Por FRIEDRICH ENGELS
Deutsche-Brüsseler-Zeitung, nº 91
(14-noviembre-1847)
(14-noviembre-1847)
¡Por fin se acabará la incesante fanfarronería acerca de la «cuna de la libertad», de los «nietos de Tell y Winkelried», de los valientes vencedores de Sempach y Murten! ¡Por fin se ha descubierto que la cuna de la libertad no es otra cosa que el centro de la barbarie y el vivero de los jesuitas, que los nietos de Tell y Winkelried no pueden ser puestos en razón mediante otras razones que las balas de cañón, y que la valentía de Sempach y Murten no fue otra cosa que la desesperación de brutales y mojigatas tribus montañesas que se resistían empecinadamente contra la civilización y el progreso!
Es una verdadera fortuna el que la democracia europea pueda deshacerse, por fin, de este lastre suizo primitivo, casto y reaccionario. Mientras los demócratas seguían remitiéndose a la virtud, la dicha y la sencillez patriarcal de estos pastores alpinos, ellos mismos tenían aún un aura reaccionaria. Ahora, cuando apoyan la lucha de la Suiza civilizada, industrial, democrático-moderna, contra la democracia tosca, cristiano-germánica de los cantones primitivos consagrados a la ganadería, ahora representa por doquier el progreso, ahora se desvanece también el último destello reaccionario, ahora demuestran que están aprendiendo a comprender la significación de la democracia en el siglo XIX.
Hay dos regiones en Europa en las cuales la antigua barbarie cristiano-germánica se ha conservado en su forma más primitiva, casi hasta el punto de comer bellotas: Noruega y los Altos Alpes, en especial la Suiza Primitiva[1], Tanto Noruega como la Suiza primitiva aún siguen proporcionando genuinos ejemplares de aquella raza humana que alguna vez, en la Selva de Teutoburgo, abatió a los romanos en el mejor estila de Westfalia, con garrotes y estacas de trillar. Tanto Noruega como Suiza están democráticamente organizadas. Pero hay diversas clases de democracias, y es muy necesario que los demócratas de los países civilizados declinen por fin la responsabilidad por la democracia de Noruega y de la Suiza Primitiva.
En todos los países civilizados el movimiento democrático aspira en última instancia a la dominación política del proletariado. Presupone, por ende, que exista un proletariado; que exista una burguesía dominante, que exista una industria que genere al proletariado y que haya vuelto dominante a la burguesía.
De todo eso no encontramos nada en Noruega ni en la Suiza Primitiva. Encontramos en Noruega el celebérrimo régimen campesino (bonde-regimente) y en la Suiza Primitiva un número de rústicos pastores que, a pesar de su democrática constitución, son gobernados por un par de ricos terratenientes (Abyberg, etc.), de manera patriarcal. La burguesía sólo existe en Noruega por excepción, y en la Suiza Primitiva no existe en absoluto. El proletariado prácticamente no existe.
Por consiguiente, la democracia de los países civilizados, la democracia moderna, nada tiene en común con la democracia noruega y de la Suiza Primitiva. No pretende producir una situación como la de esos dos lugares, sino otra sideralmente distante. Pero entremos a considerar más en detalle esta democracia germánica primitiva y atengámonos para ello a la Suiza Primitiva, que nos interesa aquí en primer término.
¿Dónde está el filisteo alemán que no se entusiasme por Guillermo Tell, el libertador de la patria? ¿Dónde está el maestro de escuela que no celebre Morgarten, Sempach y Murten, junto a Maratón, Platea y Salamina? ¿Dónde está la solterona histérica que no sueñe con las rudas pantorrillas y los firmes muslos de los castos mancebos alpinos? Desde Ägidius Tschudi hasta Johanes von Müller, desde Florian hasta Schiller se ha ensalzado sin límite, en verso y en prosa, la magnificencia de la valentía, la libertad, la integridad y la fuerza de los suizos primitivos. Los cañones y los mosquetones de los doce cantones suministran ahora el comentario a esas entusiastas alabanzas.
