martes, 30 de marzo de 2010

Los almogávares (según Forges)

La visión histórica que Forges hizo sobre los almogávares y la Gran Compañia (el imperialismo catalano-aragonés en el Mediterráneo medieval) para su colección Historia de Aquí.

Para verlo mejor pinchar en las imágenes.

viernes, 19 de marzo de 2010

Sobre publicidad

Saludos

como hemos visto recientemente, algún que otro lector ha utilizado este blog para publicitar otras páginas


A partir de ahora nos reservamos nuestro derecho a eliminar aquellos comentarios que simplemente se dediquen a hacer publicidad sin aportar nada a los contenidos comentados.

Un saludo a todos.

jueves, 18 de marzo de 2010

Prepotencia caciquil

Hace unos diez mil años, tras la retirada de los hielos de la última glaciación, el incremento de las temperaturas, la subida del nivel del mar y la desaparición de la megafauna pleistocénica, en algunos puntos del planeta las poblaciones humanas se concentraron y se hiciceron sedentarias, como pasó en Oriente Próximo. Tuvieron que adoptar otros medios de producción de alimentos en vez de dedicarse a la recolección-caza. La abundancia de cereales silvestres fueron la base de la primitiva agricultura en la zona (como la domesticación de animales), conllevó a un crecimiento demográfico y, por ende, a más necesidad de tierras. Estamos hablando de la expansión del Neolítico.

Dos vías de neolitización tuvo Europa, desde la Península de Anatolia (Turquía) pasó a los Balcanes y de ahí remontando aguas arriba la cuenca del Danubio, la continental, y la marítima, a través del Mediterráneo, de península en península (Balcánica-Itálica-Ibérica). La llegada a la Península Ibérica ocurrió a lo largo del sexto milenio anterior a la Era Vulgar.

En el interior de una cueva de la sierra de Guara, en el Alto Aragón, se llevaba tiempo estudiando uno de los yacimientos neolíticos más importantes de la Península: la cueva de Chaves. El yacimiento databa del V Milenio a. C., cuyos habitantes se dedicaron al pastoreo de ovicaprinos y el cultivo complementario de cereales, además de la caza ocasional de conejos y ciervos, dominaban la cerámica y la talla del hueso. Era un ejemplo para comprender nuestro pasado, de como dejaron nuestros antepasados de ser cazadores-recolectores nómadas a la economía agropecuaria sedentaria. Y como los foráneos neolíticos, provenientes de tierras orientales, influyeron y se mezclaron con los autóctonos mesolíticos. Apenas se analizó una décima parte, la última investigación fue en el verano del 2007. Cuando fueron a reiniciar los estudios en la primavera del año pasado, lo que vieron fue algo desolador, el yacimiento había sido arrasado por el propietario actual del coto en el que está asentado, una finca cinegética polémica por sus cercados que ocupan caminos y montes públicos así como cauces de ríos.

La finca, que ocupa el antiguo término municipal del despoblado de Bastarás (Huesca), pertenece al presidente de la patronal del carbón del norte de España, ha sido varias veces denunciada por las irregularidades e incumplimientos de la legislación medioambiental, además del vallado ilegal, hay roturaciones indebidas e introducción de especies aloctonas, con la pasividad y permisividad de la administración pública autonómica... Claro, como el propietario, Victorino Alonso, tiene sus contactos con el Poder (donde hay dinero, hay poder, y viceversa), pues se lo toleran. Fiel reflejo de la impunidad con la que siguen actuando nuestros caciques ibéricos. Y la información de nuestro pasado eliminado para siempre (un legado de cómo nos mezclamos los grupos humanos desde tiempos inmemoriables), destruido por los caprichosos intereses de este «elemento»: la prepotencia caciquil autóctona.

martes, 16 de marzo de 2010

¿Universalismo o multiculturalismo?


Por Juan José Sebreli

La ocupación de tierras por agrupaciones mapuches en Neuquén (el reclamo de poder trabajarla a la manera tradicional sin interferencia de ningún factor extraindígena) y su vinculación con movimientos indigenistas de otros países, en especial con los mapuches del sur de Chile, acordes con el avance del populismo latinoamericano, han desencadenado un conflicto inédito.

Los movimientos fundamentalistas indigenistas no ponen el mayor énfasis en los problemas actuales, las carencias de educación, salud, vivienda, trabajo, las injusticias y discriminación que sufren tanto como los blancos pobres, por lo que no se trata de una cuestión racial ni folclórica sino social y económica.

Para los indigenistas, en cambio, la principal reivindicación es el derecho ancestral a la tierra, anterior a la llegada de los españoles, y la autonomía de ciertas regiones que transformaría a la mayoría de los americanos que descienden de las sucesivas oleadas inmigratorias en intrusos. Así, los pueblos originarios serían una «nacionalidad oprimida» o una «raza irredenta», que reclaman por un despojo ocurrido hace quinientos años. El fundamentalismo indigenista incurre, de ese modo, en un anacronismo deliberado porque nunca en la historia se vuelve al pasado, y en el caso de que fuera posible, tampoco sería deseable tal retorno.

