Nicola Revelant
Tierra y Libertad, nº 262. Mayo 2010.
Tierra y Libertad, nº 262. Mayo 2010.
A finales del siglo XIX y principios del XX en muchos países católicos estaba naciendo un enfrentamiento entre quienes defendían el papel prioritario de la religión en el Estado y quienes, por el contrario, promovían una secularización de la sociedad y una laicización de la política. Tal enfrentamiento, según el contexto político, social y cultural de cada caso, ha asumido formas relativamente pacíficas o extremadamente violentas. En este último caso, las protestas, manifestaciones y ataques asumen un carácter anticlerical e irreligioso.
En esta línea, el episodio probablemente más célebre en la historia europea del siglo XX es la Guerra Civil española y, más concretamente, las primeras semanas del conflicto en determinadas zonas (Cataluña y Aragón sobre todo). Son protagonistas los republicanos de izquierdas, los socialistas, los comunistas y los anarquistas, que no sólo combaten al ejército nacional sublevado el 18 de julio de 1936, sino que también continúan con los ideales revolucionarios proclamados en Barcelona al día siguiente del autodenominado Alzamiento.
En los primeros cuarenta días son asesinados alrededor de tres mil religiosos (entre seculares y regulares) e incendiados millares de edificios. Si se considera que en toda la guerra (finalizada oficialmente el 1 de abril de 1939) murieron poco menos de siete mil religiosos, nos daremos cuenta de que el primer periodo ha estado caracterizado sin lugar a dudas por una gigantesca violencia anticlerical. Una violencia quizá furibunda e indiscriminada.
Sus raíces están en la radicalización política, social y cultural de los años precedentes, en particular en el quinquenio revolucionario (1931-1936). El clero era visto como un elemento reaccionario, tradicionalista, fascista, filomonárquico y filogolpista por los grupos revolucionarios. Por su parte, estos grupos eran vistos por la Iglesia como una seria amenaza a su posición en el seno de la sociedad española. Según la Iglesia, la sociedad había sido hasta ese momento fiel y rigurosamente católica y confesional. En los años 30, sin discusión, gran parte de la jerarquía eclesiástica no había tenido reparos en situarse en posiciones claramente autoritarias, reaccionarias y específicamente antiproletarias.
En los periódicos catalanes, por ejemplo, se pueden encontrar centenares de artículos anticlericales o irreverentes. En particular el clero es denigrado o demonizado mientras la religión católica es acusada, según los casos, de ser un obstáculo para la modernización de la República o para la revolución. Por su parte, la prensa clerical describe a los republicanos, socialistas, comunistas y anarquistas como los nuevos anticristos, como los destructores de la auténtica España que, en el fondo, posee fuertes e inamovibles raíces cristianas.
Existe, sin embargo, una excepción sin duda sorprendente por el contraste con lo que sucederá en las primeras semanas de la Guerra Civil. De hecho los protagonistas principales de la violencia anticlerical en Cataluña —los anarquistas— en los años previos a la guerra no promueven (al contrario que los comunistas y los republicanos de izquierda) un anticlericalismo dirigido al clero o a la Iglesia con llamamiento, más o menos explícitos, a la violencia.
El anticlericalismo anarquista critica directamente la religión desde un punto de vista no político sino estrictamente ético, positivista y humanista. La religión, por descontado, es vista como una superstición o como una negación de la naturaleza humana. El universo, y por ello el mundo, han sido creados no por una fuerza misteriosa sino por la naturaleza. Dios no tiene nada que ver con todo esto porque, simplemente, no puede existir. No es más que un instrumento creado por el hombre para controlar a otros hombres. La naturaleza es la progenitora de todo.
Se trata de uno de los mensajes presentes en uno de los semanarios anarquistas más difundidos en España, Tierra y Libertad. La ciencia es la clave, el único método para encontrar respuestas a los misterios de la vida: cada vez que demuestra algo o hace nuevos descubrimientos, la figura de Dios se aleja y sus partidarios, sobre todo los curas, se pierden en un mundo carente de racionalidad, en donde evitan discusiones y atribuyen maledicencias a sus enemigos.
