Portugal, nueve años después
Por GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
Por GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
Uno se pregunta qué fue de aquella pléyade de militares portugueses de alto rango que en abril de 1974 hicieron la jubilosa revolución de los claveles. La foto de una muchacha poniendo una flor en el cañón del fusil de un soldado amigo no sólo dio la vuelta al mundo por su belleza, sino que se impuso de inmediato como un símbolo de una vida nueva. Portugal era una fiesta. Nadie dormía, nadie tenía un horario de trabajo fijo, y el tiempo apenas si alcanzaba para celebrar la victoria sobre una de las dictaduras más antiguas y crueles del mundo, y para disfrutar, en plena calle y a voz en cuello, de la libertad recobrada. «Nadie puede entendernos mejor que ustedes», le dijo por aquellos tiempos un miembro del Consejo de la Revolución a un grupo de periodistas latinoamericanos. «Los europeos, aun los más comprensivos, tratan de interpretarnos con una óptica de país desarrollado y no encuentran cómo meternos a la fuerza dentro de sus esquemas». Por motivos históricos y geográficos, siendo uno de los países más pobres del mundo, pero con una posición estratégica esencial para las potencias occidentales, Portugal estaba obligada a sentarse a la mesa de los países más ricos de la Tierra, pero hablando un idioma nuevo que nadie entendía porque a nadie le convenía entenderlo, y con los fondillos remendados y los zapatos rotos, pero con la dignidad que le imponía el haber sido en otro tiempo el dueño casi absoluto de todos los mares.
La presión tremenda de ese drama se reflejaba en todos los aspectos de la vida portuguesa. Todo se había vuelto político. Desde la plaza del Rossio, en el corazón de Lisboa, hasta el rincón más remoto y olvidado de la provincia no había un centímetro de pared, ni un anuncio de carretera, ni el pedestal de una estatua que no tuviera pintado un letrero político. «Unidad sindical», pedían a brocha gorda los comunistas, mientras acusaban a los socialistas de querer dividir la clase obrera para dejarla a merced de la socialdemocracia europea. «Socialismo, sí; pero con libertades», decían sin más explicaciones los socialistas. «Fuera el ímperialismo capitalista y el socialimperialismo», decía un partido de extrema izquierda, cuyo radicalismo intransigente se confundía con la línea de candela de la provocación. «Viva Cristo Rey», gritaba la reacción católica. «El voto es el arma del pueblo», decían los liberales. Y los anarquistas, con su ingenio incansable, corregían en la pared de enfrente: «El arma es el voto del pueblo». De día, en medio del desorden alborozado, los militantes del Ejército de Salvación tocaban el trombón en la puerta de los grandes almacenes y fomentaban el pánico con sus diatribas pavorosas contra el alcohol y el sexo. Muy tarde en la noche, cuando el cansancio doblegaba por fin el activismo desaforado, la reacción hacía reventar bombas de alto poder y envenenaba al mundo con el rumor infame de que al hermoso e idílico Portugal de las canciones se lo había llevado el carajo.
En medio del estruendo ensordecedor, había una inteligencia distinta: el Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA), dirigido por una cosecha de oficiales jóvenes, y cuyo poder político, unido a su poder de fuego y a su popularidad inmensa, hacía de ellos mucho más que árbitros simples de la situación. Los pesimistas por la ruina de la economía nacional, decían con un gran desprecio: «Portugal no produce sino portugueses». Los dirigentes del MFA replicaban: «La mayor riqueza de un pueblo es su población». La mayoría de ellos eran antiguos universitarios reclutados por la dictadura como carne de cañón para las guerras coloníales. Trabajaban sin horarios, sin pausas, lo mismo en la Administración pública que en las campañas de politización de los campesinos. La democracia había empezado por los cuarteles: oficiales y soldados se tuteaban, dormían en el mismo cuarto y comían la misma comida en la misma mesa. Por primera vez en la historia de la humanidad las tropas tenían derecho a desobedecer una orden si sus oficiales no les decían para dónde iban y con qué propósito. La respuesta a todos los niveles era la misma: «Vamos para un socialismo inventado por nosotros mismos, de acuerdo con nuestras condiciones propias, independiente de todo centro internacional de poder y, al mismo tiempo, construido con imaginacíón y humanidad».
