Por HILARY ROSE y STEVEN ROSE
Hoy un darwinismo mutante empapa cada vez más la cultura. Generado
en la academia, es aceptado con entusiasmo acrítico para una amplia gama de
propósitos, que van desde los propios de The
Economist cuando presta su consejo a los responsables políticos, a los de
los novelistas que buscan escenarios para sus argumentos. El halago es devuelto
por biólogos evolucionistas como John Maynard Smith, que recurre a la teoría
económica de Chicago para aplicar la teoría de juegos, la gestión óptima de
recursos y las ideas de la «elección racional» al comportamiento animal. Pero,
cada vez más, son las variantes de la teoría evolucionista las que intentan
redibujar las fronteras existentes entre las ciencias biológicas y las ciencias
sociales y las humanidades. Hoy nos topamos con una ética evolucionista, una
psiquiatría y una medicina evolucionistas, una estética evolucionista, una
economía evolucionista y una crítica literaria evolucionista. En su influyente
libro de 1975 Sociobiology, el entomólogo
E.O. Wilson postuló que la «sociología y otras ciencias sociales así como las
humanidades son las últimas ramas de la biología a la espera de ser incluidas
en la síntesis moderna». En 1998, en Consilience,
fue más allá abogando por una epistemología unitaria y por la subordinación de
las ciencias sociales y las humanidades a lo biológico y a lo físico[1].
Wilson no está solo. El filósofo Daniel Dennett describe
la selección natural darwiniana como un «ácido universal» que corroe todos los
aspectos de la vida material e intelectual en el que las teorías y artefactos
menos aptos sin reemplazados por sus más aptos descendientes. Su colega David
Hull ha sostenido que la historia de las teorías científicas puede considerarse
como un proceso evolutivo impulsado por la selección natural. Los antropólogos
Peter Richerson y Robert Boyd han empleado el mismo argumento para describir el
cambiante diseño de las herramientas del Paleolítico y adoptar el concepto de memes elaborado por Dawkins como
elementos culturales análogos a los genes[2].
El giro de W.G. Runciman hacia la teoría evolucionista es más sorprendente. A
diferencia de algunos marxistas convertidos en psicólogos evolucionistas, como
Herbert Gintis o Geoffrey Hodgson, que abogan todavía por un determinismo
totalizante, Runciman da la bienvenida al indeterminismo evolucionista de
Darwin, que implica la negación de un telos
y de las etapas inexorables de la historia[3].
Tales intentos de transferir la lógica de la selección
natural a otros dominios traicionan una ignorancia tanto de los debates entre
biólogos sobre su funcionamiento, como de la sociología del conocimiento
científico. En el resto de este artículo discutiremos sobre Darwin en el
contexto de su tiempo, sobre los conflictos subsecuentes y actuales en el seno
de la teoría evolucionista y sobre su extrapolación en un «darwinismo
universal».El marco para nuestra discusión lo ofrece el concepto de
coproducción de ciencia y sociedad. Desde su nacimiento a mediados del siglo
XVII, la ciencia asumió un punto de vista epistemológico al margen y por encima
de la sociedad, recibiendo la autorización cultural para decir la verdad sobre
la naturaleza. La publicación de La
estructura de las revoluciones científicas de Thomas Kuhn en 1962 marcó el
comienzo de un dilatado proceso de cambio en la teoría de la ciencia.
Inicialmente recibida con hostilidad por Karl Popper y su escuela, la
liberadora influencia de Kuhn se diseminó en los campos de la historia, la
filosofía y la sociología de la ciencia. En resumen, la ciencia ya no era
neutral[4].
Hoy la teoría de la ciencia entiende que las fronteras entre naturaleza y
cultura se hallan en permanente negociación y que el conocimiento científico
refleja y constituye tanto la cultura como la sociedad. En esta coproducción de
ciencia y orden social, las instituciones sociales, las subjetividades, las
prácticas políticas y las teorías y constructos sociales se producen
conjuntamente, al tiempo que los órdenes natural y social se sostienen
recíprocamente[5].
En este marco, el darwinismo se caracteriza mejor como una
metáfora, como Marx reconoció sin tardanza. En una carta enviada a Engels tres
años después de la publicación de El
origen de las especies, Marx prefigura la tesis de la coproducción:
Resulta notable cómo Darwin
redescubre, entre las bestias y las plantas, la sociedad de Inglaterra con su
división del trabajo, su competencia, la apertura de nuevos mercados, sus
«innovaciones» y su «lucha por la existencia» maltusiana. Es la bellum omnium contra omnes de Hobbes y
recuerda a la Fenomenología de Hegel,
en la que la sociedad civil figura como un «reino animal intelectual», mientras
que, en Darwin, el reino animal se presenta como sociedad civil[6].
Esta no es la forma, por supuesto, como los biólogos acomodaticios
leen la teoría de la evolución de Darwin, dado que eluden su adhesión a la
economía política capitalista y los pasajes que muestran su sexismo y su
racismo, concentrándose prioritariamente en su meticuloso estudio del orden
natural y de la luz que la teoría arroja sobre él. Y como los humanos son parte
de ese orden natural, la teoría se aplica también a ellos. Ubicar a Darwin en
su propio contexto histórico ofrece un correctivo necesario respecto a tales
opiniones.