Estrechamente ligado a estas consideraciones, un segundo tema afrontado en estos años por el semanario anarquista es el relativo a la enseñanza laica. En el verano de 1933 las Cortes aprueban la Ley de Congregaciones, que deberá excluir al clero de la educación nacional. El periódico anarquista recuerda con frecuencia cómo el clero había enseñado hasta ahora a dividir el mundo en dos partes, a vivir en el temor de pecar, en el sentimiento de culpa, en la venganza, en la represión sexual (sobre todo en lo referente a las mujeres), a preferir la Sagrada Escritura al conocimiento científico.
Camillo Berneri, en un texto dedicado a la presunta libertad de la religión católica, describe cómo «ha hecho los más grandes esfuerzos para enseñorearse de la escuela pública: para darle el marchamo de los propios principios, para conducirla hacia sus propios fines. Los concordatos de la Santa Sede referidos al tema escolar demuestran la constante tendencia a remarcar las condiciones de subordinación, tanto de la escuela pública como de la privada, a la Iglesia».
Otro gran argumento tratado en Tierra y Libertad es el referido a las relaciones de la Iglesia con el fascismo. El contexto internacional (la victoria de los nazis en 1933 en Alemania) y el nacional (la subida al poder en España de una coalición de centro-derecha con nostalgia monárquica, y la creación de la Falange un mes antes) explican el por qué a partir de 1934 Tierra y Libertad publique cada vez más artículos sobre el tema.
Berneri escribe una larga serie de análisis que van desde las relaciones entre el Vaticano y las dictaduras fascistas (del canciller austriaco Dollfuss a Mussolini, pasando por Hitler) al comportamiento reaccionario de Pío XI, explicando por qué la Iglesia ha sido dirigida hacia la defensa de los poderes fuertes y absolutos respecto a los liberales y democráticos: «De Constantino a Felipe II de España, la Iglesia ha glorificado a los peores criminales cuando han servido a su poder (…) Cuando se ha planteado la cuestión de las garantías políticas entre el poder y la libertad, cuando se ha tratado de elaborar un sistema de instituciones permanentes que mantuvieran de hecho la libertad al resguardo de las invasiones del poder. En general la Iglesia se ha puesto del lado del despotismo: el liberalismo y la democracia han sido siempre para la Iglesia regímenes a los que oponerse. La Iglesia es, por su naturaleza, teocrática. Cuando los gobiernos están dispuestos a negarle el brazo secular, exalta la monarquía absoluta, la autoridad imperial, la dictadura».
Para la Iglesia es preferible alinearse con hombres fuertes —aunque sean moralmente despreciables— antes que confiar en regímenes políticos liberales o democráticos favorables a la secularización del Estado. Y en esta línea, Pío XI define a Mussolini como «el hombre de la providencia» con ocasión del Pacto de Letrán, de la misma manera que lo fue Napoleón III en 1851 para su predecesor Pío IX. De esta forma se explica el apoyo favorable a los hombres más representativos de la derecha española (Gil-Robles, Calvo Sotelo y los herederos del trono español).
Una Iglesia autoritaria, reaccionaria, fascista. Una Iglesia que colabora con la política colonial mussoliniana en Etiopía. Como ejemplo, en una viñeta podemos ver dos curas gordos con máscara de gas leyendo la Biblia; hojeando las páginas del libro sagrado, comentan: «En la Biblia no hay escrito No asfixiarás». Se trata de la referencia a una práctica ya utilizada por los italianos en Libia. Combatieron a los rebeldes con el apoyo de armas químicas como el gas (específicamente el gas mostaza o iperita) arrojado sobre los poblados. Otra viñeta nos muestra a Pío XI con una lengua de Menelik en la boca y a sus pies decenas de cuerpos sin vida. El comentario está dedicado por entero al aparente pacifismo de la Iglesia, tal como lo enseñó Jesús: «El Cristo redentor, el Cristo de "Amaos los unos a los otros", es utilizado por la Iglesia para santificar la guerra. La Iglesia en todos los países toma postura a favor del Estado nacional e incita a la muchedumbre de creyentes sin voluntad a la matanza colectiva. Pero la Iglesia, a su vez, está movida por los grandes capitales que permiten la organización de la guerra».
