10/05/2012 a 11:23
Después de las recientes votaciones de Francia y Grecia, el panorama para continuar con el ajuste defendido por Merkel es, por decirlo de forma suave, muy sombrío. En Grecia los partidos más votados no pueden formar gobierno, la economía continúa desplomándose y ya son muchos los que asumen que el país dejará el euro. En Francia, Hollande promete poner un plan de crecimiento y reabrir la discusión acerca del pacto fiscal. Merkel y el establishment alemán se oponen a rediscutirlo y a nuevos programas financiados con deuda. Así, mientras Hollande afirma que va a impulsar menos austeridad y más crecimiento, los alemanes insisten en que deben crearse las condiciones para que las empresas inviertan. En muchos países, además, crecen los partidos más radicalizados a izquierda y derecha, y varios ganan apoyo con la propuesta de volver a las monedas nacionales. Es España, el flamante gobierno de la derecha ya empieza a perder apoyo, y enfrenta protestas y huelgas obreras. Es evidente que la crisis económica y política está agravándose hora a hora. El objetivo de esta nota es presentar algunas reflexiones sobre la crisis del euro, y las diferencias en torno a la política económica, que dividen a buena parte de la clase dominante (ver también aquí y aquí).
Dos respuestas frente a la crisis
La actual crisis política europea está determinada, en lo fundamental, por la división que existe en la propia clase capitalista acerca de las políticas para enfrentar a la crisis. Recordemos que, en esencia, toda crisis es una desvalorización masiva de los capitales; una “revolución de los valores” (para usar la expresión de Marx). Por esta vía, las crisis “limpian” el camino para el restablecimiento de la tasa de rentabilidad de los capitales, y con ella, de la acumulación. Por eso, por lo general, la caída de los valores —de las acreencias financieras, y del capital físico— va acompañada de la caída de los salarios reales; del incremento de los ritmos de producción y el “ajuste” de la disciplina laboral; de la disminución de los beneficios sociales (salud, educación, pensiones); y del aumento de los ejércitos de reserva. Sin embargo, y a pesar de su generalidad, estas “revoluciones del valor” no tienen siempre la misma dinámica ni forma de desarrollarse. En este respecto —siguiendo una idea que subrayaron los regulacionistas— puede decirse que se han producido por dos vías fundamentales, la inflación o la deflación; y cuál de estas vías se tome puede ser motivo de tensiones y enfrentamientos importantes entre las clases o fracciones de clases. A grandes rasgos diremos que en la actual coyuntura, el ala deflacionista es encabezada por Alemania, en tanto sus opositores abarcan un amplio abanico, desde las fracciones que plantean volver a las monedas nacionales, hasta los que ponen en el centro la austeridad, pero admiten la necesidad de una mayor dosis de inflación y un ritmo más pausado en la reducción del gasto público. En el medio, encontramos un sinfín de matices. Esta diversidad es una expresión de la profundidad de las contradicciones que subyacen a la crisis del euro, así como de la desorientación que reina en la clase dominante, y del descontento de las masas trabajadoras y los pueblos frente a un sistema que solo les promete más sacrificios y más sufrimientos.
La crisis del euro
En anteriores notas hemos planteado que en la crisis del euro subyace una contradicción básica, la que hay entre la moneda única, y las pronunciadas diferencias que existen entre los espacios nacionales de valor, que se articulan en torno a diferencias, también muy pronunciadas, de la productividad del trabajo. Es que la moneda europea, en tanto encarnación del valor, no puede cortar su vínculo con el contenido del valor, los tiempos de trabajos socialmente necesarios. En otras palabras, no puede independizarse de las productividades relativas de los trabajos que se desarrollan en los espacios nacionales (productividades que a su vez están condicionadas por las tecnologías empleadas, y otros factores). En condiciones en que existen monedas nacionales, una moneda relativamente débil expresa, en última instancia, la debilidad relativa del desarrollo de las fuerzas productivas del espacio de valor en que sirve como equivalente.
