algunos países ocupados mantuvieron cierta independencia real ante los reclamos alemanes de recibir su ración de judíos y gitanos: Dinamarca, Finlandia, Bulgaria. Alemania encontraría cómplices más brutales entre lituanos, rusos blancos, ucranianos, eslovacos, croatas y rumanos. La complicidad de la Iglesia Luterana Alemana y del alto clero católico en la matanza así como la sospechosa pasividad de los aliados y las evasivas y omisiones del gobierno ruso son cuentas históricas que no deberían estar cerradas. Por otra parte, para el comienzo de la guerra la mayoría de los que podrían haber organizado algún tipo de resistencia civil ya no podían hablar: en Austria y en Alemania estaban eliminados, y al poco tiempo de ser ocupado el resto de Europa se destrozó físicamente al antifascismo en Croacia (20.000 asesinados), en Polonia, en Ucrania y así sucesivamente. Los que pudieron huir a tiempo sacarán visa de resucitados de por vida. Maquis hubo en todos lados, pero la mayoría de la población sencillamente acataba y sobrevivía. Y hacia circular la moneda. ¿Obligación cotidiana, fatalidad inevitable? Si así fuera, las actividades rutinarias se nos aparecerían como constantes costumbristas interferidas por una época sombría, la cual, sin embargo, no trastornaría sus átomos constitutivos: su lenguaje, sus tradiciones, su sabiduría ancestral. Si la supervivencia es ineludible, las manos serían inocentes y la manipulación ordinaria de billetes y monedas pertenecería entonces a una suerte de ámbito público neutro. Pero en las calles se hace difícil distinguir lo público de lo privado. En los campos de batalla también.
El análisis de las continuidades político-históricas del siglo no conduce a escanciar derecha e izquierda ni a identificar cabezas de mando, sino a preguntar por la sustancia ética colectiva que concede legitimidad a un gobierno. ¿Qué significó colaborar? En el caso de las republiquetas o de los gobiernos aliados de Alemania el humus donde germinaba su legitimidad no fue abonado principalmente por la derrota, la ocupación o el gobierno títere, sino por el acatamiento cotidiano, enraizado en un terreno de cuyas surcos la trilla ya hacia mucho tiempo que separaba la paja del grano. El odio al judío y a la izquierda fue sembrado a veces por ideólogos, a veces por partidos políticos, a veces por la Iglesia, a veces por los gobiernos. Por la indiferencia, siempre. Hay semillas que germinan después de un siglo, incluso cuando se ha renovado el suelo y cambiado el cultivo. En 1416, nueve años después de la llegada del primer grupo de zíngaros a Alemania, se dictó la primera ley antigitana. Se establecerían cuarenta y siete más solo hasta 1774, algunas tan permisivas que permitían matarlos donde se los encontrara previa violación de las mujeres. Evolución aséptica: las mujeres gitanas serían las primeras en ser esterilizadas en Dachau, en el verano de 1936. Los holocaustos judío y gitano, la Shoá y el Porájmos, son simétricos; y no fueron una excepción en la tradición centroeuropea y eslava de inquisición y pogromos, sino su aceleración y perfeccionamiento.
