Del mito «los delitos son expresión de la libertad del ser humano; una decisión individual libre por la que cada uno debe pagar», a «una gran mayoría de ellos tienen una vinculación directa con situaciones de exclusión social»
También está latente el mito de que el sistema penal es eficaz e igualitario y que la población encarcelada es un reflejo de la población delincuente [1]. Sin embargo, los índices de impunidad no se reparten igual entre las clases sociales (ya desde el legislador, que criminaliza el ámbito de la seguridad ciudadana más que el de la delincuencia de cuello blanco por ejemplo; o la actuación del sistema policial y judicial, que actúan sobre todo contra ciertos sectores sociales; o el sistema penitenciario que favorece la salida prisión con más facilidad de las personas socialmente integradas que la de los excluidos…)
Por otra parte, se produce una neta correlación entre exclusión social y control penal (en la marginación existen más posibilidades de ser definido como delincuente). La precariedad social, la discapacidad y la salud mental, incluso la tercera edad, no están suficientemente protegidas socialmente y ello se va constatando en el cambio del perfil del preso que se viene produciendo en los últimos años, lo cual está obligando a la prisión a realizar «funciones de suplencia» de los servicios públicos. Este problema tenderá a agudizarse con los efectos de la actual crisis económica y el incremento de la vulnerabilidad de los colectivos más precarizados, si no se acentúan las políticas de protección social.
A la masificación carcelaria y a la falta de funcionarios y medios para el tratamiento se añaden problemas sobrevenidos que no estaban contemplados cuando se empezó a utilizar masivamente la cárcel como respuesta al delito. En concreto, como revelan estudios específicos, es muy preocupante el paulatino incremento de la población penitenciaria con severas enfermedades mentales (casi 10.000 internos tienen antecedentes por trastornos mentales) [2] que está convirtiendo a los centros penitenciarios y a los albergues para los «sin hogar» en sustitutivos de las gravísimas carencias que presentan los sistemas públicos de sanidad en materia de salud mental. La desinstitucionalización de la enfermedad mental no es tal, simplemente ha habido un cambio de institucionalización: del sistema sanitario al sistema penitenciario; el abordaje de la enfermedad mental ha pasado del ámbito de las políticas sanitarias al ámbito de las políticas de seguridad ciudadana. Asimismo existe una significativa presencia de discapacitados físicos y psíquicos (también cerca de 1.000 internos tienen acreditada esta última situación) y, en proporción creciente, la de ancianos —incluso de más de 70 años de edad [3]—, algunos de ellos dependientes.
Hay que destacar también que las víctimas de los delitos se encuentran entre las clases desfavorecidas, por lo que su protección también pasa por la justicia social, la información y la formación: la atención prioritaria, en fin, a los más desfavorecidos.
Si comparamos el nivel educativo de las personas presas con las personas libres, vemos la importante diferencia en el nivel cultural; sabiendo que éste no sólo puede ser un indicio de menores posibilidades de acceso a la cultura, sino que puede suponer una mayor dificultad de obtener medios lícitos de ganarse la vida, así como de acceder a un mayor nivel de sociabilidad y, por tanto, de posibilidades de respeto a las normas jurídicas y de convivencia. Las personas encarceladas en España tienen un escaso bagaje educativo. Las personas analfabetas (1%) y sin estudios (7,3%) son todavía un grupo importante. Y los que apenas tienen estudios primarios constituyen la inmensa mayoría (el 45%), mientras que los universitarios no llegan al 9% del total. Apenas un 3,4% ha cursado estudios universitarios de Grado Superior.
El bajo nivel educativo de las personas que se encuentran en prisión se pone aún más de relieve cuando lo comparamos con el que tiene la población española adulta ocupada; éste sería el universo de referencia válido con el que contrastar el nivel de formación de las personas presas. Si lo agrupamos en tres grandes tramos, obtenemos el resultado que se muestra a continuación. El nivel de menor formación se encuentra sobrerrepresentado en prisión 3,2 veces lo que sería su peso «natural», mientras que los universitarios lo están 3,9 veces menos de la proporción que les correspondería según criterios de estricta proporcionalidad. Así pues, si sumáramos el efecto multiplicador de ambas circunstancias e hiciéramos abstracción de cualquier otra variable, podríamos decir que un ciudadano español adulto con estudios universitarios tiene 12 veces menos probabilidades de encontrarse en prisión que otro con educación primaria o inferior.
Para tratar de extraer alguna conclusión acerca de la posición social de las personas presas, hemos aplicado [4] a las respuestas dadas la clasificación utilizada por el INE en la Encuesta de Condiciones de Vida 2007 sobre el tipo de ocupación de los asalariados. Si comparamos el resultado de las respuestas que dan las personas presas con la clasificación aplicada al conjunto de los asalariados que se encontraban trabajando en 2007 o, lo que es lo mismo, si comparamos la profesión declarada por las personas presas y la estructura ocupacional española en la misma fecha, el resultado que obtenemos es el que figura en el siguiente gráfico.