Sin embargo, en la zona del euro, los espacios nacionales de productividades muy desiguales se unifican monetariamente. Esto es, el tipo de cambio entre Alemania y Grecia, por ejemplo, se expresa en una única moneda, el euro, a pesar de que las productividades relativas de ambas economías son muy distintas. Se trata de una contradicción que solo puede ser resuelta, o bien con la unificación política completa, o bien con ajustes “reales”, esto es, con modificaciones del tipo de cambio provocadas por la caída de los precios y salarios del país con menor productividad.
Esta contradicción, inherente al proyecto monetario europeo, fue sin embargo potenciada por la expansión del crédito y del capital financiero. La misma expansión del crédito recibió impulso con la creación del euro (al desaparecer el riesgo cambiario), y con ello también cobró fuerza el capital financiero. Frente a esto, las instituciones políticas europeas tienen posibilidades de respuesta muy limitadas, dado que los Estados y gobiernos siguen expresando intereses nacional centrados. De ahí que exista un conflicto político entre Estados (y sus políticas nacionales), con intereses muchas veces divergentes; y entre esos Estados, o gobiernos, y las instituciones europeas, más influenciadas por los capitales con intereses pan-europeos.
Es esa contradicción —subrayo, entre la moneda única y las diferencias nacionales de productividad del trabajo— la que explica por qué la crisis europea se ha manifestado como una aguda crisis de balanzas de pagos. Observemos que no es una crisis de balanza de pagos a nivel del área del euro, sino de países. La zona del euro tiene, de conjunto, un superávit en cuenta corriente equivalente al 2,9% del PBI (dato de febrero 2012). Pero Grecia padece (aun en plena depresión) un déficit equivalente al 5,1% del PBI, España al 2,9%, Italia al 2,7% y Francia al 2,1%. La contrapartida es el superávit alemán, del 4,9% (también de los Países Bajos, del 6,9% y Austria, del 2,7%). Sin embargo, los países con superávit no financian a los que tienen déficit; y estos últimos, sumidos en montañas de deudas y en la recesión, encuentran cada vez más difícil financiarse, amenazando con desbarrancar definitivamente al euro. Por este motivo las crisis financieras son indisociables de las crisis de balanzas de pagos. Más precisamente, se potencian al no existir posibilidad, al menos por ahora, de crisis cambiaria.
El caso de España
Para entender cómo se llega a esta situación, examinemos brevemente el caso de España (el caso griego lo hemos discutido aquí). Es que en España se combinó la debilidad de la inversión productiva con la expansión, en buena medida especulativa, fomentada por el crédito y la entrada en vigor del euro. Esto se debió a que en los 2000 el régimen de moneda única alentó la expansión del crédito, pero éste se volcó principalmente a la construcción de viviendas y al desarrollo inmobiliario. Ambos aumentaron entonces muy por encima de sus líneas de tendencia (los datos que siguen los tomamos del BIS y el FMI). En 2007, la construcción empleaba en España al 13% de la fuerza laboral empleada, contra un 10% una década antes (y ya era un promedio alto). También se expandió la intermediación financiera: entre 2004 y 2008 las actividades inmobiliarias explicaron el 22% del crecimiento del crédito al sector privado español, y las hipotecas inmobiliarias el 33%. A su vez, los balances de los bancos pasaron de representar el 2,6% del PBI entre 2000 y 2003, al 4% al momento del estallido de la crisis. De conjunto, el boom inversor en la construcción contribuyó por esos años en 0,5 puntos porcentuales al crecimiento del PBI. Esto significaba que gran parte del excedente (esto es, el plusvalor) se volcaba a la construcción inmobiliaria. La inversión en “ladrillos” fue una opción para muchos sectores de las clases medias y medias altas, que ya disponían de vivienda propia. Otra parte importante alimentó al sector intermediario y sus ganancias. Desde el punto de vista de la teoría del valor trabajo, esto significa aumento del gasto improductivo. Pero el gasto improductivo no puede crecer indefinidamente, ya que se alimenta de la plusvalía generada en la producción (al pasar, por esta razón es equivocado sostener que el capitalismo puede acumular a costa de expandir el gasto improductivo, o el capital ficticio, como piensa buena parte de la izquierda).
