sábado, 13 de diciembre de 2014

El orden del desorden

 

Por HELENO SAÑA

El orden imperante en el planeta es en realidad más un desorden que un verdadero orden, por mucho que el discurso al servicio del sistema afirme lo contrario y nos asegure que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Será quizá para una minoría privilegiada, pero no para la mayor parte de la gente. Sin duda todo es cada vez más perfecto y sofisticado, pero, a la vez, más difícil de controlar y de encauzarlo hacia metas capaces de mejorar realmente las condiciones de vida de la humanidad. Asistimos, de manera creciente, al apogeo de lo que la Teoría Crítica de Francfort denominó en su día «racionalidad de lo irracional». No puede sorprender que el filósofo francés Michel Serres venga repitiendo en sus libros que ha llegado la hora de «maîtriser la maîtrise» (dominar el dominio) que la ciencia, la técnica y la producción ejercen sobre la vida del hombre, convertido cada vez más en un pelele de las oligarquías financieras, políticas, tecnológicas, culturales y mediáticas. De un lado hemos llegado al más refinado virtuosismo técnico, pero del otro subsisten e incluso se acrecientan problemas tan elementales y trágicos como el hambre, la miseria, el desamparo y la marginación social, el desempleo crónico o la falta de medicamentos y de agua potable. ¡Qué razón tenía Carlyle al decir que el desorden es otra forma de la injusticia! Nuestra época dispone de los suficientes recursos técnicos, productivos y financieros para satisfacer las necesidades materiales de toda la población mundial, pero, en vez de cumplir con este imperativo de conciencia, se dedica a fabricar toda clase de productos superfluos o letales, empezando por el billón de dólares anuales que destina a la producción de armamentos y a gastos militares.

El brutal contraste entre la cruda realidad y la imagen apologética que de ella difunden las tribunas adictas al sistema demuestra, por sí solo, el grado de cinismo y de impudicia a que han llegado los administradores del poder, a los que personalmente considero como a una de las clases dirigentes más irresponsables e ineptas de la historia universal, y, a la vez, más presuntuosas y pagadas de sí mismas, sin hablar ya de su insaciable codicia material. Dos cosas me repugnan de ellas: sus discursos ditirámbicos sobre sus supuestos éxitos y el silencio que guardan sobre lo que Pierre Bourdieu llamaba «la misère du monde». Hago más las palabras que Platón escribió en su Politeia: «El peor castigo es el de ser gobernado por los malos o viles». Y de manera parecida Demócrito en sus escritos éticos: «Es difícil tener que recibir órdenes de alguien inferior». ¿Qué pensar de una civilización que lo somete todo al principio de lucro? ¿Y qué es el imperium mundi erigido por las potencias occidentales sino otra cosa que el imperio del dinero? Hoy más que nunca se confirma la enseñanza de Platón: quien vive con el solo objeto de acumular riqueza no puede ser virtuoso ni hacer el bien.

El sueño cartesiano de elevar al hombre a dueño y señor de la res extensa o materia inerte ha condenado al hombre a ser víctima permanente del imperialismo tecnológico de la Modernidad. El paraíso artificial erigido en los últimos siglos por los ingenieros, físicos, químicos y técnicos a sueldo del poder establecido ha dejado de ser habitable para convertirse cada vez más en un nuevo círculo del infierno que Dante no podía prever. El cosmos, que los antiguos veneraban como la quintaesencia del orden, ha sido degradado a materia prima y a principio de rentabilidad. Pero el triunfo de lo mecánico y cuantitativo ha conducido no sólo a la profanación y la destrucción del hábitat natural, sino también a un deterioro creciente de la democracia. Hace ya años, Eric Fromm expresaba en su libro Tener o ser el temor de que la sociedad democrática degenerara en un «fascismo tecnocrático» en el que predominaría un tipo humano robotizado al máximo. En esa dirección marcha el orbe.

El estado ideal concebido a partir de la Politeia platónica por los grandes soñadores y espíritus a lo largo de los siglos no ha sido ni será nunca realidad, pero ello no quiere decir que la única alternativa que le queda a la humanidad sea la del impúdico reino de Mammon hoy triunfante. Y a quienes a pesar de este lamentable estado de cosas siguen identificando el orden reinante con el progreso, habrá que recordarles que todo verdadero orden es siempre y primigeniamente de orden moral, y que donde éste falla se vive en estado de desorden.

La Clave
(Nº 340, 19-25 octubre 2007)

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