¿Cómo se explica esta actitud de la prensa anarquista frente a la religión? ¿Cómo, a diferencia de otros periódicos políticos, no encontramos en ningún caso incitación a la violencia, ni contra personas ni contra edificios? La respuesta estriba en el hecho de que el anarquismo, a diferencia de los otros partidos o movimientos anticlericales, no pone en evidencia simplemente la inmoralidad del clero y no ve a la Iglesia sólo como un obstáculo para los propios objetivos políticos, sino que propone otra moral, otra ética.
De hecho, en España, la misma doctrina anarquista presenta, según varios estudiosos, semejanzas con algunas doctrinas cristianas de la Edad Media. Así, los primeros teóricos y militantes del anarquismo como el propio Bakunin (en Italia y en Suiza), Kropotkin (en Rusia) y el ingeniero italiano Giuseppe Fanelli (enviado por Bakunin a España) se parecían a los religiosos esparcidos para la difusión de la «buena nueva». Trasladándose de ciudad en ciudad, pidiendo hospitalidad a los «hermanos obreros», eran llamados «apóstoles de la Idea» y su objetivo primordial era reunir a los trabajadores y educarlos en la lucha contra los patronos. En algunos casos, en la propaganda libertaria se utiliza incluso el modelo cristiano como método de referencia: un buen ejemplo es El Evangelio del Obrero, de Nicolás Alonso Marselau (uno de los primeros seguidores de Bakunin desde los congresos de los años 60), publicado en 1889. El texto recorre las parábolas del Evangelio en clave contemporánea, donde el obrero recuerda muy de cerca a Jesucristo.
En el congreso fundacional de la Confederación Nacional del Trabajo (1910) se declara que «la emancipación material (…) sólo puede llegar como resultado de la emancipación moral». No se trata de la mera afiliación a un sindicato, sino de una «conversión» a una vida en la que los principios morales e ideológicos prevalezcan sobre el resto. No es raro por ello encontrar en este periodo (y en los siguientes) campesinos y obreros «conscientes»: algunos no sólo empiezan a informarse constantemente con la lectura de diarios y semanarios, sino que también leen las obras publicadas por la Escuela Moderna de Ferrer; otros acaban con los vicios que parecen burgueses, como el tabaco, el alcohol, los juegos de azar y la asistencia a burdeles. Se oponen a las peleas de gallos y a las corridas de toros, demuestran una sensibilidad fuera de lo común por la ecología y a menudo adoptan estilos de vida cercanos al naturismo, incluso al vegetarianismo. El matrimonio y el bautismo son prácticas a evitar, pero la monogamia y la fidelidad a la propia compañera o compañero no se pone en discusión: se cree en el amor libre pero no en el libertinaje. Muchos de ellos se convierten en moralistas intransigentes, para quienes toda acción es buena o mala y no se admiten caminos intermedios.
El anarquismo se basa en un profundo racionalismo, en un fuerte principio como el de los más acérrimos partidarios del mensaje bíblico. A través de dos décadas se construyó una especie de «religión política» que apuntaba no sólo a una nueva forma de organización política sino también a llenar el espacio ya ocupado por la religión reinante.
Todo esto, naturalmente, no es suficiente para explicar la violencia anticlerical en la Guerra Civil que, por otra parte, no tiene como únicos protagonistas a los militantes anarquistas. Queda una de las razones principales; muchos, erróneamente, encuentran una justificación a la violencia anticlerical por el claro llamamiento del golpe nacional a la defensa de la religión católica. Pero el famoso término de Cruzada, enunciado por el cardenal de Toledo, Isidro Gomá, se difunde tras unas semanas de guerra, mientras que la violencia contra el clero comienza inmediatamente (en Barcelona, por ejemplo, el mismo 19 de julio). El conflicto se había iniciado antes, cuando el anarquismo empieza a difundirse cada vez más en la sociedad española y, a la vez, la Iglesia busca salvar su propia «supremacía» cultural y civil cerrándose en posiciones cada vez menos tolerantes. Esto se ve también en la estrecha colaboración entre el clero y el ejército franquista. Las masacres de civiles sospechosos en muchos pueblos eran guiadas por las informaciones proporcionadas por los párrocos. Las barbaridades de la guerra representan la explosión de un conflicto ya larvado en el seno de la sociedad española.
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