miércoles, 1 de enero de 2014

La abolición del trabajo



Nadie debería trabajar.

El trabajo es la fuente de casi toda la miseria en el mundo. Casi todos los males que puedas mencionar provienen del trabajo, o de vivir en un mundo diseñado para el trabajo. Para dejar de sufrir, tenemos que dejar de trabajar.

Esto no significa que tenemos que dejar de hacer cosas. Significa crear una nueva forma de vivir basada en el juego; en otras palabras, una convivencia lúdica, comensalismo, o tal vez incluso arte. El juego no es solo el de los niños, con todo y lo valioso que éste es. Pido una aventura colectiva en alegría generalizada y exhuberancia libre interdependiente. El juego no es pasivo. Sin duda necesitamos mucho más tiempo para la simple pereza y vagancia que el que tenemos ahora, sin importar los ingresos y ocupaciones, pero, una vez recobrados de la fatiga inducida por el trabajo, casi todos nosotros queremos actuar. El oblomovismo y el estajanovismo son dos lados de la misma moneda despreciada.

La vida lúdica es totalmente incompatible con la realidad existente. Peor para la «realidad», ese pozo gravitatorio que absorbe la vitalidad de lo poco en la vida que aún la distingue de la simple supervivencia. Curiosamente —o quizás no— todas las viejas ideologías son conservadoras porque creen en el trabajo. Algunas de ellas, como el marxismo y la mayoría de las ramas del anarquismo, creen en el trabajo aún más fieramente porque no creen en casi ninguna otra cosa.

Los liberales dicen que deberíamos acabar con la discriminación en los empleos. Yo digo que deberíamos acabar con los empleos. Los conservadores apoyan leyes del derecho-a-trabajar. Siguiendo al yerno descarriado de Karl Marx, Paul Lafargue, yo apoyo el derecho a ser flojo. Los izquierdistas favorecen el empleo total. Como los surrealistas —excepto que yo no bromeo— favorezco el desempleo total. Los trotskistas agitan por una revolución permanente. Yo agito por un festejo permanente. Pero si todos los ideólogos defienden el trabajo (y lo hacen) —y no sólo porque planean hacer que otras personas hagan el suyo— son extrañamente renuentes a admitirlo. Hablan interminablemente acerca de salarios, horas, condiciones de trabajo, explotación, productividad, rentabilidad. Hablarán alegremente sobre todo menos del trabajo en sí mismo. Estos expertos que se ofrecen a pensar por nosotros raramente comparten sus ideas sobre el trabajo, pese a su importancia en nuestras vidas. Discuten entre ellos sobre los detalles. Los sindicatos y los patronos concuerdan en que deberíamos vender el tiempo de nuestras vidas a cambio de la supervivencia, aunque regatean por el precio. Los marxistas piensan que deberíamos ser mandados por burócratas. Los anarco-capitalistas piensan que deberíamos ser mandados por empresarios. A los feministas no les importa cuál sea la forma de mandar, mientras sean mujeres quienes manden. Es claro que estos ideo-locos tienen serias diferencias acerca de cómo dividir el botín del poder. También es claro que ninguno de ellos tiene objeción alguna al poder en sí mismo, y todos ellos desean mantenernos trabajando.

Debes estar preguntándote si bromeo o hablo en serio. Pues bromeo y hablo en serio. Ser lúdico no es ser ridículo. El juego no tiene que ser frívolo, aunque la frivolidad no es trivialidad: con frecuencia debemos tomar en serio la frivolidad. Deseo que la vida sea un juego —pero un juego con apuestas altas—. Quiero jugar para ganar.

La alternativa a trabajar no es el ocio solamente. Ser lúdico no es ser estático. Aunque valoro el placer de la pereza, nunca es más satisfactoria que cuando sirve de intermedio entre otros placeres y pasatiempos. Tampoco promuevo esa válvula de seguridad disciplinada y gerenciada llamada «tiempo libre»; nada de eso. El tiempo libre es no trabajar por el bien del trabajo. El tiempo libre es tiempo gastado en recobrarse del trabajo, y en el frenético pero inútil intento de olvidarse del trabajo. Mucha gente regresa de sus vacaciones tan agotada que desean volver al trabajo para descansar. La diferencia principal entre el tiempo libre y el trabajo es que al menos te pagan por tu alienación y agotamiento.

No estoy jugando a las definiciones. Cuando digo que quiero abolir el trabajo, me refiero justo a lo que digo, pero quiero decir a lo que me refiero definiendo mis términos de formas no idiosincráticas. Mi definición mínima del trabajo es labor forzada, es decir, producción impuesta. Ámbos elementos son esenciales. El trabajo es producción impuesta por medios económicos o políticos, por la zanahoria o el látigo (la zanahoria es solo el látigo por otros medios). Pero no toda creación es trabajo. El trabajo nunca es hecho por amor al trabajo mismo, sino para obtener un producto o resultado que el trabajador (o, con más frecuencia, alguien más) recibe del mismo. Esto es lo que el trabajo debe ser. Definirlo es despreciarlo. Pero el trabajo es usualmente peor de lo que indica su definición. La dinámica de dominación contenida por el trabajo tiende a desarrollarse con el tiempo. En las sociedades avanzadas e infestadas de trabajo, incluyendo todas las sociedades industriales, capitalistas o «comunistas», el trabajo siempre adquiere otros atributos que lo hacen aún más nocivo.