Como no podía ser de otra manera, a raíz de estas evoluciones los precios de la propiedad inmobiliaria se inflaron. Lo cual dio más alas al crédito y a la especulación: los inversores compraban viviendas con fines especulativos, en la esperanza de que los precios de los alquileres y de las viviendas siguieran subiendo, y pagaran las deudas. Sin embargo, la construcción de viviendas no mejora la competitividad general de la economía. Al mismo tiempo, el boom inmobiliario y crediticio alimentaban el consumo. Los precios aumentaron entonces por encima de la media europea; en la década que va hasta 2008, la tasa media de inflación anual de España fue del 3,2% contra el 2,2% del promedio de la zona del euro (la diferencia fue mayor aún con respecto a Alemania). En consecuencia, el tipo de cambio se apreció en términos reales, y creció el déficit de la cuenta corriente, y a una tasa cada vez mayor. En los 9 años que van de 2000 a 2008 el déficit promedio anual de la cuenta corriente de España representó el 6,2% del PBI; pero en 2007 y 2008 alcanzaba el 9,7% y 10%. El principal responsable de semejante déficit fue la balanza comercial. Era la expresión de que la inserción competitiva del capitalismo español en el mercado mundial (y en el europeo en particular) estaba lejos de ser exitosa. Debe recordarse, además, que déficits en cuenta corriente de aproximadamente el 5% del PBI desataron violentas crisis cambiarias y financieras en México, en 1994, o en Tailandia, en 1997. Señalemos también que Grecia y Portugal tuvieron porcentajes de déficit aún más altos que España.
El déficit de la cuenta corriente española fue financiado con deuda privada (el stock de deuda pública se mantuvo bajo), ya que los bancos se endeudaban para fondear sus créditos y el boom. La situación era cada vez más frágil, y el estallido de la crisis en EE UU precipitó el desenlace inevitable. El boom de la construcción inmobiliaria en España terminó en el reventón de la burbuja: los precios de las propiedades comenzaron a caer; las deudas hipotecarias superaron el valor de las viviendas y muchos deudores no pudieron pagar, ya sea porque dependían de la suba de los precios de las viviendas para cumplir sus compromisos, o porque iban al desempleo. Los bancos empezaron a mandar a pérdida muchos préstamos, y a ejecutar hipotecas. Pero con esto no se hacían de líquido, que es lo más vital en una crisis.
Naturalmente, la caída del sector que había sido más dinámico empujó al resto de la economía a la recesión abierta. La inversión se retrajo rápidamente. También el consumo, a raíz del aumento de la desocupación, y de la necesidad de los hogares de bajar sus niveles de deuda. Pero dada la caída del producto, a medida que la crisis se profundizó, aumentó el peso de las deudas. A mediados de 2011, la deuda a los bancos del sector inmobiliario equivalía la 30% del PBI; la deuda de la construcción al 10%. A fines de 2011, después de casi cuatro años de crisis, y con los precios en baja, había unas 700.000 viviendas sin vender. Por entonces se calculaba que el 26,3% de los hogares tenía deuda hipotecaria, y que la media de la relación deuda/ingreso era del 104,7% (datos del FMI y diversas notas de The Economist). Las empresas también estaban fuertemente endeudadas, y no solo las vinculadas a la construcción y lo inmobiliario. Excluyendo este último sector, la deuda corporativa española equivalía, también a mediados de 2011, al 143% del PBI. Los ratios deuda/flujo de caja y deuda/activos de las empresas españolas eran más altas que los promedios en Europa. Además, la posición inversora internacional neta de España se deterioró rápida y dramáticamente en el curso de pocos años. La posición inversora internacional neta es el resultado de la suma de activos menos pasivos. En estos momentos representa el 90% del PBI (a fines de 2008 todavía era 30%). Una parte muy importante está conformada por los pasivos de los bancos (inversiones de cartera del exterior). Esto explica la desconfianza de inversores internacionales; muchos bancos internacionales han estado reduciendo su exposición en España (y en otros países europeos en problemas). Pero esto agrava, inevitablemente, la situación de los bancos, y repercute en el resto de la economía.
