Por Michel Foucault
Durante los años 1945-1965 (pienso en Europa), había una cierta manera correcta de pensar, un cierto estilo de discurso político, una cierta ética del intelectual. Era necesario tutearse con Marx, no dejar que los propios sueños vagabundearan demasiado lejos de Freud, y tratar a los sistemas de signos —el significante— con el mayor respeto. Tales eran las tres condiciones que hacían aceptable esa ocupación singular que es el hecho de escribir y de enunciar una parte de verdad sobre sí mismo y sobre su época.
Entonces llegaron los cinco breves, apasionados, cinco jubilosos, enigmáticos años. A las puertas de nuestro mundo, estuvo Vietnam, por supuesto, y el primer gran golpe asestado a los poderes constituidos. ¿Pero qué pasaba aquí exactamente, en el interior de nuestros muros? ¿Una amalgama de política revolucionaria y antirrepresiva? ¿Una guerra librada en dos frentes: contra la explotación social y la represión psíquica? ¿Un ascenso de la libido, modulado sobre la lucha de clases? Tal vez. En cualquier caso, se han pretendido explicar los acontecimientos de aquellos años con esa interpretación familiar y dualista. El sueño que, entre la Primera Guerra Mundial y el advenimiento del fascismo, había hechizado a las fracciones más autopistas de Europa —la Alemania de Wilhem Reich y la Francia de los surrealistas—, había regresado para incendiar a la realidad misma: Marx y Freud iluminados por la misma incandescencia.
Pero, ¿es realmente eso lo que sucedió? ¿Pudo el proyecto utópico de los años treinta ser recuperado, esta vez a escala de la práctica histórica? ¿O se dio, al contrario, un movimiento hacia luchas políticas que no se conformaban ya con el modelo prescrito por la tradición marxista? ¿Un movimiento hacia una experiencia y una tecnología del deseo que no eran ya freudianos? Se enarbolaron los viejos estandartes, pero el combate se había desplazado y se había propagado a nuevas zonas.
El Antiedipo muestra, ante todo, cuánto terreno ha sido recorrido. Pero hace mucho más que eso. No pierde tiempo en desacreditar los viejos ídolos, incluso aunque se entretenga mucho con Freud. Y, sobre todo, nos incita a ir más lejos.
Sería un error leer El Antiedipo como la nueva referencia teórica (ya sabéis, esa famosa teoría que tan nos han anunciado tan a menudo, ésa que, finalmente, lo englobará todo, teoría totalizante y consoladora de la que, se nos asegura, «tenemos tanta necesidad» en esta época de dispersión y especialización, de la que toda «esperanza» ha desertado). No es preciso buscar una «filosofía»: El Antiedipo no es un Hegel deslumbrante. La mejor manera, creo, de leer El Antiedipo consiste en abordarlo como un «arte», en el sentido en que se habla de «arte erótico», por ejemplo. Apoyándose sobre las nociones, en apariencia abstractas, de multiplicidades, flujos, dispositivos y conexiones, el análisis de la relación del deseo con la realidad y con la «máquina» capitalista aporta respuestas a preguntas concretas. Preguntas que se preocupan menos del por qué de las cosas que de su cómo. ¿Cómo se inserta el deseo en el pensamiento, en el discurso, en la acción? ¿Cómo el deseo puede y debe desplegar sus fuerzas en la esfera de lo político e intensificarse en el proceso de inversión del orden establecido? Ars erotica, ars theoretica, ars politica.
De ahí los tres adversarios a los que El Antiedipo se enfrenta. Tres adversarios que no tienen la misma fuerza, que representan grados diversos de amenaza, y que el libro combate con medios diferentes.
1) Los ascetas políticos, los militantes mohínos, los terroristas de la teoría, aquellos que querrían preservar el orden puro de la política y del discurso político. Los burócratas de la revolución y los funcionarios de la Verdad.
2) Los lastimosos técnicos del deseo —los psicoanalistas y semiólogos que inspeccionan cada signo y cada síntoma— que querrían subyugar la organización múltiple del deseo a la ley binaria de la estructura y de la carencia.
