Por Lito Bermejo
El libro que aquí presento [Tercer Mundo: Mito burgués de Juan José Sebreli,1975], es en resumen un alegato contra el nacionalismo. La crítica de Sebreli es a la vez un escalón de su propia autocrítica. Su carácter combatiente y su pertenencia a un proceso de ruptura, no podían dejar de conferirle algún grado de ambigüedad, de ensombrecerlo con la figura de su propio objeto. Pero Sebreli prefirió dar a conocer el alcance actual de su pensamiento y con ello nos ha aportado preciosos elementos clarificadores sobre un sinnúmero de problemas actuales. Al hacerlo, por otra parte, se ha quedado prácticamente solo, como él mismo reconoce sin dolor (Introd.), en su rincón del «Tercer Mundo» donde los públicos aún buscan respuestas en unos u otros salvadores nacionales. Pero ello era el mero resultado de querer combatir el mito, «la mentira piadosa, el ocultamiento a sí mismo y a los demás de la realidad, la ficción establecida, el silencio cómplice (…), la contrarrevolución» (p. 11).
Los primeros capítulos se destinan a desmantelar el carácter de «revolucionarios» que los tercermundistas se confieren, es decir, estrictamente hablando, el de representantes «revolucionarios» de las sociedades que pretenden transformar. En ellos quedan al desnudo las contradicciones de sus discursos cuyas categorías estancas no pueden captar siquiera la diversidad real del mundo concreto: Canadá, desarrollado y dependiente; Portugal, atrasado e imperialista; Brasil, «semicolonial» y exportador de capitales; Nigeria, Etiopía, etc.; países del «Tercer Mundo», «liberados» o no pero opresores en todo el sentido de la palabra, y ello para no hablar de Rusia, China, etc.
Pero la cuestión empieza a hacerse inteligible a partir de la similitud que Sebreli pone al descubierto entre el pensamiento tercermundista y el fascista. Era el mismísimo Mussolini, quien «siguiendo a los sindicalistas nacionalistas italianos, dividía a las naciones en “plutocráticas” y “proletarias”, buscando con ello transformar las reivindicaciones de clases sociales en reivindicaciones nacionales» (p. 22).
Atendiendo al embrollo conceptual del tercermundismo, Sebreli delimita los términos en juego (colonia, semicolonia, país económicamente dependiente) para recordar que «la liberación nacional deja de paletearse al día siguiente en que las jerarquías locales se constituyen en Estados autónomos y los ejércitos imperialistas abandonan el territorio ocupado» (p. 23). Pero los tiempos ya no están para repetir los hechos clásicos de la historia a la manera que el propio Lenin acostumbraba (aunque ello sea una tentación en la que todos hemos caído en mayor o menor grado). No basta (y es perjudicial) quedarse en los términos del discurso marxista de mediados del siglo XIX pasado. Las liberaciones nacionales modernas ya no llevan a las burguesías a la cabeza sino a burocracias políticas e intelectuales (cuestión que Sebreli trata más adelante). En cierto sentido, sin embargo, su resultado histórico se realiza de todas maneras: el Estado nacional se constituye, y con él se efectivizan un sinnúmero de tareas «burguesas». Esto es justamente lo que el autor quería remarcar contra el tercermundismo que dice buscar una «liberación nacional de la dependencia» apoyándose en una falsa ortodoxia. Lo que buscan realmente es otra cosa y de ello hablaremos más adelante. Pero lo señalado sirve ya para observar con Sebreli que «el Tercer Mundo no es una realidad objetiva, no es una categoría histórica, no es sino una figura ideológica entendiendo por ideología una sublimación de la realidad en provecho de una determinada praxis política» (p.33).