Historias semejantes pueden contarse de Grecia, Irlanda y Portugal (en Italia, la deuda es principalmente pública). A pesar de las fuertes recesiones, o la depresión económica, se mantienen altos déficits de cuenta corriente, y también fiscales. El caso griego es tal vez el más grave: después de una caída del PBI superior al 15% desde que se inició la crisis, y de haber mandado a pérdida deuda soberana por unos 100.000 millones de dólares, Grecia hoy tiene un déficit público equivalente al 6,5% del PBI, y un stock de deuda que equivale a una vez y media el tamaño de su economía. Y para obtener financiamiento de las instituciones europeas, Grecia es obligada a apostar por el abismo de la deflación. Con las diferencias particulares, lo mismo le está sucediendo a España y a otros países en crisis. No es de extrañar que los pueblos se rebelen; aunque esta rebelión se exprese en el voto a variantes políticas que, en su gran mayoría, no cuestionan de alguna manera radical al sistema capitalista.
Ajuste sin fin, depresión y crisis financiera
La política deflacionista que ha impuesto Alemania está terminando en la auto-derrota. Es que con la recesión, cae la demanda; por lo tanto, aumenta el déficit fiscal (cae la recaudación, aumentan los pagos por desempleo y los subsidios a bancos y empresas); el aumento del déficit fiscal lleva al aumento de la tasa que debe pagar el gobierno para endeudarse. En el intento de bajar esa tasa, el gobierno lanza un programa de ajuste del gasto. Pero con esto restringe aún más la demanda y el producto, agravando entonces el déficit y las dificultades de financiamiento en toda la economía. En este marco, aumenta la preferencia por mantenerse líquido: las empresas y los hogares restringen los gastos de inversión y consumo, lo cual hunde más la demanda, y la ronda vuelve a empezar. Esta dinámica puede verse en el caso de Italia y su relación deuda/PBI. El gobierno italiano (conformado por “técnicos” y “expertos”) intenta bajar esa relación, pero al bajar el gasto, baja la demanda y el PBI, de manera que la relación no baja. Por lo cual, aumenta el interés que los inversores exigen por prestar a Italia; lo que lleva al aumento del déficit (al pasar, el presupuesto primario italiano es superavitario); y la ronda se realimenta. También en España: el gobierno se había comprometido este año a bajar el déficit desde el 8,5% del PBI (en 2011) al 4,4%. Esto hubiera supuesto un ajuste del gasto por 45.000 millones de euros, (esto es, una detracción importante en la demanda) en una economía que ya se está contrayendo. El gobierno dice entonces que no puede cumplir el objetivo, y lo “modera” al 5,3% de déficit. Pero es una caída del gasto de “solo” 29.000 millones de euros. En medio de la depresión, de la caída de la inversión privada y el aumento de la desocupación, el PBI entonces cae más todavía. En consecuencia, ahora tampoco se puede cumplir el objetivo de un déficit del 5,3% del PBI.
La misma dinámica puede verse por el lado de los bancos. Dada la caída del ingreso y de la demanda, provocada por la crisis, aumenta la cantidad de préstamos que los bancos no pueden recuperar. Por lo tanto, aumenta la necesidad de recapitalizar a los bancos y disminuir su apalancamiento (esta mecánica de los bancos la explico aquí). Una posibilidad entonces es que los bancos coloquen más acciones en los mercados; pero debido a los malos balances y a la desconfianza, los precios de las acciones bancarias están en niveles muy bajos. Por lo cual, tienen pocas posibilidades de capitalizarse vía los mercados bursátiles. La alternativa es reducir la exposición. Por eso, muchos bancos europeos se han estado deshaciendo de activos en otros países, y han repatriado fondos. Y también restringen el crédito, agravando las dificultades para el conjunto de la economía de la zona del euro. El FMI calcula que 58 grandes bancos de la zona del euro podrían reducir sus activos por un total de 2,6 billones de dólares, aproximadamente el 7% de sus activos totales. Aproximadamente un cuarto de esta reducción sería a través de la reducción de los préstamos. Lo cual equivale a reducir la oferta en la zona del euro en un 1,7% del crédito existente. Algunas consultoras sostienen que la reducción puede ser aún mayor, de hasta 3 billones de dólares. Si la crisis empeora, la cifra aumentará aún más.
