domingo, 11 de septiembre de 2011

A diez años del 11-S

[Hoy es el décimo aniversario de los atentados del 11-S, y de ello se habla en todos los medios, empezando con los «bocachanclas» de los periodistas, y, ¡cómo no!, se refirirán a este acontecimiento como uno de los hechos más importantes del siglo XXI, el comienzo de una «nueva era» y cosas semejantes. Nos recordarán las víctimas inocentes que murieron, y también las de los atentados terroristas posteriores de Madrid y Londres (víctimas del fanatismo religioso), pero muchos omitiran (no todos) los miles de muertos en Afganistán, Irak y, ahora, Libia, en nombre de la «Democracia» occidental y el «mundo libre».

El psicólogo Philip Zimbardo, en su libro El efecto Lucifer nos habla de las consecuencias de lo que se llamó, y sigue denominándose, la «guerra contra el terrorismo», resultado de tal hecho histórico; una «guerra» de la que nuestros políticos y gobernantes «democráticos» saben sacar provecho, en especial de las emociones de la ciudadanía.]



La guerra contra el terrorismo formula el nuevo paradigma de la tortura

Después de los ataques del 11 de septiembre de 2001, y siguiendo la tónica de anteriores fracasos presidenciales en las llamadas «guerras contra nombres» —contra la pobreza, contra la droga—, la administración Bush declaró la «guerra contra el terrorismo». Según la premisa básica de esta nueva guerra, el terrorismo era la principal amenaza a la «seguridad nacional» y a la «patria» y había que oponerse a ella empleando todos los medios necesarios. Esta base ideológica ha sido empleada prácticamente por todos los países para obtener el apoyo popular y militar a campañas de agresión y represión. Durante las décadas de 1960 y 1970 la utilizaron sin ningún reparo las dictaduras de extrema derecha de Brasil, Grecia y muchos otros países para justificar las torturas y las ejecuciones llevadas a cabo por escuadrones de la muerte de los ciudadanos calificados de «enemigos del Estado». La derechista Democracia Cristiana de la Italia de la década de 1970 empleaba la «estrategia de la tensión» para el control político alimentando el miedo al terrorismo de las Brigadas Rojas (comunistas radicales). Y, naturalmente, no debemos olvidar el ejemplo clásico de la Alemania nazi, cuando Hitler hizo que los judíos cargaran con la culpa del colapso económico de la década de 1930. Eran la amenaza interna que justificaba un programa externo de conquista y que exigía su exterminio tanto en Alemania como en todos los países ocupados por los nazis.

El miedo es la mejor arma psicológica de que dispone el Estado para atemorizar a los ciudadanos hasta el punto de que estén dispuestos a sacrificar sus libertades y garantías básicas a cambio de la seguridad que les promete su gobierno omnipotente. Ese miedo provocó el apoyo mayoritario de la ciudadanía estadounidense y del Congreso de los Estados Unidos a iniciar primero una guerra preventiva contra Irak y a mantener después, de una manera totalmente irreflexiva, toda una serie de políticas de la administración Bush. Primero se inculcó el miedo con un estilo orwelliano proclamando que Saddam Hussein, con su arsenal de «armas de destrucción masiva», iba a lanzar un ataque nuclear contra los Estados Unidos y sus aliados. Por ejemplo, en vísperas de la votación de la resolución sobre la guerra contra Irak en el Congreso, el presidente Bush dijo a la nación y al Congreso mismo que Irak era un «país malvado» que amenazaba la seguridad «de Norteamérica». «Conocedores de esta realidad», recalcaba el presidente Bush, «los norteamericanos no debemos pasar por alto la amenaza que se cierne sobre nosotros. Frente a estas pruebas tan evidentes del peligro, no podemos esperar la prueba definitiva que podría adoptar la forma de una nube nuclear.» Pero esa nube nuclear que recorrió «Norteamérica» no fue lanzada por Saddam, sino por el equipo del presidente Bush.

Durante los años siguientes, los principales miembros de la administración Bush han ido repitiendo estas advertencias aciagas discurso tras discurso. La División Especial de Investigaciones (Special Investigations Division) del Comité de Reforma Gubernamental de la Cámara de Representantes (Committee on Government Reform) preparó un informe para el congresista Henry A. Waxman sobre las declaraciones públicas de administración Bush en relación con Irak. Para ello se basó en una base de datos pública con todas las declaraciones realizadas en este sentido por Bush, Cheney, Rumsfeld, el secretario de Estado Colin Powell, y las entonces consejera de Seguridad Nacional Condoleezza Rice. Según el informe, estos cinco altos cargos realizaron 237 declaraciones «fraudulentas» sobre la amenaza iraquí en 125 comparecencias públicas, con un promedio de unas 50 cada uno. En septiembre de 2002, un año después de los ataques del 11-S, la administración Bush hizo casi 50 declaraciones públicas fraudulentas.