Los suizos primitivos se hicieron notar dos veces en la historia. La primera, cuando se liberaron gloriosamente de la tiranía austríaca, y la segunda en este instante, en que salen a la lid con Dios, por los jesuitas y por la patria.
Ya la propia gloriosa liberación de las garras del águila austríaca resiste bastante mal que se la contemple a la luz. Una única vez en toda su carrera, la casa de Austria fue progresista; ello ocurrió al comienzo de su trayectoria, cuando se alió con los pequeños burgueses de las ciudades contra la nobleza y trato de fundar una monarquía alemana. Era progresista de una manera extremadamente pequeñoburguesa, pero tanto da: era progresista. ¿Y quién se opuso a ello con la mayor decisión? Los suizos primitivos. La lucha de los suizos primitivos contra Austria, el glorioso juramento en la Grütli, el heroico saetazo de Tell, el eternamente memorable triunfo de Morgarten, todo eso constituyó la lucha de los empecinados y estacionarios intereses locales contra los intereses de toda la nación, la lucha de la incultura contra la cultura, de la barbarie contra la civilización. Triunfaron en contra de la civilización de aquel entonces, y en castigo han sido excluidos de toda la civilización ulterior.
No conformes con esto, pronto estos rudos y ariscos vaqueros de los Alpes fueron domados de muy otra manera. Se sustrajeron a la dominación de la nobleza austríaca para caer bajo el yugo de los pequeños burgueses de Zurich, Lucerna, Berna y Basilea. Estos pequeños burgueses habían advertido que los suizos primitivos eran tan fuertes y tan tontos como sus bueyes. Se hicieron admitir en la Confederación, y desde entonces permanecieron tranquilamente sentados en sus hogares, detrás de la caja, mientras que los testarudos vaqueros alpinos dirimían todas sus reyertas contra la nobleza y los príncipes. Así sucedió en Sempach, Granson, Murten y Nancy. Al mismo tiempo se dejó a esta gente el derecho de disponer sus cuestiones internas a su antojo, y de esta suerte permaneció en la más dichosa ignorancia acerca del modo en que la explotaban sus queridos confederados.
Desde entonces, poco más es cuanto se ha oído de ellos. Se ocuparon, con toda beatitud y honorabilidad, de ordeñar vacas, fabricar quesos, ser castos y gargantear a la tirolesa. De tanto en tanto celebraban asambleas populares, en las cuales se dividían en hombres de cuernos, hombres de pezuñas y otras clases bestiales, y no se separaban jamás sin una cordial riña cristiano-germánica. Eran pobres, pero de costumbres puras, tontos, pero piadosos y gratos al señor, brutales pero de anchas espaldas, y tenían poco cerebro, pero mucha pantorrilla. De vez en cuando llegaban a ser demasiados, y entonces los mozos salían a «engancharse», es decir, que se contrataban para hacer la guerra por cuenta de terceros, en cuyo caso eran inquebrantablemente fieles a su bandera, viniera lo que viniese. Todo cuanto puede reprocharse a los suizos es que se han dejado matar con la mayor escrupulosidad por su sueldo.
Desde siempre, el mayor orgullo de estos rechonchos suizos primitivos fue que jamás se apartaron de los usos de sus antepasados siquiera un pelo, que preservaron sin adulterarlas las costumbres sencillas, castas, rudas y virtuosas de sus padres, en el curso de los siglos. Y esto es verdad, ya que todos los intentos de civilización rebotaron impotentes en las graníticas paredes de sus rocas y de sus cráneos. Desden el día en que el primer antepasado de Winkelried arreó su vaca, con sus inevitables e idílicos cencerros al cuello, hacia los pastos vírgenes del Lago de los Cuatro Cantones, hasta el momento actual, en que el último descendiente de Winkelried hace bendecir su carabina por el sacerdote, todas las casas han sido construidas de la misma manera, todas las vacas han sido ordeñadas de la misma manera, todas las trenzas se han trenzado de la misma manera, todos los quesos se han producido de la misma manera, todos los niños se han hecho de la misma manera. Aquí, en las montañas, existe el paraíso, aquí aún no se ha llegado al pecado original. Y si alguna vez uno de estos inocentes hijos de los Alpes sale hacia el gran mundo y se deja arrastrar un instante por las tentaciones de las grandes ciudades, por los encantos llenos de afeites por una civilización corrupta, por los vicios de los países pecaminosos, que no tienen montañas y donde crece el cereal, la inocencia se halla tan profundamente arraigada en él, que jamás podrá sucumbir del todo. Apenas llega a sus oídos un sonido, solamente dos notas de ese aire vaquero de la trompa alpina que suena como un aullido canino, de inmediato cae de rodillas, llorando y contrito, se desprende de los brazos de la perdición y no descansa hasta yacer a los pies de su anciano padre: «¡Padre, he pecado contra mis montañas ancestrales y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo!».
