Por Ángel J. Cappelletti
La palabra «democracia» y, por ende, el mismo
concepto que ella designa, tienen su origen en Grecia. Parece, pues, lícito, y
aun necesario, recurrir a la antigua lengua y cultura de la Hélade cuando se intenta comprender
el sentido de dicha palabra, tan llevada y traída en nuestro tiempo.
Para los griegos, «democracia» significaba
«gobierno del pueblo», y eso quería decir simplemente «gobierno del pueblo», no
de sus «representantes». En su forma más pura y significativa, llevada a la
práctica en la Atenas
de Pericles, implicaba que todas las decisiones eran tomadas por la Asamblea popular, sin
otra intermediación más que la nacida de la elocuencia de los oradores. El
pueblo, reunido en la Ekklesía,
nombraba jueces y generales, recaudadores y administradores, financistas y
sacerdotes. Todo mandatario era un mandadero. Se trataba de una democracia
directa, de un gobierno de todo el pueblo. Pero ¿qué quería decir aquí «pueblo»
(demos)? Quería decir «el conjunto de todos los ciudadanos». De ese
conjunto quedaban excluidos no sólo los esclavos sino también las mujeres y los
habitantes extranjeros (metecos). Tal limitación reducía de hecho el
conjunto denominado «pueblo» a una minoría.
La democracia directa de los griegos, que en lo
referente a su principio y su forma general, aparece como cercana a un sistema
de gobierno ideal, se ve así desfigurada y negada en la práctica por las
instituciones sociales y los prejuicios que consagran la desigualdad
(esclavitud, familia patriarcal, xenofobia).
Por otra parte, a esta limitación intrínseca se
suma en Atenas otra, que proviene de la política exterior de la ciudad. En su
momento de mayor florecimiento democrático desarrolla ésta una política de
dominio político y económico en todo el ámbito del Mediterráneo. Somete directa
o indirectamente a muchos pueblos y ciudades y llega a constituir un imperio
marítimo y mercantil.
Ahora bien, esta política exterior contradice
también la democracia directa. Una ciudad no puede gozar de un régimen tal en
su interior e imponer su prepotencia tiránica hacia afuera. El imperialismo, en
todas sus formas, es incompatible con una auténtica democracia. Los atenienses
no dejaron de cobrar conciencia de ello y Tucídedes reporta los esfuerzos que
hicieron por conciliar ambos extremos inconciliables. Cleón acaba por expresar
su convicción de que «la democracia es incapaz de imperio».
La democracia moderna, instaurada en Europa y
América a partir de la
Revolución Francesa, a diferencia de la originaria democracia
griega, es siempre indirecta y representativa. El hecho de que los Estados
modernos sean mucho más grandes que las ciudades-estado antiguas hace imposible
—se dice— un gobierno directo del pueblo. Este debe ejercer su soberanía a través
de sus representantes. No puede gobernar sino por medio de aquellos a quienes
elige y en quienes delega su poder.
Pero en esta misma formulación está ya implícita
una falacia. El hecho de que la democracia directa no sea posible en un Estado
grande no significa que ella deba de ser desechada: puede significar
simplemente que el Estado debe ser reducido hasta dejar de serlo y convertirse
en una comuna o federación de comunas. Entre los filósofos de la Ilustración, teóricos
de la democracia moderna, Rousseau y Helvetius vieron muy bien la necesidad de
que los Estados fueran lo más pequeños posible para que pudiera funcionar en
ellos la democracia.
Pero ya en esa misma época comienza algunos autores
a oponer «democracia» y «república», lo cual quiere decir, «democracia directa»
y «democracia representativa». Los autores de The Federalist y muchos de
los padres de la constitución norteamericana, como Hamilton, se pronuncian, sin
dudarlo mucho, por la segunda, entendida como «delegación del gobierno en un
pequeño número de ciudadanos elegidos por el resto». No podemos dejar de
advertir que aquí el pueblo es simplemente un «resto».
Con Stuart Mill, sin embargo, este «resto» se
define como la totalidad de los seres humanos, sin distingos de rango social o
de fortuna. «There ought to be no pariahs in a fullgrown and civilized nation,
except through their own default» [No debe haber parias en una nación
desarrollada y civilizada, excepto por propia incapacidad]. «Sólo los
niños, los débiles mentales y criminales quedan excluídos.»