Ron Suskind, ganador de un premio Pulitzer, ha realizado una investigación en la que llega a la conclusión de que, en gran medida, la formulación de la guerra contra el terrorismo por parte de la administración Bush tiene sus raíces en una declaración de Cheney realizada inmediatamente después del 11-S: «Aunque sólo haya un 1% de probabilidades de que los científicos pakistaníes estén ayudando a Al-Qaeda a construir un arma nuclear, nuestra respuesta debe fundarse en tener esto por una certeza. Lo importante no es nuestro análisis […] Lo importante es nuestra respuesta». Suskind escribe en su libro The One Percent Doctrine: «Esto, una vez dicho, sentó precedente: una norma de actuación que regiría durante años los acontecimientos y las respuestas de la administración». Luego observa que, por desgracia, el gigantesco gobierno federal no sabe actuar con eficacia bajo una forma nueva de tensión, como esta guerra contra el terrorismo, y bajo la disonancia cognitiva provocada por la aparición inesperada de la insurgencia.

Podemos ver una manera diferente de utilizar el miedo en la politización del sistema de alerta terrorista (código de colores) por parte del Departamento de Seguridad Nacional de la Administración Bush. Creo que su propósito original era actuar, como hacen todos los sistemas de alerta, para movilizar a los ciudadanos en previsión de una amenaza. Sin embargo, con el tiempo, las once alertas tan vagas que se comunicaron nunca dieron una orientación realista para que el ciudadano actuara. Si hay alerta de huracán, se le dice a la gente que evacue el lugar; si hay alerta de tornado, sabemos que debemos buscar refugio; pero si se nos avisa de que en algún momento, y en algún lugar, habrá un ataque terrorista, sólo se nos dice que estemos «más atentos» y, naturalmente, que sigamos actuando con normalidad. Ninguna de estas amenazas se ha materializado a pesar de la supuesta credibilidad de las «fuentes», pero nunca ha habido ninguna explicación o declaración pública al respecto. Movilizar las fuerzas nacionales cada vez que se eleva el nivel de alerta cuesta, como mínimo, mil millones de dólares al mes y genera en la población una ansiedad y una tensión innecesarias. Al final, en lugar de ser un sistema de advertencia válido, el sistema de alerta terrorista se ha convertido en un instrumento muy costoso con el que el gobierno ha alimentado el miedo al terrorismo a falta de unos ataques verdaderos.

El autor francés Albert Camus, uno de los exponentes del existencialismo, decía que el miedo es un método; el terror provoca miedo y el miedo hace que la gente no pueda pensar de una manera racional. Hace que la gente conciba de una manera abstracta al enemigo, a los terroristas, a los rebeldes que nos amenazan y que, por ello, deben perecer. Cuando empezamos a concebir a unas personas como una clase de entidades, como abstracciones, todas se fusionan en un «rostro enemigo» y el impulso primitivo de torturarlo y matarlo aflora incluso en personas habitualmente pacíficas.

He expresado públicamente mis críticas a estas «alertas fantasmas» por considerarlas peligrosas y contraproducentes, pero está claro que estaban muy correlacionadas con los aumentos del índice de popularidad de Bush. La cuestión es que, suscitando y alimentando el miedo a un enemigo que parecía estar a las puertas, la administración Bush ha podido situar al presidente como jefe supremo de las fuerzas armadas de una nación en guerra.

Al nombrarse a sí mismo «jefe supremo» y conseguir que el Congreso le otorgara muchos más poderes, el presidente Bush, y también sus asesores, acabaron creyendo que estaban por encima de las leyes nacionales e internacionales y que, en consecuencia, cualquiera de sus políticas sería legal por el simple hecho de darle una nueva interpretación oficial. Las semillas del mal que florecieron en la mazmorra oscura de Abu Ghraib fueron sembradas por la administración Bush mediante un triple planteamiento: la amenaza a la seguridad nacional, el miedo y la vulnerabilidad de la ciudadanía, y el empleo de interrogatorios/torturas para vencer en la guerra contra el terrorismo.

Philip Zimbardo (2007).

2 comentarios:

Tommaso della Macchina dijo...

A propósito de los interrogantes sobre lo ocurrido aquel 11 S de hace diez años, quien no tenga miedo al que dirán de los pseudoescépticos puede echar un vistazo a la lista 115 mentiras recopilapadas por el profesor David Griffin y divulgadas en Red Voltaire:

http://www.voltairenet.org/115-mentiras-sobre-los-atentados

Y a los amantes de la polémica les recomiendo leer una entrada de mi blog en la que desenmascaro al farsante Alfonso Gámez, un periodista que, oculto bajo el disfraz de un supuesto escepticismo, difunde las más escandalosas mentiras del poder y tilda de "conspiranoico" a quien no trague con las versiones oficiales, entre ellas las del 11 S.

http://vorticeinmediaista.blogspot.com/2011/09/plumiferos-disfrazados-de-escepticos-o.html

KRATES dijo...

Puede seguir habiendo dudas sobre las causas o quienes pudieron estar detrás de los atentados del 11-S, como algunas cosas poco esclarecidas al día de hoy. Pero lo que sí es un hecho real y verídico es la secuela de tales atentados: las invasiones de Afganistán e Irak, con sus miles de muertos y refugiados. Consecuencia de la venganza de una potencia occidental y sus aliados, que se permiten la desfachatez de llamar «terroristas» a unos, pero ellos no se lo aplican. ¿Es más importante, tiene más derechos, un muerto de Nueva York que de Kabul o Bagdad?