viernes, 27 de mayo de 2011

Algo más sobre Islandia

¿REBELDES CON CAUSA?
Birgir Smari Arsaeisson estudia cine, pero está en el paro. En el referendum, votó no pagar la deuda internacional de los bancos de su país. «Bastante tenemos con las nuestras como para afrontar las de los bancos. Ahora bien, todos deberíamos asumir nuestra parte de culpa. Fuimos unos ilusos. Nos gastamos lo que no teníamos».


Islandia, la isla de la revolución

«Tenía que optar entre lo que exigían los mercados
y lo que pide una democracia.
Así que decidí darle a la ciudadanía la opción de elegir.»

ÓLAFUR RAGNAR GRÍMSSON, Presidente de islandia.

Por Carlos Manuel Sánchez



Eran los habitantes más felices del planeta, según los expertos, hasta que estalló la «burbuja» financiera en 2008. Desde entonces es un pueblo enfadado. Y mucho. Primero dejaron caer los bancos y se negaron a inyectarles dinero público, luego hicieron dimitir al Gobierno y ahora se niegan a pagar las deudas de sus instituciones financieras y quieren que sean sus directivos quienes lo hagan, pero con la cárcel. Viajamos a la isla rebelde.

Islandia ha vuelto a asombrar al mundo. Y lo ha hecho de manera tan intempestiva como la erupción del volcán que hace un año paralizó el tráfico aéreo. Aquí, las cosas son así: inesperadas. En octubre de 2008 este pequeño país sufrió un infarto, es la manera más gráfica de describir lo que le sucedió a su economía. Hasta entonces vivía en la opulencia. Era el ejemplo de las bondades de la globalización financiera. Sus bancos engullían miles de millones de los fondos de inversión extranjeros, atraídos por los altos tipos de interés. Un banquete hipercalórico que les hizo engordar hasta que sus depósitos multiplicaron por 12 el PIB del país. Obesidad mórbida. La población, confiada, se había lanzado a una bacanal de compras a crédito: coches de lujo, segundas residencias... De repente, una arritmia llamada «hipotecas basura» se propagó desde Wall Street y las economías de medio mundo fibrilaron. Islandia fue la primera en caer. Sus bancos quebraron, la Bolsa se desplomó, la moneda fue devaluada y la inflación se disparó. Hasta McDonald´s echó el cierre a sus restaurantes y abandonó el país.

El FMI recetó la terapia habitual: subidas de impuestos, recortes salariales y sociales... Pero hoy el enfermo ha salido de la UCI. Y los islandeses han decidido algo insólito: perseguir a los responsables, no pagar las deudas contraídas por sus bancos, dejarlos caer sin inyectarles dinero público y encarcelar a los culpables de la crisis. Los mercados asisten atónitos a esta salida de tiesto. Y los enfermos de la Unión Europea —Grecia, Irlanda, Portugal...—, con sus economías enchufadas artificialmente al euro y recibiendo las descargas eléctricas de carísimos rescates, se preguntan si la medicina islandesa es la panacea.

¿Lo es? Está por ver, pero si los «malos» salen de rositas no será por falta de empeño. Se ha abierto una investigación exhaustiva, se ha nombrado a un fiscal especial, se ha elaborado un informe de 2500 páginas donde se detallan los delitos... La Interpol puso en busca y captura a Sigurdur Einarsson, presidente ejecutivo del banco Kaupthing, que fue detenido en su mansión de Londres. Una docena de banqueros, acusados de enriquecimiento ilícito, puede correr la misma suerte.

¿Pero la rebelión islandesa es de verdad o se ha exagerado con una pizca de romanticismo? «¿Exageración? Lo que sucede es que los islandeses estamos muy cabreados», opina Peter Mogensen, de 62 años, director de tráfico internacional de una compañía de telefonía móvil. «Ha subido el coste de la vida, la gasolina... El que tenía una hipoteca en divisa extranjera ha visto cómo el montante se duplicaba por el desplome de la corona, y de pagar unos 230.000 euros de media ha pasado a más de 400.000. Hay «corralito» y, cuando sacas un billete de avión, solo te permiten retirar de tu cuenta el equivalente a unos 2.000 euros. Yo pago más impuestos, pero no hice locuras. Soy de la vieja escuela y no me entrampé. Y conservo mi trabajo. Pero mucha gente, sobre todo parejas jóvenes con hijos, lo está pasando mal.»