Pero esta idea del sufragio universal tropieza
enseguida con una grave dificultad. El ejercicio de la libertad política y del
derecho a elegir resulta imposible sin la igualdad económica. La gran falacia
de nuestra democracia consiste en ignorarlo. Esto no lo ignoraban los miembros
del Congreso constituye de Filadelfia que proponían el voto calificado y
querían que sólo pudieran elegir y ser elegidos los propietarios. Hamilton
afamaba: «A power over a man’s subsistence amounts to a power over his will» [El
poder sobre los medios de subsistencia de un hombre aumenta el poder sobre su
voluntad]. El mismo Kant hacía notar agudamente que el sufragio presupone
la independencia económica del votante y dividía a todos los ciudadanos en
«activos» y «pasivos», según dependieran o no de otros en su subsistencia. Pero
lo que de aquí se debe inferir no es la necesidad de establecer el voto
calificado o el voto plural, como pretenden algunos conservadores, sino, por el
contrario, la necesidad de acabar con las desigualdades económicas, si se
pretende tener una auténtica democracia. Ya antes de Marx, los así llamados
«socialistas utópicos», como Saint-Simon, veían claramente que no puede haber
verdadera democracia política sin democracia económica y social. ¿Quién puede
creer que la voluntad del pobre está representada en la misma medida que la del
rico? ¿Quién puede suponer que la preferencia política del obrero o del
marginal tiene el mismo peso que del gran comerciante o la del banquero? Aunque
según la ley todos los votos sean equivalentes y todos los ciudadanos, tanto el
que busca su comida en los basurales como el que se recrea con las exquisiteces
de lo restaurantes de lujo, tengan el mismo derecho a postularse para la
presidencia de la república, nadie puede dejar de ver que esto no es sino una
ficción llena de insoportable sarcasmo. Y no es sólo la desigualdad económica
en sí misma la que torna írrita la pretensión de igualdad política en la
democracia representativa y el sufragio universal. Lo mismo sucede con la
desigualdad cultural que, en gran medida, deriva de la económica. Una auténtica
democracia supone iguales oportunidades educativas para todos; supone, por una
parte, que todos los ciudadanos tengan acceso a todas las ramas y todos los niveles
de la educación, y, por otra, que toda formación profesional y toda
especialización deban ser precedidas por una cultura universal y humanística.
Pero en nuestras modernas democracias y, particularmente, en la norteamericana
arquetípica, la educación resulta cada día más costosa y más inaccesible a la
mayoría, mientras la ultra-especialización alienante se impone cada vez más
sobre la formación humanística y sobre lo que Stuart Mill llamaba «school of
public spirit».
Por otra parte, hoy no se trata sólo de las
desiguales oportunidades de educación que en un pasado bastante reciente
oponían la masa de los ignorantes a la élite de los hombres cultos. La
inmensa mayoría de los gobernantes es lamentablemente inculta, incapaz de
pensar con lógica y de concebir ideas propias. Bien se puede hablar en nuestros
días de la recua gubernamental.
Y no podemos entra en el terreno de la cultura
moral. Si la democracia se basa; como dice Montesquieu, en la virtud, y medimos
la virtud de una sociedad por la de sus «representantes», es obvio que nuestra
democracia representativa carece de base y puede hundirse en cualquier momento.
De todas maneras, estos hechos indudables (sobre
todo en América Latina) nos fuerzan a replantear uno de los más profundos
problemas de toda democracia representativa: el del criterio de elegibilidad.
Si el conjunto de los ciudadanos de un Estado debe escoger de su seno a un
pequeño grupo de hombres que lo represente y delegar permanentemente todo su
poder en ese grupo, será necesario que cuente con un criterio para tal
elección. ¿Por qué designar a fulano y no a mengano? ¿Por qué a X antes que a
Z? Se trata de aplicar el principio de razón suficiente. Ahora bien, a este
principio parece responder, desde los inicios de la democracia moderna en el
siglo XVIII, la norma de la elegibilidad de los más justos y los más
ilustrados. Se supone que ellos son los mas aptos para administrar, legislar y
gobernar en nombre de todos y en beneficio de todos. Se supone asimismo que la
masa de los ciudadanos ha recibido la educación intelectual y moral requerida
para discernir quiénes son los más justos y los más ilustrados. Todo esto es,
sin duda, demasiado suponer. Pero, aún sin entrar a discutir tales
suposiciones, lo indiscutible es que, en el actual sistema de democracia
representativa, la propaganda y los medios de comunicación, puestos al servicio
del gobierno y de los partidos políticos, de los intereses de los grandes
grupos económicos y, en general, de la sobrevivencia y la consolidación del
sistema, manipulan y deforman de tal manera las mentes de los electores que
éstos, en su inmensa mayoría, resultan incapaces de formarse un juicio
independiente y de hacer una elección de acuerdo con la propia conciencia. En
algunos casos extremos, cuando la democracia representativa entra en crisis,
debido a un general e inocultable deterioro de los valores que supuestamente la
fundamentan la mayoría abjura del sistema y reniega de los partidos, pero aún
así se muestra incapaz de asumir el poder que le corresponde y de autogestionar
la cosa pública. El condicionamiento pavloviano es tan potente que, después de
cada explosión popular, se da siempre una reordenación de los factores de poder
y, cuando eso no se logra satisfactoriamente, se produce una explosión militar.