Incluso siendo muy generosos en la aplicación de las categorías del INE, es evidente la sobrerrepresentación en la cárcel de los trabajadores no cualificados (33,8% vs. 15,35%) y de los trabajadores vinculados a los servicios de restauración, etc. (22% vs. 15,12%). En este último caso, la inmensa mayoría responden haber sido camareros, ayudantes de cocina, etc.; en definitiva, sectores laborales en los que se concentran muchas personas trabajadoras con escasa cualificación. Entre ambas categorías suman el 56% de las personas presas, cuando su peso en la estructura ocupacional española apenas alcanzaría el 30,5%.
Por el contrario, las ocupaciones «de cuello blanco», con o sin título universitario, vienen a representar el 42% de la pirámide ocupacional española, mientras que apenas representan el 15,6% de las ocupaciones de las personas presas en España.
Si, atendiendo exclusivamente al nivel educativo alcanzado y a la ocupación desempeñada durante más tiempo a lo largo de su vida, queda bastante claro cuál es la extracción social de las personas presas, el asunto se ilumina aún más cuando consideramos ambas variables en la persona de sus progenitores. Al estudiar el nivel educativo y la profesión desempeñada por el padre y la madre, queda diáfanamente claro que a la cárcel siguen yendo, esencialmente, trabajadores pobres, hijos a su vez de trabajadores poco cualificados y sin estudios.
Es verdad que la expansión del nivel educativo a partir de los años 60 ha constituido toda una revolución en la estructura social española; sin embargo, ese proceso de universalización de la enseñanza pública y gratuita no parece haber alcanzado totalmente a la generación de los progenitores de personas presas, puesto que el 70% de los padres sólo tiene estudios primarios o inferiores y, en el caso de las madres, el porcentaje se eleva hasta superar las tres cuartas partes (76%).
Consideremos además que el 10% de los padres y el 15% de las madres de las personas presas son analfabetas.
En cuanto a la profesión, nos encontramos con un panorama que intensifica la baja cualificación de las profesiones de los hijos. Los padres son, abrumadoramente, trabajadores no cualificados (29%) o que han trabajado con muy baja cualificación en la hostelería o el comercio, como camareros o dependientes (13%). Sin embargo, hay que destacar el hecho de que existen bastantes trabajadores industriales con alguna cualificación (21%), lo que de algún modo refleja la vieja estructura ocupacional de la sociedad española que se industrializó rápidamente a partir del año 1959 y del Plan Nacional de estabilización económica.
En el caso de las madres, la gran mayoría han trabajado como amas de casa (58,7%) y cuando han salido a trabajar fuera lo han hecho sobre todo como limpiadoras, jornaleras y trabajadoras no cualificadas (14,8%).
Otro dato que puede servirnos para caracterizar a grandes rasgos el origen sociofamiliar de las personas presas se refiere al tamaño de la familia. En general provienen de familias numerosas. La distribución presenta el perfil que se recoge en el siguiente gráfico.
Si adoptáramos el número de tres hermanos o hermanas para hablar de «familia numerosa», tal y como recoge actualmente la definición oficial, tendríamos que el 80,5% de las personas presas provienen de familias numerosas. De hecho, el 44,3% nació en familias formadas por 5 o más hermanos o hermanas.
NOTAS:
[1] Constituye ya desde Foucault un lugar común el que la cárcel cumple una función social principal de transmitir un mensaje tranquilizador a la sociedad y de identificar a «los buenos» y a «los malos», reproduciendo estereotipos falsos sobre la distribución de la delincuencia en el cuerpo social: que los sectores marginales son los que más delinquen, cuando precisamente la composición de la población encarcelada es más bien la consecuencia de la política criminal y social de un país, la consecuencia de la acción de la policía y del sistema judicial. La acción discriminatoriamente selectiva del sistema penal (legal, policial, judicial y penitenciario) produce una imagen de la delincuencia que es empleada por los mecanismos del control social, cerrando el círculo vicioso de la profecía autocumplida.
[2] Estudio sobre salud mental, Subdirección General de Instituciones Penitenciarias, Ministerio del Interior, Madrid, 2007.
[3] En 2009, cerca de 1.400 personas encarceladas tenían más de 60 años de edad.
[4] Ríos Martín, J., Cabrera Cabrera, P, Gallego Díaz, M., Segovia Bernabé, J.L. Andar 1 KM en línea recta. La prisión del siglo XXI que vive el preso. En prensa.
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