Solo la resistencia a muerte se escurre de la pregunta liberal por la legalidad del poder, porque el partisano comprende que el miedo es la nutrición de la legitimidad política en una nación. Maquiavelo y Bakunin se dieron cuenta de esto, y sacaron sus conclusiones. Los partisanos también. Por cierto, es mucho pedir. Por eso mismo Las Termópilas, Masada, Montségur, La Comuna, constituyen soberbios e inquietantes rechazos, no tanto del apego a la vida del común como de las justificaciones forzadas o cándidas de las filosofías políticas liberales. ¿Qué significa colaborar entonces? Se pueden clasificar las responsabilidades, se puede comprender el terror y la fuerza superior, se pueden graduar las conductas de la población. Pero quien usa un graduante acaso sea el sosía de quien divide la herencia genética en partes alícuotas, porque la plataforma histórica que permitió la matanza de «subhumanos»y «antihumanos» (Lebensunwertesleben) y por donde a la vez circulaba la población estaba forjada de sustancia ética debilitada, cuando no abyecta. En Polonia casi no quedaron judíos, y en Bielorrusia, Crimea y Croacia no quedo ni un solo gitano. Los judíos y gitanos que juntos formaron un grupo resistente en el distrito de Lublin sabían muy bien lo que hacían. Solo el partisano tiene derecho a decir que su futuro no estaba concernido por la moneda de curso corriente. Y es casi un milagro que se hayan organizado grupos armados tras las líneas, incluso en los ghettos. En Francia, en Italia, en Eslovenia, en Serbia, en Rusia. En París se llamaron también «Franc Tireurs», y acuñaron su propia moneda partisana. Un sistema monetario antifascista, del cual quedan tan pocos ejemplares que en el mercado numismático internacional se los considera invalorables: Certificados de partisanos eslovacos en diferentes distritos, Billetes del Gobierno Croata Antifascista, Vales del Gobierno Antifascista de Bosnia y Herzegovina, Vales y Notas de las Brigadas Garibaldi, Ossoppo y del Comitato de Liberazione Ligure, de Italia, los 5 Karvobanez del Ejercito Revolucionario Ucraniano (a la vez anticomunista y antinazi) del General Roman Shujevich. Incluso el depuesto y exiliado Rey de Yugoslavia emitió dinares en Londres a fin de no reconocer la ocupación. El derrotado, y quien se ha marchado al monte no sólo conservan una honra; también una iconología.
La guerra también fue un holocausto para la diáspora antifascista de los años veinte y treinta. Los revolucionarios húngaros de Bela Kun, los campesinos ucranianos de Majno, los marineros de Hamburgo, los fugitivos de los fascismos balcánicos, italianos y alemanes, y los internacionalistas que fueron a la Revolución Española, todos continuaron su cruzada en la Segunda Guerra Mundial al lado de los maquis y a veces integrados en los ejércitos aliados. A las Brigadas Internacionales de España acudieron 35.000 hombres y mujeres desde cincuenta y cuatro países, incluyendo chipriotas, etíopes, australianos, tunecinos, martiniquenses, canadienses y centroamericanos. Algunos llegaron de más lejos aún: en Cataluña, 1937, la Compañía Internacionalista Shevchenko estaba formada por unas decenas de sobrevivientes ucranianos del ejército anarquista de Nestor Majno que había cruzado en 1921 la frontera ruso-rumana a caballo. En 1945, cuando bajan sus armas en el Languedoc, todavía conservaban la moneda revolucionaria acuñada por Makhno veinticinco año antes. ¿Qué historias le contaría Nestor Majno en 1924 —que por entonces trabajaba en una carpintería de París— Buenaventura Durruti antes de que éste fuera encarcelado en la Conciergerie, en la misma celda que en otro tiempo ocupó María Antonieta? Todas estas razas hoy extinguidas, especímenes de un arca que nunca encontró su Ararat, eran testigos y portadores de utopías a-monetarias: en las comunidades catalanas o en las brigadas partisanas se experimentaba con numismática de nuevo cuño. George Orwell recuerda que cuando llegó a Barcelona en 1931 el sindicato de mozos había prohibido las propinas. Tierra adentro, en Aragón, directamente se había abolido el dinero.