Darwin en su tiempo
La conmemoración el año pasado del bicentenario del
nacimiento de Darwin y del 150 aniversario de la publicación de El origen de las especies mostró cómo el
célebremente modesto biólogo se convertía en ese fenómeno tan característico
del siglo XXI, la celebridad global. El bombo publicitario de las celebraciones
de 2009 estuvo diametralmente alejado de las tranquilas ceremonias del
centenario de El origen de las especies.
Los tiempos han cambiado de verdad en la cultura de la ciencia. Por supuesto,
no ha sido únicamente ésta la que ha sido tan profundamente transformada
durante las últimas décadas, sino la totalidad de su sistema de producción. Lo
que fue tanto nuevo como demasiado conspicuo el año pasado fue que la comunidad
científica ocupó un lugar central, no marginal, respecto a este circo
mediático. La construcción de Darwin como el único autor del texto fundacional
de toda la biología desbarata el paciente trabajo de los historiadores de la
ciencia y nos devuelve a la teoría del progreso del «gran hombre», que pensábamos
que estaba muerta y enterrada.
La propia práctica de las citas utilizada por el propio
Darwin no nos ayuda. El único reconocimiento teórico que realizó en El origen de las especies fue el rendido
a «la doctrina de Malthus» —el crecimiento natural inexorable de las
poblaciones humanas hasta que sobrepasan el suministro de alimentos, con su
correlato político de que los más débiles deben perecer— «aplicada», como
Darwin escribió, «al conjunto de los reinos animal y vegetal». No hubo ninguna
otra mención en las primeras cinco ediciones, ni siquiera de su abuelo Erasmo
ni de su eminente predecesor francés Lamarck, ni de las diversas corrientes
evolucionistas que habían fluido a través de los debates de la primera parte
del siglo XIX. Darwin remachó constantemente, por el contrario, que se trataba
de «mi» teoría.
Hasta la edición final de El origen de las especies en 1872, Darwin no corrigió la elisión de
sus predecesores, lo cual remedió añadiendo como prefacio un «bosquejo
histórico». La introducción a la primera edición realiza un cortés
reconocimiento de Alfred Russel Wallace, quien había «llegado a casi
exactamente las mismas conclusiones generales que yo sobre el origen de las
especies». Wallace, que había trabajado como recolector de especímenes en el
archipiélago malayo, había enviado su manuscrito a Darwin para su publicación,
precipitando el pánico de éste último sobre la posibilidad de que se le
adelantara. Darwin comenzó a escribir con enorme urgencia, completando El origen de las especies tan sólo unos
meses después. La reivindicación de precedencia por parte de Wallace fue
amablemente eludida y el hombre socialmente más débil, en vez de contestar al
más poderoso Darwin, expresó únicamente su gratitud y deferencia. El socialismo
y el protofeminismo de Wallace fueron educada, pero contundentemente,
eliminados.
Sin embargo, la selección natural darwiniana debe
analizarse en el contexto victoriano. A mediados del siglo XIX las ideas
evolucionistas eran de curso corriente y un materialismo totalmente reductor
había sentado sus reales en las ciencias de la vida. La evolución ocupaba un
lugar central en el ambicioso proyecto de Herbert Spencer —que prefiguraba el
concepto de consiliencia de Wilson— de reescribir las disciplinas en el seno de
un marco unitario. La «electricidad animal», el mesmerismo y la frenología
intentaban también localizar los atributos mentales, y en realidad la vida
misma, en el ámbito explicativo de las ciencias naturales. Los análisis
materialistas de la naturaleza y de la naturaleza humana producidos por los
filósofos encontraron una audiencia receptiva entre los intelectuales.
En 1845, cuatro prometedores fisiólogos alemanes y
franceses, Von Helmholtz, Ludwig, Du Bois-Reymond y Brucke, hicieron un
juramento conjunto para probar que todos los procesos corporales podían
explicarse en términos físicos y químicos. El fisiólogo holandés Jacob
Moleschott expresó esa posición de modo más contundente afirmando que «el
cerebro segrega el pensamiento como el riñón segrega la orina», mientras que el
«genio es una cuestión de fósforo»[7].
Para el zoólogo Thomas Huxley la mente era un epifenómeno, como «el silbido
respecto al tren de vapor». Para todos ellos, la selección natural darwiniana
fue decisiva. La tesis de Darwin, derivada de Malthus, está clara. (1) En un
entorno de recursos limitados, todos los organismos producen más descendencia
de la que puede sobrevivir y llegar a la vida adulta; (2) aunque la
descendencia se asemeja a sus progenitores, existen variaciones las que menores
entre sus miembros; (3) de esas variaciones las que mejor se adaptan a su
entorno son las que sobrevivirán y a su vez se reproducirán con mayor
probabilidad; (4) así, tales variaciones favorables es probable que se
preserven en futuras generaciones. Esto es la selección natural. En el siglo y
medio transcurrido, los biólogos han continuado inspirándose en Darwin
insistiendo en un análisis físico de la naturaleza en general y de la
naturaleza humana en particular, de nuestra fisiología básica a nuestros poderes
cognitivos, nuestras emociones y nuestras creencias.