Continuando con el paralelo entre tercermundismo y fascismo, Sebreli describe la Alemania y la Italia que sirvieron de cuna a ese último: «La aparición tardía de la burguesía nacional provocará formas peculiares en la revolución burguesa alemana e italiana que vemos repetirse en las revoluciones del tercer Mundo» (p.36). Ambas mostrarán contradicciones «entre la cuestión nacional y la democracia» en tanto una burguesía débil debía hacer frente a la competencia internacional en condiciones desfavorables, lo que la forzará a aceptar y promover una burocratización vertiginosa (bajo la forma de un intervencionismo estatal que se le hacía indispensable) y hacia un más duro enfrentamiento con su clase obrera «nacional» (a la que debía sobreexplotar, comparativamente hablando). Se trataría, en fin, de países que llegarían tarde al capitalismo de competencia, pero que anunciarían con adelanto al capitalismo burocrático. Sus apologistas de la época vuelven a hablar hoy por la boca del tercermundismo. Herder, el movimiento Sturm und Drang, Schlegel, Fichte, etc., abonarán el camino con sus ataques al liberalismo económico en defensa de la autarquía nacional total y la planificación económica (Fichte), con sus teorías del proteccionismo económico (F. Litz), etc. La mecánica que lleva de unos a otros es explícitamente defendida, por una figura muy conocida del tercermundismo, Perón: «Lo que a nosotros nos han hecho durante dos siglos con ventaja para los que lo hicieron, ¿por qué no vamos a hacerlo nosotros también, con las mismas condiciones en que lo hicieron ellos?» (citado en p. 32). Es evidente que el tercermundismo «contra» el imperialismo marcha hacia el imperialismo propio contra… el «cuarto mundo», y así sucesivamente. La óptica nacional del espectro que va de unos a otros los vincula estrechamente: Perón admiró siempre a Mussolini y los Montoneros a Perón… y ello tal y como Lasalle admirara a Bismarck, en cuya corona aquél decía que los obreros se sentían decididos a ver «la portadora natural de la dictadura socialista…» (p. 41). Estos representantes del burocratismo, entonces recién naciente en el seno mismo de la sociedad burguesa, exponían de ese modo el objetivo medular de sus verdaderos intereses: un Estado nacional centralizado, unificado, planificado y conducido por ellos erigidos en clase dominante. El proceso que así se inicia como subproducto de las necesidades burguesas progresa de más en más a pesar suyo hasta adquirir una dimensión revolucionaria aunque tan poco ligada a los intereses proletarios como lo estaba el «socialismo» de Bismarck-Lasalle.
El tercermundismo de izquierda, como si viera reflejada su imagen futura en un espejo presente, tiene predilección por acusar a las burocracias gobernantes en sus países de bonapartistas, queriendo con ello decir que están a medias independizadas del imperialismo y otro tanto de las masas. A través de esta caracterización se puede extraer cierta verdad, pero en sus manos tiene por objeto ocultar la existencia en esos países de una independencia nacional tan real y limitada como la de cualquier país capitalista. Como bien señala Sebreli, esos gobiernos son «criados» de sus propias burguesías y en todo caso la cara que frotan con su bota pertenece a «los sectores particulares de la burguesía, que no quiere colaborar con el régimen, adquiriendo de este modo frente a las clases populares una apariencia antiburguesa y anticapitalista que es ilusoria» (p. 77).
En la misma línea de jerarquización del proceso de burocratización, que Sebreli no sigue hasta sus últimas consecuencias, es necesario abandonar la importancia que asigna comúnmente a la asociación entre fascismo y «grandes capitales nacionales». En su lugar hay que poner el grado de desarrollo de la burocracia, lo que a su vez equivale al grado en que a la burguesía se le ha tornado imposible seguir gobernando la sociedad y al proletariado aún no le resulta posible cambiarla. Esto da lugar al fascismo en las condiciones precisas en que la nación transita hacia el imperialismo. El fascismo, en consecuencia, pasa a ser no la expresión del paso de la burguesía imperialista «nacional» a la hegemonía en «su» país (como sostiene, por ejemplo, Poulantzas), sino la manifestación de que el imperialismo sólo puede aparecer allí bajo dirección no burguesa, burocrática. Esta manera de plantear el problema elimina entre otras cosas la mentada incompatibilidad entre dependencia económica y fascismo, realidad que Sebreli denominará, creo que injustificadamente a la luz de los hechos «fascismo meramente defensivo» (p. 84).