La argumentación de los indigenistas se basa en un determinismo telúrico que liga el destino de los aborígenes a la tierra, a la tribu, al clan, a los antepasados, a un dialecto muerto y a rituales mitológicos. Esta cosmovisión ha sido, desde hace largo tiempo, disuelta por los cambios históricos y por la irrupción de la modernidad donde las reivindicaciones están relacionadas con otros valores: la libertad y los derechos individuales, la educación que brinda la posesión de instrumentos para mejorar la vida.

Es significativo que la utopía reaccionaria del indigenismo encuentre el apoyo de un sector de intelectuales: la declaración del Consejo Directivo de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires es un ejemplo. La coincidencia se debe a las tendencias filosóficas y antropológicas en boga en estos círculos académicos, el relativismo cultural y su consecuencia: el multiculturalismo. Al defender las identidades culturales contra el universalismo moderno, se cae en la contradicción de todo relativismo: aceptar identidades étnicas hostiles a los valores del pluralismo y la diversidad. Los académicos posmodernos recurren asimismo a la antropología estructuralista, que reivindica el «pensamiento salvaje» y rechaza la idea de progreso, en una nueva versión del viejo mito del «buen salvaje».

Los avatares del pasado lejano son temas para historiadores y no para políticos, que deben responder a los acuciantes problemas del presente. Pero aún desde una perspectiva histórica, las argumentaciones de los indigenistas es errada. La crueldad con los indígenas que implicó la conquista y colonización no autoriza a presentarla como la caída desde la sencillez y la pureza de un anterior idilio pastoril de los pueblos originarios, que nunca existió. Las guerras entre tribus, la esclavitud, el imperialismo de los pueblos más fuertes (de los aztecas, por ejemplo sobre los toltecas), la sumisión de las mujeres, los sacrificios humanos en los ritos religiosos y, en algunas etnias, la antropofagia, eran rasgos distintivos de la identidad cultural de los aborígenes.

También es cuestionable el tema de las riquezas naturales de las tierras americanas expoliadas por la conquista europea. Los indígenas no conocían otros mamíferos que la llama, tanto el caballo como la vaca fueron traídos por los europeos; otro tanto ocurrió con la oveja, el cerdo, el perro, el conejo, las aves de corral. No se conocían la caña de azúcar, el olivo, la vid, el café ni el banano, así como los cereales básicos para la alimentación: el trigo, el centeno, la cebada, el arroz.

No puede hablarse, además, de una civilización americana anterior a la conquista: sólo había una dispersión de grupos étnicos con grados de desarrollo muy distintos, desde pacíficos agricultores a belicosos cazadores, unos carentes de todo gobierno, otros —como los incas— con sistemas totalitarios, algunos en estado salvaje, otros —como los aztecas— eran civilizaciones antiguas similares a las del Egipto faraónico.

En el caso del territorio argentino, los indígenas apenas llegaban al tres por ciento de la población y se trataba de pueblos nómadas que no dejaron huellas de su existencia en ciudades ni monumentos salvo en el noroeste, dominio de los diaguitas, que eran vasallos de los incas. Las distintas etnias originarias no tenían la menor posibilidad de comunicarse entre sí por carecer de una lengua común, por las enormes distancias y la falta total de medios de transporte. Ni siquiera tenían la noción de la existencia de otras culturas, y cuando se producían azarosos encuentros desembocaban en guerras sangrientas. América ingresando en la historia universal como unidad cultural, política, lingüística, con conciencia de sí misma fue consecuencia de la conquista y colonización europea. El aislamiento llevó a los indígenas a la incapacidad para comprender a los extraños. Hernán Cortes comprendía a los aztecas aunque no los quisiera. En cambio los aztecas no comprendían a los españoles. Y desde el mismo momento en que confundieron a los conquistadores con dioses o semidioses, ya estaban derrotados.

Es muy controvertible la teoría de que el dueño de la tierra es el que llega primero. Los pueblos europeos son la consecuencia de las conquistas del imperio romano, y a nadie se le ocurriría hoy borrar esa historia. Tratar de volver a los orígenes es un cuento interminable ya que nunca se encuentran los verdaderos pueblos originarios, los habitantes vienen siempre de otra parte, todos los nativos fueron alguna vez extranjeros. Llevado al extremo la teoría del origen nos obligaría a admitir que, según se supone, los pueblos americanos vinieron de Asia, y si nos remontamos más atrás aún, la especie humana tuvo su origen en Africa.