Árboles y jerarquías
La publicación de El
origen de las especies precipitó y simbolizó una transformación en la
comprensión de la sociedad occidental de los orígenes humanos. Las resonancias del
libro se hicieron sentir ampliamente: a pesar de las objeciones religiosas y de
las dudas alegadas por los biólogos colegas de Darwin, que indicaron la
ausencia de un mecanismo de transmisión de las variaciones mejor adaptadas a
las ulteriores generaciones, la teoría evolucionista llegó a formar parte de la
cultura generalmente aceptada.
Para Spencer, la selección natural darwiniana
proporcionaba la explicación de por qué el liberalismo del laissez-faire exigía una continua «lucha por la existencia».
Darwin, a pesar de considerar el trabajo de Spencer como especulativo, adoptó
posteriormente el término, si bien se lamentó más tarde de ello. Si hubiera
adoptado la «lucha por la vida» de Kropotkin, en cuya opinión la ayuda mutua
era un factor en la evolución, la pesimista naturalización del darwinismo
podría haberse evitado. En el plazo de una década desde la primera edición, su
primo Francis Galton había publicado Hereditary
Genius, una teoría de la transmisión que operaba puramente a través de la
línea masculina; Galton introduciría posteriormente el concepto de eugenesia.
Darwin dio la bienvenida a sus ideas y se inspiró en las mismas en su obra The Descent of Man, and Selection in
Relation to Sex (1871).
Para Darwin, la evolución era un proceso continuo carente
de punto final. Aunque la selección natural rechazaba la concepción de Linneo
de la gran cadena del ser, en la que todos los organismos vivos se alineaban en
una jerarquía ordenada por Dios, la evolución se contemplaba todavía como
progresista, con organismos inferiores que daban lugar a otros superiores.
Darwin representó esto como el árbol multirramificado de la vida, en el cual el
Homo sapiens ocupaba el punto más
elevado. (Los biólogos evolucionistas de nuestros días prefieren la metáfora
del matorral, con la totalidad de las especies actualmente existentes
igualmente «evolucionadas».) Sin embargo, a pesar de su insistencia en que la
selección natural carece de objetivo alguno, Darwin siguió siendo de algún modo
un progresista del siglo XIX y especuló en las últimas páginas de El origen de las especies sobre la civilización
maravillosa del futuro a medida que la especie evolucionara: «Y como la
selección natural únicamente opera por y para el bien de cada ser, todas las
dotaciones corporales y mentales tenderán a progresar hacia la perfección»[8].
Teóricos evolucionistas posteriores —de Henry Bergson a Teilhard de Chardin—
iban a reafirmar la teleología evolucionista que la tradición anglófona
rechazaba. Baste como muestra la muy citada declaración efectuada en 1974 por
el sociólogo Donald Campbell de que la selección natural darwiniana constituye
una «explicación universal no teleológica de los logros teleológicos»[9].
El origen de las
especies tan sólo
apunta a la importancia de la teoría de la evolución para los humanos; hasta la
publicación de The Descent of Man
Darwin no localiza las diferencias humanas en el interior de un marco
evolucionista. Aunque divide la humanidad en innumerables razas distintas.
Darwin insiste en que existe un único origen humano, habiéndose separado las
razas de su matriz común en el curso de los milenios. Sin embargo, como el
resto de su círculo, Darwin compartía la confianza de los caballeros
victorianos en el ápice del poder imperial de Gran Bretaña de que existía una
jerarquía racial que se desplazaba de los supuestamente menos evolucionados y
degradados salvajes de la
Tierra del Fuego, a quienes observó en su largo viaje en The Beagle en la década de 1830, hasta
la superior civilización europea, ejemplificada en su domicilio de Down House
en el condado de Kent, conocido también como el Jardín de Inglaterra. Darwin
fue más allá, sosteniendo que las razas negras evolutivamente inferiores serían
superadas evolutivamente y derrotadas por las blancas.
A pesar de sus concepciones monogénicas de los orígenes
humanos, Darwin se enmarañó en la idiosincrásica concepción decimonónica que
afirmaba la existencia de jerarquías fijas raciales y sexuales. Así, pues,
aunque su odio por la esclavitud fue intenso, su concepto de raza esencializaba
la diferencia, de modo que la variación dentro de la especie le deslizaba hacía
la jerarquía entre las razas. El reciente esfuerzo acometido por los
historiadores Moore y Desmond, que sostienen que la teoría evolucionista de
Darwin surgió del odio que sentía frente a la esclavitud, es valiente pero poco
convincente[10].
El texto de J.F.M. Clark, Bugs and the
Victorians, llega a localizar una cita de Darwin en la que describe su
excitación cuando encontró la «poco frecuente hormiga esclavizadota y contempló
las pequeñas hormigas negras sometidas en las redes de su ama»[11].