Las relaciones tan escamoteadas siempre por las «izquierdas nacionales», entre los «lideres del Tercer Mundo», y los fascistas son denunciadas también unas tras otras: Gandhi, para quien Mussolini era el «salvador de la nueva Italia»; Nasser, representante de los Camisas Verdes ante Hitler en 1936; etc. Para todos ellos, dice Sebreli documentadamente, Mussolini era su líder; sus «naciones proletarias» el «Tercer Mundo»; pero, «¿dónde ubicar entonces a los etíopes bombardeados por los aviones italianos?», se pregunta al fin (p. 88). Eso fue, claro está, justificado por Mussolini, para quien «el imperialismo es el fundamento de la vida para todo pueblo que aspire a ensancharse económica y espiritualmente» (ibíd.) y por sus equivalentes en otros países, como por José Antonio Primo de Rivera, para quien aquello fue mero «asunto colonial», para quien «el colonizar es una misión», quien «si (…) fuese inglés (…) sería un imperialista inglés» (p. 89) y quien decía respecto de su patria: «Tenemos voluntad de Imperio (…). Reclamemos para España un puesto prominente en Europa» (p. 90).
Sebreli señala la base material de esta mitología: «se trataba simplemente de potencias nuevas llegadas tarde al reparto colonial» (p. 90). El continuo desarrollo del capitalismo en la «periferia» del mercado mundial (hecho negado, ocultado o distorsionado por los tercermundistas) reproduce constantemente esos resultados con mayor o menor eficacia (los cuales son siempre justificados «históricamente» por los mismos, como lo fue el estalinismo por el trotskismo en última instancia). Así, la alienación con el «Tercer Mundo» no es sino una forma particular de alienación con el capitalismo burocrático. En las tesis del tercermundismo de izquierda, pero también en las del 99 por 100 de las tendencias que se apoyan en el marxismo, está presente la concepción de que entre el capitalismo de Estado y el socialismo hay a lo sumo «un peldaño», el cual se transita «naturalmente» bajo el mismo «gobierno obrero» burocrático.
Sebreli analiza también en un par de capítulos la relación entre marxismo y cuestión nacional y la categoría de imperialismo, reivindicando la concepción que el marxismo extrajo de la realidad de su época, a saber, que «la línea occidental de desarrollo es la verdaderamente clásica y representativa de la historia de la humanidad» (p. 152). Esta línea es negada en el curso del proceso por sus epígonos, como ya en el caso turco (en vida de Lenin), etc. (pp. 135-140).
Apoyando un capitalismo autónomo, la programática tercermundista vuelve a tomar contacto con la fascista. Ambas realizan, sin embargo, su demagogia, ya que «… el capitalismo nacional autónomo no es sino una creencia idealista utópica, un giro atrás de la rueda de la historia, una vuelta al pasado, a la época de la libre competencia, previa al capitalismo monopolista. El pequeño burgués quiere atrasar el reloj, detener la concentración del capital, hacer que los monopolios retrocedan, y volver a los tiempos idílicos de las pequeñas empresas familiares, los pequeños comercios, los pequeños talleres, las pequeñas granjas, al desarrollo autónomo sin contradicciones y sin lucha de clases» (pp. 176-177). Efectivamente: «La única forma de desarrollo progresivo del capitalismo que existe en la actualidad es laque lleva a la centralización y monopolización, y este desarrollo provoca inevitablemente la ruina de la burguesía media y de la pequeña burguesía independiente» (p. 177). Estas clases en su oposición al monopolismo no pueden, pues, sino hacer el juego a nuevas formas monopolistas, las cuales, consciente o inconscientemente, levantan esos programas pseudo-socialistas. No pudiendo sustraerse a la tendencia a la centralización de la economía capitalista, a la que por cierto pretenden corregir, sólo le oponen un modelo burocrático más o menos integral, la última de cuyas expresiones es el Capitalismo burocrático del Estado donde la sociedad entera se convierte en un gran y único monopolio capaz de ofrecer a lo sumo un puesto de funcionario acomodado al pequeño burgués que está siendo marginado, de restaurar la burguesía bajo la forma de «especialistas» y hasta de materializar en buena medida la ilusión del ascenso social inclusive a los ojos del proletariado.