El indigenismo, como todas las ideologías de las razas puras, es un racismo al revés y como todo racismo ha sido desmentido por la ciencia y la historia. Las culturas que se aíslan están destinadas a desaparecer, las que predominan han sido siempre culturas mestizas, híbridas, y en esa mixtura consiste su capacidad de cambio, su mayor creatividad y la libertad de elegir sus propios estilos de vida. Las sociedades seculares y modernas son interculturales, aceptan la convivencia de las culturas, buscando la igualdad entre todos y atenuando las diferencias, en tanto el multiculturalismo que defiende al fundamentalismo indigenista acentúa las diferencias y no las igualdades, busca la separación en comunidades cerradas y homogéneas centradas en la idea de raza y su consecuencia indeseada es la xenofobia y la hostilidad hacia los otros.


domingo, 14 de marzo de 2010

Comentarios sobre el Tercer Mundo según Sebreli

Por Lito Bermejo

El libro que aquí presento [Tercer Mundo: Mito burgués de Juan José Sebreli,1975], es en resumen un alegato contra el nacionalismo. La crítica de Sebreli es a la vez un escalón de su propia autocrítica. Su carácter combatiente y su pertenencia a un proceso de ruptura, no podían dejar de conferirle algún grado de ambigüedad, de ensombrecerlo con la figura de su propio objeto. Pero Sebreli prefirió dar a conocer el alcance actual de su pensamiento y con ello nos ha aportado preciosos elementos clarificadores sobre un sinnúmero de problemas actuales. Al hacerlo, por otra parte, se ha quedado prácticamente solo, como él mismo reconoce sin dolor (Introd.), en su rincón del «Tercer Mundo» donde los públicos aún buscan respuestas en unos u otros salvadores nacionales. Pero ello era el mero resultado de querer combatir el mito, «la mentira piadosa, el ocultamiento a sí mismo y a los demás de la realidad, la ficción establecida, el silencio cómplice (…), la contrarrevolución» (p. 11).

Los primeros capítulos se destinan a desmantelar el carácter de «revolucionarios» que los tercermundistas se confieren, es decir, estrictamente hablando, el de representantes «revolucionarios» de las sociedades que pretenden transformar. En ellos quedan al desnudo las contradicciones de sus discursos cuyas categorías estancas no pueden captar siquiera la diversidad real del mundo concreto: Canadá, desarrollado y dependiente; Portugal, atrasado e imperialista; Brasil, «semicolonial» y exportador de capitales; Nigeria, Etiopía, etc.; países del «Tercer Mundo», «liberados» o no pero opresores en todo el sentido de la palabra, y ello para no hablar de Rusia, China, etc.

Pero la cuestión empieza a hacerse inteligible a partir de la similitud que Sebreli pone al descubierto entre el pensamiento tercermundista y el fascista. Era el mismísimo Mussolini, quien «siguiendo a los sindicalistas nacionalistas italianos, dividía a las naciones en “plutocráticas” y “proletarias”, buscando con ello transformar las reivindicaciones de clases sociales en reivindicaciones nacionales» (p. 22).

Atendiendo al embrollo conceptual del tercermundismo, Sebreli delimita los términos en juego (colonia, semicolonia, país económicamente dependiente) para recordar que «la liberación nacional deja de paletearse al día siguiente en que las jerarquías locales se constituyen en Estados autónomos y los ejércitos imperialistas abandonan el territorio ocupado» (p. 23). Pero los tiempos ya no están para repetir los hechos clásicos de la historia a la manera que el propio Lenin acostumbraba (aunque ello sea una tentación en la que todos hemos caído en mayor o menor grado). No basta (y es perjudicial) quedarse en los términos del discurso marxista de mediados del siglo XIX pasado. Las liberaciones nacionales modernas ya no llevan a las burguesías a la cabeza sino a burocracias políticas e intelectuales (cuestión que Sebreli trata más adelante). En cierto sentido, sin embargo, su resultado histórico se realiza de todas maneras: el Estado nacional se constituye, y con él se efectivizan un sinnúmero de tareas «burguesas». Esto es justamente lo que el autor quería remarcar contra el tercermundismo que dice buscar una «liberación nacional de la dependencia» apoyándose en una falsa ortodoxia. Lo que buscan realmente es otra cosa y de ello hablaremos más adelante. Pero lo señalado sirve ya para observar con Sebreli que «el Tercer Mundo no es una realidad objetiva, no es una categoría histórica, no es sino una figura ideológica entendiendo por ideología una sublimación de la realidad en provecho de una determinada praxis política» (p.33).

