Malasaña (en pruebas). Bitácora de Jesús Gómez Gutiérrez
Es una perogrullada monumental; me refiero a decir que los cien mil millones de euros de Bruselas, con sus intereses y su efecto sobre la deuda pública y el propio crecimiento del país, corren a cuenta de los ciudadanos. Pero será mejor que nos vayamos preparando para la siguiente perogrullada monumental, todavía ausente de las portadas de los periódicos: que esos cien mil millones de euros y su etcétera sólo son el principio de una historia larga que terminará con algún tipo de quita o de sucesiones de quitas, después de las refinanciaciones de rigor y de habernos sacado hasta el último céntimo.
Entre tanto, para comprender mejor la involución de la UE y las intenciones de sus dirigentes, deberíamos volver al trato que recibió la deuda alemana en 1953, durante el viejo y ya olvidado Acuerdo de Londres. Además de reducir su deuda externa hasta un 75%, entre otras facilidades que hoy se niegan a España, Grecia, Portugal e Italia como antes se negaron a América Latina, se fijó el pago de la deuda en función de la capacidad de la economía alemana para crecer. En resumen, sólo pagaba lo que pudiera pagar sin poner en peligro la reconstrucción del país.
Sesenta años más tarde, la UE aplica criterios a nuestros países que implican la destrucción de nuestras economías y la condena a la pobreza de gran parte de la población. Naturalmente, no somos Alemania. Y se equivoca quien crea que el objetivo se reduce a financiar la economía alemana. Estamos en una crisis sistémica. Terminado el bluf del crédito, atacan los eslabones débiles para arrastrarnos a todos hacia el mundo anterior a la IIGM, es decir, hacia un mundo sin derechos sociales, sin reparto de riqueza y sin control democrático de los procesos económicos que rigen nuestras vidas.
Quizás ha llegado el momento de recordar un concepto tan olvidado como el Acuerdo de Londres, el de «deuda ilegítima». La responsabilidad de nuestra élite es obvia; esto es lo que había tras la farsa de la transición. Pero los españoles no hemos contraído esa deuda, que es de origen privado, ni somos los capitales alemanes, franceses, británicos y estadounidenses que inflaron la burbuja inmobiliaria. Sólo somos culpables de diferir a Thoreau: «Existen leyes injustas. ¿Nos contentaremos con obedecerlas? ¿Nos esforzaremos en enmendarlas, obedeciéndolas mientras tanto? ¿O las transgredimos de una vez? Si la injusticia requiere de tu colaboración, rompe la ley. Sé una contrafricción para detener la máquina».
Madrid, junio.
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