Como no podía ser de otra manera, la difícil situación de los bancos agrava las dificultades fiscales y de fondeo del gobierno; y éstas, a su vez, empeoran la situación de los bancos. Para ilustrar lo primero, volvamos nuevamente a España. El Banco de España dice que hay 176.000 millones de euros (229.000 millones de dólares) de créditos inmobiliarios en mora y de activos ejecutados (que representan el 52% del total de la propiedad que está en los libros del sistema bancario). El ministro de finanzas sostiene que los bancos todavía deberían hacer provisiones por unos 50.000 millones de dólares. El gobierno ha estado comprando activos, pero si el Estado quisiera comprar los activos devaluados para salvar a los bancos, la suma equivaldría a más del 10% del PBI. De hecho, y según estimaciones de Barclay Capital, el Estado ya está expuesto a pérdidas potenciales por 40.000 millones de euros (The Economist, 7/01/12). La reciente caída de Bankia, el mayor banco del país, llevaría al gobierno a invertir entre 7.000 y 10.000 millones de euros para recapitalizarlo.
En este cuadro, los prestamistas exigen una tasa de interés cada vez más alta para comprar o mantener bonos emitidos por el Gobierno. Sin embargo, a medida que la tasa sube (y los precios de los bonos bajan), los activos de los bancos empeoran. Lo cual impulsa nuevos desapalancamientos de los bancos. Además de restringir el crédito, y achicar sus operaciones en el exterior, muchos bancos se desprenden de títulos. Pero de esta manera los precios siguen bajando, agravando las dificultades de financiamiento, no solo del Gobierno, sino también de los mismos bancos. Es que los bancos encuentran cada vez menos inversores dispuestos a fondearlos a tasas aceptables. De esta manera continúan agravándose las dificultades de financiamiento para el conjunto de la economía. Entre otras razones, porque los títulos públicos (los italianos, por ejemplo) se utilizan como colaterales para la obtención de créditos. Por eso, a medida que bajan los precios de los títulos, los prestamistas exigen mayores “recortes” (haircut, en la jerga) para prestar.
Naturalmente, la crisis de los bancos no solo se manifiesta por el lado de las desvalorizaciones de sus activos, sino también por la pérdida de depósitos. En este respecto, el caso de Grecia es paradigmático. Desde que se inició la crisis, y hasta fines de 2011, los bancos griegos perdieron la cuarta parte de sus depósitos. Para cubrir esta pérdida, los bancos se endeudaron por 43.000 millones de dólares con el Banco Central de Grecia, además de otros 73.000 millones con el BCE. Pero la oferta de crédito sigue restringida, porque los bancos reservan liquidez para afrontar la eventualidad de nuevos retiros de depósitos. A su vez, los prestamistas extranjeros exigen pagos en efectivo, lo cual agrava las condiciones del crédito (The Economist, 28/01/12). Una vez más, todo esto repercute en más caídas de la demanda. En estas condiciones, el BCE europeo compra bonos del gobierno griego (a fines de 2011 lo había hecho por unos 40.000 millones de euros), pero la economía no reacciona.
Con diferentes variantes cada crisis nacional alimenta al resto, y todas se potencian. Así, la recesión se va agravando día a día. Las proyecciones (de abril) del FMI para 2012 es que el producto en la zona del euro se contraiga el 0,3%. Italia caería el 1,9%, España 1,8%, Grecia 4,7% y Portugal 3,3%. Además, Alemania y Francia, las economías más grandes, apenas crecerían el 0,5%. La tasa de desempleo para el conjunto de la zona del euro llegaba, en febrero de 2012, al 10,8%. En este marco, está muy cercana la perspectiva de una profunda depresión en Europa que termine arrastrando a la economía mundial. De ahí la desorientación, y las voces que piden ensayar otras políticas.