Y Mogensen reflexiona: «La vida era muy fácil y de repente dejó de serlo. Y la gente decidió no callarse. Pedir explicaciones a las élites. Dijimos basta. ¿Por qué tenemos que costear nosotros, los ciudadanos, las pérdidas de compañías privadas? Los negocios no se hacen así. Si mi empresa no puede pagar sus facturas, no le voy a pedir al vecino que lo haga. Yo no iba a las manifestaciones al principio, pero luego sí. Imagínese un día a 45.000 personas ante el Parlamento. ¡El 14 por ciento de la población islandesa se echó a la calle a protestar! No sé si es una revolución, pero sí que es el principio de algo. La gente descontenta pide cuentas a los gobiernos. Visto desde esa perspectiva, lo que está pasando en el norte de África o en Oriente Medio no es muy diferente, salvo que en Islandia no hay derramamiento de sangre. Vale, allí están enfrentándose a dictaduras. Pero quizá nuestro ejemplo haga pensar a los ciudadanos de otros países democráticos que no hay que conformarse, que las decisiones de los gobiernos deben ser más transparentes y que los de abajo tenemos derecho a decidir, sobre todo cuando está en juego el bienestar de las siguientes generaciones».

El doble referéndum del caso Icesave ha catalizado el descontento popular. Icesave era un banco que operaba por Internet y captó los ahorros de unos 400.000 extranjeros. Cuando se declaró en quiebra, el exprimer ministro británico Gordon Brown aplicó la ley antiterrorista para congelar las cuentas y garantizar los depósitos de sus súbditos, lo que hirió a los islandeses en su orgullo. Finalmente, el Reino Unido y Holanda pagaron a sus ahorradores... Y le pasaron la minuta al Gobierno de Islandia, que se resignó a asumir la «derrama»: 4.000 millones de euros a 15 años, más intereses (al 5,5 por ciento). A escote, tocaban a unos 45.000 euros por familia. El Parlamento acató la decisión, pero entonces saltó la sorpresa: el presidente, Ólafur Ragnar Grímsson, se negó a firmar la ley. Los islandeses pasaron por las urnas y decidieron apoyarlo. El Gobierno renegoció (37 años al 3,3 por ciento). Y otra vez Grímsson se plantó. Nuevo referéndum y nuevas calabazas.

El presidente tuvo un par de aliados inesperados. Martin Wolff, gurú económico del Financial Times, sentenció: «Los islandeses no están obligados, ni moral ni legalmente, a pagar esa deuda gigantesca que hipotecará a varias generaciones. La demanda del Gobierno inglés no es razonable. Los contribuyentes no deben ser utilizados como una póliza de seguros por los bancos. Y, además, muchos países se han negado históricamente a pagar su deuda, incluso los ingleses lo hicimos después de la Segunda Guerra Mundial». Y la juez Eva Joly, más que probable candidata francesa a las presidenciales de 2012, que asesoró en la investigación, clamó: «¡Luchen contra esta injusticia!».

Pero después del segundo «nei» («no») en las urnas, el país puede correr el riesgo de convertirse en un paria para los mercados. El Reino Unido ya ha anunciado que llevará a los tribunales a Islandia y las agencias de calificación amenazan con calificar su deuda externa como bono basura, lo cual es preocupante si se tiene en cuenta que supera el 300 por ciento del PIB (en España, donde ya las pasamos canutas con cada nueva subasta del Tesoro, ronda el 167 por ciento). Sin embargo, cuando el Gobierno nacionalizó los bancos en apuros, no devolvió ni una corona a los fondos extranjeros que se pillaron los dedos. Para entendernos, Islandia se declaró insolvente. ¿Le ha ido peor que a Grecia, Irlanda o Portugal, cuyas economías han sido rescatadas siguiendo las reglas de la ortodoxia financiera?