Usualmente —y esto es aún más cierto en los países «comunistas» que en los capitalistas, donde el Estado es casi el único patrono y todos son empleados— el trabajo es asalariado, lo que significa venderte a tí mismo a plazos. Así que el 95% de los estadounidenses que trabajan, trabajan para alguien (o algo) más. En la URSS, Cuba, Yugoslavia o cualquier otro modelo alternativo que puedas mencionar, la cifra correspondiente se aproxima al 100%. Sólo los fortificados bastiones de campesinos del Tercer Mundo —México, India, Brasil, Turquía— albergan temporalmente concentraciones significativas de agricultores que perpetúan el acuerdo tradicional de la mayoría de los trabajadores en los últimos milenios: el pago de impuestos (rescate) al Estado o renta a los parasíticos terratenientes, a cambio de que les dejen en paz en todo lo demás. Incluso éste simple trato empieza a verse agradable. Todos los trabajadores industriales (y de oficina) se encuentran bajo el tipo de supervisión que asegura la servilidad.

Pero el trabajo moderno tiene peores implicaciones. La gente no solo trabaja, tienen «empleos». Una persona realiza una tarea productiva todo el tiempo «¡o si no...!». Aún si la tarea tiene aunque sea un átomo de interés intrínseco (y cada vez menos trabajos lo tienen) la monotonía de su obligatoriedad exclusiva elimina su potencial lúdico. Un «empleo» que podría atraer la energía de algunas personas, por un tiempo razonable, por pura diversión, es tan solo una carga para aquellos que tienen que hacerlo por cuarenta horas a la semana sin voz ni voto sobre cómo debería hacerse, para beneficio de propietarios que no contribuyen en nada al proyecto, y sin oportunidad de compartir las tareas o distribuir el trabajo entre aquellos que tienen que hacerlo. Este es el verdadero mundo del trabajo: Un mundo de estupidez burocrática, de acoso sexual y discriminación, de jefes cabeza hueca explotando y descargando la culpa sobre sus subordinados, quienes —según cualquier criterio técnico-racional— deberían estar dirigiendo todo. Pero el capitalismo en el mundo real sacrifica la maximización racional de la productividad y el beneficio ante las exigencias del control organizacional.

La degradación que experimentan la mayoría de los trabajadores es la suma de varias indignidades que pueden ser denominadas como «disciplina». Foucault ve este fenómeno de manera complicada, pero es muy simple. La disciplina consiste en la totalidad de los controles totalitarios en el lugar de trabajo —supervisión, movimientos repetitivos, ritmos de trabajo impuestos, cuotas de producción, marcar tarjeta, etcétera—. La disciplina es lo que la fábrica, la oficina y la tienda comparten con la cárcel, la escuela y el hospital psiquiátrico. Es algo históricamente nuevo y horrible. Va más allá de las capacidades de los dictadores demoníacos de antaño como Nerón y Gengis Khan e Iván el Terrible. Pese a sus malas intenciones, ellos no tenían la maquinaria para controlar a sus súbditos tan completamente como los déspotas modernos. La disciplina es el modo de control moderno, especialmente diabólico, es una irrupción novedosa que debe ser detenida a la primera oportunidad.

Eso es el «trabajo». El juego es todo lo contrario. El juego es siempre voluntario. Lo que de otro modo sería un juego, es trabajo si es forzado. Esto es axiomático. Bernie de Koven ha definido el juego como la «suspensión de las consecuencias». Esto es inaceptable si significa que el juego es inconsecuente. No es que el juego no tenga consecuencias. Eso sería rebajar al juego. El asunto es que las consecuencias, si las hay, son gratuitas. El jugar y el dar están estrechamente relacionados, son facetas conductuales y transaccionales del mismo impulso, el instinto-de-jugar. Ámbos comparten un desdén aristocrático hacia los resultados. El jugador recibe algo al jugar; es por eso que juega. Pero la recompensa principal es la experiencia de la actividad misma (cualquiera que sea). Algunos estudiosos del juego, normalmente atentos (como el Homo ludens de Johan Huizinga), lo definen como «seguir reglas». Respeto la erudicción de Huizinga pero rechazo enfáticamente sus restricciones. Existen buenos juegos (ajedrez, baseball, monopolio, bridge) que están regidos por reglas, pero hay mucho más en jugar que seguir reglas. La conversación, el sexo, el baile, los viajes —estas prácticas no siguen reglas, pero son juegos sin la menor duda—. Y es posible jugar con las reglas tanto como con cualquier otra cosa.

El trabajo hace de la libertad una burla. El discurso oficial dice que todos tenemos derechos y vivimos en una democracia. Otros desafortunados que no son libres como nosotros tienen que vivir en Estados policiales. Estas víctimas obedecen órdenes «¡o si no...!», sin importar cuán arbitrarias. Las autoridades les mantienen bajo supervisión constante. Los burócratas del Estado controlan hasta los detalles más pequeños de la vida diaria. Los oficiales que les empujan de un lado a otro solo responden ante sus superiores, públicos o privados. De cualquier modo, la disensión y la desobediencia son castigados. Los informantes reportan regularmente a las autoridades. Se supone que todo esto es muy malo.

Y lo es, excepto que no es sino una descripción del puesto de trabajo moderno. Los liberales y conservadores y anarco-capitalistas que lamentan el totalitarismo son falsos e hipócritas. Hay más libertad en cualquier dictadura moderadamente desestalinizada que en el típico puesto de trabajo estadounidense. Encuentras el mismo tipo de jerarquía y disciplina en una oficina o fábrica que en una cárcel o monasterio. De hecho, como Foucault y otros han mostrado, las cárceles y las fábricas surgieron casi al mismo tiempo, y sus operadores copiaron conscientemente las técnicas de control de unas y de otras. Un trabajador es un esclavo de medio tiempo. El jefe dice cuándo llegar, cuándo irse, y qué hacer entre los dos. Te dice cuánto trabajo hacer y qué tan rápido. Puede llevar su control hasta extremos humillantes, regulando, si le da la gana, las ropas que llevas o qué tan a menudo puedes ir al baño. Con unas pocas excepciones, puede despedirte por cualquier razón, o sin razón. Eres espiado por informantes y supervisores, amasa un expediente de cada empleado. Contestarle es llamado «insubordinación», como si el trabajador fuese un niño malo, y no solo hace que te despidan, te descalifica para compensación de desempleo. Sin aprobarlo necesariamente para ellos tampoco, hay que señalar que los niños en la casa y en la escuela reciben un tratamiento similar, en este caso justificado por su supuesta inmadurez. ¿Qué nos dice esto acerca de sus padres y maestros que trabajan?