Inyecciones de liquidez que no solucionan el problema
La crisis europea no se desarrolla linealmente, sino tiene subas y bajas. Desde mediados de 2011 y hasta el final del año, se asistió a un fuerte agravamiento de la crisis. La crisis había atacado de lleno a Italia y España, y sus gobiernos tenían que pagar cada vez más tasa para endeudarse. Dadas las enormes cantidades de títulos en poder de los bancos, la caída de los precios de los bonos los afectaba directamente. A finales de septiembre de 2011, las autoridades europeas consideraban que 31 grandes bancos tenían un déficit de capitalización de conjunto por 84.700 millones de euros. Era el capital necesario para alcanzar un coeficiente de capital básico de nivel 1, que es del 9% de los activos ponderados por el riesgo. 65 grandes bancos debían cumplir esta exigencia. La situación fue tan grave, que a fines de noviembre los fondos monetarios de EE UU dejaron de prestar a los bancos europeos, quienes necesitaban dólares para sostener sus posiciones en EE UU. Recordemos que una manera de financiamiento de los bancos europeos es tomar préstamos en euros (a los que tienen acceso más fácil) y hacer un swap en dólares (una operación por la cual compran dólares y se aseguran que no haya riesgo cambiario). Lo importante es que el costo de estas operaciones swap para los bancos europeos llegó a estar, en noviembre de 2011, en un nivel más alto de lo que había estado en los días que siguieron a la quiebra de Lehman.
Ante el agravamiento de la crisis, el BCE inyectó masivamente liquidez. Para eso, anunció que aceptaría de los bancos un abanico de garantías más amplio; elevó la financiación a tres años para los bancos; rebajó el coeficiente de reservas obligatorias a la mitad (una reducción de unos 100.000 millones de euros en las reservas que los bancos debían mantener en el eurosistema). Además, la Reserva Federal, el Banco de Japón y el de Inglaterra, expandieron sus base monetarias. Y en diciembre el BCE bajó la tasa al 1%. Los bancos captaron esta abundante financiación a tres años, en una cifra equivalente al 80% de sus amortizaciones de deuda para el período 2012-14. Algunos aprovecharon para hacer un muy buen negocio a costa del erario público, comprando títulos gubernamentales que rendían el 5% o 6%, con fondos tomados del BCE al 1% (aunque la desconfianza es tan grande, que muchos no se metieron en esta bicicleta: una caída del valor de los bonos puede llevar a un banco que ya tiene problemas de capitalización al quiebre definitivo).
Como sea, paulatinamente, y a partir de estas medidas, los inversores retornaron a los mercados de deuda desde principios de 2012. Los fondos de inversión en activos monetarios de EEUU también aumentaron sus posiciones en enero, frente a los bancos de la zona del euro. El precio de los swaps disminuyó y bajaron los rendimientos de deuda soberana española, italiana e irlandesa, así como los spreads de los CDS (una especie de seguro) de los bonos soberanos.
Pero son parches que bajan momentáneamente la fiebre. Los problemas de fondo, que derivan de la acumulación del capital, siguen presentes. En este respecto, es necesario superar las visiones que asignan propiedades mágicas al crédito y a las finanzas. La clave de la salida de las crisis siempre pasa por la decisión de gasto de los propietarios de la plusvalía. Si ésta no se revierte, la inyección de liquidez poco puede hacer. Los bancos que reciben las inyecciones monetarias pueden aliviar sus problemas de liquidez, al menos en lo inmediato, pero con esto no se reactiva la economía. El BCE (a igual que otros bancos centrales) expandió su base monetaria (billetes más las reservas mantenidas en los bancos centrales de la región) desde un equivalente al 10% del PBI, en 2008, a aproximadamente el 16% en la actualidad. Sin embargo, esto no implicó el aumento de los agregados monetarios que registran la oferta de crédito a empresarios y consumidores. De hecho, estos se contrajeron, a pesar del aumento de la base monetaria. En otras palabras, el banco central inyecta dinero en los bancos, pero éste vuelve al banco central en la forma de reservas de los bancos. Según un análisis realizado por The Wall Street Journal (en La Nación, 7/05/12), a fines de marzo 10 de los mayores bandos de Europa habían guardado en total cerca de 1,2 millones de dólares de efectivo en bancos centrales de todo el mundo; un incremento del 12% desde diciembre de 2011, y del 66% desde finales de 2010. Es lo que Keynes llamaba “preferencia por la liquidez”, y Marx “atesoramiento”. Como se recordará, el principio de la crítica de Marx a la ley de Say (esto es, a la estúpida idea de que toda oferta genera su demanda correspondiente), se basa en la simple posibilidad de que haya atesoramiento generalizado. Lo cual es sinónimo de posibilidad de crisis.