Se hace necesario, en consecuencia, dilucidar el carácter y la naturaleza de esos regímenes. Sebreli, de la mano de las corrientes críticas del bolchevismo, concluye que en ellos impera un nuevo sistema de explotación de los trabajadores: «La supresión de la propiedad privada no es sinónimo de socialismo» (p. 202), nos dice, agregando: «Al no existir ningún organismo de democracia directa de masas, subsiste la distinción tajante entre gobernantes y gobernados» (p. 203). Sebreli observa que el proceso que conduce a ello se inicia, como hemos indicado, bajo el predominio mismo de la burguesía. Sin embargo, no ha sido alumbrado por simple «evolución»: «la tendencia del capitalismo monopolista de los países occidentales hacia la concentración y centralización cada vez mayores de las fuerzas productivas, a la dirección de los grandes monopolios por un poderoso aparato burocrático, y a la fusión cada vez mayor de los monopolios capitalistas con el Estado nacional, no puede ser llevada nunca hasta las últimas consecuencias por las trabas que le imponen la supervivencia de la propiedad privada y de una clase burguesa» (p. 207). La Revolución rusa y posteriores, ilustraron que la transformación en cuestión sólo puede operarse por medio de «una auténtica revolución social que destruya la clase burguesa. Aboliendo la propiedad privada de los medios de producción» (ibíd.). También, que esa revolución sólo se da cuando el marco social existente no deja a las capas burocráticas en desarrollo ninguna vía pacífica abierta hacia el poder; lo que equivale a decir, para parafrasear al Lenin de Dos tácticas de la socialdemocracia…, donde los obreros (¡y la burocracia moderna!) sufren no tanto por el capitalismo como por su falta de desarrollo. Entonces la burocracia puede acaudillar una revolución social pues encarna en su propia marginación la de todas las clases oprimidas. Puede entonces «reivindicar para sí la dominación general». Y esto es lo que desde China hasta Angola se conocerá como liberación nacional, lo que siempre, por otra parte, significó una revolución a la manera burguesa tanto por sus objetivos como por sus métodos, necesariamente, claro está, adaptados a los tiempos y a los intereses específicos de los nuevos explotadores y opresores.
Se observa así el mismo elemento básico del fenómeno fascista, lo que cierra el círculo de sus permanentes aproximaciones ante las que Sebreli tuvo la virtud de situarnos: el elemento burocrático. Su desarrollo desigual muestra los resultados recién descritos cuando las condiciones internacionales de la marcha del capitalismo no dejan ya lugar a la dirección burguesa de un proceso que, históricamente, exige una revolución democrática, ni se dan las condiciones históricas para que ésta realice sus objetivos políticos a la manera proletaria, es decir, como democracia directa. La visión de conjunto es ahora factible: socialdemocracia y bolchevismo, fascismo y tercermundismo…, eurocomunismo y «marxismo-leninismo», no serán sino algunas de las múltiples formas que adoptará la ideología burocrática de acuerdo a la etapa y las condiciones de su desarrollo social.
Sebreli destina luego diez páginas a concretar y completar su denuncia en la figura del régimen burocrático más cercano a su país: el castrista (pp. 223-232). Imposible aquí hacer una síntesis del alud de datos que destrozan el mito de la Revolución cubana. Carácter burgués de sus medidas, composición pequeño-burguesa del movimiento, totalitarismo, verticalismo, opresión sexual, política exterior nacionalista llena de compromisos con burocracias de todo signo, etc., van dejando al descubierto un miserable «microestalinismo» (p. 231).
Hacia el final del libro Sebreli recae en ciertas debilidades. Al no ver las «condiciones económicas» para el socialismo en los países del «Tercer Mundo», el autor se pregunta si la alternativa irremediable no será después de todo ese despótico capitalismo burocrático (un poco quizás a la manera en que Marx dijera lo propio de la violenta colonización inglesa de la India). Sebreli habla de la mayor eficacia de la planificación burocrática (pp. 233-234) dejando al lado su carácter inmensamente irracional para el cual no impera siquiera el criterio económico. Los hechos ponen en evidencia que el productivismo, el eficientismo, la planificación central todopoderosa, etc., no son sino elementos ideológicos en manos de la burocracia, justificaciones de su supuesta imprescindibilidad social y que no encierran sino la mentira más flagrante, el ocultamiento más ostensible de su verdadera ineficacia, ineptitud y ociosidad privilegiada. Su agitación está solamente al servicio de sus intereses de clase: extender sus relaciones jerárquicas, impregnarlo todo de ellas. Y cuando lo consiguen en algún grado… ni los tranvías pueden funcionar, como denunciaba el órgano de la insurrección polaca de 1956, Po Prostu. La burocracia en realidad lo único que introduce al fin de cuentas en el capitalismo es un elemento extra de irracionalidad. Y ese elemento, claro está, no puede resolver los problemas fundamentales de la economía capitalista, la cual, para seguir funcionando como tal (y no como algo esencialmente distinto), es decir, como productora de plusvalía, deberá continuar necesariamente revolucionando sin pausa sus relaciones de producción (y con ellas la experiencia proletaria). En todo caso agudizando la contradicción en que esa producción se apoya, la separación del productor de la gestión de su trabajo, lo cual angosta cada vez más la marcha de la sociedad entre la violencia institucional, progresivamente más inservible, y la negación de toda dirección especial indirecta.