La selección sexual es casi tan central para la evolución
darwiniana como su selección natural, porque explica tanto las diferencias
entre los sexos en el seno de una misma especie y algunas de las
características extremas y de otro modo aparentemente no adaptativas, como la
belleza de la cola del pavo real. La selección sexual explica el hecho de que
machos y hembras de la misma especie con frecuencia difieren en forma y tamaño.
Los machos compiten por las hembras; pueden luchar como los ciervos o jactarse
como los pavos reales. Las hembras escogen entonces a los machos más bellos o
más fuertes[12].
Ello sirve para asegurar la reproducción y la selección de las características
del macho que la hembra encuentra más atractivas. Dado que la selección sexual
es tan sólo de los machos, son únicamente éstos los que evolucionan a fin de
satisfacer los criterios escogidos de fuerza y poder.
Cuando Darwin se ocupa de los seres humanos, su concepción
de las diferencias existentes entre hombres y mujeres es enteramente la de su
tiempo. Así, afirma que el resultado de la selección sexual es que el hombre
«tiene más coraje, es más luchador y enérgico que la mujer y goza de un genio
más inventivo. Su cerebro es absolutamente mayor […] la formación del cráneo de
la mujer se cree que se halla entre la del niño y la del hombre»[13].
La comprensión de los biólogos del siglo XIX de la diferenciación entre los
sexos fue crucial a la hora de proporcionar el fundamento biológico para
afirmar la superioridad del varón y la subordinación de las mujeres. La
androcentridad de Darwin no pasó desapercibida a las intelectuales feministas
de la época. Cinco años después de la publicación de The Descent of Man, la feminista estadounidense Antoinette Brown
Blackwell, aunque daba la bienvenida a la teoría evolucionista, criticaba a
Darwin por asumir que únicamente evolucionaban los hombres[14],
Aun reconociendo que las mujeres de su generación carecían de formación,
contemplaba el futuro en el que las biólogas feministas, entonces mejor
pertrechadas, se involucrarían en la batalla.
La síntesis neodarwiniana
A principios del siglo XX la evolución era ampliamente
aceptada, pero entre los biólogos la teoría de la selección natural arrostraba dificultades
considerables. A lo largo de décadas de investigación Darwin fue incapaz de
explicar cómo las variaciones favorecidas podían preservarse a través de las
generaciones. Cuando los ahora célebres estudios de Gregor Mendel fueron
redescubiertos en 1900, se comprobó que éstos sugerían un mecanismo de cambio
evolutivo que Darwin no había tenido en cuenta. Los «determinantes ocultos»
hereditarios postulados por Mendel, que transmitían el color y la forma de los
guisantes de generación en generación, se denominaron «genes» y su estudio
«genética»[15].
Se descubrió que los genes podían mutar y que su mutación ofrecía una
explicación de la emergencia de nuevas variedades —e incluso de nuevas
especies— y por consiguiente del cambio evolutivo. En ausencia de mutación, los
genes se consideraban inmortales, inmunes a las alteraciones somáticas e
impulsores inmodificables que determinaban el conjunto de las funciones
corporales. Hasta la década de 1930, y gracias al trabajo de los genetistas
J.B.S. Haldane y Ronald Fisher en Inglaterra y Sewall Wright en Estados Unidos,
no se estableció la síntesis moderna de Mendel y Darwin, que desde entonces
pasó a denominarse neodarwinismo, la cual postulaba la rearticulación de la
genética y la selección natural como el mecanismo explicativo aceptado de la
evolución.
Sin embargo, la rotunda prioridad concedida por la
síntesis moderna a los genes sobre los organismos en los que se encuentran
insertos tuvo una consecuencia teóricamente desastrosa. Hasta principios del
siglo XX, el desarrollo (ontogenia) y evolución (filogenia) fueron considerados
como dos lados de una disciplina unificada. El giro genético privó al término
«evolución» de uno de sus significados originales predarwinianos: desarrollo,
el despliegue del ciclo vital de toda criatura viva. La genética devino la
ciencia de las diferencias. Por el contrario, la biología del desarrollo es el
estudio de las similitudes: los procesos biológicos que generan todas las
criaturas vivas, de las transiciones entre la oruga y la mariposa a la
extraordinaria uniformidad de cómo los seres humanos se desarrollan de un óvulo
fertilizado a través de un embrión, un feto y un niño hasta llegar al adulto.
El desarrollo se concentra, pues, en la dinámica típica de la especie del ciclo
vital de todo organismo. Ignorar esto posibilitó que una genética
inexorablemente reduccionista se convirtiese en el estudio de las diferencias
entre organismos, que se presumía que se hallaba codificada en los genes.
La biología del desarrollo, menos reconducible a los
intereses crecientemente moleculares de los genetistas, se transformó ya en la
década de 1930 en la preocupación primordial de un grupo de biólogos
«sistémicos», deliberadamente antirreduccionistas y radicados básicamente en
Cambridge, entre los que se contaban Joseph Needham y Conrad Waddington. Al
carecer de herramientas moleculares, sin embargo, su proyecto era más sólido
teórica que prácticamente. Recibió no obstante un golpe decisivo cuando la Fundación Rockefeller
rechazó su proyectado instituto de investigación en pro de una importante
inversión en lo que luego se convertiría en la biología molecular. Únicamente
en la pasada década, estos problemas teóricos que preocuparon a estos biólogos
de la década de 1930 se convirtieron de nuevo en objeto de investigación.
