Por Enrique Wulff
Desde antiguo, pero sobre todo a partir del Renacimiento, la diversidad lingüística europea vendría acompañada de dos planteamientos relacionados entre sí. Por un lado, las diferentes gramáticas nacionales trataron de establecer las normas correctas para un buen uso de sus respectivas lenguas, para lo cual se partía del modelo latino, considerado como el más perfecto. Pero, por otra parte, no habrían de faltar filósofos que, basándose en los antecedentes griegos, estimaban que existía una gramática común a todas las lenguas, que venía a ser como una estructura subyacente a las formas externas, y que, por tanto, respondía a las leyes universales del pensamiento. Estas gramáticas de corte filosófico solían estudiar el problema fundamentalmente en relación con el latín, al que, por su articulación lógica, se tenía como la concreción misma de esas leyes universales. De ahí a la búsqueda de una lengua universal había un trecho no muy largo, que pronto habrían de franquear algunos anticipadores.
En efecto, enel siglo XVII el logro de un idioma universal, en el que se pudiese expresar todo el conocimiento por medio de nuevos sistemas simbólicos, habría de constituir un tema constante de discusión erudita. Y no otra fue, en verdad, la intención del humanista checo Comenius (1592-1670), que en dos obras —La puerta abierta de las lenguas (1631) y El mundo visible en grabados (1658)—, dedicadas a la enseñanza del latín, trató de conseguir, además de una didáctica moderna, una lengua universal capaz de facilitar la comunicación humana. Tal fue, también, el propósito de Descartes (1646-1716), cuyo arte combinatorio plasmó el intento de crear una lengua algebraica en la que las vocales serían decimales, y las consonantes, números enteros. El mismo espíritu anidaría en proyectos similares del siglo siguiente (Enciclopedia francesa, 1756-1772; Convención Nacional de Francia, 1795). Varias causas abonaban el terreno: el latín había dejado de ser un vehículo universal del saber, la diversidad lingüística era un hecho establecido; el conocimiento humano era cada vez más plural, al tiempo que se multiplicaban los intentos de buscar su unidad mediante las enciclopedias; el análisis matemático y la lógica se ofrecían como instrumentos clasificadores, e incluso la misma escritura ideográfica china se mostraba, según algunos, como un medio que podría facilitar la compresión entre distintas lenguas habladas.
Pero será a finales del siglo XIX y a principios del XX cuando aparecerán una serie de lenguas artificiales que tratarán de lograr un conjunto universal de símbolos que permitan expresar lógicamente todo el conocimiento. El volapük —habla del mundo—, creado en 1879 por el clérigo alemán J. M. Schleyer, pese a la complejidad de su gramática y a la dificultad de reconocimiento de su léxico, llegaría a tener miles de seguidores, que saludaron su nacimiento como la nueva lengua de la humanidad. La aparición del esperanto en 1887 daría lugar, sin embargo, al movimiento más importante que jamás haya tenido una lengua artificial. Su creador el judío polaco Dr. L. Zamenhof (1859-1917), que firmaba su obra con el nombre de Dr. Esperanto —«el que espera»—, estaba movido por el espíritu humanista de lograr la unidad del género humano por medio de una segunda lengua, gracias a la cual sería posible una comunicación sin fronteras de ninguna clase. Otro intento, el ido (1907), cuyo nombre viene de un sufijo del esperanto (derivado de), obra del lógico y esperantista francés Louis de Beaufront, pese a presentar determinadas mejoras con respecto a aquél y a haber tenido cierto renombre, acabaría por desaparecer. Interlingua, o latine sine flexione, como su mismo nombre indica, no era sino una forma simplificada del latín; su creador fue el matemático italiano Peano, quien lo dio a conocer en 1903. A esta lista podría añadirse el Basic English, inglés básico, que en 1932 propuso el británico Ch. K. Ogden; era una reducción del inglés a un vocabulario de 850 palabras que no llegó a conseguir mucha difusión.
Lenguaje y lenguas. SALVAT, 1981.
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