En tiempos recientes se han intentado dos invasiones contra esta sencillez de costumbres y contra esta fuerza primitiva. La primera fue la de los franceses en 1798. Pero estos franceses, que por lo demás difundieron algo de civilización por doquier, fracasaron ante los suizos primitivos. No ha quedado ni rastro de su presencia, no han podido eliminar ni una jota de las antiguas costumbres y virtudes. La segunda invasión se produjo aproximadamente veinte años después, y por lo menos dio algunos frutos. Fue la invasión de los viajeros ingleses, de los lores y squireslondinenses, y de los incontables fabricantes de velas, jaboneros, vendedores de especias y comerciantes en huesos que les sucedieron. Esta invasión por lo menos llevó las cosas al punto de dar fin a la antigua hospitalidad, y a la antigua hospitalidad, y a hacer de los honestos habitantes de las cabañas alpinas, que antes apenas si sabían qué era el dinero, se convirtiesen en los esquilmadores más codiciosos y pícaros que existan en lugar alguno. Pero este progreso no ataca en absoluto las antiguas y sencillas costumbres. Esta explotación, no muy limpia que digamos, resultaba magníficamente compatible con las virtudes patriarcales de la castidad, la laboriosidad, la honestidad y la fidelidad. Ni siquiera sufrió a causa de ella su devoción religiosa; el cura los absolvía con especial satisfacción de todas las estafas perpetradas contra algún hereje británico.
Pero ahora parece que esta pureza de las costumbres ha de trastocarse por completo. Ójala las tropas del poder central hagan todo cuanto les sea posible para poner fin a toda la honestidad, fuerza primitiva y sencillez. ¡Pero entonces llorad, filisteos! ¡Entonces ya no habrá pastores pobres pero satisfechos, cuya inalterable despreocupación podríais desear para vuestro domingo, después de haber hecho vuestro agosto seis días a la semana con café de achicoria y té de hojas de endrina! ¡Entonces llorad, maestros de escuela, pues se habrán terminado las esperanzas de un nuevo Sempach-Maratón y otras hazañas clásicas! ¡Entonces lamentaos, histéricas doncellas que habéis pasado los treinta años, pues se habrán acabado aquellas pantorrillas de seis pulgadas cuya imagen endulza vuestros sueños solitarios, se habrá acabado la belleza de Antinoo de los fornidos mozalbetes suizos, se habrá acabado esos muslos firmes y esos buenos mozos que os atraen tan irresistiblemente hacia los Alpes! ¡Entonces suspirad, suaves y cloróticos pimpollos de internado, que ya en las obras de Schiller os habéis entusiasmado por el amor casto, y no obstante tan efectivo, de los ágiles cazadores de gamuzas, y entonces se habrán acabado vuestras tiernas ilusiones, entonces no os quedará otra cosa que leer a Henrik Steffens y soñar con los gélidos noruegos!
Pero dejemos esto. A estos suizos primitivos hay que combatirlos además con otras armas muy diferentes de la simple burla. La democracia aún tiene que ajustarles cuentas por otras cosas muy distintas de sus virtudes patriarcales.