Continuando con el paralelo entre tercermundismo y fascismo, Sebreli describe la Alemania y la Italia que sirvieron de cuna a ese último: «La aparición tardía de la burguesía nacional provocará formas peculiares en la revolución burguesa alemana e italiana que vemos repetirse en las revoluciones del tercer Mundo» (p.36). Ambas mostrarán contradicciones «entre la cuestión nacional y la democracia» en tanto una burguesía débil debía hacer frente a la competencia internacional en condiciones desfavorables, lo que la forzará a aceptar y promover una burocratización vertiginosa (bajo la forma de un intervencionismo estatal que se le hacía indispensable) y hacia un más duro enfrentamiento con su clase obrera «nacional» (a la que debía sobreexplotar, comparativamente hablando). Se trataría, en fin, de países que llegarían tarde al capitalismo de competencia, pero que anunciarían con adelanto al capitalismo burocrático. Sus apologistas de la época vuelven a hablar hoy por la boca del tercermundismo. Herder, el movimiento Sturm und Drang, Schlegel, Fichte, etc., abonarán el camino con sus ataques al liberalismo económico en defensa de la autarquía nacional total y la planificación económica (Fichte), con sus teorías del proteccionismo económico (F. Litz), etc. La mecánica que lleva de unos a otros es explícitamente defendida, por una figura muy conocida del tercermundismo, Perón: «Lo que a nosotros nos han hecho durante dos siglos con ventaja para los que lo hicieron, ¿por qué no vamos a hacerlo nosotros también, con las mismas condiciones en que lo hicieron ellos?» (citado en p. 32). Es evidente que el tercermundismo «contra» el imperialismo marcha hacia el imperialismo propio contra… el «cuarto mundo», y así sucesivamente. La óptica nacional del espectro que va de unos a otros los vincula estrechamente: Perón admiró siempre a Mussolini y los Montoneros a Perón… y ello tal y como Lasalle admirara a Bismarck, en cuya corona aquél decía que los obreros se sentían decididos a ver «la portadora natural de la dictadura socialista…» (p. 41). Estos representantes del burocratismo, entonces recién naciente en el seno mismo de la sociedad burguesa, exponían de ese modo el objetivo medular de sus verdaderos intereses: un Estado nacional centralizado, unificado, planificado y conducido por ellos erigidos en clase dominante. El proceso que así se inicia como subproducto de las necesidades burguesas progresa de más en más a pesar suyo hasta adquirir una dimensión revolucionaria aunque tan poco ligada a los intereses proletarios como lo estaba el «socialismo» de Bismarck-Lasalle.

El tercermundismo de izquierda, como si viera reflejada su imagen futura en un espejo presente, tiene predilección por acusar a las burocracias gobernantes en sus países de bonapartistas, queriendo con ello decir que están a medias independizadas del imperialismo y otro tanto de las masas. A través de esta caracterización se puede extraer cierta verdad, pero en sus manos tiene por objeto ocultar la existencia en esos países de una independencia nacional tan real y limitada como la de cualquier país capitalista. Como bien señala Sebreli, esos gobiernos son «criados» de sus propias burguesías y en todo caso la cara que frotan con su bota pertenece a «los sectores particulares de la burguesía, que no quiere colaborar con el régimen, adquiriendo de este modo frente a las clases populares una apariencia antiburguesa y anticapitalista que es ilusoria» (p. 77).

En la misma línea de jerarquización del proceso de burocratización, que Sebreli no sigue hasta sus últimas consecuencias, es necesario abandonar la importancia que asigna comúnmente a la asociación entre fascismo y «grandes capitales nacionales». En su lugar hay que poner el grado de desarrollo de la burocracia, lo que a su vez equivale al grado en que a la burguesía se le ha tornado imposible seguir gobernando la sociedad y al proletariado aún no le resulta posible cambiarla. Esto da lugar al fascismo en las condiciones precisas en que la nación transita hacia el imperialismo. El fascismo, en consecuencia, pasa a ser no la expresión del paso de la burguesía imperialista «nacional» a la hegemonía en «su» país (como sostiene, por ejemplo, Poulantzas), sino la manifestación de que el imperialismo sólo puede aparecer allí bajo dirección no burguesa, burocrática. Esta manera de plantear el problema elimina entre otras cosas la mentada incompatibilidad entre dependencia económica y fascismo, realidad que Sebreli denominará, creo que injustificadamente a la luz de los hechos «fascismo meramente defensivo» (p. 84).

Las relaciones tan escamoteadas siempre por las «izquierdas nacionales», entre los «lideres del Tercer Mundo», y los fascistas son denunciadas también unas tras otras: Gandhi, para quien Mussolini era el «salvador de la nueva Italia»; Nasser, representante de los Camisas Verdes ante Hitler en 1936; etc. Para todos ellos, dice Sebreli documentadamente, Mussolini era su líder; sus «naciones proletarias» el «Tercer Mundo»; pero, «¿dónde ubicar entonces a los etíopes bombardeados por los aviones italianos?», se pregunta al fin (p. 88). Eso fue, claro está, justificado por Mussolini, para quien «el imperialismo es el fundamento de la vida para todo pueblo que aspire a ensancharse económica y espiritualmente» (ibíd.) y por sus equivalentes en otros países, como por José Antonio Primo de Rivera, para quien aquello fue mero «asunto colonial», para quien «el colonizar es una misión», quien «si (…) fuese inglés (…) sería un imperialista inglés» (p. 89) y quien decía respecto de su patria: «Tenemos voluntad de Imperio (…). Reclamemos para España un puesto prominente en Europa» (p. 90).