Lo que nos preguntábamos todos los periodistas asombrados que visitábamos Portugal por aquellos días era cómo los militares de una dictadura infame habían llegado a comprender que todo cambio era imposible sin una integración real con el pueblo, y cómo habían tomado conciencia de esa realidad. El proceso, en verdad, fue muy simple. Cuando la guerra se agudizó contra los movimientos de liberación de las colonias africanas —y en especial Angola y Mozambique—, los oficiales de la dictadura, que eran aristócratas de solemnidad, decidieron improvisar una oficialidad de clase media que sirviera de carne de cañón en los dominios sublevados. Para eso abrieron, en primer término, las puertas de la academia militar, donde se formaban los oficiales de carrera, y en segundo término, empezaron a reclutar universitarios para convertirlos en oficiales milicianos con el grado inmedíato de subtenientes. De modo que en el curso de pocos años cambió por completo la composición de la clase de los mandos medios. «Fue muy fácil», dijo un oficial a los periodistas, «que nuestra promoción, con una edad promedio de 28 años, sufriera una transformación ideológica en el sentido de las aspiraciones populares». Otro oficial decía: «Nuestra conciencia se formó en las largas noches de reflexión en los campamentos de África, conversando con los soldados, que en realidad eran universitarios unifórmados, y con los prisioneros que capturábamos entre las guerrillas y que nos estremecieron con el ejemplo de su decisión y su claridad». Los nombres de los militares que dirigían el cambio llegaron a ser legendarios: Vasco Gonçalves, Costa Gomes, Melo Antunes, Otelo de Carvalho, Vasco Lourenço, Correia Jesuino, Rosa Cutinho. Todos pertenecían al Consejo de la Revolución, que era el organismo rector del proceso, y ocupaban cargos claves en el Gobierno. Melo Antunes, un fumador nervioso y sonriente que pasaba casi sin darse cuenta de una conversación política a una discusión sobre literatura, era considerado por sus compañeros como uno de los ideólogos más antiguos y lúcidos del MFA. Sin embargo, tal vez fue Otelo de Carvalho el más carismático de todos y el que pareció más decidido a asumir la responsabilidad política del país para llevar el proceso de cambio hasta sus últimas consecuencias. Qué fue lo que se lo impidió y qué fue lo que se llevó a Portugal por un camino distinto es algo muy difícil y, sobre todo, muy largo de establecer. Pero el hecho es que los promotores y protagonistas mayores de aquella revolución casi poética fueron relegados, si no al olvido, al menos a la penumbra. De ahí que sea tan significativa una noticia a la cual no se le ha dado, ni siquiera en Portugal, la atención que merece. Me refiero a la creación de la Asociación 25 de Abril, integrada no sólo por todos los miembros del Consejo de la Revolución original, sino por más de 1.500 oficiales de las fuerzas armadas. Mil trescientos de ellos son todavía activos, o sea, la cuarta parte de la oficialidad actual. «Se trata de ampliar y profundizar el espíritu democrático de las fuerzas armadas», ha dicho en privado uno de sus fundadores. «No tenemos aspiraciones políticas inmediatas ni queremos intervenir en las condiciones actuales». Pero la mayoría de ellos están de acuerdo en que las fuerzas de la reacción son cada vez más activas e influyentes en Portugal y que la vigilancia insomne de los héroes en reposo del MFA puede impedir, llegado el caso, que Portugal regrese a su pasado sombrío. Ante las acusaciones de que se trata de una organización subversiva, sus promotores señalan que se ajusta del todo a la Constitución vigente y que es tan legal y pública como otras muchas de diverso carácter que existen en Portugal. Más aún: uno de sus miembros más distinguidos es el propio presidente de la República, el general Eanes. Lo cual demuestra, una vez más, lo que desde hace tantos siglos se sabe, y es que Portugal es un país muy raro. Por decir lo menos.
15-JUNIO-1983
1 comentario:
Esta historia no la deberíamos olvidar nunca.
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