3) En fin, el enemigo mayor, el adversario estratégico (en tanto que la oposición de El Antiedipo a sus otros enemigos constituye más bien un compromiso táctico): el fascismo. Y no únicamente el fascismo histórico de Hitler y de Mussolini —que tan eficazmente ha sabido movilizar y utilizar el deseo de las masas—, sino además el fascismo que está en todos nosotros, en nuestras cabezas y en nuestros comportamientos cotidianos, el fascismo que nos hace amar el poder, amar incluso aquello que nos somete y nos explota.
Diría que El Antiedipo (que me perdonen sus autores) es un libro de ética, el primer libro de ética que se haya escrito en Francia desde hace mucho tiempo (la razón quizá de que su éxito no se haya limitado a un «lectorado» particular: ser antiedipo se ha convertido en un estilo de vida, una manera de pensar y de vivir). ¿Cómo hacer para no volverse fascista incluso cuando (sobre todo cuando) uno se cree ser un militante revolucionario? ¿Cómo eliminar de nuestros discursos y de nuestros actos, de nuestros corazones y de nuestros placeres? ¿Cómo desalojar el fascismo que se ha incrustado en nuestro comportamiento? Los moralistas cristianos buscaban las huellas de la carne que se habían alojado en los repliegues del alma. Deleuze y Guattari, por su parte, acechan las huellas más sutiles del fascismo en el cuerpo.
Se podría decir, rindiendo un modesto homenaje a san Francisco de Sales [1], que El Antiedipo es una Introducción a la Vida No-Fascista.
Este arte de vivir contrario a todas las formas de fascismo, ya presentes o inminentes, acarrean un cierto número de principios esenciales, que yo resumiría como sigue si debiera hacer de este gran libro un manual o una guía de la vida cotidiana:
— Liberad la acción política de toda forma de paranoia unitaria y totalizante.
— Haced crecer la acción, el pensamiento y los deseos por proliferación, yuxtaposición y disyunción, y no por subdivisión y jerarquización piramidal.
— Abandonad la obediencia a las viejas categorías de lo Negativo (ley, límite, castración, necesidad, carencia), que, durante tanto tiempo, el pensamiento occidental ha venerado en cuanto como forma de poder y modo de acceso a la realidad. Preferid lo que es positivo y múltiple, la diferencia a la uniformidad, los flujos a las unidades, los dispositivos móviles a los sistemas. Considerad que lo productivo no es sedentario sino nómada.
— No creáis que es necesario estar triste para ser militante, incluso si la cosa que se combate es abominable. El vínculo del deseo con la realidad (y no su retirada en las formas de la representación) posee una fuerza revolucionaria.
— No utilicéis el pensamiento para conferir un valor de Verdad a una práctica política; ni la acción política para desacreditar una línea de pensamiento, como si no fuera ya sino mera especulación. Utilizad la práctica política como un intensificador del pensamiento, y el análisis como un multiplicador de las formas y de los dominios de intervención de la acción política.
— No exijáis de la política que restablezca los «derechos» del individuo tal como la filosofía los ha definido. El individuo es el producto del poder. Lo que se necesita es «des-individualizar» por medio de la multiplicación y el desplazamiento, la disposición de combinaciones diferentes. El grupo no debe ser el vínculo orgánico que una individuos jerarquizados, sino un generador constante de «des-individualización».
— No os enamoréis del poder.
Se podría decir incluso que Deleuze y Guattari aman tan poco el poder que han intentado neutralizar los efectos de poder ligados a su propio discurso. De ahí los juegos y trampas esparcidos por todo el libro, y que convierten su traducción en una verdadera proeza. Pero no se trata de las trampas familiares de la retórica, trabajo solapado para influir en el lector sin que se dé cuenta de la manipulación, y que acaban por persuadirlo contra su voluntad. Las trampas de El Antiedipo son las del humor: tantas invitaciones a dejarse expulsar, a despedirse del texto dando un portazo. El libro nos hace a menudo creer que no hay más que humor y juego allí donde, sin embargo, se está celebrando algo esencial, algo de suma seriedad: la batida de todas las variedades de fascismo, desde aquellas, enormes, que nos rodean y aplastan, hasta esas otras insignificantes que constituyen la amarga tiranía de nuestras vidas cotidianas.