Pero el sistema sobrevive y el capitalismo de la «libre empresa» y la «libre
competencia» campea por sus fueros sin que lo adverse siquiera el viejo
capitalismo de Estado (alias «comunismo»). Aquí está la clave del entusiasmo
del Pentágono y de la CIA,
de la Casa Blanca
y del FMI por la «democracia representativa» en América Latina y en el mundo.
Es evidente, pues, que el criterio de elegibilidad
no es el de «moral y luces» sino el de «acatamiento y adaptabilidad» (al status
quo). Para que los más justos y los más sabios fueran elegidos sería
preciso, entre otras cosas, que se eligiera a quienes no quieren ser elegidos.
La gran ventaja que la democracia representativa
tiene, a los ojos de los poderosos del mundo, consiste en que con ella el
pueblo cree elegir a quienes quiere, pero elige a quienes le dicen que debe
querer. El sistema cuida de que todo pluralismo no represente sino variantes de
un único modelo aceptable. Las leyes se ocupan de fijar los límites de la
disidencia y no permiten que ésta atente seriamente contra el poder económico y
el privilegio social. Se trata de cambiar periódicamente de gobernantes para
que nunca cambie el Gobierno; de que varíen los poderes para que permanezca el
Poder. Esto siempre fue así, pero se ha tornado mucho más claro para los
latinoamericanos desde el fin de la Guerra Fría, con el nuevo orden mundial de Reagan
y Bush. Por otra parte, la democracia representativa implica en su propio
concepto una grave falacia. ¿Cómo se puede decir que el diputado o el
presidente que yo elijo representa mi voluntad, cuando dura en su cargo cuatro
o cinco años y mi voluntad varía, sin duda alguna, de año en año, de mes en
mes, de hora en hora, de minuto a minuto? Afirmar tal cosa equivale a congelar
el libre albedrío de cada ciudadano en un instante inmutable y negar al hombre
su condición de ser pensante por un cuatrienio o un quinquenio. No hay falacia
más ridícula que la del mandatario que afirma que la mayoría lo apoya porque
hace cuatro años lo votó. Pero, aún si nos situáramos en los supuestos de la
representatividad, deberíamos preguntarnos: ¿Cuando yo elijo a un diputado,
éste es un simple emisario de mi voluntad, un mandadero, un portavoz de mis
ideas y decisiones, o lo elijo porque confío absolutamente en él, a fin de que
él haga lo que crea conveniente? En el primer caso, no delego mi voluntad sino
que escojo simplemente un vehículo para darla a conocer a los demás. Si esta
concepción se lleva a sus últimas consecuencias, la democracia representativa se
convierte en democracia directa.
En el segundo caso, no sólo delego mi voluntad,
sino que también abjuro de ella, mediante un acto de fe en la persona de quien
elijo. Si esta concepción se lleva a sus últimas consecuencias la democracia
representativa desemboca en gobierno aristocrático u oligárquico.
En el primer caso, el representante es un simple
mensajero, en nada superior, sino más bien inferior, a quien lo envía. En el
segundo, no se ve por qué el representante debe ser elegido por el voto
popular, ya que por sus propios méritos puede confiscar definitivamente la
voluntad de los demás. Más valdría entonces aceptar la teoría conservadora de
Burke acerca de la representación virtual, según la cual inclusive quienes no
votan están representados en el gobierno cuando realmente desean el bien del
Estado. La democracia representativa se enfrenta así a este dilema: o los
gobernantes representan real y verdaderamente la voluntad de los electores, y
entonces la democracia representativa se transforma en democracia directa, o
los gobernantes no representan en sentido propio tal voluntad, y entonces la
democracia deja de serlo para convertirse en aristocracia. Stuart Mill, que era
un liberal sincero, no gustaba de la aristocracia, pero tampoco se atrevía a
postular una democracia directa y, por eso, proponía un camino intermedio. Para
él, los gobernantes elegidos por el pueblo deben gozar de cierta iniciativa
personal al margen de la voluntad de sus electores y, aún cuando siempre han de
considerarse responsables ante éstos, no deben ser sometidos a plebiscitos o
juicios populares. El filósofo inglés llega hasta donde puede llegar un liberal
que no osa ser libertario. Como los autores de The Federalist, que se
decían «republicanos» y no «demócratas», considera necesario el liderazgo de
los hombres justos e ilustrados para el desarrollo político del pueblo, cuyo
buen sentido ha de ser iluminado por la sabiduría de aquéllos. Tal concesión a
la aristocracia del saber suscita, sin embargo, algunas objeciones. Un diputado
puede saber de finanzas, o de educación, o de agricultura, o de política
internacional, o de salud pública, pero no puede saber de todas esas cuestiones
al mismo tiempo. Sin embargo, en los debates parlamentarios puede opinar y debe
votar sobre todas ellas. Es obvio que opinará y votará sobre lo que no sabe.