Alternativas desde el establishment
Como lo demuestra toda la experiencia histórica, las crisis conllevan gigantescas desvalorizaciones de capital que operan a través de las quiebras de empresas, financieras y no financieras, el hundimiento de los precios de los activos financieros, la caída de los precios de las mercancías que no se venden en los mercados saturados, y los defaults de Estados o grandes empresas. En otra nota (aquí) he tratado de explicar que los defaults no significan la quiebra del sistema capitalista, como a veces se tiende a pensar en la izquierda, sino son vías por las que operan estas revoluciones del valor. Lo que se discute ahora en los medios, en los gobiernos e instituciones económicas, es de qué manera se puede limitar (en alcance y profundidad) esta desvalorización. Y también si puede evitarse una deflación que amenaza terminar en una depresión mundial de proporciones. El crecimiento electoral de las corrientes nacionalistas que plantean, en varios países europeos, la salida del euro, está haciendo sonar una voz de alarma. De hecho, nadie sabe a ciencia cierta cuáles serían las consecuencias de que Grecia, por caso, decidiera volver a su vieja moneda. Escenarios igualmente dramáticos se abrirían si España o Italia van al default; y la situación en otros países se está deteriorando. El peligro de defaults en cadena de bancos y gobiernos es muy real.
Ante este panorama, la propuesta más escuchada es estimular el crecimiento mediante inyecciones fiscales, principalmente; y monetarias. La idea es apostar al multiplicador, al estilo de lo que explican los cursos de macroeconomía en las carreras de grado de las facultades de económicas. Paul Krugman es el vocero más conocido de esta salida. ¿Por qué no se aplica lo que se enseña?, se pregunta una y otra vez. La objeción que le presentan los críticos es que las inyecciones fiscales demandan fondos, y éstos no están. Además, sigue el razonamiento, si no se restaura la confianza, la inversión seguirá estando ausente. Krugman responde que en la medida en que siga cayendo la demanda, la confianza seguirá faltando a la cita, y las cosas empeorarán.
La realidad es que las fracciones que demandan un cambio de política, no se oponen a que se profundicen las medidas de “ajuste estructural”, tales como la flexibilización de leyes laborales, el debilitamiento de los sindicatos, el aumento de la edad de jubilación. Lo que demandan es que se otorguen plazos más largos para la reducción del gasto fiscal, y que las medidas del ajuste sean acompañadas de una mayor expansión monetaria, a cargo del BCE. Al argumento alemán, que agita el peligro de la inflación, los críticos responden que la misma puede ser beneficiosa: por un lado, porque induciría a un debilitamiento del euro, lo que equivale a una devaluación y a la mejora de la competitividad de los países con mayores problemas. Naturalmente, se trata de una mejora obtenida a costa del salario, pero evita la vía deflacionaria. Además, permitiría dar más tiempo al desapalancamiento de los bancos, y licuaría las deudas nominadas en euros (aunque la contrapartida es el aumento del peso de las deudas nominadas en dólares u otras monedas). Permitiría también financiar mayores estímulos fiscales. Por supuesto, las inyecciones de gasto fiscal solo tendrían éxito en la medida en que la salida del escenario deflacionario llevara a las empresas a aumentar la inversión. La inyección fiscal, por sí misma, no reactiva a la economía. En la sociedad capitalista, la clave pasa por que el gasto privado (principalmente la inversión y el consumo de los que viven de la plusvalía) se reactiven.
De hecho, este programa de “austeridad más crecimiento” lo defienden muchos economistas y políticos del establishment. El propio FMI sugiere algunas de estas medidas. Otra propuesta que ha ganado predicamento es avanzar hacia una mayor unidad europea para el financiamiento de los países en problemas. Se sugiere que el BCE emita euro-bonos, lo que alejaría el peligro de default. Sin embargo, el gobierno alemán se niega, al menos por ahora. Entre otras razones, puede estar el temor de que el euro pierda fuerza, como moneda de reserva internacional, frente al dólar. Se ha anotado, por caso, que entre 2009 y 2011 ha habido una baja de unos dos puntos porcentuales (del 29% al 25,7%) en el uso del euro como reserva por parte de los bancos centrales. Políticamente, parece haber bastante rechazo en Alemania a que se destinen fondos a salvar a otros gobierno o bancos europeos no germanos. Avanzar hacia una unidad fiscal completa exigiría superar las actuales divisiones nacionales, algo que por ahora es lejano.