Entre tanto, la síntesis de genética y teoría
evolucionista se mostraba cada vez más poderosa, situación condensada en las
siguientes palabras del genetista Theodosius Dobzhansky: «Nada tiene sentido en
biología excepto a la luz de la evolución»[16].
Desde la década de 1930, y con una certidumbre al alza tras el descubrimiento
de la función del ADN como el material genético, el triunfo del darwinismo
parecía asegurado. Y, sin embargo, aunque en su bicentenario el apotegma de
Dobzhansky parece reinar incuestionado, es curioso constatar que la evolución
por mor de la selección natural sea considerada masivamente como un proceso
totalmente comprendido. Para los biólogos evolucionistas existen todavía
controversias fundamentales en torno a los procesos de la evolución y los
mecanismos de especiación. Cuando las celebraciones del aniversario se
desvanecen, estas dificultades permanecen. Incluso las cuestiones más básicas
—qué evoluciona, qué es adaptación, y si la selección es el único motor del
cambio evolutivo— siguen sometidas a debate. Estos problemas, sin embargo, son
casi totalmente ignorados por aquellos que desean transferir sin más matices
las ideas genéticas reduccionistas de la síntesis moderna de la década de 1930 a las ciencias sociales
y a las humanidades del siglo XXI.
Conflictos actuales
¿Qué evoluciona? Para Darwin y sus inmediatos seguidores
esto era obvio: los organismos o fenotipos, como se denominaron posteriormente.
Sin embargo, con la síntesis moderna la definición formal de evolución es
entendida como «el cambio en la frecuencia de los genes en una población». Los
organismos habían desaparecido del análisis; lo que importaba no era siquiera
el genoma —la dotación integral de los genes en un organismo— sino los genes
individuales. Este vaciamiento del organismo alcanzó su apogeo en la célebre
descripción de Richard Dawkins de los genes como los «replicadores» insertos en
los organismos, a quienes controlan y a
quienes convierten en vehículos pasivos cuya única función es asegurar la
transmisión del gen a través de las generaciones[17].
Pero si son los genes y no los organismos quienes están
sujetos a selección, cualquier mecanismo que perpetúe los genes en la siguiente
generación bastará, y de ahí la ocurrencia de Haldane de que él sacrificaría su
vida por dos hermanos (cada uno portando la mitad de sus genes) u ocho primos.
William Hamilton matematizó posteriormente la broma en su teoría de «selección
parental» y ofreció el fundamento de la Sociobiology
de Wilson, en el que la selección natural favorece el parentesco genético en
las especies sociales. La síntesis moderna formalizaba un fundamento genético
para la selección natural, pero no exigía referencia alguna ni a los
constituyentes moleculares del gen ni a los procesos bioquímicos mediante los
cuales aquéllos podrían controlar la actividad celular. Así pues, los creadores
de modelos evolucionistas podían tratar los «genes» como unidades de cuenta
abstractas, al margen de su materialidad. Podría haber más genes «responsables»
del altruismo, de la preferencia sexual, de una mala dentadura o de cualquier
otra cosa que uno deseara introducir en el modelo de cambio evolutivo. Se
trata, como Gould y Lewontin observaban ácidamente, de nada más que hipótesis ad hoc.
Esta concepción abstracta del gen se ha mostrado
sorprendentemente indiferente a la nueva genética molecular. Cuando Watson y
Crick mostraron que la doble hélice del ADN con su frecuencia de nucleótidos
—los As, Cs, Gs y Ts— hacía posible la replica fiel del ADN durante la división
celular, todo pareció obvio. Los genes eran trozos del ADN que proporcionaban
el prototipo a partir del cual las proteínas, y por consiguiente las células y
los organismos, podían ser sintetizados. La mutación de un gen (una sustitución
o supresión de una o más letras nucleótidas en la secuencia) cambiaría la
estructura de la proteína para la cual codificaba y, gracias a ello, por una
larga cadena de efectos, el fenotipo sobre la cual podría actuar la selección.
La «biología húmeda» del laboratorio molecular parecía coincidir con las
predicciones de los evolucionistas. Fue esta descripción la que sostuvo el mito
del ADN como el impulsor inalterado, el portador de la información y el
controlador de los procesos celulares. A pesar de esto, los teóricos
neodarwinistas no han vinculado su análisis de los genes con la estructura
material del ADN; para ellos, los mecanismos moleculares sin irrelevantes e
incluso constituyen un obstáculo para una augusta teorización.