El destino posterior del partisanismo europeo sería amargo. Las promesas rotas de los poderes aliados, los servicios no reconocidos, la propias ilusiones políticas desmedidas, el maltrato de los historiadores y de los estados «liberados». Una vez finalizada la lucha, la presencia pública del partisano lo transforma en testigo inconveniente o en radicalista irreductible. El camarada Tito fue el único en lograr el control de un Estado, tan sólo para posponer la terca cuestión balcánica por medio siglo. Un tiempo perdido que ya se ha cobrado demasiadas vidas. Pero los crímenes de los estadistas y de sus estrategias geopolíticas siempre quedarán impunes. ¿Quién se acuerda hoy de la cuestión Ucraniano-Carpática, de las repúblicas de Lemko Rusyn y de Komancza, independizadas del yugo austrohúngaro entre 1918 y 1920 y entregadas inermes a Polonia por decisión de los poderes aliados? Muchos partisanos serían traicionados, antes y después: el responsable de la aniquilación de la resistencia checa luego del atentado a Heydrich quizás haya sido un alfiler pinchado en mapas de estado mayor de Londres, y en los de Washington el que crucificó a la resistencia antifranquista; la matanza de los partisanos griegos, por su parte, fue la tajada otorgada a los Aliados en el Tordesillas sellado en Yalta, ecuador y greenwich del siglo XX. En fin, los designios del Estado son inescrutables para los ingenuos: luego de 1945, mientras Moshe Dayan, quien comandó una compañía de soldados palestinos judíos contra el régimen de Vichy —lo cual le costó un ojo de la cara— llegó a ser merecidamente Ministro de Defensa de Israel, Bao Dai, quien había sido Emperador de Anam entre 1932 y 1945 y, como tal, había colaborado con el régimen de Vichy primero y con las tropas de ocupación japonesas después, pudo continuar su carrera política como Jefe de Estado de Vietnam entre 1949 y 1955 gracias a la protección del gobierno francés democrático. Bao Dai aún seguía vivo en 1997.
Exceptuando un proceso amañado a Krupp, poco y nada le ocurrió a las fuerzas vivas capitalistas que habían promovido el ascenso de Hitler hacia el poder. Siguieron firmes, por así decirlo, al pie del cañón. La industria todo lo recicla. Adolf Eichmann, burócrata exterminador para tiempos de guerra, fue luego capataz de Mercedes Benz en Argentina. Pero en los campos concentracionarios nazis, y en los soviéticos también, millones de prisioneros eran obligados a trabajar a título de esclavos. Quienes iban a morir extrajeron oro y madera en los gulags siberianos, y en los límites de los campos de la muerte se deslomaron en las plantas descentralizadas de Bayer y Telefunken. Quienes iban a sobrevivir malamente, ocho millones de personas provenientes de toda Europa, fueron forzadas a trabajar en fabricas alemanas. Y en el este, veinte millones de internados «políticos» construyeron vías férreas, canales, rutas y ciudades siberianas enteras. Los huesos de siete, o diez millones, ¡quien puede juntarlos ya!, fueron arrojados a las fosas comunes. El salario del ganado humano consistía de una comida diaria y al horario de salida lo marcaba la ducha de gas o la bala en la nuca. Y la extenuación. Así también crecen las naciones en todos los tiempos. En nuestras fábricas y oficinas la curva cerrada de la moneda aún mide y tasa la marcha circular de los bastoneros de Cronos, impasible croupier.
V
Los billetes de Eslovaquia, de Hungría y de Bohemia y Moravia que se vendían en el Parque estaban desgastados; de algunos solo quedaban fibras y habían perdido su coloración original. ¿Adónde fue a parar la tinta y el detrito del papel? Habían pasado por muchas manos. ¿El dinero mancha los dedos? Ciertos venenos sólo requieren del más mínimo roce de los dedos en los labios para intoxicar mucosas y sangre. Mientras más ajados los billetes, más veneno esparcido. Pero en el pequeño mercado numismático de Buenos Aires circula una cantidad considerable de billetes croatas que, a diferencia de los otros, están impecables. En verdad, siguen en estado de impresión reciente. En los últimos días de la Segunda Guerra Mundial los nazis mayores y menores fugaron hacia tierras amigas. También lo hicieron los fascistas regionales. Milán Stojadinovich, Primer Ministro de la Yugoslavia ocupada, ingresó a la Argentina en 1947 bajo la protección de Bramuglia, Ministro de Relaciones Exteriores. Ante Pavelic, líder de los ustashas croatas, llegó en esa época y aquí prosperó hasta que en 1957 un oscuro atentado le sugirió que el General Franco era un mejor custodio de su integridad física. Moriría amparado por el franquismo. Ante Pavelic ingresó clandestinamente al país parte del tesoro financiero croata: miles de billetes de nulo valor, excepto el numismático, y el nostálgico. Pero son tantos los nazis y colaboracionistas que fugaron a estas costas que constituyen de por sí un grupo estadístico: la última migración europea hacia la Argentina.