El humillante sistema de dominación que he descrito rige sobre la mitad de las horas de vigilia de una mayoría de mujeres y la vasta mayoría de los hombres por décadas, por la mayor parte de sus vidas. Para ciertos propósitos, no es del todo erróneo llamar a nuestro sistema democracia o capitalismo o —mejor aún— industrialismo, pero sus verdaderos nombres son fascismo de fábrica y oligarquía de oficina. Quien diga que esta gente es «libre» es un mentiroso o un estúpido. Eres lo que haces. Si haces trabajo aburrido, estúpido y monótono, lo más probable es que tú mismo acabarás siendo aburrido, estúpido y monótono. El trabajo explica la creciente cretinización a nuestro alrededor mucho mejor que otros mecanismos idiotizantes como la televisión y la educación. Quienes viven marcando el paso todas sus vidas, llevados de la escuela al trabajo y enmarcados por la familia al comienzo y el asilo al final, están habituados a la jerarquía y esclavizados sicológicamente. Su aptitud para la autonomía se encuentra tan atrofiada, que su miedo a la libertad es una de sus pocas fobias con base racional. El entrenamiento de obediencia en el trabajo se traslada hacia las familias que ellos inician, reproduciendo así el sistema en más de una forma, y hacia la política, la cultura y todo lo demás. Una vez que absorbes la vitalidad de la gente en el trabajo, es probable que se sometan a la jerarquía y la experticia en todo. Están acostumbrados a ello.

Vivimos tan cerca del mundo del trabajo que no vemos lo que nos hace. Tenemos que basarnos en observadores externos de otros tiempos u otras culturas para apreciar el extremismo y la patología de nuestra posición presente. Hubo un tiempo en nuestro pasado en que la «ética del trabajo» hubiese sido incomprensible, y quizás Weber comprendió algo importante cuando conectó su aparición con una religión, el calvinismo, que si hubiese aparecido hoy, en vez de hace cuatro siglos, hubiese sido llamado acertadamente una secta. De cualquier forma, solo tenemos que usar la sabiduría de la antiguedad para poner el trabajo en perspectiva. Los antiguos veían el trabajo tal como era, y su punto de vista prevaleció, pese a los locos calvinistas, hasta que fué desterrado por el industrialismo —pero no ántes de ser promovido por sus profetas.

Imaginemos por un momento que el trabajo no convierte a la gente en sumisos atontados. Imaginemos, contra cualquier psicología creíble y contra la ideología de sus defensores, que no tiene efecto en la formación del carácter. E imaginemos que el trabajo no es tan aburrido, agotador y humillante como todos sabemos que realmente es. Aún así, el trabajo sigue siendo una burla de todas las aspiraciones democráticas y humanistas, solo porque usurpa tanto de nuestro tiempo. Sócrates dijo que los trabajadores manuales suelen ser malos amigos y malos ciudadanos, porque no tienen tiempo de cumplir con las responsabilidades de la amistad y la ciudadanía. Tenía razón. A causa del trabajo, sin importar lo que hagamos, nos la pasamos mirando los relojes. La única cosa «libre» sobre el llamado tiempo libre es que no le cuesta nada al jefe. El tiempo libre está dedicado en su mayoría a prepararse para ir al trabajo, ir al trabajo, regresar del trabajo, y recobrándose del trabajo. El tiempo libre es un eufemismo para la manera peculiar en que el trabajador, como factor de producción, no solo se transporta a sí mismo, a sus propias expensas, desde y hacia el puesto de trabajo, sino que además asume la responsabilidad por su propio mantenimiento y reparación. El carbón y el acero no hacen eso. Las máquinas fresadoras y las de escribir no hacen eso. Pero los empleados lo hacen. Con razón Edward G. Robinson, en una de sus películas de gangsters, exclamó «¡el trabajo es para los estúpidos!»

Platón y Jenofonte atribuyen a Sócrates, y obviamente comparten con él, una comprensión de los efectos destructivos del trabajo en el trabajador como ciudadano y como ser humano. Heródoto identificó el desprecio por el trabajo como un atributo de los griegos clásicos en la cumbre de su cultura. Cicerón dijo que «quien da su labor a cambio de dinero se vende a sí mismo, y se coloca al mismo nivel que los esclavos». Su candor es raro ahora, pero las sociedades primitivas contemporáneas a las que solemos ver con desprecio nos proveen de portavoces que han intrigado a los antropólogos de Occidente. Los Kapaku de Nueva Guinea Occidental, según Posposil, tienen una concepción de balance en la vida, y por ello trabajan un día y otro no; el día de descanso está destinado a «recobrar el poder y salud perdidos». Nuestros antepasados, incluso en el siglo XVIII, cuando ya habían recorrido la mayor parte del camino hacia nuestro actual predicamento, al menos sabían lo que nosotros hemos olvidado, el lado siniestro de la industrialización. Su devoción religiosa a «San Lunes» —con lo cual establecieron una semana laboral de facto de cinco días 150 a 200 años antes de su consagración legal— era la desesperación de los primeros propietarios de fábricas. Les tomó un largo tiempo someterse a la tiranía de la campana, predecesora del reloj. De hecho, se necesitó una generación o dos para reemplazar varones adultos con mujeres acostumbradas a la obediencia y niños que podían ser moldeados para ajustarse a las necesidades industriales. Incluso los campesinos explotados del Antiguo Régimen le sustraían un tiempo sustancial a su trabajo para el Señor. De acuerdo a Lafargue, un cuarto del calendario de los campesinos franceses estaba dedicado a domingos y días festivos, y las cifras de Chayánov sobre los poblados de la Rusia zarista —nada más lejos de una sociedad progresista— también muestra que un cuarto o quinto de los días de los campesinos se dedicaba al reposo. Controlando para la productividad, estamos obviamente muy por detrás de estas sociedades atrasadas. Los muzhíks explotados se preguntarían por qué cualquiera de nosotros se molesta siquiera en trabajar. También nosotros deberíamos.