Sebreli señala la base material de esta mitología: «se trataba simplemente de potencias nuevas llegadas tarde al reparto colonial» (p. 90). El continuo desarrollo del capitalismo en la «periferia» del mercado mundial (hecho negado, ocultado o distorsionado por los tercermundistas) reproduce constantemente esos resultados con mayor o menor eficacia (los cuales son siempre justificados «históricamente» por los mismos, como lo fue el estalinismo por el trotskismo en última instancia). Así, la alienación con el «Tercer Mundo» no es sino una forma particular de alienación con el capitalismo burocrático. En las tesis del tercermundismo de izquierda, pero también en las del 99 por 100 de las tendencias que se apoyan en el marxismo, está presente la concepción de que entre el capitalismo de Estado y el socialismo hay a lo sumo «un peldaño», el cual se transita «naturalmente» bajo el mismo «gobierno obrero» burocrático.

Sebreli analiza también en un par de capítulos la relación entre marxismo y cuestión nacional y la categoría de imperialismo, reivindicando la concepción que el marxismo extrajo de la realidad de su época, a saber, que «la línea occidental de desarrollo es la verdaderamente clásica y representativa de la historia de la humanidad» (p. 152). Esta línea es negada en el curso del proceso por sus epígonos, como ya en el caso turco (en vida de Lenin), etc. (pp. 135-140).

Apoyando un capitalismo autónomo, la programática tercermundista vuelve a tomar contacto con la fascista. Ambas realizan, sin embargo, su demagogia, ya que «… el capitalismo nacional autónomo no es sino una creencia idealista utópica, un giro atrás de la rueda de la historia, una vuelta al pasado, a la época de la libre competencia, previa al capitalismo monopolista. El pequeño burgués quiere atrasar el reloj, detener la concentración del capital, hacer que los monopolios retrocedan, y volver a los tiempos idílicos de las pequeñas empresas familiares, los pequeños comercios, los pequeños talleres, las pequeñas granjas, al desarrollo autónomo sin contradicciones y sin lucha de clases» (pp. 176-177). Efectivamente: «La única forma de desarrollo progresivo del capitalismo que existe en la actualidad es laque lleva a la centralización y monopolización, y este desarrollo provoca inevitablemente la ruina de la burguesía media y de la pequeña burguesía independiente» (p. 177). Estas clases en su oposición al monopolismo no pueden, pues, sino hacer el juego a nuevas formas monopolistas, las cuales, consciente o inconscientemente, levantan esos programas pseudo-socialistas. No pudiendo sustraerse a la tendencia a la centralización de la economía capitalista, a la que por cierto pretenden corregir, sólo le oponen un modelo burocrático más o menos integral, la última de cuyas expresiones es el Capitalismo burocrático del Estado donde la sociedad entera se convierte en un gran y único monopolio capaz de ofrecer a lo sumo un puesto de funcionario acomodado al pequeño burgués que está siendo marginado, de restaurar la burguesía bajo la forma de «especialistas» y hasta de materializar en buena medida la ilusión del ascenso social inclusive a los ojos del proletariado.

Se hace necesario, en consecuencia, dilucidar el carácter y la naturaleza de esos regímenes. Sebreli, de la mano de las corrientes críticas del bolchevismo, concluye que en ellos impera un nuevo sistema de explotación de los trabajadores: «La supresión de la propiedad privada no es sinónimo de socialismo» (p. 202), nos dice, agregando: «Al no existir ningún organismo de democracia directa de masas, subsiste la distinción tajante entre gobernantes y gobernados» (p. 203). Sebreli observa que el proceso que conduce a ello se inicia, como hemos indicado, bajo el predominio mismo de la burguesía. Sin embargo, no ha sido alumbrado por simple «evolución»: «la tendencia del capitalismo monopolista de los países occidentales hacia la concentración y centralización cada vez mayores de las fuerzas productivas, a la dirección de los grandes monopolios por un poderoso aparato burocrático, y a la fusión cada vez mayor de los monopolios capitalistas con el Estado nacional, no puede ser llevada nunca hasta las últimas consecuencias por las trabas que le imponen la supervivencia de la propiedad privada y de una clase burguesa» (p. 207). La Revolución rusa y posteriores, ilustraron que la transformación en cuestión sólo puede operarse por medio de «una auténtica revolución social que destruya la clase burguesa. Aboliendo la propiedad privada de los medios de producción» (ibíd.). También, que esa revolución sólo se da cuando el marco social existente no deja a las capas burocráticas en desarrollo ninguna vía pacífica abierta hacia el poder; lo que equivale a decir, para parafrasear al Lenin de Dos tácticas de la socialdemocracia…, donde los obreros (¡y la burocracia moderna!) sufren no tanto por el capitalismo como por su falta de desarrollo. Entonces la burocracia puede acaudillar una revolución social pues encarna en su propia marginación la de todas las clases oprimidas. Puede entonces «reivindicar para sí la dominación general». Y esto es lo que desde China hasta Angola se conocerá como liberación nacional, lo que siempre, por otra parte, significó una revolución a la manera burguesa tanto por sus objetivos como por sus métodos, necesariamente, claro está, adaptados a los tiempos y a los intereses específicos de los nuevos explotadores y opresores.

