MICHAEL MANN
Durante el siglo XIX, cada derrota turco-otomana en Europa tenía como resultado éxodos en masa y numerosos asesinatos de musulmanes. El capítulo final llegó durante las guerras balcánicas de 1912, con medio millón de súbditos otomanos cristianos huyendo hacia el norte y puede que un número aproximado de musulmanes huyendo hacia el sur, ambos por temor a las represalias, dado que se les identificaba con el enemigo de guerra. El nacionalismo orgánico, acompañado por un estatalismo creciente, se estaba intensificando. Pero la Gran Guerra (1914-1918) lo llevó hasta el genocidio efectivo, en el cual estos refugiados jugaron un papel desproporcionado.
La guerra también trajo consigo el genocidio a gran escala. Las matanzas de armenios a manos de los turcos en 1915 no deberían considerarse como algo marginal con relación a Europa, cometido en el seno de una civilización islámica atrasada o «bárbara». Fueron cometidas por un Estado laico modernizador, es más, un actor principal en la política de poder europea, comprometido con los ideales europeos más avanzados. Así pues, trataré el caso con cierto detenimiento.
El número de víctimas superó el millón, entre el 50 y el 70 por 100 del total de armenios en tierras turcas. Si la cifra fue un poco más baja que el porcentaje de víctimas judías en la «Solución Final», fue principalmente porque un mayor número de armenios pudo huir a países neutrales: 350.000 de ellos consiguieron llegar a Europa, constituyendo el mayor grupo de refugiados de la guerra. La decisión genocida fue tomada por el Comité de Unión y Progreso (CUP), la máxima instancia del gobierno ittihadista (Jóvenes Turcos). Las órdenes fueron transmitidas por medio de gobernadores ittihadistas y comandantes de grupos del ejército de confianza a las autoridades civiles, policiales y militares locales. En todos los niveles hubo funcionarios que se negaron a acatarlas. En la mayoría de los casos conocidos fueron destituidos y reemplazados por hombres especialmente seleccionados por el CUP. Los funcionarios indecisos, deseando proteger su carrera, se sometieron a la disciplina en el acto. Junto a las administraciones civiles y militares oficiales, actuaba un tercer organismo genocida, la famosa «Organización Especial», que constaba con 30.000 miembros. Sus oficiales, aunque no los soldados rasos, habían sido especialmente seleccionados por su compromiso con los objetivos de limpieza ittihadista.
El núcleo del movimiento ittihadista estaba compuesto por jóvenes oficiales del ejército y profesionales urbanos, especialmente médicos, propugnadores de objetivos modernizadores, que dirigían la misma operación política que estaba teniendo lugar en media Europa. (El número de refugiados europeos también era considerable.) Habían derrocado al régimen otomano de Abdul-Hamid en 1909 en nombre de la democracia, aunque sin ser explícitos sobre el tipo de democracia que pretendían instaurar. Una vez en el gobierno, intensificaron rápidamente el nacionalismo orgánico que ya estaba creciendo en el seno de su movimiento, puesto que deseaban repudiar lo que ellos denunciaban como el «atrasado», multiétnico y multirreligioso Imperio otomano. Aunque veían en el precepto islámico de la Yihad (batalla o guerra santa) una oportuna fuerza de movilización de masas, concebían la identidad de su nación más en términos étnicos que islámicos. Para ellos, su pueblo era «turanio», lo cual hacia referencia a la población de habla turca que ocupaba las tierras que se extendían desde Turquía hacia el este, adentrándose en Asia central —se trataba de los supuestos descendientes de los grandes conquistadores Atila, Gengis y Tamerlán. ¡Resulta impresionante el parecido que se da aquí con los mitos históricos de la media docena de nacionalismos orgánicos europeos de la época! De hecho, había un rival europeo que reivindicaba ser heredero de este mismo manto «turanio»: el movimiento fascista húngaro. Los ittihadistas querían refundar un imperio recientemente destruido por los poderes europeos, reorientándolo hacia Asia occidental.
Los ittihadistas veían en los armenios un obstáculo en su camino hacia esta meta. Dado que los turcos habían perdido sus tierras cristianas, los armenios eran ahora la minoría cristiana más numerosa que quedaba, claramente vinculada a los europeos que habían conquistado a los turcos otomanos. Sus comunidades principales estaban al este del país, amenazadoramente a caballo de las líneas de comunicación con el resto del pueblo turanio. En tanto que cristianos ortodoxos orientales, contaban con la protección externa de Rusia y algunos armenios estaban apoyando de hecho a los rusos, quienes, a cambio, les prometían un Estado. Todas estas características parecían hacerles cómplices de los enemigos de la nación orgánica turania. En realidad, lo que desencadenó las verdaderas masacres fue la desastrosa derrota del ejército de Enver Pachá, enviado al Cáucaso contra los rusos en 1915. Los armenios se convirtieron en los chivos expiatorios y, bajo condiciones de guerra, ni la Entente occidental ni Rusia pudieron protegerles. En ese sentido, su estatus de «enemigos amenazadores» del Estado-nación orgánico se parece extraordinariamente al de los judíos. Merece la pena preguntar por qué fueron los armenios, en lugar de los griegos, los judíos o los kurdos, los que cargaron con la peor parte de la furia turca. La respuesta parece estar en el hecho de que los griegos y los judíos estaban protegidos por potencias extranjeras, especialmente por el poderoso aliado alemán, mientras que los kurdos se les consideraba demasiado «primitivos» para ser verdaderamente amenazadores: eran candidatos a la integración forzosa, pero no a la limpieza homicida. En este sentido, por tanto, la «Solución Final» judía no fue única, sino el peor acontecimiento de una secuencia, iniciada en 1915, de genocidios perpetrados por el estatalismo nacional orgánico moderno.
«La cara oculta de la democracia: la limpieza étnica
y política como tradición moderna»
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