La descripción molecular demostró ser más compleja, sin
embargo. Las células humanas contienen hasta cien mil proteínas diferentes,
pero la secuenciación del genoma humano mediante el formidable Proyecto del
Genoma Humano auspiciado internacionalmente ha revelado tan sólo en torno a
20.000-25.000 genes, un número aproximadamente similar al de la Drosophila,
la mosca de la fruta. Más del 95 por 100 de los tres mil millones de pares de
base de nucleótidos presentes en el genoma humano no codifican en absoluto las
proteínas. Alguno desempeña tares importantes en la regulación del ritmo del
momento en que otros genes codificadores se conectan, pero la función de buena
parte del restante del denominado ADN «basura» todavía tiene que ser
comprendida. Son las mutaciones individuales en este ADN no codificador las que
suministran el fundamento para las técnicas de impresión de las huellas
digitales mediante el ADN. Pero cuánto es realmente «basura» y cuánto tiene
funciones imprevistas actualmente espera todavía los resultados de los intentos
realizados por el Proyecto Genoma Humano, propuesto inicialmente por Craig
Venter y otros investigadores, de construir organismos sintéticos a partir de
secuencias de ADN generadas artificialmente[18].
Una mayor complejidad se nos presenta porque estas series
de ADN que codifican las proteínas no se hallan dispuestas en una secuencia
continua, sino dispersas entre otras no codificadoras. Hoy, cuando los
genetistas moleculares nos informan sobre el descubrimiento de un gen «de» la
longevidad, por ejemplo, ellos se refieren al grupo de secuencias del ADN
conectadas entre sí y activadas por mecanismos celulares durante el desarrollo,
que influyen sobre la probabilidad de la prolongación de la vida individual.
Tales afirmaciones se han hecho cada vez más frecuentes desde la secuenciación
del genoma humano. El genoma, se afirma, constituye el «libro de la vida» de
cada persona que predice los riesgos de enfermedad y de mortalidad[19].
El gen del biólogo molecular es, pues, notablemente diferente del gen «unidad
de cuenta» del constructor del modelo evolutivo.
Epigenética
En la reconceptualización de la genética y la evolución
que ha seguido a la secuenciación del genoma humano, se comprende cada vez
mejor que la función fundamental es desempeñada por los procesos reguladores
celulares que controlan qué genes son activados y cuándo. No se trata tanto de
que el ADN gobierne la actividad celular, sino que la interacción entre el ADN
y la célula en la que el genoma se halla inserto es la que determina cuándo,
cómo y qué fragmentos de ADN se utilizan para construir determinadas proteínas
durante la secuencia de desarrollo que conduce de la fertilización al organismo
adulto. Este proceso es conocido como epigénesis, término acuñado por
Waddington en la década de 1950, siendo hoy la epigenética uno de los campos
más intensamente disputados de la biología molecular. Aborda ésta dos problemas
fundamentales. En primer lugar, ¿cómo pueden 20.000 genes, presentes todos
ellos en cada célula del cuerpo humano, estar involucrados en la diferenciación
de aproximadamente 250 tipos de células, cada una dotada de una estructura y
una función característica, y cada una conteniendo un subconjunto diferente de
las 100.000 proteínas presentes en el cuerpo? Para añadir más complejidad, los
diferentes tipos de células «nacen» en diferentes momentos de lo que en su
debido momento de convertirá en el cuerpo totalmente formado del niño recién
nacido. En segundo lugar, ¿cómo pueden acontecimientos aparentemente menores en
etapas cruciales del desarrollo producir una cascada de cambios en el epigenoma
de un organismo, y como pueden estos cambios transmitirse a través de la
herencia?
Los estudios epigenéticos están descubriendo una asombrosa
gama de procesos reguladores mediante los cuales las moléculas señaladotas
actúan como conectores, conectando o desconectando fragmentos particulares de
ADN a fin de asegurar que las proteínas específicas se sinteticen en el momento
apropiado en la secuencia de desarrollo. Las alteraciones en el ritmo de estas
conexiones pueden provocar grandes cambios en el fenotipo adulto, produciendo
nuevas variaciones sobre las que puede actuar la evolución. Interpretar el
epigenoma supone, pues, una vuelta al programa de investigación
antirreduccionista de Needham, Waddington y sus seguidores, pero ahora
pertrechado con las herramientas de la biología molecular y de la imagen
celular que no se hallaban a nuestra disposición —en realidad eran casi
inconcebibles— hace medio siglo. En este marco teórico, la «información» no se
considera simplemente ubicada «en el gen». Más bien, como indica la filósofa
Susan Oyama, la información se genera mediante el proceso de desarrollo[20].
El objeto de estudio se amplía más allá de los genes para así incluir las
células y los organismos en que se halla incrustada la «información», el ADN se
convierte en un elemento —si bien vital— del proceso mediante el cual las
células y los organismos en que se construyen a sí mismos. Las criaturas vivas
dejan de ser concebidas como vehículos pasivos, meras portadoras para todos los
replicadores esenciales, para ser contempladas como autoorganizadoras y
activamente implicadas en la búsqueda de objetivos. Para evitar la impresión de
que tal búsqueda de objetivos es verdaderamente propositiva —esto es,
teleológica— los biólogos se refieren a ella como teleonómica: emerge de
procesos moleculares y celulares carentes de propósito.