Hubo entonces ciudadanos que —aunque no fueran nazis— apoyaron la independencia de algunos de esos países. Ciertas centroderechas, católicos conservadores y nacionalistas en general aceptaron al nazismo protector porque la obsesión por la patria suele ser la excusa oportunista de los irredentistas. Y conduce hacia las alianzas más abyectas. En verdad, el oportunismo es el credo de toda ambición política. ¿Acaso será éste el problema planteado a los argentinos del siglo XXI por la figura histórica del General Galtieri? ¿Se lo detesta tanto como a Videla o a Massera? Él fue respetado, durante dos meses, por la multitud. Ella misma, en nuestros días, ha preferido olvidarlo, tanto como a aquella dudosa gesta. Dos meses de delirio fueron extirpados de la memoria. En el viejo mundo, muchos olvidan también que se imprimieron billetes en la casa de la moneda del protector a fin de poseer un símbolo de peso del Estado-Nación moderno: en los motivos grabados en las monedas de aquella época abundan las águilas rampantes, las cruces sospechosamente parecidas a la svástica, los temas telúricos, los héroes nacionales. ¿Se puede ser alemán e italiano a la vez, o alemán y francés, alemán y croata? Esos líderes nacionalistas suponían que el protectorado nazi era garantía de la supervivencia del aura regional, pero poco se imaginaron que habían optado por una vía impracticable que conduciría a la unificación total del globo bajo conducción alemana, tarea de la que se ocuparían el americanismo y el stalinismo triunfantes en un primer momento, y las industrias globales de la información después. La Segunda Guerra Mundial expandió las fronteras del Campo de Marte hacia las últimas trincheras. La convicción de que el mundo estaba en guerra y de que todas las naciones estaban «ocupadas» es algo que muchos estadistas e intelectuales pronto aceptaron. Por eso mismo, muchos países que se mantuvieron «al margen» prosperaron económica o financieramente: deposito bancario, trafico de armas, comercio en granos. ¿Sorprende que muchos de ellos aceptaran la infiltración de fugitivos con cuentagotas pero el de colaboracionistas a granel?
En 1945 Europa fue desinfectada. Quisling, Mussolini, Tiszo, Laval, son ajusticiados. A Petain, añeja reserva moral de la nación, se le evita la «humillación» de la horca. «Venid a mí con confianza», había pedido Petain a los franceses vencidos en su discurso de asunción del gobierno colaboracionista, y rogó además que evitaran caer «en los brazos del comunismo». El judío «internacional» y la «Internacional» de izquierda, coartadas simétricas de la derecha. En todas esas naciones se procedió a una «limpieza burocrática» de jueces, jefes administrativos, gradaciones militares altas y medias, jefes de redacción, jerarquías en general, de los que se habían jugado demasiado, de algunos sospechosos y también de los antipáticos. Ascendieron entonces los oficinistas, las doñas rosas del periodismo, los secretarios de juzgado, las ramas juveniles de la política, los soldados y oficiales menores. El ejército burocrático de reserva. Uno de tantos se llamaba Kurt Waldheim. Diez años antes, parte de esas cohortes habían sido heredadas a su vez por los nazis y por los gobiernos de la derecha católica. Veinticinco años después, la pérfida locutora Rosa de Tokyo declaraba a unos periodistas: «Ya ha pasado mucha agua bajo el puente».