Se observa así el mismo elemento básico del fenómeno fascista, lo que cierra el círculo de sus permanentes aproximaciones ante las que Sebreli tuvo la virtud de situarnos: el elemento burocrático. Su desarrollo desigual muestra los resultados recién descritos cuando las condiciones internacionales de la marcha del capitalismo no dejan ya lugar a la dirección burguesa de un proceso que, históricamente, exige una revolución democrática, ni se dan las condiciones históricas para que ésta realice sus objetivos políticos a la manera proletaria, es decir, como democracia directa. La visión de conjunto es ahora factible: socialdemocracia y bolchevismo, fascismo y tercermundismo…, eurocomunismo y «marxismo-leninismo», no serán sino algunas de las múltiples formas que adoptará la ideología burocrática de acuerdo a la etapa y las condiciones de su desarrollo social.

Sebreli destina luego diez páginas a concretar y completar su denuncia en la figura del régimen burocrático más cercano a su país: el castrista (pp. 223-232). Imposible aquí hacer una síntesis del alud de datos que destrozan el mito de la Revolución cubana. Carácter burgués de sus medidas, composición pequeño-burguesa del movimiento, totalitarismo, verticalismo, opresión sexual, política exterior nacionalista llena de compromisos con burocracias de todo signo, etc., van dejando al descubierto un miserable «microestalinismo» (p. 231).

Hacia el final del libro Sebreli recae en ciertas debilidades. Al no ver las «condiciones económicas» para el socialismo en los países del «Tercer Mundo», el autor se pregunta si la alternativa irremediable no será después de todo ese despótico capitalismo burocrático (un poco quizás a la manera en que Marx dijera lo propio de la violenta colonización inglesa de la India). Sebreli habla de la mayor eficacia de la planificación burocrática (pp. 233-234) dejando al lado su carácter inmensamente irracional para el cual no impera siquiera el criterio económico. Los hechos ponen en evidencia que el productivismo, el eficientismo, la planificación central todopoderosa, etc., no son sino elementos ideológicos en manos de la burocracia, justificaciones de su supuesta imprescindibilidad social y que no encierran sino la mentira más flagrante, el ocultamiento más ostensible de su verdadera ineficacia, ineptitud y ociosidad privilegiada. Su agitación está solamente al servicio de sus intereses de clase: extender sus relaciones jerárquicas, impregnarlo todo de ellas. Y cuando lo consiguen en algún grado… ni los tranvías pueden funcionar, como denunciaba el órgano de la insurrección polaca de 1956, Po Prostu. La burocracia en realidad lo único que introduce al fin de cuentas en el capitalismo es un elemento extra de irracionalidad. Y ese elemento, claro está, no puede resolver los problemas fundamentales de la economía capitalista, la cual, para seguir funcionando como tal (y no como algo esencialmente distinto), es decir, como productora de plusvalía, deberá continuar necesariamente revolucionando sin pausa sus relaciones de producción (y con ellas la experiencia proletaria). En todo caso agudizando la contradicción en que esa producción se apoya, la separación del productor de la gestión de su trabajo, lo cual angosta cada vez más la marcha de la sociedad entre la violencia institucional, progresivamente más inservible, y la negación de toda dirección especial indirecta.

En los países atrasados que se han liberado nacionalmente por una vía burocrático-revolucionaria, incluso, la burocracia está evidenciando sobradamente que su rol no es precisamente el de crear las «condiciones económicas» del socialismo. Desde ya que ellas se producen también con el mismo desarrollo del capitalismo en general (del cual el burocrático es una forma), al que esas revoluciones liberan realmente. Sin embargo, no puede verse sólo el aspecto positivo de éstas y más cuando el negativo comienza de inmediato a adquirir mayor importancia. En Rusia y China, a instancias de la liquidación del feudalismo (liberación violenta de las fuerzas productivas) y la competitividad internacional abierta (ya de la burocracia en relación a la burguesía y la burocracia a ella asociada, ya la interburocrática), se logró un desarrollo económico considerable. Pero si observamos países como Cuba, Camboya, Vietnam, Angola, etc., vemos cómo las tendencias industrialistas extremas terminan derrotadas (el caso del Che Guevara es un ejemplo concreto) en nombre de una nueva asociación de dependencia económica sujeta a los intereses burocráticos mayores o establecidos. Nuevamente vemos cómo los países que llegan tarde al capitalismo (burocrático, ahora) deben pagar su tributo, cómo será su atraso y retardo los factores determinantes de su posición inevitablemente subordinada. Además, esto reitera la falacia que encierra las estrategias de «liberación económica».