¿Quiénes defendieron la Bastilla, el 14 de julio de 1789, contra el pueblo que la asaltaba, quiénes abatieron a los obreros del Faubourg St. Antoine, disparando sobre ellos, parapateados tras seguras murallas, con cartuchos y perdigones? Suizos primitivos de la Liga Separatista, nietos de Tell, de Stauffacher y de Winkelried.
¿Quiénes defendieron, el 10 de agosto de 1792, al traidor Luis XVI en el Louvre y en las Tullerías, contra la justa ira del pueblo? Suizos primitivos de la Liga Separatista.
¿Quiénes sofocaron con la ayuda de Nelson, la revolución napolitana de 1798? Suizos primitivos de la Liga Separatista.
¿Quiénes restauraron en 1823 en Nápoles, con ayuda de los austríacos, la monarquía absoluta? Suizos primitivos de la Liga Separatista.
¿Quiénes lucharon hasta el último instante, el 29 de julio de 1830, nuevamente a favor de un rey traidor[2] y volvieron a disparar desde las ventanas y desde las columnatas del Louvre, para abatir a los obreros de París? Suizos primitivos de la Liga Separatista.
¿Quiénes reprimieron con brutalidad tristemente célebre en todo el mundo, y nuevamente aliados con los austríacos, la insurrección de la Romaña, en 1830 y 1831? Suizos primitivos de la Liga Separatista.
En suma, ¿quiénes mantuvieron oprimidos hasta este instante a los italianos, obligándolos a doblegarse ante la sofocante dominación de sus aristócratas, príncipes y curas, quiénes fueron la mano derecha de Austria en Italia, quiénes posibilitaron aun en la hora actual que el sanguinario tirano Fernando de Nápoles reprimiese a su pueblo, rechinante de rabia, quiénes desempeñan aun al día de hoy el papel de verdugos en los fusilamientos masivos que ordena ejecutar? ¡Nuevamente suizos primitivos de la Liga Separatista, otra vez los nietos de Tell, de Stauffacher y de Winkelried!
En una palabra: cada vez que en Francia estallaba algún movimiento revolucionario que favoreciera, directa o indirectamente, a la democracia, eran siempre los mercenarios suizos primitivos quienes lo combatían, con el mayor empecinamiento y hasta el último instante. Y especialmente en Italia estos alquilones suizos fueron de continuo los siervos y peones más fieles de Austria. ¡Justo castigo por la gloriosa liberación de Suiza de las garras de la doble águila!
No se crea que estos soldados mercenarios son la escoria de su país y que sus compatriotas reniegan de ellos. Después de todo, los habitantes de Lucerna hicieron que, ante sus puertas, el piadoso Babieca islandés Thorvaldsen esculpiera en la roca un gran león que, desangrándose por una herida de flecha, cubre el escudo borbónico flordelisado con su pata, fiel hasta la muerte… ¡y ello en memoria de los suizos caídos en el Louvre el 10 de agosto de 1792! Así honra la Liga Separatista la fidelidad venal de sus hijos. Vive del tráfico de seres humanos, y lo celebra.
¿Y con esta clase de democracia habrían de tener algo en común los demócratas ingleses, franceses y alemanes?
Ya la propia burguesía trabaja, mediante su industria, su comercio, sus instituciones políticas, en el sentido de arrancar por doquier de su aislamiento a las pequeñas localidades enclaustradas, que sólo viven para sí mismas, de comunicarlas entre sí, de fusionar sus intereses, de ampliar su órbita visual local, de aniquilar sus usos, atuendos y puntos de vista localistas, y formar, partiendo de las numerosas localidades y provincias independientes entre sí hasta la fecha, una gran nación con intereses, costumbres y opiniones comunes. Ya la propia burguesía centraliza considerablemente. El proletariado democrático, muy lejos de verse desfavorecido por ello, y por el contrario, sólo gracias a esta centralización, queda en condiciones de unificarse, de sentirse como clase, de apropiarse en la democracia de un enfoque político adecuado y de vencer finalmente a la burguesía. El proletariado democrático no sólo necesita la centralización, tal como la ha comenzado la burguesía, sino que inclusive tendrá que llevarla mucho más lejos. Durante el breve lapso en que el proletariado tuvo en sus manos el timón del estado en la Revolución Francesa, durante el gobierno del Partido de la Montaña, impuso la centralización por todos los medios, con cartuchos y la guillotina. Si el proletariado democrático vuelve a asumir el poder ahora, tendrá que centralizar lo más pronto que le sea posible no sólo a cada país por sí, sino inclusive a todos los países civilizados en conjunto.
