Paul H. Koch
El mundo es un inmenso decorado para una guerra que sostienen desde tiempos inmemoriales dos fuerzas opuestas y equivalentes. No podía ser de otra manera puesto que todo en el universo es producto del choque de los opuestos, de acuerdo con la vieja ley de la Polaridad que nos explica por qué no puede existir el día sin la noche, el blanco sin el negro o lo masculino sin lo femenino. La vida se genera en el roce constante de ambos extremos, que en el fondo no son sino la misma cosa en diferente gradación.
Para cualquier persona que se acerque libre de prejuicios al estudio de la Historia, esta lucha entre ambos campos resulta obvia, incluso desde tiempos mitológicos o ahistóricos (el combate entre dioses y gigantes o entre los ángeles de Dios y los de Lucifer, sin ir más lejos), y ha generado la dicotomía Bien contra Mal que se encuentra detrás de la práctica totalidad de la obra cultural del ser humano. Porque no son los pueblos, en abstracto, los que generan los acontecimientos sino nombres públicos concretos, detrás de los cuales hay siempre un grupo reducido de personas que anhela determinadas metas. Estos grupos elitistas se protegen a sí mismos adquiriendo la forma de sociedades secretas que se ven a sí mismas (con razón o sin ella) por encima del resto de los mortales y disponen a discreción de sus propias leyes y reglas del juego.
Una secta no es una sociedad secreta. Los miembros de la primera (que buscan objetivos terrenales a corto plazo para su gurú) se diferencian de la segunda (cuyas aspiraciones son más amplias y suelen trascender este mundo), básicamente, en su individualización. Un sectario es, por definición, un individuo carente de criterio que sólo aspira a defender a su líder y sus ideas, caiga quien caiga. Se automargina de la sociedad general, para vivir en la mini-sociedad generada por la secta, que no tiene por qué ser religiosa. Muchos seguidores de partidos políticos y organizaciones radicales, aficionados deportivos o fans entregados a ciertos artistas actúan (y en consecuencia se les puede considerar) como sectarios. Pueden llegar a salir de la secta, pero necesitan normalmente que les ayude alguien ajeno a ella.
Un miembro de una sociedad secreta ingresa no por fanatismo sino por convencimiento personal, no es reclutado sin más sino que debe superar unas pruebas para que se le permita el acceso, y no busca sumisión a un gurú sino poder o conocimiento, o ambas cosas, a nivel personal. Se trata de tú a tú con el resto de los miembros dentro de una jerarquía que, por lo demás, puede ir escalando. Y una vez que ha tenido acceso a cierto grado de conocimientos estará unido a esta sociedad para siempre, obligado por juramentos que apelan a sí mismo en un nivel más profundo que el de la simple identidad social.
En este sentido, las sectas en realidad no afectan demasiado a la marcha del mundo. Las sociedades secretas, sí. Ellas sin las creadoras e impulsoras de movimientos benéficos o nefastos. Ejemplo del segundo tipo es la famosa globalización, antes conocida como mundialismo, que aspira a destruir la rica diversidad de la Humanidad unificando todos los sistemas políticos, económicos, sociales y hasta religiosos. ¿Para qué? Cuando los empresarios anglosajones fletaban un barco ballenero en el siglo XIX, seleccionaban muy bien su tripulación. Nunca formaban un grupo homogéneo. Enrolaban un puñado de irlandeses, otro de neozelandeses, holandeses, maoríes, portugueses… Así garantizaban tranquilidad a bordo pese a las muy penosas condiciones del viaje, ya que al pertenecer a distintos grupos y países resultaba muy complicado que la marinería se pusiera de acuerdo para organizar motines contra el capitán y sus oficiales, que podrían conducir el ballenero a su antojo. Es la estrategia del ballenero, aunque Napoleón conocía este principio como Divide y vencerás.
Hablar de estas cosas resulta extraordinariamente molesto. Para los que mandan, porque muchos de ellos pertenecen a alguna sociedad secreta (por eso mandan). Para los mandados, porque supone despertarles del sueño en el que creen ser «ciudadanos libres» (a los que, por otra parte, no es importa demasiado quién dirija el mundo ni para qué, mientras puedan comer sin problemas, trabajar lo menos posible, ver el futbol o el culebrón televisivo e irse de vacaciones).
¿Usted se siente un arponero irlandés? ¿O un cocinero portugués?
Paul H. Koch, periodista de investigación especializado en sectas.
Suplemento especial sobre las sectas en La Clave, nº 243
(9 de diciembre de 2005).
Suplemento especial sobre las sectas en La Clave, nº 243
(9 de diciembre de 2005).
1 comentario:
En este mismo especial sobre las sectas (de esta revista ya desaparecida) hay una entrevista al periodista y psicólogo Pepe Rodríguez, donde le preguntan:
¿Considera como sectas al Opus Dei y otros grupos cristianos extremistas?
Y responde:
«No, para mí son algo en realidad distinto. Se trata de estructuras de poder de tipo mafioso, usando este término en el sentido definitorio de su forma de organización. Son grupos con una gran influencia desde la sombra, y a los que Juan Pablo II les dio un poder y honorabilidad que luego, desde el Partido Popular, se concretó en España con poder político. Hay sectores fundamentales de la sociedad que están mayoritariamente controlados por estos grupos. Es un peligro real, y que la gente ignora. Los fieles de estos grupos no son muchos, pero sí con verdadera capacidad de extorsión a la sociedad. El gobierno podría abrir el cajón y defenderse de estas mafias, pero el PSOE está acojonado por ellos.»
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