Sin embargo, para captar completamente la enormidad de nuestro deterioro, consideremos la condición original de la humanidad, sin gobierno o propiedad, cuando vagábamos como cazadores-recolectores. Hobbes decía que la vida era violenta, brutal y breve. Otros asumen que la vida era una lucha desesperada y sin cuartel por la subsistencia, una guerra contra la naturaleza, con la muerte y el desastre esperando a los desafortunados o a cualquiera que no estuviese a la altura del desafío de la lucha por la existencia. En realidad, todo eso era una proyección de los miedos ante el colapso de la autoridad del gobierno sobre comunidades que no estaban acostumbradas a vivir sin él, como la Inglaterra de Hobbes durante la Guerra Civil. Los compatriotas de Hobbes ya habían encontrado formas de sociedad alternativas que ilustraban otras formas de vida —en América del Norte, en particular— pero incluso estas se hallaban demasiado lejos de su experiencia para ser comprensibles. (Las clases bajas, más cercanas a la condición de los indios, lo entendieron mejor y a menudo la encontraron atractiva. A lo largo del siglo diecisiete, muchos colonos ingleses desertaron para unirse a las tribus o, habiendo sido capturados en la guerra, se rehusaron a volver. Pero los indios no desertaban a las colonias inglesas, al igual que los alemanes nunca saltan el Muro de Berlín hacia el Este). La versión de la «supervivencia del más apto» —la versión de Thomas Huxley— del Darwinismo era más una crónica de las condiciones económicas de la Inglaterra victoriana que de la selección natural, como lo demostró el anarquista Kropotkin en su libro El Apoyo Mutuo, Un Factor de la Evolución. (Kropotkin era un científico —un geógrafo— que tuvo amplias oportunidades involuntariamente para hacer trabajo de campo mientras estaba exiliado en Siberia: sabía de lo que estaba hablando). Como la mayoría de las teorías sociales y políticas, las historias que Hobbes y sus sucesores contaban eran en realidad autobiografías.

El antropólogo Marshall Sahlins, examinando datos sobre cazadores-recolectores contemporáneos, deshizo el mito Hobbesiano en un artículo titulado «La Sociedad Afluente Original». Ellos trabajan mucho menos que nosotros, y su trabajo es difícil de distinguir de lo que llamamos juego. Sahlins concluyó que «los cazadores y recolectores trabajan menos que nosotros; y más que un trabajo continuo, la búsqueda de comida es intermitente, el tiempo libre es abundante, y pasan más tiempo durmiendo durante el día, por persona y año, que en cualquier otra condición de la sociedad». Trabajaban un promedio de cuatro horas por día, asumiendo que «trabajasen» en lo absoluto. Su «labor», tal como nos parece a nosotros, era una labor especializada que ejercía sus facultades intelectuales y físicas; el trabajo no calificado a gran escala, como dice Sahlins, es imposible excepto bajo el industrialismo. Por tanto, satisfacía la definición de juego según Friedrich Schiller, la única ocasión en que el hombre realiza su completa humanidad al dar completa expresión a ambos lados de su naturaleza: pensar y sentir. Como él decía: «El animal trabaja cuando es la privación lo que lo motiva, y juega cuando la plenitud de su fuerza es su motivador, cuando la vida superabundante es su propio estímulo para la actividad». (Una versión moderna —dudosamente mejorada— es la contraposición, hecha por Abraham Maslow, entre motivación por «deficiencia» y por «crecimiento»). El juego y la libertad son, en lo que se refiere a la producción, coextensivos. Aún Marx, quien pertenece (pese a sus buenas intenciones) al panteón productivista, observó que «el reino de la libertad no comienza hasta que se ha sobrepasado la necesidad de trabarar bajo la compulsión de la necesidad y la utilidad externa». Él nunca pudo llegar a identificar esta feliz circunstancia como lo que es, la abolición del trabajo —es más bien anómalo, después de todo, estar a favor de los trabajadores y en contra del trabajo— pero nosotros sí podemos.

El deseo de retroceder (o avanzar) hacia una vida sin trabajo es evidente en cada historia social o cultural seria de la Europa preindustrial, entre ellas la Inglaterra en Transición de M. Dorothy George y Cultura Popular A Comienzos de La Europa Moderna de Peter Burke. También es pertinente el ensayo de Daniel Bell, «El Trabajo y sus Descontentos», el primer texto, según creo, en referirse a la «rebelión contra el trabajo» con esas mismas palabras y, si hubiese sido comprendido, hubiese sido una importante corrección a la complacencia que suele asociarse con el volúmen en que fue incluído, El Fin de la Ideología. Ni sus críticos ni sus celebrantes han notado que la tesis sobre el fin-de-la-ideología de Bell no se refería al fin de la lucha social, sino el comienzo de una nueva fase, no restringida ni dirigida por ideologías. Fue Seymour Lipset (en El Hombre Político), no Bell, quien anunció al mismo tiempo que «los problemas fundamentales de la Revolución Industrial han sido resueltos», tan solo algunos años antes de que los descontentos post o meta-industriales entre los estudiantes universitarios hicieran a Lipset abandonar la universidad de Berkeley y buscar la tranquilidad relativa (y temporal) de Harvard.