En cambio, la Suiza Primitiva jamás hizo otra cosa que resistirse a la centralización. Con terquedad realmente bestial ha insistido en su separación con respecto al resto de todo el mundo, en sus costumbres, trajes y prejuicios locales, en toda su limitación local y en su enclaustramiento. Ha quedado en pie en medio de Europa con su barbarie original, mientras progresaban todas las demás naciones, incluso los demás suizos. Con toda la obstinación de los rudos germanos primitivos insiste en la soberanía cantonal, vale decir en el derecho de poder ser, eternamente y a su antojo, tonta, mojigata, brutal, limitada, absurda y venal, sin importarle si por ello padecen sus vecinos o no. En cuanto se pone sobre el tapete su propio estado animal, no reconocen ya ninguna mayoría, ningún acuerdo, ningún compromiso. Pero en el siglo diecinueve ya no es posible que coexistan dos partes de un mismo país sin tener, hasta tal extremo, relaciones ni influencias recíprocas. Los cantones radicales influyen sobre la Liga Separatista, y la Liga Separatista influía sobre los cantones radicales, en los que aquí y allá también existen aún elementos toscos en sumo grado. Por consiguiente, los cantones radicales están interesados ñeque la Liga Separatista abandone su mojigatería, su limitación y su empecinamiento, y si la Liga Separatista no lo quiere, habrá que quebrar su obstinación por la fuerza. Y eso es lo que ocurre en este instante.
Por lo tanto, la guerra civil que acaba de estallar sólo resultará favorable a la causa de la democracia. Aun cuando incluso en los cantones radicales hay todavía mucha tosquedad germánica primitiva, aun cuando detrás de la democracia se oculta en ellos ora un régimen campesino, ora un régimen burgués, ora una mezcla de ambos, aun cuando hasta los cantones más civilizados se hallan a la zaga del desarrollo de la civilización europea, y sólo ocasionalmente y con lentitud van asomando elementos realmente modernos, ello no favorece a la Liga Separatista. Es necesario —urgentemente necesario— que se destruya de una vez por todas este último refugio del brutal germanismo primitivo, de la barbarie, de la mojigatería, de la sencillez y pureza de costumbres patriarcales, de la inmutabilidad y de la fidelidad hasta la muerte, al servicio del mejor postor. Cuanto más enérgicamente ponga manos a la obra la Tagsatzung[3], cuanto más violentamente derrumbe este viejo nido clerical, tanto más demostrará que comprende su posición. Pero evidentemente, ahí están las cinco grandes potencias, y los propios radicales tienen miedo.
Sin embargo, resulta característico de la Liga Separatista que los auténticos hijos de Guillermo Tell tengan que demandar auxilio a la casa de Austria, el enemigo hereditario de Suiza, ahora, cuando Austria es más sucia, infame, vil y odiosa que nunca. Esto también es una parte del castigo por la gloriosa liberación de Suiza de las garras de la doble águila y por la mucha fanfarronería gastada entorno a ella. ¡Y para que se colme del todo la medida del castigo, esta propia Austria ha de hallarse en tales apuros que no pueda auxiliar siquiera a los hijos de Tell!
NOTAS:
[1] Se entiende por Suiza primitiva los cantones montañeses que constituyeron, en los siglos XIII y XIV, el núcleo originario de la Confederación Helvética.
[2] Carlos X.
[3] Congreso formado por delegados de los cantones; abolido en 1848.
No hay comentarios:
Publicar un comentario