Muchos piden también que Alemania estimule su consumo, a fin de absorber exportaciones de sus socios europeos. Pero el gobierno de Merkel tampoco cede en esto, En tanto, continúa la crisis de los países más débiles, confrontados a una demanda mundial muy debilitada. Sin embargo, esta política alemana puede desembocar en la salida del euro de algunos de los que tienen más problemas (los griegos en primer lugar); o en un default de España o Italia. Esto tendría consecuencias muy serias para la economía alemana.
Por debajo de estas tensiones existe, sin embargo, un acuerdo bastante generalizado en que las medidas “estructurales” deben llevarse a cabo. Es necesario tener presente que la propuesta de renegociar los plazos del ajuste fiscal, es considerada lógica por buena parte de la “ortodoxia”. No hay aquí un enfrentamiento (a nivel de la clase dominante) entre una “derecha recalcitrante” y una “izquierda que quiere una salida favorable a los pueblos”. Lo que se discute es qué camino tiene menos costos para el capital, y pueda ser tolerado, de alguna manera, por los pueblos. De ahí que se estén explorando alternativas. Por caso, Bloomberg informa (9/05/12) que funcionarios del gobierno de Merkel entraron en contacto con el equipo de Hollande, y que está tomando forma un nuevo compromiso para la política fiscal. La intención sería aumentar el capital del Banco Europeo de Inversiones y emitir bonos garantizados de forma conjunta, para financiar nueva inversión en infraestructura.
En este panorama, se incorpora la posible salida griega del euro. En los últimos tiempos muchos bancos internacionales se deshicieron de bonos griegos, y parte de las pérdidas ya fueron absorbidas. Por lo tanto, el riesgo parece estar hoy más circunscripto a Grecia. Pero nadie está seguro de las repercusiones que tendría este episodio, ni tampoco hasta qué punto no podría inducir a otros a seguir este camino.
Inyecciones, crisis y desvalorización del capital
Como hemos argumentado, los estímulos monetarios y fiscales pueden aliviar problemas de liquidez, pero no constituyen soluciones de fondo. Un ejemplo es Japón. Desde hace más de una década, las tasas de interés están cerca de cero; en ese lapso, el Banco de Japón compró bonos del gobierno y de las empresas, y todo otro tipo de papeles. Estas medidas impidieron que la deflación fuera más pronunciada, pero no sacaron a la economía nipona del estancamiento. Con los créditos bancarios se continuaron sosteniendo empresas inviables, o de rentabilidad cercana a cero (zombies, como se las conoce). Los bancos, por su parte, mantienen estos créditos en sus balances, cuando deberían reconocerse como pérdidas; de esta manera cumplen con las reglamentaciones de Basilea en cuanto a capitalización, aunque se trata de puro capital ficticio. A su vez, aumenta el pasivo del gobierno, pasivo que se origina al sostener los balances de los bancos que sostienen a las empresas zombies (Caballero, Hoshi y Kashyap, 2008). Se ve entonces que la salida de la crisis no viene simplemente por aplicar la receta de los manuales de Macro (inyecciones de gasto y dinero), como piensa, un poco ingenuamente, Krugman. De forma ineludible, en Japón, como en cualquier otro país, la crisis se cobrará su precio en términos de empleos perdidos, de aumento de la miseria y empeoramiento de las condiciones de vida de la gente; así como de capitales que seguirán yendo a la quiebra. Y en el caso de Europa, existen muchas probabilidades de que ocurra un episodio “mayor” —¿salida de Grecia del euro? ¿default de España? ¿de Italia?— que podría arrastrar al mundo capitalista a un abismo de proporciones similares a lo que se vivió en la Gran Depresión de los 30.
Texto citado:
Caballero, R.; T. Hoshi, A. Kashyap (2008) “Zombie Lending and Depressed Restructuring in Japan”, American Economic Review, vol. 98, pp. 1943-1977.
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