¿Tanta ha pasado? Luego que en 1991 Alemania fuera el primer país en reconocer por segunda vez la independencia de Croacia, se suscitó en Zagreb un debate aparentemente menor acerca del nombre de la nueva moneda de curso forzoso. Se decidió que seria «Kruna» (corona), pero la presión de la derecha impuso el apodo «Kuna» (marta cibelina), nombre de la moneda croata bajo el régimen fascista de Pavelic. Pronto algunas calles y escuelas fueron bautizadas con el nombre de un escritor ustasha y Ministro de Educación de Pavelic. Luego aún, se le cambió el nombre a la «Plaza de la Víctimas del Fascismo». Las estatuas de Tito desaparecieron de la vista, algunas voladas en pedazos. El populismo nacionalista pretendía rehabilitar al primer Estado croata independiente ocultando su idiosincrasia fascista. Desde 1990 este tipo de cuestiones se multiplicó en la prensa y la política de la derecha de los nuevos estados del este europeo, exponiendo los lazos problemáticos que se pretenden mantener con el pasado abyecto. En Ucrania disponen de un solo héroe nacional de peso, quien logró en el siglo XVII que los zares le concedieran a la región el estatuto de «marca». Fue también un asesino fanático de judíos. El dilema planteado al nacionalismo ucraniano actual por el líder colaboracionista y antisemita entre 1942 y 1943 apellidado «Bandera» es aún peor. Y hay más: el jefe de gabinete de Konrad Adenauer fue en los treinta el funcionario que propuso una resolución «moderada» (clasificación por religión paterna y no por sangre) para resolver la cuestión de la identidad judía. En 1947 el Banco Central de Checoslovaquia mandó fundir 2.000.000 de piezas de Koruns de la época del régimen fascista títere, a fin de reacuñar la nueva moneda checa sobre el metal fundido. ¿Tan nueva seria? ¿Qué secretos de familia se licuaron en esa colada? Las monedas tienen dos caras. En épocas de guerra un hotel de balneario puede ser utilizado como centro de tortura, un estadio de fútbol como campo concentracionario, un buque mercante como presidio. Las luchas bestiales entre nacionalidades y Estado central, la guerra balcánica, la cuestión de los «inmigrantes», el neonazismo, no son secuelas lejanas e irresueltas de las guerras del siglo; son su continuación. Y la limpieza «étnica» que se ha tolerado en la ex-Yugoslavia, donde croatas han sido ustashas y serbios chetniks colaboracionistas, es la prueba más evidente de ello. En las fosas comunes de Bosnia los cuerpos martirizados caen sobre los cien mil gitanos, judíos, izquierdistas y serbios asesinados en el campo croata de Jasenovac en los años cuarenta.
¿Qué lugar ocupa la moneda nazi en el patrimonio imaginario de la actualidad? En cincuenta años más, a lo sumo en un siglo, las atrocidades de las dos guerras mundiales serán estudiadas como hoy lo hacemos con la conquista de América, la esclavitud o la quema de brujas. Masacres más lejanas ni siquiera figuran en los libros de texto. Ellas concernirán únicamente al mundo académico, en donde la culpa y el lamento operan como moneda de cambio simbólica para adquirir becas y reconocimientos. Ya no habrá sobrevivientes y los memoriosos no superarán el círculo cerrado de las sectas refractarias. El Porájmos gitano ya es casi una nota al pie en el libro del siglo. Para el común de la gente, el futuro lo es todo y el pasado aberrante un puente que ya hemos cruzado y demolido. Pero a veces se extraen de cualquier obra en construcción paletadas de huesos. En esos países —como en el nuestro— cada cual marcha a sus asuntos cotidianos pisando cadáveres. ¿Cómo entender la dialéctica entre la continuidad y la discontinuidad? La peste jamás pasa del todo: los antídotos solo consiguen posponer su tarea o hacer mutar su funcionamiento. La tensión entre partisanismo y radicalismo político, por un lado, y colaboracionismo e indiferencia general, por el otro, acaba ocultándose o negociándose en las transiciones políticas. La brasa se apaga. El olvido derrota a la muerte.
