Por MARIO BUNGE
PARA qué estudian casi todos los
estudiantes? ¿Para aprender? No. Estudian para pasar exámenes. Y una vez que
los han pasado hacen lo posible por olvidar lo antes posible lo que han
aprendido.
Al fin y al cabo, estudian por
obligación, no por vocación. ¿Y a quién le interesa recordar información ajena
a sus intereses y que no ha requerido más esfuerzo que el de memorizar, acaso
sin entender, y seguramente sin profundizar?
Pues de memorizar se trata en los
exámenes corrientes. Esta práctica proviene de la escuela autoritaria, en
particular religiosa, donde el saber estaba encerrado en textos canónicos que
había que leer y recordar.
(Es verdad que en las grandes
universidades medievales, tales como las de Bolonia, Padua, Oxford o París, se
estimulaba la discusión. Pero toda discusión debía versar sobre asuntos
conocidos y debía ceñirse a las Sagradas Escrituras. La meta de la discusión
era afinar los argumentos en favor de la doctrina oficial. Se practicaba la
razón pero se la sometía a la fe. La de los escolásticos era una razón
enjaulada.)
Fábricas de diplomas
Hay especialistas en pasar exámenes
y otros en enseñar a pasar exámenes. Ni unos ni otros llegan a destacarse en
las disciplinas que aprenden o enseñan, porque nada se aprende bien si no se
pone curiosidad, chispa y pasión.
No en vano la corteza cerebral,
órgano del conocimiento, está conectada con el órgano límbico, órgano de la
emoción, así como con el sistema endocrino, que fabrica algunos de los
neurotransmisores. El régimen escolar estándar es ridículo. Hace que las
escuelas no sean centros de aprendizaje sino fábricas de diplomas. Los
profesores suministran sin ganas píldoras que apenas alimentan. Los alumnos las
tragan sin dejarles rastros perdurables.
Experiencias que deberían ser
estimulantes, las de preguntar y redescubrir, se han convertido en una rutina.
Un recuerdo que debería ser placentero suele ser penoso.
El remedio está a la vista: si el
mal radica en los exámenes, se los elimina. Yo no he tomado exámenes desde que
me expatrié en 1963, pese a que no he dejado de enseñar desde entonces. ¿Cómo
me las he arreglado? Quien siga leyendo lo sabrá.
Cuando enseñaba física en Argentina
y en los Estados Unidos, hacía resolver problemas en el pizarrón. El examen
final era a libro abierto. O sea, los estudiantes resolvían problemas con ayuda
de todos los libros que quisieran. De este modo, quien había estudiado durante
el año (o cuatrimestre) pasaba con seguridad.
Cuando enseñé filosofía en Buenos
Aires tomaba microexámenes semanales. Estos consistían en contestar por
escrito, a domicilio, un puñado de preguntas. Cada respuesta debía caber en una
tarjeta de fichero, de unos 13 centímetros de ancho por 20 de largo. Toda
pregunta se discutía en clase con anterioridad, de modo que los estudiantes ya
tenían alguna idea acerca de lo que se esperaba de ellos.
O sea, la clase magistral se había
convertido en seminario. Y, como es sabido, un seminario laico es un lugar
donde los participantes siembran y cosechan ideas. En cuanto al examen oral
final, era una farsa: el alumno hacía una exposición sobre un tema convenido de
antemano. Lo que le quedaba del curso era lo que había escrito en las tarjetas,
para lo cual había buscado información y pensado.
Mis clases de filosofía en Canadá
son seminarios que versan sobre problemas tratados en algunos libros y
artículos, así como sobre problemas nuevos que plantean los estudiantes o que
acabo de leer en publicaciones recientes.
Para aprobar el curso, los
estudiantes tienen que hacer una exposición oral y redactar una monografía
sobre un tema diferente del de la exposición. Cuando hay opiniones encontradas
y un número suficiente de interesados, la exposición oral se convierte en un
debate entre dos equipos. Por ejemplo, uno de los equipos defiende la tesis de
que la ciencia y la religión son compatibles, o que hay verdades universales, y
el otro defiende la tesis contraria. Al final intervienen los demás
estudiantes. Estos debates son siempre vivaces y concurridos. Enseñan el arte
civilizado de discutir racional y ordenadamente.
En cuanto a la monografía, se trata
de un trabajo, de unas 20 páginas dactilografiadas, sobre un tema propuesto por
el estudiante o sugerido por mí. Por ejemplo: examinar las semejanzas y
diferencias entre la ingeniería y la física, o entre la medicina y la biología;
analizar el concepto de verdad de hecho, por oposición al de verdad matemática;
analizar los méritos y las fallas del deontologismo y del utilitarismo;
averiguar si las ciencias presuponen la tesis de la realidad del mundo
exterior; determinar si la sociobiología humana es científica; analizar el
soporte empírico de la teoría de juegos; estudiar el problema de las leyes en
ciencias sociales.
Sobre cualquiera de estos y muchos
otros problemas se pueden escribir 20 páginas o 200. De hecho, al cabo de un
año un estudiante me presentó todo un libro que envié a una editorial
norteamericana, la que lo publicó. Se trata de What Is Wrong with Jung,
de Don McGowan (Buffalo, Prometheus Books).
Provocar el aprendizaje
Sea cual fuere el método de
evaluación que se elija, debería provocar aprendizaje y permitir al instructor
estimar la habilidad con que los estudiantes aprenden, en lugar de limitarse a
poner a prueba la memoria y el grado de sumisión. Las pruebas de competencia no
deberían ser sesiones de tortura sino oportunidades para informarse, pensar y
lucirse.
En conclusión, ¡abajo los exámenes!
(15/II/1999)
2 comentarios:
Para empezar al colegio se va por obligación no por gusto. Despues ¿Para que se va al instituto, a la universidad, etc....? ¿porque a uno le gusta aprender?, no, se va para conseguir una colocación, un titulo que te permita conseguir un buen trabajo (mejor si es de tu gusto) y un buen sueldo, para poder comer bien, tener un buen techo, poder vestirte con gusto, conseguir pareja, tener hijos, tener psicoanalista, hacer cursillos de tai chi, tener un buen coche, estar al dia en las nuevas tecnologias, unos gramitos de coca de vez en cuando, ser respetado....., en fin, para no tener que ser un pobre barrendero o un vulgar peón,(que curioso para esto también hay que pasar examenes)o peor aun: un parado borracho, vagabundo y perdedor.
Si quieres triunfar tienes que pasar examenes, y superarlos con nota alta (o en su defecto camelarte a un buen padrino).
El que de verdad quiere aprender no necesita pasar por esas chorradas, solo lee, investiga, se interesa, experimenta.....ni se somete a examenes ni va a ésos establos llamados universidades. También es verdad que probablemente se le coman los piojos, tenga que matarse a pajas y se muera de hambre.
¡Abajo los examenes! yo tambien lo suscribo, aunque mientras el mundo no cambie (y no creo que lo haga pronto) ya sabemos las consecuencias de esta negación, ¿estamos dispuestos a soportarlas?
Y lo más chocante es que para ser barrendero también hay que hacer exámenes. O que muchos con títulos académicos (o sea, que han aprobado sus exámenes) están también en el paro.
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