En los países atrasados que se han liberado nacionalmente por una vía burocrático-revolucionaria, incluso, la burocracia está evidenciando sobradamente que su rol no es precisamente el de crear las «condiciones económicas» del socialismo. Desde ya que ellas se producen también con el mismo desarrollo del capitalismo en general (del cual el burocrático es una forma), al que esas revoluciones liberan realmente. Sin embargo, no puede verse sólo el aspecto positivo de éstas y más cuando el negativo comienza de inmediato a adquirir mayor importancia. En Rusia y China, a instancias de la liquidación del feudalismo (liberación violenta de las fuerzas productivas) y la competitividad internacional abierta (ya de la burocracia en relación a la burguesía y la burocracia a ella asociada, ya la interburocrática), se logró un desarrollo económico considerable. Pero si observamos países como Cuba, Camboya, Vietnam, Angola, etc., vemos cómo las tendencias industrialistas extremas terminan derrotadas (el caso del Che Guevara es un ejemplo concreto) en nombre de una nueva asociación de dependencia económica sujeta a los intereses burocráticos mayores o establecidos. Nuevamente vemos cómo los países que llegan tarde al capitalismo (burocrático, ahora) deben pagar su tributo, cómo será su atraso y retardo los factores determinantes de su posición inevitablemente subordinada. Además, esto reitera la falacia que encierra las estrategias de «liberación económica».
Lo que se debe concluir sin más, es que hay que abandonar por completo la estrecha concepción que espera el socialismo de la concreción de un determinado (?) grado de desarrollo económico nacional, lo que a su vez alimenta la idea de que es alcanzable por la acción de una «vanguardia» organizada fuera del movimiento espontáneo de las masas ejerciendo el poder «por y para» ellas. Las condiciones que darán lugar al socialismo serán sociales y universales y tomarán forma allí donde se manifieste el agotamiento de las fuerzas sociales contemporáneas, lo que parece volver a señalar a los países más avanzados como los más propensos y desde los cuales el proceso tendrá una proyección segura. Frente a ellas, que van cotidianamente aproximándose como resultado de las prácticas de todas las clases, el proletariado se verá obligado a recorrer hasta el fin la experiencia revolucionaria que tantas veces iniciara. Pero esto no significa olvidar la economía ya que esta dinámica no puede hacerse inteligible sin introducir el análisis económico (si bien no en un sentido «marxista ortodoxo»). La acción de los individuos, la voluntad, la conciencia, son ellas mismas elementos objetivos del desenvolvimiento social. Para tocar el punto mencionado de la separación de que es objeto el obrero respecto de la gestión de su trabajo, digamos que ella no alcanzaría a dar de sí respuestas subversivas si no se encontrase con los límites en que hace frente a la pérdida absoluta de su carácter (irremediablemente condenado, por cierto).
No hay, desde este punto de vista, «alternativas» elucubradas en gabinete ni «atajos económicos» (como no lo fuera la «comunidad primitiva» en Rusia). La «alternativa» sólo puede ser un resultado más del proceso real, un momento objetivo del mismo, el cual puede describirse, jerarquizando el aspecto que aquí más interesa, como movimiento autónomo de las masas en desarrollo. Si algo merece el nombre de «evolución revolucionaria» (Sebreli, pp. 240-241) es precisamente esto. Los intelectuales viven ellos mismos esta realidad de hierro en el agotamiento de sus militancias orgánicas dirigentistas. También esto está en el orden de las cosas. Tal vez sea un índice más de que la revolución del proletariado está cercana.
1 comentario:
Gracias, pero no.
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