Lo que se debe concluir sin más, es que hay que abandonar por completo la estrecha concepción que espera el socialismo de la concreción de un determinado (?) grado de desarrollo económico nacional, lo que a su vez alimenta la idea de que es alcanzable por la acción de una «vanguardia» organizada fuera del movimiento espontáneo de las masas ejerciendo el poder «por y para» ellas. Las condiciones que darán lugar al socialismo serán sociales y universales y tomarán forma allí donde se manifieste el agotamiento de las fuerzas sociales contemporáneas, lo que parece volver a señalar a los países más avanzados como los más propensos y desde los cuales el proceso tendrá una proyección segura. Frente a ellas, que van cotidianamente aproximándose como resultado de las prácticas de todas las clases, el proletariado se verá obligado a recorrer hasta el fin la experiencia revolucionaria que tantas veces iniciara. Pero esto no significa olvidar la economía ya que esta dinámica no puede hacerse inteligible sin introducir el análisis económico (si bien no en un sentido «marxista ortodoxo»). La acción de los individuos, la voluntad, la conciencia, son ellas mismas elementos objetivos del desenvolvimiento social. Para tocar el punto mencionado de la separación de que es objeto el obrero respecto de la gestión de su trabajo, digamos que ella no alcanzaría a dar de sí respuestas subversivas si no se encontrase con los límites en que hace frente a la pérdida absoluta de su carácter (irremediablemente condenado, por cierto).

No hay, desde este punto de vista, «alternativas» elucubradas en gabinete ni «atajos económicos» (como no lo fuera la «comunidad primitiva» en Rusia). La «alternativa» sólo puede ser un resultado más del proceso real, un momento objetivo del mismo, el cual puede describirse, jerarquizando el aspecto que aquí más interesa, como movimiento autónomo de las masas en desarrollo. Si algo merece el nombre de «evolución revolucionaria» (Sebreli, pp. 240-241) es precisamente esto. Los intelectuales viven ellos mismos esta realidad de hierro en el agotamiento de sus militancias orgánicas dirigentistas. También esto está en el orden de las cosas. Tal vez sea un índice más de que la revolución del proletariado está cercana.

viernes, 12 de marzo de 2010

¿Fantasmas embotellados?

Sin vergüenza alguna, una casa de subastas neozelandesa pone en venta unos frascos que dicen tener en su interior fantasmas. Lo que es una auténtica estafa, aunque parezca gracioso. Resulta que el pasado lunes se cerró la subasta en unos dos mil euros, aunque se demostró que fueron pujas falsas (para incrementar el valor), al final se quedó en unos 1.400 euros que alguién pagó.

Todo remonta a que la dueña se quiere deshacer de los dos frascos de agua «bendita» azulada que, según ella, Avie Woodbury, poseen en el interior los espíritus de un hombre mayor y una niña que fueron capturados por el exorcista de una secta y ya no tienen problemas desde entonces (julio de 2009).

Asegura que quien quiera liberarlos, deberá verter el interior en otro recipiente y dejar que se evapore en su casa. ¿Y llegar a pagar más de mil euros por esta estupidez y, a la vez, timo? Ver para creer.

Entre quienes preguntaban a la vendedora hay comentarios muy buenos: «Hola, tengo dos botellas en casa que me dan múltiples personalidades cuando las abro y bebo. Un día descubrí sus nombres... Creo que una se llama Jim Beam y la otra es Johnny Walker. Y cuando me despierto al día siguiente, después de la cata, estoy seguro de que he sido poseído, porque no puedo recordar nada de la noche anterior», o «Si los froto, ¿me pueden dar los deseos que les pida?»

Y en esta semana otro «caradura» que también se ha apuntado y subasta un espíritu maligno en otra botella con liquido rojizo.

Ya había otro precedente de ventas de fantasmas embotellados por la Red, en este caso de Florida. Un tal John Deese, asociado a un «cazafantasmas profesional», nos vende en esta dirección fantasmas embotellados con su certificado de autenticidad, que no requieren mantenimiento alguno (de vez en cuando quitar el polvo), a unos quince euros. Eso sí, es desaconsejable abrir la botella bajo tu propio riesgo, la empresa no se hace responsable. Y te advierte que se han producido fenómenos extraños después de su apertura. Al abrirse se puede tener experiencias como: oír voces que salen de la nada o quejidos y gemidos misteriosos, puertas que se abren y cierran solas, como luces que se apagan y encienden o grifos que se abren sin que nadie este cerca, tener la sensación de que alguien te observa o cuando duermas seas destapado de repente, desaparezcan cosas, etc. En fin, cosas que a todos nos pasan.

Unos perfectos estafadores. Y, lo peor, es la gente que se lo cree y hasta lo paga. ¿Tal vez Iker Jiménez, entre ellos?

martes, 9 de marzo de 2010

El método Moa

«Parece que lo de Stonehenge ha sido una enorme falsificación. Vivir para ver». Así de rotundo se declara Pío Moa en una entrada suya.