La otra implicación
importante de la epigenética molecular es prestar su apoyo a la insistencia de
que la selección natural debe operar sobre la totalidad de los ciclos vitales,
no únicamente sobre el adulto. El propio Darwin comprendió esto concretamente,
pero ello fue en gran medida olvidado por sus seguidores neodarwinistas. La
importancia de esta concepción más amplia es obvia. Imaginemos, por ejemplo, un
gen que permite a los antílopes correr más rápido y escapar de los leones
depredadores. Pero si el mismo gen afecta al desarrollo de modo que el antílope
madura más lentamente, haciéndole más vulnerable en la infancia, entonces su
potencial beneficio se convierte en un déficit. Para parafrasear a Dobzhansky,
«nada en la evolución tiene sentido excepto a la luz del desarrollo».
Únicamente en los últimos años se ha insistido en la integración de desarrollo
y evolución; ambos incluso se han fusionado y encontrado un nombre
recientemente de moda: «evo-devo».
Selección y contingencia
¿Cuáles son las implicaciones de estos nuevos
planteamientos para la teoría evolucionista? La selección puede operar únicamente
si existen formas variantes de un fenotipo con un diverso grado de calidad en
el seno de una población. Esa variación fenotípica puede producirse en diversos
niveles de organización, que van de una secuencia particular del ADN mediante
su localización en la totalidad del genoma a la fisiología, anatomía y el
comportamiento del organismo. Por otro lado, con 20.000 genes y varios billones
de células en el cuerpo humano, resulta evidente que no existe una
correspondencia uno-a-uno entre un cambio en la secuencia del ADN y un cambio
en el fenotipo. Un cambio específico puede no sólo tener efectos múltiples en
un gran número de sistemas orgánicos —las células utilizan el ADN de múltiples
modos durante el desarrollo—, sino que ese cambio puede quedar también sin
efecto, compensado por los mecanismos de reserva existentes en la célula.
Los cambios en la frecuencia del gen no producen
necesariamente un cambio fenotípico sobre el cual puede actuar la selección. En
realidad, esos cambios en el ADN pueden hallarse ocultos en el organismo,
acumulándose hasta que sean capaces de provocar un súbito cambio fenotípico.
Este mecanismo molecular pone de relieve la observación efectuada por Eldredge
y Gould de que el registro fósil muestra millones de años de estabilidad
seguidos de periodos de rápido cambio evolutivo. Se trata del «equilibrio
puntuado» («evolución mediante contracciones» para sus oponentes) que ha
enfurecido a la comunidad evolucionista ortodoxa, aferrada al gradualismo
darwiniano («evolución por gateo» para los puntuacionistas); todo ello generó
acusaciones de que Gould estaba importando las ideas revolucionarias marxistas
a la biología. Sus acusadores optaron por eludir la posibilidad de que Darwin
hubiera incorporado la pesimista y reaccionaria visión maltusiana a la biología
un siglo antes, o que la evolución por gateo pudiera leerse como un gradualismo
fabiano.
En los medios de comunicación, y no infrecuentemente
cuando los genetistas se dirigen a la opinión pública, el organismo y el
entorno se presentan como dos entidades distintas. Para los teóricos
evolucionistas, particularmente para aquellos comprometidos con la biología y
la etología «húmedas», la situación es mucho más compleja. Lejos de responder
pasivamente a un entorno fijado, los organismos —incluso aquellos que a primera
vista pueden parecer simples, como las bacterias— modifican sus entornos.
Póngase una bacteria E. coli en un
vaso de agua y añádase una solución azucarada, el microorganismo nada hacía el
azúcar, la digiere y se aleja para deshacerse de los materiales de desecho que
genera su digestión. De modo similar, como señala Richard Lewontin, depende del
organismo qué características del mundo constituyen un entorno pertinente[21].
Las bacterias son tan pequeñas que pueden ser constantemente vapuleadas por el
movimiento browniano de las moléculas del agua que las rodean, pero en buena
medida no son afectadas por la fuerza de la gravedad. Los barqueros,
indiferentes al movimiento browniano, se deslizan por la superficie del lago
soportados por la tensión de su superficie.
Los organismos y los ecosistemas en los cuales subsisten
evolucionan simbióticamente. La presa de un castor comienza con la llegada de
éste y una extraordinaria actividad de construcción. Incluso cuando la presa se
está construyendo, ya se convierte en un ecosistema complejo poblado por muchos
habitantes y dotado de una gran actividad interdependiente. Estas interacciones
mutuas significan que la presa y sus habitantes coevolucionan a través de sus
generaciones. Al mismo tiempo, el cambio radical en virtud del cual pueden
sucumbir especies enteras es susceptible de producirse con independencia de qué
bien adaptados se hallen los individuos a las condiciones antes de la
catástrofe. Si la humanidad fuera a perecer, por ejemplo, a causa de nuestro
fracaso para responder al cambio climático, la población de ratas urbanas y el
SIDA, que dependen ambos de nosotros, también desaparecerían. Por otro lado,
como señala Lynn Margulis, las amebas serían con toda probabilidad los
organismos que resistirían y que florecerían. Así opera la supremacía de las
especies.