Como indica Bell, Adam Smith en La Riqueza de las Naciones, pese a su entusiasmo por el mercado y la división del trabajo, estaba más alerta (y era más honesto) sobre el lado oscuro del trabajo, que Ayn Rand , los economistas de Chicago o cualquiera de los modernos seguidores de Smith. Como observó Smith: «el entendimiento de la mayoría de los hombres se forma necesariamente por sus ocupaciones habituales. El hombre que se pasa la vida efectuando unas cuantas operaciones simples... no tiene ocasión de ejercer su entendimiento... Por lo general se vuelve tan estúpido e ignorante como es posible que una criatura humana llegue a serlo.» He aquí, en pocas y simples palabras, mi crítica del trabajo. Bell, escribiendo en 1956, la Edad de Oro de la imbecilidad eisenhoweriana y autosatisfacción estadounidense, identificó la crisis desorganizada e inorganizable de los setenta y más allá, la crisis que ninguna tendencia política es capaz de canalizar, la crisis que fue identificada en el reporte de la HEW, El Trabajo en América, la crisis que no puede ser aprovechada y, por lo tanto, es ignorada. Esa crisis es la rebelión contra el trabajo. No figura en ningún texto de ningún economista del laisez-faire —Milton Friedman, Murray Rothbard, Richard Posner— porque, en sus términos, como solían decir en Viaje a las Estrellas, «no computa».

Si estas objeciones, formadas por el amor a la libertad, no convencen a los humanistas de tipo utilitario e incluso paternalista, existen otras que ellos no pueden despreciar. Para fusilarme el título de un libro: El trabajo es nocivo para tu salud. De hecho, el trabajo es asesinato en masa o genocidio. Directa o indirectamente, el trabajo matará a la mayoría de los que lean estas palabras. Entre 14.000 y 25.000 trabajadores mueren en este país anualmente en el lugar de trabajo. Más de dos millones quedan discapacitados. De veinte a veinticinco millones son heridos cada año. Y estas cifras se basan en una estimación muy conservadora acerca de qué constituye una herida relacionada con el trabajo. Por ejemplo, no cuentan el medio millón de casos de enfermedad ocupacional cada año. Hojeé un libro de texto médico sobre enfermedades ocupacionales y tenía 1.200 páginas. Incluso esto apenas es la punta del iceberg. Las estadísticas disponibles cuentan los casos obvios, como los 100.000 mineros que tienen el mal del pulmón negro, de quienes mueren 4.000 cada año, una tasa de mortalidad mucho mayor que la del SIDA, por ejemplo, que recibe tanta atención de los medios. Esto refleja la creencia sobreentendida de que el SIDA aflige a pervertidos que podrían controlar su depravación mientras que la extracción de carbón es una actividad sacrosanta e incuestionable. Lo que las estadísticas no muestran es que decenas de millones de personas ven reducidas sus expectativas de vida a causa del trabajo —que es lo que sigifica la palabra homicidio, después de todo—. Considera a los doctores que trabajan hasta morir a los cincuenta y tantos. Considera a todos los otros adictos al trabajo.

Aún si no quedas muerto o inválido mientras trabajas, también puedes morir mientras vas al trabajo, regresas del trabajo, buscas trabajo, o tratas de olvidarte del trabajo. La gran mayoría de las víctimas por accidentes de tránsito estaban realizando algunas de estas actividades obligadas por el trabajo, o cayeron víctimas de alguien que las hacía. A este conteo de cadáveres se debe añadir las víctimas de la contaminación auto-industrial y la adicción al alcohol y drogas inducida por el trabajo. Tanto el cáncer como las enfermedades cardíacas son aflicciones modernas cuyo orígen se puede rastrear, directa o indirectamente, hacia el trabajo.

El trabajo, entonces, institucionaliza el homicidio como forma de vida. La gente piensa que los camboyanos estaban locos al exterminarse a sí mismos, pero ¿somos nosotros diferentes? El régimen de Pol Pot al menos tenía una visión, aunque borrosa, de una sociedad igualitaria. Nosotros matamos a personas en el rango de las seis cifras (por lo menos) para vender Big Macs y Cadillacs a los que sobrevivan. Nuestras cuarenta o cincuenta mil muertes anuales en la autopista son víctimas, no mártires. Murieron por nada —o más bien, murieron por trabajar—. Pero el trabajo no es algo por lo que valga la pena morir.

Malas noticias para los liberales: el trasteo regulatorio es inútil en este contexto de vida-o-muerte. La Administración de Seguridad y Salud Ocupacional estaba diseñada para vigilar la parte central del problema, la seguridad en el puesto de trabajo. Incluso antes de que Reagan y la Corte Suprema la deshabilitasen, la ASSO era una farsa. Incluso en los tiempos en que el Presidente Carter le otorgaba fondos generosos (para la norma actual), un puesto de trabajo podía esperar una visita sorpresa de un inspector de la ASSO cada 46 años.

El control estatal de la economía no es solución. El trabajo es más peligroso en los países con socialismo de Estado de lo que lo es aquí. Miles de obreros rusos murieron o resultaron heridos construyendo el metro de Moscú. Existen montones de historias sobre desastres nucleares soviéticos encubiertos que hacen que Times Beach o Three Mile Island parezcan simulacros de ataque aéreo de escuela primaria. Por otro lado, la desregulación, de moda actualmente, no ayudará y probablemente hará más daño. Desde el punto de vista de la salud y la seguridad, el trabajo estaba en su peor momento en aquellos días cuando la economía se acercaba más al libre mercado.