Opinará y votará, pues, con frecuencia, no como hombre ilustrado, sino como
ignorante. ¿Cómo puede un ignorante contribuir al desarrollo político del
pueblo? Se dirá que puede asesorarse con los expertos o «sabios» que tiene a su
disposición. Pero, si se trata de aprender de quienes saben, también pueden
hacerlo los electores sin necesidad de delegar su ignorancia en ningún
representante.
La democracia representativa se vincula, por lo
común, con los partidos políticos y no funciona sino a través de ellos. Es
dudoso, sin embargo, que se trate de una vinculación necesaria y esencial ya
que bien se puede concebir una representación estrictamente grupal o personal.
Nada impide imaginar que los partidos sean remplazados por grupos de electores
formados ad hoc o que el electorado vote sólo por personas con nombres y
apellidos cuyos programas de gobierno hayan sido dados a conocer previamente.
Es una falacia más, por consiguiente, aunque no de las más graves, afirmar que
no puede existir democracia indirecta sin partidos políticos.
El papel desempeñado por éstos origina, de hecho,
algunas de las más graves contradicciones que dicha democracia implica. Los
partidos representan intereses de clases o de grupos y se fundan en una
ideología. Ellos proponen al electorado las candidaturas y establecen las
listas de los elegibles.
Ahora bien, es muy posible que un ciudadano no se
identifique con ninguna de las clases o grupos representados por los partidos
existentes y que no comparta ninguna de sus ideologías. ¿Tendrá que votar por
alguien que no expresa de ninguna manera sus intereses y su modo de pensar? Le
queda el recurso —se dirá— de fundar un nuevo partido. Pero es obvio que éste
es un recurso puramente teórico, ya que en la práctica la función de un partido
político (y sobre todo de uno que tenga alguna probabilidad de acceder al
gobierno) resulta nula no sólo para los ciudadanos individuales sino también
para casi todos los grupos formados en torno a una idea nueva y contraria a los
intereses dominantes.
En general, el elector elige a ciegas, vota por
hombres que no conoce, cuya actitud y cuyo modo de pensar ignora y cuya
honestidad no puede comprobar. Vota haciendo un acto de fe en su partido (o,
por mejor decir, en la dirigencia de su partido), con la fe del carbonero,
confiando en el azar y en la suerte y no en convicciones racionales. Pero, si
esto es así, ¿no sería preferible reintroducir la ticocracia y, en lugar de
realizar costosas campañas electorales, sortear los cargos públicos como los
premios de la lotería? Este procedimiento no deja de tener un fundamento
racional, si se supone que todos los hombres son iguales e igualmente aptos
para gobernar.
No deja de ser escandalosamente contradictorio que
partidos políticos cuya proclamada razón de existir es la defensa de la
democracia en el Estado sean en su organización interna rígidamente
verticalistas y oligárquícos. Ello obliga a pensar que la escogencia de los
candidatos difícilmente tiene algo que ver con la honestidad, con el saber o
siquiera con la fidelidad a ciertos principios.
En nuestros días parece advertirse en los partidos
políticos un proceso de desideologización. En realidad no se trata de eso sino,
más bien, de una creciente uniformización ideológica en la cual el pragmatismo
y la tecnocracia encubren una vergonzante capitulación ante los postulados del
capitalismo salvaje. Hoy, menos que nunca, optar por un partido significa
defender una idea o un programa, frente a otra idea y otro programa. El nuevo
orden mundial, cuya bandera es gris, impone la mediocridad como sustituto de la
libertad y de la justicia.
Uno de los más ilustres ideólogos de la democracia,
Jefferson, el cual sabía bien que el mejor gobierno es el que menos gobierna,
confiaba en que el gobierno del pueblo por medio de sus representes aboliría
los privilegios de clase sin suprimir las ventajas de un liderazgo sabio y
honesto. Al cabo de dos siglos, la historia nos demuestra que tal esperanza no
se ha realizado.
Sólo la democracia directa y autogestionaria puede
abolir los privilegios de clase y, sin admitir ningún liderazgo, reconocer los
auténticos valores del saber y de la moralidad en quienes verdaderamente los
poseen.
Caracas, 1992.
2 comentarios:
Gran artículo, han pasado unos años desde su publicación y sigue siendo actual. Este artículo hace honor al refran: "Hay verdades que el tiempo no oculta"
Incluso este régimen tampoco es una "democracia representativa", porque no representa más que los intereses particulares de los partidos políticos dominantes. No representa a ningún "pueblo" o población civil determinada, es literalmente una "partitocracia" heredera de la dictadura anterior.
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