Pues no parece. Los indicadores apuntan a que lo peor de la recesión ha pasado. La economía crece por primera vez desde el fatídico otoño de 2008. Y la inflación ha caído en picado desde el espantoso 18 por ciento hasta un llevadero 2,3. La diferencia, en opinión del analista Aditya Chakrabortty, redactor jefe de The Guardian, es que en los países periféricos se ha preferido amansar a las fieras de los mercados antes que conservar los empleos de la gente; mientras que en Islandia ha sucedido al revés, se ha priorizado el trabajo antes que el pago de intereses. «Los islandeses han roto las reglas y se han salido con la suya», resume.

«No tan rápido», advierte Astdis Kristjándottir, que perdió su empleo como gerente de una empresa de alimentación. Con 59 años, no se arrugó. Con la indemnización por el despido y unos ahorros abrió una tienda en el centro de Reikiavik. «Era eso o emigrar, como otros 14.000 islandeses. Vendo ropa que hago yo misma. Soy una persona creativa. Asistí a un seminario de diseño de joyas y hago mis propias creaciones con turquesa, amatista y lava volcánica.» Precisamente la erupción del volcán Eyjafjalla, coincidiendo con el comienzo de la temporada turística, estropeó sus ventas. «Pero saldré adelante.» Astdis votó «no» en el referéndum. «Tengo cinco hijos y 19 nietos y no me da la gana de que ellos tengan que pagar por los errores de una banda de criminales. Si no los paramos, volverán a hacerlo.»

Eygló Svala Arnarsdótir, de 30 años, editora de cuatro revistas, votó «sí». «Estoy de acuerdo con que se persiga a los culpables. Pero en el referéndum se han mezclado dos asuntos diferentes. Icesave se ha convertido en una especie de hito histórico en el que ciudadanos del mundo se plantean negarse a compensar con sus impuestos a los inversores privados que han ido a la quiebra. Pero Icesave, en realidad, no va de eso. Un país debe cumplir con sus obligaciones, por mucho que nos jaleen desde el extranjero los que quieren convertir esto en una cruzada... Si el Reino Unido nos lleva a juicio y perdemos, seremos los islandeses los que debamos afrontar las consecuencias. No vendrá nadie de fuera a compartir nuestra carga», advierte. «Para muchos es una cuestión de orgullo. Y han seguido al presidente en una aventura que ha dividido al país. Se supone que no debería inmiscuirse en política, pero la Constitución es ambigua y lo convierte, de hecho, en la persona con mayor autoridad de Islandia.» Eygló es pesimista. «Creo que en cinco o diez años tendremos otra crisis, porque la mayoría de los islandeses piensan que no tienen ninguna responsabilidad y que todo fue culpa de unos cuantos banqueros, cuando lo cierto es que mucha gente vivía a todo trapo.»

También era partidario del «sí» Einar Gudmundsson, de 52 años, pescador de Grundarfjordur, un pueblo de 900 habitantes. «Es mejor llevarnos bien con los ingleses, que son nuestros mejores clientes.» Einar acaba de comprarse un barco pequeño. «Llevo navegando 25 años en grandes buques y las tripulaciones se han reducido con la crisis. Así que ahora seré mi propio jefe.» Einar tiene cinco hijos, dos estudiando en la universidad. Y no le ha ido mal con el hundimiento de la moneda. El euro pasó de cambiarse a 62 coronas en 2008 a las actuales 163. Una depreciación de doble filo: por un lado, los que se hipotecaron están con el agua al cuello. Por otra, una moneda barata hace competitivas las exportaciones. E Islandia ha pasado de lucrarse primero y arruinarse después con la magia de la ingeniería financiera a encomendarse a la economía real: ganadería, aluminio, agua embotellada, tecnología, energía geotermal, turismo... y, sobre todo, pesca. «Yo salgo a faenar por la mañana y, cuando pesco 800 kilos de bacalao, regreso a puerto. No puedo capturar más por ley. Ni puedo pasar más de 14 horas diarias embarcado. Pero es suficiente. Nuestro mar está lleno de peces. No hay días malos, a no ser que haya temporal. Luego lo vendo en la lonja. Solo pueden acudir mayoristas islandeses, que lo fletan en el primer vuelo a Inglaterra y se vende fresco en menos de 24 horas. Fish and chips. Los ingleses pagan en libras esterlinas. Y con el cambio los intermediarios se forran.»