Y resulta que este supuesto historiador nos ha demostrado como investiga sin confirmar las cosas. Ha picado en la inocentada lanzada desde Fogonazos, sin comprobarlo. Así cualquiera es historiador, oyendo cosas sin confirmar y escribirlas después para hacer pseudohistoria.

Como dijo el historiador Francisco Espinosa Maestre sobre este personaje mediático y charlatán: «Moa y compañía —es decir, César Vidal, Ricardo de la Cierva, Jiménez Losantos, Gonzalo Fernández de la Mora, García de Cortázar, José Luis Gutiérrez Casalá, Ángel David Martín Rubio, entre otros citados— representan la respuesta que la Derecha que ha estado en el poder da a otro movimiento, el de la recuperación de la memoria histórica, surgido en torno a 1996-97».

sábado, 6 de marzo de 2010

El debate de los toros

Sobre la polémica, pero no nueva, cuestión de nuestra llamada Fiesta Nacional, no aportaré nada más que ya se haya dicho, creo yo. Como miembro de la especie humana y, por ende, de dieta omnívora, reconozco que además de comer alimentos de origen vegetal, también los como de origen animal. Y para el caso, es necesario matar para comer, lo hacen los lobos como las aguilas o los tiburones. Pero otra cosa es deleitarse con el sufrimiento ajeno. Como humano y, a la vez, animal, no considero ético ni moral que del sacrificio de un animal, previamente torturado, se haga un espéctaculo.

Se dice que peor que la muerte en la plaza del toro es el sacrificio de miles de terneros en nuestros mataderos, incluso en peores condiciones... Puede ser verdad, pero un acto de crueldad no justifica otro.

También se argumenta que forma parte de nuestra cultura hispana y nuestras propias tradiciones. Sí, ¿y qué? También lo fueron la Inquisición, con sus Autos de Fe y quema de herejes, y desaparecieron. Argumento que no sirve, pues es el mismo que pueden utilizar algunos pueblos africanos en defensa de ablación del clítoris de sus niñas. No es cuestión de comparar o equiparar la dignidad humana con la bovina, es cuestión de simple dignidad humana. Porque semejante entretenimiento es degradante y embrutecedor para quienes disfrutan con ello.

Además se comenta en su defensa que gracias a esta ganadería se conserva un espacio natural como la dehesa. La dehesa es una explotación agropecuaria con biodiversidad limitada, no es un ecosistema pristino. En nuestras dehesas no se cría solamente el toro bravo, también otras razas autóctonas como la morucha, la retinta o la negra ibérica, sin olvidar al cerdo ibérico. Además de ellas se obtiene el corcho de la corteza de los alcornoques. No desaparecería. Así que, sin tauromaquia el toro de lidia desaparecerá... Puede ser. Pero no es lo mismo hablar de la extinción de una raza doméstica que de una especie biológica. Toros y vacas hay muchos, pero su pariente salvaje y antepasado, el uro, fue tristemente exterminado hace siglos.

Completamente estúpido es convertirlo en una confrontación político-identitaria entre España y Cataluña, está fuera de lugar (es «mear fuera del tiesto»). ¿Y qué tiene de malo que se debata abiertamente sobre ello en el parlamento autonómico catalán? En una sociedad civilizada que se define democrática este tipo de debates son necesarios y enriquecedores, y éste es el primer paso. Ya en el siglo XIX se hablaba sobre la posibilidad de la abolición de la esclavitud. Y terminó siendo definitivamente abolida, aunque España fuese el último país europeo en hacerlo, en 1886.

Cuando habló de este tema, siempre recuerdo unas palabras del mismísimo Félix Rodríguez de la Fuente:
Ni como naturalista ni como biólogo puedo ser partidario de las corridas de toros. Los carnivoros matan porque no saben alimentarse de otro modo; matan porque lo necesitan para vivir. Es asombroso que exista un público que disfrute y sienta placer viendo cómo un hombre mata a un animal en la plaza de toros. La llamada Fiesta Nacional es la máxima exaltación de la agresividad humana.
Domingo, 24 de septiembre de 1995,
primera manifestación antitaurina en Valladolid.

martes, 2 de marzo de 2010

Lluvia de peces

El fenómeno no es extraño, durante el jueves y el viernes de la semana pasada, en un pueblecito australiano en el Territorio del Norte, en Lajamanu, los habitantes no se creían lo que veían, del mismo cielo llovían peces.

Los peces que eran percas enjoyadas (Leiopotherapon unicolor) —especie abundante en el norte del gran continente-isla— debieron ser transportados por un tornado que afecto a la región, pues los peces son de agua dulce y la localidad está al borde del desierto de Tanami. Los testigos aseguraban que todavía estaban vivos al caer al suelo y que no era la primera vez que ocurría. Y alguno más socarrón decía: «Menos mal que la lluvia no fue de cocodrilos».