¿Cuál es el vínculo entre los rutinarios intercambios físicos de una población y su vida moral? Aún no sabemos como pensarlo. Pero la relación mantenida con la moneda es, desde antiguo, una clave de comprensión. Ya Diógenes se propuso como tarea del pensamiento reacuñar la moneda, es decir, cambiar los valores. Los quirománticos, por su parte, saben que en las manos se puede palpar una orografía simbólica, un himalaya místico, y toda su sapiencia consiste en detectar las caídas y los ascensos del destino. ¿Basta una sola moneda aceptada, cambiada o dada para rehacer el relieve moral de una mano? ¿Un momento biográfico puede dar la clave sostenida de una época? La cuestión tiene sentido si consideramos que todo lo que hacemos, aún lo más modesto y mecánico, afecta el rumbo de nuestra fortuna, imponiéndole un ritmo, señalándole itinerarios, educando el tacto.
Pero a Judas el salario le hundió la mano.
VI
La anatomía contrahecha no escasea en las metáforas populares y literarias o en sistemas filosóficos enteros. Distintos órganos y procesos corporales se reclaman sede del déficit emocional: el corazón turbulento, la melancolía visual, la dispepsia intestinal, la sexualidad sublimada. Pero no abundan las referencias a la experiencia trunca del tacto, a pesar de que las manos son órganos bien dispuestos al contacto. En la historia cotidiana de los intercambios humanos las manos son platillos de una balanza de precisión, aunque descalibrada. Por eso mismo, en el verbo tocar se ocultan complejas operaciones osmóticas. ¿Puede el dinero dar forma a la mano? Todos los sentidos disponen de guías maestros y de domesticadores. Nuestra sensibilidad táctil se instruye tanto en el pago de mercancías como en la exploración de una llaga. En todo tanteo. Y se endurece con el puño o la palma en alto y con el empuñamiento de palancas y controles. En las manos se graba la temperatura irradiada por los cuerpos tanto como las impresiones y contornos de todo aquello rozado o aferrado a lo largo del día. Se depositan sedimentos, queda una borra, un poso. Quizás no haya termómetro táctil más confiable que la mano de un ciego; todas las cosas pueden hallar su medida en esa cuenca. Así fue como un sudario aceptó al rostro de Cristo. Las líneas de la vida se van superponiendo en la palma de acuerdo con la orientación que toma al tacto. El dibujo y el calado de las hendiduras mostrarán luego la aleación que estigma, ruina y gracia fundieron en la piel. En algunos, emociones y experiencias sólo son pátina para una costra, polvo fósil de lo sentido y vivido; en otros, dejan vestigios imborrables y sintientes. En los dedos del torturador queda sangre, en los del torturado también.
Aún al día de hoy, «saber tocar» es fuente de prestigio, asombro y envidia: los pases de magia, la auscultación médica, la celeridad del fullero, el manejo técnico de un arte, la caricia consoladora. ¿Cómo reconocer los atributos de una dignidad manual? La mezquindad, la prepotencia y la avaricia saltan a la vista en la gestualidad manual; y nos irritan. Saludar, brindar, hospedar, son saberes de la confianza de cuya efectuación son también responsables las manos. Rechazar lo inaceptable, brindar ayuda, negar el imaginario simbólico del triunfador, son actos que permean el espacio emocional de una persona y, como ingredientes fundamentales de un cóctel, determinan su sabor y su espesor. Y es insuficiente reducir nuestras relaciones torpes o problematizadas con el dinero a patología subjetiva o a exageraciones de la ortodoxia teórica. Cuando en 1936 muchas aldeas españolas abolieron la propiedad privada y el dinero no sólo proponían un absurdo, también un corte simbólico. De todas maneras, si el sentido del tacto propone un dilema es porque sus búsquedas no concluyen con la exploración —contador geiger— de la realidad exterior. Las manos, valvas partidas, tantean, quieren completarse. Mientras tanto, ajustician o dan lo justo. Pero los hombres que van a ser ejecutados están maniatados.