Economía real... Es el nuevo mantra. «¿Qué tenemos en Islandia: peces, agua dulce suficiente para abastecer a 600 millones de personas, energías renovables y... una naturaleza que quita la respiración», explica Ymir Björvin Arthúrsson, de 37 años.

Ymir, licenciado en Filosofía y con un máster en Administración de Empresas, era promotor inmobiliario. «Construía apartamentos, tenía 45 empleados y casi un millar de contratistas, pero un día, mientras iba conduciendo, vi tantas grúas, todo lo que se estaba edificando por todas partes... Y supe que era imposible que se ocupasen todas esas casas. Así que vendí la empresa. Era el año 2006. Compré terrenos en Suecia y seguí en el negocio inmobiliario. Pero me quedé sin dinero cuando todavía estaba luchando con los arquitectos y los permisos. Y necesitaba cash flow rápido para pagar la comida de los niños, así que monté con mi novia una pequeña agencia de viajes», cuenta.

Ymir ya no lee la prensa local porque «dan ganas de suicidarse». Y desconfía de los políticos. «La gente está tan hastiada que eligió a un cómico como alcalde de Reikiavik. Un tipo que decía las cosas como son y nos dio esperanza. Ahora habla como un político profesional. Y eso es inquietante.» Quizá por ello voto «no».

«El argumento del "sí" es que de este modo podremos conseguir que los inversores extranjeros vuelvan a prestarnos dinero. ¿Pero para qué nos van a prestar un dinero que no podemos devolver? Se lo diré. Porque al final lo que quieren no es dinero, sino apropiarse de nuestros recursos: caladeros, manantiales, yacimientos...»

¿Y qué se cuece en la Islandia profunda? Anna Dóra Markúsdottir, de 45 años, es una mujer valiente, aunque los percances se suceden desde que se mudó a la granja que comparte con su esposo, Jón, y sus cuatro hijos, situada entre el monte Kirkjufell y el fiordo de Grundar, a tres horas de Reikiavik por carreteras que dejan atrás volcanes y glaciares, incluido un túnel submarino. Un incendio, un accidente de coche, un tejado que vuela un día de ventisca, un caballo que se encabrita y la atropella... «Yo no creo en esas cosas, pero esto es tierra de elfos...», me dice. Solo le falta añadir: «Y haberlos, haylos». Anna Dóra y su marido crían trotones caballos islandeses, una raza única en el mundo, además de ovejas y perros autóctonos. «Estamos entre los diez mejores criadores de caballos de Islandia, exportamos a otros países, pero con la crisis las ventas se pararon. Y ahora que por fin estamos volviendo a vender fuera, el dinero tarda meses en llegar, así que mi marido se ha embarcado.»

Mientras Jón pasa un mes en un buque de la flota bacaladera, navegando por el Atlántico norte frente a Groenlandia, Anna Dóra y sus tres hijos mayores se ocupan de la granja. Anna Dóra votó «no» en el segundo referéndum sobre Icesave, como la mayoría. Tampoco quiere que Islandia ingrese en la Unión Europea, otra vez como la mayoría y en contra de los deseos del Gobierno. «Nuestros caballos son muy frágiles y no sobrevivirían si se abren las fronteras y se permite la importación de otras razas.» Me invita a café y bizcocho y me enseña una página de Internet donde puede consultar su árbol genealógico desde el siglo X. Está emparentada con el presidente y con la cantante Björk. «Pero no es nada extraordinario. Somos muy poquitos.» Contemplo el paisaje desde la ventana de la cocina. «Aquello es la prisión de Kvíabryggja», me cuenta Anna Dóra, señalando unas edificaciones bajas al pie de la montaña. «Es una cárcel abierta. No tiene rejas. Los guardianes no llevan armas, solo un aerosol. Y los reclusos fabrican relojes.» «¿Y no se escapan?», pregunto ingenuamente. «¿Adónde van a ir?», responde. «Estamos en una isla en mitad de la nada.» Y sentencia: «Ojalá en esa cárcel acaben los que nos llevaron al desastre». Y otra vez habla por boca de la inmensa mayoría.

XL Semanal, 1228 (8-14 mayo 2011)

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