Historiadores como Eugenio Genovese han argumentado contundentemente que —como decían los defensores de la esclavitud de antaño— los trabajadores asalariados en los Estados del Norte y en Europa vivían peor que los esclavos en las plantaciones del Sur. Ningún reajuste de las relaciones entre los burócratas y los empresarios parece hacer mucha diferencia a nivel de quienes hacen la producción. Si se impusieran seriamente incluso las normas más vagas de la ASSO, la economía se estancaría por completo. Los vigilantes aparentemente se percatan de ello, ya que ni siquiera intentan arrestar a los malechores.

Lo que he dicho hasta ahora no debería ser controversial. Muchos trabajadores están hartos del trabajo. Las tasas de ausentismo, despidos, robo y sabotaje por parte de empleados, huelgas ilegales, y flojera general en el trabajo son altas y van subiendo. Podría haber un movimiento hacia un rechazo consciente y no solo visceral del trabajo. Y sin embargo, el sentimiento prevalente, universal entre los patronos y sus agentes, y muy extendida entre los trabajadores mismos, es que el trabajo mismo es inevitable y necesario.

Yo discrepo. Ahora es posible abolir el trabajo y reemplazarlo, hasta donde sirve a propósitos útiles, con una multitud de nuevos tipos de actividades libres. Abolir el trabajo requiere ir hacia él desde dos direcciones, cuantitativa y cualitativamente. Por el lado cuantitativo, hemos de recortar masivamente la cantidad de trabajo que se hace. En la actualidad, la mayor parte del trabajo es inútil o peor, y deberíamos deshacernos de él. Por el lado cualitativo —y pienso que esta es la base del asunto, y el punto de partida nuevo y revolucionario— hemos de tomar el trabajo útil que queda y transformarlo en una agradable variedad de pasatiempos parecidos al juego y la artesanía, que no se puedan distinguir de otros pasatiempos placenteros, excepto que sucede que generan productos útiles. Sin duda eso no los hará menos estimulantes. Entonces, todas las barreras artificiales del poder y la propiedad se vendrían abajo. La creación se convertiría en recreación. Y podríamos dejar de vivir temerosos los unos de los otros.

No estoy sugiriendo que la mayoría del trabajo pueda salvarse de esta manera. Pero la mayoría del trabajo no vale la pena salvarlo. Solo una fracción pequeña y menguante del trabajo sirve para algún propósito útil, aparte de la defensa y reproducción del sistema del trabajo y sus apéndices políticos y legales. Hace veinte años, Paul y Percival Goodman estimaron que solo el cinco por ciento del trabajo que se hacía entonces —presuntamente la cifra, de ser exacta, es aún más baja ahora— bastaría para cubrir nuestras necesidades mínimas de comida, ropa, y techo. Su cálculo era solo una aproximación educada, pero el punto clave está claro: directa o indirectamente, la mayor parte del trabajo sirve los propósitos improductivos del comercio o el control social. De inmediato podemos liberar a decenas de millones de vendedores, soldados, gerentes, policías, guardias, publicistas y todos los que trabajan para ellos. Es un efecto de avalancha, puesto que cada vez que dejas sin trabajo a un pez gordo, también liberas a sus lacayos y subordinados. Y entonces la economía implota.

El cuarenta por ciento de la fuerza laboral son trabajadores de cuello blanco, la mayoría de los cuales tienen algunos de los empleos más tediosos e idiotas jamás concebidos. Industrias enteras, seguros y bancos y bienes raíces por ejemplo, no consisten en nada más que mover papeles inútiles de un lado a otro. No es accidente que el «sector terciario», el sector de servicios, esté creciendo mientras el «sector secundario» (industria) se atasca y el «sector primario» (agricultura) casi desaparece. Porque el trabajo es innecesario excepto para aquellos cuyo poder asegura, los trabajadores son desplazados desde ocupaciones relativamente útiles a relativamente inútiles, como una medida para asegurar el orden público. Cualquier cosa es mejor que nada. Es por eso que no puedes irte a casa solo porque terminaste temprano. Quieren tu tiempo, lo suficiente para que les pertenezcas, aún si no tienen uso para la mayor parte del mismo. De no ser así, ¿por qué la semana de trabajo promedio no ha disminuído más que unos cuantos minutos en los últimos cincuenta años?

A continuación, podemos aplicar el machete al trabajo de producción mismo. No más producción de guerra, energía nuclear, comida chatarra, desodorante de higiene femenina —y por sobre todo, no más industria automovilística digna de ese nombre—. Un Barco de Vapor Stanley o un automóvil Modelo-T ocasionales estaría bien, pero el auto-erotismo del cual dependen nidos de ratas como Detroit y Los Ángeles queda fuera del mapa. Con esto, sin haberlo siquiera intentado, hemos resuelto la crisis de energía, la crisis ambiental y un montón de otros problemas sociales insolubles.