VII
Las reservas monetarias de los numismáticos del Parque se alimentan de billetes y monedas guardadas por vecinos y amigos. Nadie tira a la basura las monedas y los billetes en desuso. Son escondidas en cajitas, en apartados del escritorio, entre las páginas de un libro. Y se los olvida. Gesto melancólico o reticente a perder dinero, e inadvertidamente, astucia de la memoria que nos quiere hacer tesoreros de la historia contemporánea: en la moneda de uso corriente de una época se muestra el contorno del horror o de la vanidad tan nítidamente cano en un espejo. La numismática fascista, en cambio, suele acabar en sórdidas galerías de la calle Lavalle o en el Parque Rivadavia, porque nadie quiere la compañía espectral y amenazante de objetos siniestros o de recuerdos dolorosos. Pero quien observa atentamente una moneda valaca o un billete de país colaboracionista —a fin de cuentas, objetos pequeños, películas tenues—, acaso se de cuenta de que su peso es tal que pronto se vuelven contrapeso del ajuar del ciudadano común fuera de toda sospecha: libros, fotografías, ropa, recuerdos de viaje, posters, vajilla y muebles. Tormentas de acero acuñaron estas monedas y bruñeron sus diseños. Las leyes que explican su peso no pertenecen al orden físico ni mucho menos al financiero, sino al espiritual. Imanes, promueven o repelen energías: quien tiene estas monedas en su mano no necesariamente las tiene en su poder. Tienen «maná». Fueron tocadas y trocadas por gente que experimentó regímenes abyectos. Nosotros mismos, descuidadamente, estrechamos todo el tiempo las manos de aquellos que hicieron circular esta moneda. ¿Implica esto un principio de continuidad? No se piense que la moneda transmita una peste sino que en todo intercambio monetario hay un manoseo. Es en la circulación rutinaria de valores que no son abstractos donde se constituye una legitimidad y no en las bellas palabras. El cambio de un formato y el borrado de un diseño no comienza la cuenta de nuevo. Hoy podemos estrechar la mano de un anciano que cuando joven pudo haber estrechado la de Pavelic o la de Eichmann, quienes cuando adolescentes pudieron hacerlo con la de otro anciano que a su vez de joven saludó la de otro y así dos generaciones más y ya nos encontraríamos en Valaquia. En verdad, retrocediendo por los saludos de anciano en anciano podemos llegar a estrechar la mano del mismísimo Adán. Pero también la de Caín.
La indiferencia y la crueldad hacia los perseguidos no sólo es la herencia que nos deja el siglo; es también la sustancia emocional que garantizó la constitución de la época: la época de la pertenencia orgánica a instituciones y regímenes que requieren de absoluta y obligatoria colaboración. La indiferencia constituye una forma horrenda del mal, pues es una emoción sin dios y sin demonio. Ignora su pecado, se prohíbe el intento de comprender, no puede hacerse responsable de sí misma. El catálogo de atrocidades de época está repleto de colaboracionistas, calculadores políticos, temerosos, indiferentes, esteticistas bélicos, fanáticos y asesinos. Pero así como la multiplicación de la desgracia suelta muchos de los cabos que atan a los hombres entre sí, también logra que otros lancen amarras en la esperanza solitaria de que alguien las aferre. Un libro quizás imposible podría recopilar la innumerable multitud de gestos solidarios con los prisioneros, los fugitivos, los amenazados y los resistentes: el refugio en los conventos, la protesta solitaria, la huelga holandesa contra la ocupación, el alimento donado, el arma escamoteada del arsenal, la ayuda en condiciones imposibles. Ese libro imposible nos hablaría de un enigma: el milagro del amor anónimo.
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