Un efectivo plan de conservación ha permitido que se haya vuelto a ver un ejemplar en Monte Perdido (Aragón)
XL Semanal, 1292
Con sus alas extendidas llega a medir más de dos metros. Todo un gigante capaz de sobrepasar los 75 kilómetros por hora y de cazar con la precisión de un cirujano. La contaminación ha estado a punto de hacerlo desaparecer de nuestros cielos. Sin embargo, un efectivo plan de conservación ha permitido que se haya vuelto a ver un ejemplar en Monte Perdido (Aragón).
Vigilaba su ganado cerca del río. El cauce se ensanchaba formando un embalse donde su rebaño de ovejas aplacaba la sed en aquel caluroso día del Pirineo aragonés. Fuera de algún susto con perros asilvestrados, ni él ni su ganado habían tenido nunca el menor sobresalto. Los lobos huían del olor a hombre, y los osos eran poco más que un recuerdo del que le hablaban sus padres. La vida de pastor no era fácil por infinidad de motivos, pero el temor a los predadores era parte del pasado.
El joven pastor se sentó en una piedra. Miró el paisaje complacido y algo le llamó la atención. Primero lo detectó su instinto de una forma inconsciente. Luego escudriñó el valle con más atención. Entonces lo vio. Era un punto oscuro que crecía de tamaño acercándose a gran velocidad. El ave volaba en rápido descenso hacia su ganado. Una alerta ancestral se activó en su interior. Sabía que allí no existían aves de presa capaces de atacar a sus ovejas desde el aire. Pero aquel animal bajaba con la determinación de un cazador. Y era enorme. Sus alas debían de abarcar más de dos metros. Luego, más cerca, vio que era un águila; un águila enorme de una especie que jamás había visto. Como una exhalación, el animal pasó frente a él extendiendo unas garras poderosas. Era evidente que podría llevarse uno de sus corderos y seguir el vuelo sin dificultad. Intentó moverse y poner en guardia a su ganado, pero aquella ave extraordinaria ya estaba sobre sus ovejas un instante después.
En el momento en el que ya daba por muerto a uno de sus pequeños corderos, el águila pasó de largo, rozó la superficie del embalse y en un instante atrapó una trucha de buen tamaño elevando el vuelo sin esfuerzo. El joven pastor permaneció sobrecogido por el poder y la belleza de aquella criatura de la que nunca había oído hablar. No sabía que había pasado a formar parte de los pocos afortunados que en España han tenido un encuentro, cara a cara, con un pigargo europeo.
Los pigargos son las águilas más grandes de Europa. Con una envergadura de hasta 2,45 metros y un peso que llega a los 5 kilos y medio, no tienen rival entre las rapaces predadoras del Viejo Continente. Probablemente por ello y porque se alimenta de peces, aves acuáticas e incluso a veces de algún pequeño ungulado, como un corzo o un rebeco, en el pasado se extendieron por la mayor parte de Europa en un área de distribución que abarcaba desde Groenlandia hasta las costas asiáticas del Pacífico. Y lo hicieron desde el nivel del mar hasta los 2000 metros de altura y desde las frías latitudes de los países escandinavos hasta las costas del Mediterráneo. En España se tenía constancia de sus visitas en Valencia, Castellón o el delta del Ebro y se las había visto criar en los acantilados de la isla de Mallorca.
Pero en la segunda mitad del siglo pasado su población decayó rápidamente hasta límites alarmantes. El águila más poderosa de nuestro continente no pudo vencer a la contaminación, los pesticidas y la presión humana. Los ríos que le daban su principal fuente de alimento comenzaron a estar tan contaminados que los peces se convirtieron en trampas portadoras de veneno. Los plásticos, metales pesados, detergentes y plaguicidas a punto estuvieron de acabar con la más poderosa de nuestras aves. Pero, por suerte, diferentes organizaciones conservacionistas alertaron a los gobiernos, y estos tomaron medidas de emergencia para salvar al pigargo europeo. La Directiva de Aves de la Unión Europea creó un protocolo de actuación de aplicación inmediata. Como parte de aquellas primeras medidas, en 1975 se introdujeron unas parejas en la isla escocesa de Rum. El experimento fue un éxito y lentamente la especie fue colonizando el Reino Unido. Mientras tanto, los cuidados en su área de distribución en el resto de Europa fueron dando resultados similares. El pigargo europeo, al que también se conoce como águila de cola blanca o águila marina, fue recuperando tímidamente viejos feudos perdidos por la acción del hombre.
A principios del siglo XXI, aunque su número seguía siendo escaso, la especie había recuperado gran parte de su distribución original. Incluso había colonizado nuevos territorios. En mayo de 2006 se tuvo constancia de que los pigargos europeos habían anidado en Holanda y recientemente se ha visto por primera vez un ejemplar en Monte Perdido, en el Pirineo aragonés. Hoy, con la mayor de sus poblaciones nidificando en las costas de Noruega, este animal parece alejarse lentamente de la extinción. La unión de todos los países del Viejo Continente ha dado sus frutos. Lo mismo ha ocurrido con el águila pescadora (Pandion haliaetus), que había dejado de nidificar en la Península desde mediados del siglo pasado y que, tras la aplicación de un protocolo de conservación, ha vuelto a hacerlo en aguas del Eo en Asturias y se da por asegurada la supervivencia de la especie en Andalucía. Después de todo, en una época en que parece que todo lo que llega de Europa son malas noticias, la historia de la mayor de nuestras águilas quizá pueda enseñarnos algo.
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