Entonces llegaron los cinco breves, apasionados, cinco jubilosos, enigmáticos años. A las puertas de nuestro mundo, estuvo Vietnam, por supuesto, y el primer gran golpe asestado a los poderes constituidos. ¿Pero qué pasaba aquí exactamente, en el interior de nuestros muros? ¿Una amalgama de política revolucionaria y antirrepresiva? ¿Una guerra librada en dos frentes: contra la explotación social y la represión psíquica? ¿Un ascenso de la libido, modulado sobre la lucha de clases? Tal vez. En cualquier caso, se han pretendido explicar los acontecimientos de aquellos años con esa interpretación familiar y dualista. El sueño que, entre la Primera Guerra Mundial y el advenimiento del fascismo, había hechizado a las fracciones más autopistas de Europa —la Alemania de Wilhem Reich y la Francia de los surrealistas—, había regresado para incendiar a la realidad misma: Marx y Freud iluminados por la misma incandescencia.
Pero, ¿es realmente eso lo que sucedió? ¿Pudo el proyecto utópico de los años treinta ser recuperado, esta vez a escala de la práctica histórica? ¿O se dio, al contrario, un movimiento hacia luchas políticas que no se conformaban ya con el modelo prescrito por la tradición marxista? ¿Un movimiento hacia una experiencia y una tecnología del deseo que no eran ya freudianos? Se enarbolaron los viejos estandartes, pero el combate se había desplazado y se había propagado a nuevas zonas.
El Antiedipo muestra, ante todo, cuánto terreno ha sido recorrido. Pero hace mucho más que eso. No pierde tiempo en desacreditar los viejos ídolos, incluso aunque se entretenga mucho con Freud. Y, sobre todo, nos incita a ir más lejos.
Sería un error leer El Antiedipo como la nueva referencia teórica (ya sabéis, esa famosa teoría que tan nos han anunciado tan a menudo, ésa que, finalmente, lo englobará todo, teoría totalizante y consoladora de la que, se nos asegura, «tenemos tanta necesidad» en esta época de dispersión y especialización, de la que toda «esperanza» ha desertado). No es preciso buscar una «filosofía»: El Antiedipo no es un Hegel deslumbrante. La mejor manera, creo, de leer El Antiedipo consiste en abordarlo como un «arte», en el sentido en que se habla de «arte erótico», por ejemplo. Apoyándose sobre las nociones, en apariencia abstractas, de multiplicidades, flujos, dispositivos y conexiones, el análisis de la relación del deseo con la realidad y con la «máquina» capitalista aporta respuestas a preguntas concretas. Preguntas que se preocupan menos del por qué de las cosas que de su cómo. ¿Cómo se inserta el deseo en el pensamiento, en el discurso, en la acción? ¿Cómo el deseo puede y debe desplegar sus fuerzas en la esfera de lo político e intensificarse en el proceso de inversión del orden establecido? Ars erotica, ars theoretica, ars politica.
De ahí los tres adversarios a los que El Antiedipo se enfrenta. Tres adversarios que no tienen la misma fuerza, que representan grados diversos de amenaza, y que el libro combate con medios diferentes.
1) Los ascetas políticos, los militantes mohínos, los terroristas de la teoría, aquellos que querrían preservar el orden puro de la política y del discurso político. Los burócratas de la revolución y los funcionarios de la Verdad.
2) Los lastimosos técnicos del deseo —los psicoanalistas y semiólogos que inspeccionan cada signo y cada síntoma— que querrían subyugar la organización múltiple del deseo a la ley binaria de la estructura y de la carencia.
3) En fin, el enemigo mayor, el adversario estratégico (en tanto que la oposición de El Antiedipo a sus otros enemigos constituye más bien un compromiso táctico): el fascismo. Y no únicamente el fascismo histórico de Hitler y de Mussolini —que tan eficazmente ha sabido movilizar y utilizar el deseo de las masas—, sino además el fascismo que está en todos nosotros, en nuestras cabezas y en nuestros comportamientos cotidianos, el fascismo que nos hace amar el poder, amar incluso aquello que nos somete y nos explota.