Finalmente, debemos deshacernos de la mayor de las ocupaciones, la que tiene el horario más largo, el salario más bajo, y algunas de las tareas más tediosas. Me refiero a las amas de casa y el cuidado de niños. Al abolir el trabajo asalariado y alcanzar el desempleo total, atacamos la división sexual del trabajo. El núcleo familiar como lo conocemos es una adaptación inevitable a la división del trabajo impuesta por el moderno trabajo asalariado. Te guste o no, tal como han sido las cosas durante los últimos cien o doscientos años, es económicamente racional que el hombre traiga el pan a la casa y que la mujer haga el trabajo sucio y le provea de un refugio de paz en un mundo despiadado, y que los niños sean enviados a campos de concentración juveniles llamados «escuelas», principalmente para que no sean una carga tan grande para mamá pero aún sean mantenidos bajo control, pero también para que adquieran los hábitos de obediencia y puntualidad que tanto necesitan los trabajadores. Si deseas deshacerte de la patriarquía, deshazte del núcleo familiar cuyo «trabajo invisible» sin remuneración, como dice Ivan Illich, hace posible el sistema de trabajo que a su vez hace necesario el núcleo familiar. A la lucha anti-armas nucleares está ligada la abolición de la infancia y el cierre de las escuelas. Hay más estudiantes de tiempo completo que trabajadores de tiempo completo en este país. Necesitamos a los niños como maestros, no estudiantes. Tienen mucho que contribuir a la revolución lúdica, porque ellos son mejores en el juego que las personas maduras. Los adultos y los niños no son idénticos, pero se harán iguales a través de la interdependencia. Solo el juego puede cerrar la brecha generacional.

Aún no he mencionado siquiera la posibilidad de recortar el poco trabajo que aún queda por vía de la automatización y la cibernética. Todos los científicos, ingenieros y técnicos, liberados de molestarse en investigación de guerra y obsolecencia programada, se la pasarían en grande inventando medios para eliminar la fatiga, el tedio y el peligro de actividades como la minería. Sin duda hallarán otros proyectos en qué divertirse. Quizás establezcan redes globales de comunicaciones multimedia o colonicen el espacio exterior. Quizás. Personalmente, no soy fanático de los aparatos. No me interesa la idea de vivir en un paraíso donde solo haya que presionar botones. No quiero que robots esclavos hagan todo; quiero hacer las cosas yo mismo. Existe, creo, un lugar para las tecnologías que ahorran trabajo, pero un lugar modesto. El registro histórico y pre-histórico no es esperanzador. Cuando la tecnología productiva pasó de caza-recolección a la agricultura y a la industria, el trabajo se incrementó mientras la especialización y la autodeterminación disminuyeron. La evolución posterior del industrialismo ha acentuado lo que Harry Braverman llamó la degradación del trabajo. Los observadores inteligentes siempre han sido conscientes de esto. John Stuart Mill escribió que todos los inventos para ahorrar trabajo que se han creado no han ahorrado ni un momento de trabajo. Karl Marx escribió que «sería posible escribir una historia de los inventos hechos desde 1830 para el único propósito de proveer al capital con armas contra las revueltas de la clase obrera». Los tecnófilos entusiastas —Saint-Simon, Comte, Lenin, B.F. Skinner— han sido siempre completos autoritarios también; es decir, tecnócratas. Deberíamos ser más que escépticos con las promesas de los místicos de las computadoras. Ellos trabajan como mulas; lo más seguro es que, si se salen con la suya, también el resto de nosotros lo hará. Pero, si tienen alguna contribución particular más subordinada a los propósitos humanos, pues escuchémosles.

Lo que realmente deseo es ver el trabajo convertido en juego. Un primer paso es descartar las nociones de un «empleo» y una «ocupación». Incluso las actividades que ya tienen algún contenido lúdico lo pierden si se reducen a empleos que ciertas personas, y solo esas personas, se ven forzadas a hacer excluyendo cualquier otra cosa. ¿No es raro que los campesinos trabajen dolorosamente en los campos mientras sus amos van a casa cada fin de semana y se ponen a cuidar de sus jardines? Bajo un sistema de festejo permanente, presenciaremos una Edad de Oro de la creatividad que hará pasar vergüenza al Renacimiento. No habrá más empleos, solo cosas que hacer y gente que las haga.

El secreto de convertir el trabajo en juego, como demostró Charles Fourier, es acomodar las actividades útiles para tomar ventaja de lo que sea que diferentes personas disfrutan hacer en momentos diferentes. Para hacer posible que algunas personas hagan las cosas que disfrutan, bastará con erradicar las irracionalidades y distorsiones que afligen esas actividades cuando son convertidas en trabajo. Yo, por ejemplo, disfrutaría enseñando un poco (no demasiado), pero no quiero estudiantes que estén allí a la fuerza, y no me interesa adular a pedantes patéticos para obtener un profesorado.

Segundo, hay cosas que a la gente le gusta hacer de vez en cuando, pero no por demasiado tiempo, y ciertamente no todo el tiempo. Puedes disfrutar haciendo de niñera por algunas horas para compartir la compañía de los niños, pero no por tanto tiempo como sus padres. Los padres, mientras tanto, aprecian profundamente el tiempo que les liberas para sí mismos, aunque les molestaría apartarse de su progenie por mucho tiempo. Estas diferencias entre los individuos son lo que hace posible una vida de juego libre. El mismo principio se aplica a muchas otras áreas de actividad, especialmente las primarias. Así, muchos disfrutan cocinar cuando lo pueden hacer con seriedad, a su modo, pero no cuando solo están recargando cuerpos humanos con combustible para el trabajo.

