El problema puede evolucionar hacia la partición de Ucrania o la neutralización
M. Á. BASTENIER
El problema de Ucrania se ha venido comúnmente presentando como un conflicto de civilizaciones. De un lado, la Santa Rusia, autoritaria, ortodoxa, paneslava, flanqueando a la cerca de mitad de ucranios de lengua rusa; y de otro, una segunda mitad que habla ucraniano, y se supone que se siente atraída por la Europa de los valores occidentales y democráticos. Escrutado el conflicto parece, sin embargo, mucho más de pura geopolítica y de ver quién se queda con más o menos Ucrania, el Este o el Oeste.
Con el presidente derrocado Víctor Yanukóvich refugiado en el país rusófono, y Kiev, legislando ya en nombre del nacionalismo ucraniano, cabe imaginar dos evoluciones principales. Algún tipo de partición, formal o de facto, que pondría la parte mayoritariamente rusófona del antiguo principado de Kiev bajo control de Moscú, y en especial la península de Crimea, que nunca dejó de ser rusa y es una gran base de la flota pos-soviética. Y la neutralización, como se hizo en tiempos del telón de acero con Austria y Finlandia, lo que permitiría el mantenimiento de la unidad del país. Esta última podría ser la solución preferida de las potencias, incluso de Rusia, que si habría salido perdiendo en su forcejeo con la UE y EE UU para llevarse Ucrania a su pacto euroasiático, habría evitado, sin embargo, que Kiev se convirtiera en un peón avanzado de la estrategia occidental, como un puñal que apunta al corazón de la gran potencia moscovita. Pero hay que contar, en cualquier previsión, con las pasiones de los dos nacionalismos, el ucraniano y el pan-eslavismo ruso.
Ucrania forma parte de Rusia desde 1654, y es tan importante para el imperio en reconstrucción del presidente Putin como Escocia para el Reino Unido (Timothy Garton-Ash) y no mucho menos que Cataluña para el resto de España. El nacionalismo ruso vería como traición histórica la europeización exprés de sus hermanos ucranios, y, aun más, habida cuenta de que, según la versión oficial de Moscú que Washington desmiente, Mijail Gorbachov se plegó a la unificación de Alemania a condición de que la OTAN no se extendiera hacia el Este. Lo contrario de lo ocurrido. Y el otro nacionalismo, el ucraniano, no tiene tanto que ver con los llamados valores europeos. Su formación política central es el partido Svoboda, con 38 escaños en el parlamento de Kiev, antiguamente Partido Nacional-Social de Ucrania, uno de cuyos gritos de guerra es «Gloria a la nación, muerte a sus enemigos», entre los que figuran destacadamente los comunistas, y la gran figura de su panteón histórico es Bandera, el líder del ejército pro-nazi de Ucrania en la II Guerra, que participó en los criminales pogromos contra los judíos.
¿Conflicto de valores? Menos que de pasiones nacionales y materialidades geopolíticas. El interrogante es: ¿qué Ucrania es la que sale de todo esto, y si son dos, cómo se reparten?
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