Diría que El Antiedipo (que me perdonen sus autores) es un libro de ética, el primer libro de ética que se haya escrito en Francia desde hace mucho tiempo (la razón quizá de que su éxito no se haya limitado a un «lectorado» particular: ser antiedipo se ha convertido en un estilo de vida, una manera de pensar y de vivir). ¿Cómo hacer para no volverse fascista incluso cuando (sobre todo cuando) uno se cree ser un militante revolucionario? ¿Cómo eliminar de nuestros discursos y de nuestros actos, de nuestros corazones y de nuestros placeres? ¿Cómo desalojar el fascismo que se ha incrustado en nuestro comportamiento? Los moralistas cristianos buscaban las huellas de la carne que se habían alojado en los repliegues del alma. Deleuze y Guattari, por su parte, acechan las huellas más sutiles del fascismo en el cuerpo.
Se podría decir, rindiendo un modesto homenaje a san Francisco de Sales [1], que El Antiedipo es una Introducción a la Vida No-Fascista.
Este arte de vivir contrario a todas las formas de fascismo, ya presentes o inminentes, acarrean un cierto número de principios esenciales, que yo resumiría como sigue si debiera hacer de este gran libro un manual o una guía de la vida cotidiana:
— Liberad la acción política de toda forma de paranoia unitaria y totalizante.
— Haced crecer la acción, el pensamiento y los deseos por proliferación, yuxtaposición y disyunción, y no por subdivisión y jerarquización piramidal.
— Abandonad la obediencia a las viejas categorías de lo Negativo (ley, límite, castración, necesidad, carencia), que, durante tanto tiempo, el pensamiento occidental ha venerado en cuanto como forma de poder y modo de acceso a la realidad. Preferid lo que es positivo y múltiple, la diferencia a la uniformidad, los flujos a las unidades, los dispositivos móviles a los sistemas. Considerad que lo productivo no es sedentario sino nómada.
— No creáis que es necesario estar triste para ser militante, incluso si la cosa que se combate es abominable. El vínculo del deseo con la realidad (y no su retirada en las formas de la representación) posee una fuerza revolucionaria.
— No utilicéis el pensamiento para conferir un valor de Verdad a una práctica política; ni la acción política para desacreditar una línea de pensamiento, como si no fuera ya sino mera especulación. Utilizad la práctica política como un intensificador del pensamiento, y el análisis como un multiplicador de las formas y de los dominios de intervención de la acción política.
— No exijáis de la política que restablezca los «derechos» del individuo tal como la filosofía los ha definido. El individuo es el producto del poder. Lo que se necesita es «des-individualizar» por medio de la multiplicación y el desplazamiento, la disposición de combinaciones diferentes. El grupo no debe ser el vínculo orgánico que una individuos jerarquizados, sino un generador constante de «des-individualización».
— No os enamoréis del poder.
Se podría decir incluso que Deleuze y Guattari aman tan poco el poder que han intentado neutralizar los efectos de poder ligados a su propio discurso. De ahí los juegos y trampas esparcidos por todo el libro, y que convierten su traducción en una verdadera proeza. Pero no se trata de las trampas familiares de la retórica, trabajo solapado para influir en el lector sin que se dé cuenta de la manipulación, y que acaban por persuadirlo contra su voluntad. Las trampas de El Antiedipo son las del humor: tantas invitaciones a dejarse expulsar, a despedirse del texto dando un portazo. El libro nos hace a menudo creer que no hay más que humor y juego allí donde, sin embargo, se está celebrando algo esencial, algo de suma seriedad: la batida de todas las variedades de fascismo, desde aquellas, enormes, que nos rodean y aplastan, hasta esas otras insignificantes que constituyen la amarga tiranía de nuestras vidas cotidianas.
Traducción del inglés de Milton J. Tornamira
[1] Hombre de Iglesia del siglo XVII, que fue obispo de Ginebra. Se le conoce por su Introducción a la vida devota.
1 comentario:
La idea antiedípica de Deleuze ya la había abordado con anterioridad a éste el gran poeta rumano en lengua francesa Gherasim Luca, en su poema manifiesto El inventor del amor. De él decía Deleuze que era el mejor poeta del siglo XX. Algún día colgaré el poema completo en mi blog de poesía. De momento, podéis encontrarlo publicado en la editorial La poesía, señor Hidalgo.
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