Tercero —aún sin cambiar todo lo demás— algunas cosas que no son satisfactorias si las haces solo, o en un entorno desagradable, o bajo las órdenes de un supervisor, son agradables, al menos por un tiempo, si esas circunstancias cambian. Esto es cierto probablemente, hasta cierto punto, para todo trabajo. La gente utiliza su ingenio, de otro modo desperdiciado, para convertir las tareas repetitivas menos atrayentes en un juego, lo mejor que pueden. Las actividades que atraen a algunas personas no siempre atraen a todas, pero todo el mundo tiene, al menos en potencia, una variedad de intereses y un interés en la variedad. Como dice el dicho, «cualquier cosa, una vez». Fourier era el maestro en especular cómo a las inclinaciones aberrantes y perversas se les podría dar uso en la sociedad post-civilizada, que él llamaba Armonía. Pensaba que el Emperador Nerón pudo haber sido una buena persona si, de niño, hubiese podido complacer su gusto por la sangre trabajando en un matadero. Los niños pequeños a quienes les encanta revolcarse en la suciedad podrían ser organizados en «Pequeñas Hordas» para limpiar los sanitarios y recoger la basura, otorgando medallas a los que destaquen. No estoy sugiriendo que sigamos estos mismos ejemplos, sino que veamos el principio subyacente, el cual me parece que tiene sentido como una dimensión de una transformación revolucionaria general. Ten en mente que no se trata de tomar el trabajo de hoy tal como lo encontramos y asignarlo a la gente adecuada, ya que algunos de ellos tendrían que ser realmente perversos. Si la tecnología cumple un papel en todo esto, no es tanto para eliminar el trabajo automatizándolo, sino para abrir nuevos espacios para la re/creación. Hasta cierto punto podemos desear regresar a la fabricación a mano, que William Morris consideraba un resultado probable y deseable de una revolución comunista. El arte sería recuperado de las manos de esnobs y coleccionistas, abolido como departamento especializado sirviendo a una audiencia de élite, y sus cualidades de belleza y creación restauradas a la vida misma, de la cual fueron robadas por el trabajo. Da qué pensar el hecho de que las ánforas griegas a las que escribimos odas y guardamos en museos fuesen usadas en su tiempo para guardar aceite de olivo. Dudo que a nuestros artefactos cotidianos les vaya tan bien en el futuro, si es que hay uno. Lo que quiero decir es que no existe tal cosa como el progreso en el mundo del trabajo; más bien es lo opuesto. No deberíamos dudar en saquear el pasado por lo que tiene que ofrecer, los antiguos no pierden nada y nosotros nos enriquecemos.

Reinventar la vida cotidiana significa marchar más allá del borde de nuestros mapas. Es cierto que existe más especulación sugerente de lo que la mayoría de la gente se imagina. Aparte de Fourier y Morris —y hasta una pista, aquí y allá, en Marx— están los escritos de Kropotkin, los sindicalistas Pataud y Pouget, anarco-comunistas de antes (Berkman) y de ahora (Bookchin). La Communitas de los hermanos Goodman es ejemplar porque ilustra qué formas siguen a qué funciones (propósitos), y hay algo que sacar de los heraldos, a menudo borrosos, de la tecnología alternativa/apropiada/intermedia/convivencial, como Schumacher y especialmente Illich, una vez que desconectas sus cortinas de humo. Los situacionistas —tal como son representados por la Revolución de la Vida Cotidiana de Vaneigem y en la Antología de la Internacional Situacionista— son tan despiadadamente lúcidos como para ser estimulantes, aún si nunca llegaron a encajar bien su apoyo a las asociaciones de trabajadores con la abolición del trabajo. Sin embargo, es mejor su incongruencia que cualquier versión actual del izquierdismo, cuyos devotos buscan ser los últimos campeones del trabajo, porque si no hay trabajo no hay trabajadores, y sin trabajadores, ¿A quién organizaría la izquierda?

Así que los abolicionistas tendrían que actuar por su cuenta. Nadie puede decir qué resultaría de liberar el poder creativo aturdido por el trabajo. Cualquier cosa puede pasar. El gastado debate de libertad versus necesidad, que casi suena teológico, se resuelve solo cuando la producción de valores de uso coexista con el consumo de deliciosa actividad lúdica.

La vida se convertirá en un juego, o más bien muchos juegos, pero no —como es ahora— un juego de suma cero. Un encuentro sexual óptimo es el paradigma del juego productivo; los participantes se potencian los placeres el uno al otro, nadie cuenta los puntajes, y todos ganan. Cuanto más das, más recibes. En la vida lúdica, lo mejor del sexo se mezcla con la mejor parte de la vida diaria. El juego generalizado lleva a la libidinización de la vida. El sexo, en cambio, puede volverse menos urgente y desesperado, más juguetón. Si jugamos bien nuestras cartas, podemos sacar más de la vida de lo que metemos en ella; pero sólo si jugamos para ganar.

Nadie debería trabajar. Proletarios del mundo... ¡Descansen!

«El trabajo os hará libres.» (Entrada de Auschwitz.)

2 comentarios:

Javier Del Canto dijo...

joer con el anticomunista de los cojones, caló bien en el la propaganda de su país. El articulo es de los años 80. ¿Verdad?

De todas formas es muy interesante el articulo y una gran verdad, yo desde que vi el documental del obsolentismo programado hace ya unos años, también pienso que la mayoría de los trabajos son absolutamente inútiles, podríamos vivir la mayoría sin trabajar, ya que nuestra labor es inútil en realidad para la sociedad, la mayoría de los trabajos solo sirven para mantener el sistema.
Sin esos trabajos inútiles Sería como dice el hombre este. ¿Te imaginas la de gente que se dedicaría a investigar si no hubiera limitaciones ni obstáculos ni necesidad? No quiero pensar a donde podríamos llegar.

KRATES dijo...

El ensayo es de 1985, a este autor lo definen como 'anarquista' —yo ni digo que sí ni digo que no—, pero no le considero tampoco como anticomunista. Si entendemos el comunismo como sinónimo de un sistema igualitario en el que no hay jerarquías. Y, por ende, los regímenes del llamado «socialismo real», pues no lo eran, ya que tenían sus dirigentes, una estructura vertical y con clases sociales (el capitalista era sustituido por el burócrata, es otro tipo de capitalismo: capitalismo de Estado).


Por aquí ya pusimos algo antaño:
http://losdeabajoalaizquierda.blogspot.com.es/2013/07/contra-el-trabajo.html