Eva Jablonka y Marion Lamb rechazaron el genocentrismo de
modo terminante en su libro de 2005 Evolution
in Four Dimensions. En este texto las autoras discuten la evolución en
virtud de cuatro amplias rúbricas conceptuales —genética, epigenética,
conductista, cultural— a fin de replantear la cuestión de si puede existir un
cambio evolutivo, a tenor de la selección natural independiente del cambio
genético. Ello se relaciona también con el amplio debate sobre si y cómo
Lamarck puede ser reformulado de un modo que sea compatible con la biología
moderna. Un ejemplo sería el uso de herramientas por algunas especies de
pájaros, en el cual el comportamiento originalmente aprendido puede ser
transmitido a través de varias generaciones sin que se produzca cambio alguno
en los genes. Con suficiente tiempo, la mutación aleatoria puede permitir que
los genes se pongan al día y consoliden tal cambio fenotípico[22].
Los debates más intensos, sin embargo, versan sobre las
mismas cuestiones que preocuparon a Darwin, quien destacó que la selección
natural no es el único mecanismo del cambio evolutivo. Para él, la selección
sexual explicaba muchos rasgos aparentemente no adaptativos del mundo vivo. La
separación geográfica —como la de los famosos pinzones de las diferentes islas
del archipiélago de Galápagos— fue otro proceso mediante el cual puede
producirse el cambio, cuando poblaciones separadas gradualmente se alejan por
variación casual o azarosa de modo muy independiente de cualesquiera otras
presiones adaptativas.
¿Pero qué entendemos por adaptación en todo caso? Los neodarwinistas
intransigentes insisten, por ejemplo, en que todas las variaciones sutiles que
pueden encontrarse en las pautas de las bandas de las conchas del caracol son
adaptativas. Dependiendo de su entorno, diferentes bandas camuflarán a los
caracoles más o menos efectivamente contra sus depredadores. Tal adaptacionismo
rígido fue objeto de un célebre ataque por parte de Gould y Lewontin, que lo
describieron como un «paradigma panglossiano»[23].
Estos autores señalaron que determinados aspectos aparentemente funcionales de
un organismo pueden ser consecuencias accidentales de otra característica muy
distinta, como sucede, en su ejemplo, con las enjutas o embecaduras (o espacios)
existentes entre los arcos que sustentan la cúpula de la catedral de San Marcos
en Venecia. Las embecaduras se hallan cubiertas con bellísimos mosaicos, que
dan la impresión de que las primeras fueron diseñadas para albergar a éstos
últimos, pero arquitectónicamente aquéllas no tienen ninguna función necesaria.
Así sucede también con las características biológicas que podrían parecer a
primera vista adaptativas —como por ejemplo las bandas de la concha de un
caracol—, pero que son en realidad consecuencias accidentales de la química y
la física de la construcción de la mencionada concha.
Fue Gould, también, quien señaló otro potencial factor del
cambio evolutivo: exaptación. La
exaptación es cierta característica de un organismo originalmente seleccionada
para desempeñar una función que puede servir también como base para otra. El
ejemplo favorito es el de las plumas, que se pensaba que habían evolucionado
entre los pequeños dinosaurios como un medio de regular la temperatura del
cuerpo, pero también permitían el vuelo en los precursores de los pájaros
modernos. Para Gould tales exaptaciones constituyen un indicador de la
naturaleza aleatoria o azarosa de la evolución. Si, como se ha puesto de
relieve regularmente, pudiéramos «rebobinar la cinta de la evolución» hasta el
Precámbrico u otro periodo geológicamente remoto y le permitiéramos avanzar de
nuevo, es muy improbable que aparecieran mamíferos conscientes como los
humanos. Es decir, el futuro evolutivo es indeterminado.
Esta sugerencia resulta inaceptable para aquellos
neodarwinistas que optan por un determinismo más rígido. La forma mejor
adaptada —siempre que se conforme a las leyes físicas y químicas— emergerá
siempre, de acuerdo con esta concepción[24].
Desde que la vida comenzó en la
Tierra hace aproximadamente 3.500 millones de años, podría
haberse predicho que algo similar a los seres humanos conscientes habrían
debido evolucionar a su debido tiempo, un argumento extrañamente próximo al de
aquellos que postulan un «principio antrópico» mediante el cual el conjunto del
universo es concebido como el hábitat humano, ya que las posibilidades de que
éste emerja por azar son demasiado altas. Tales debates, aunque centrados
fundamentalmente sobre el pasado, se han extendido al futuro con la discusión de
la vida, la inteligencia y el contacto humano con extraterrestres. Cuando ya
concluían las celebraciones darwinianas, esta hipótesis se tomó lo
suficientemente en serio como para hacer posible un encuentro de dos días
organizado por la London Royal
Society. ¿Predice la selección natural que los seres extraterrestres serán
humanoides inteligentes o la indeterminación es tal que no puede efectuarse
predicción alguna sobre las formas de vida que evolucionarán?
Mentes y cerebros
Pocos de estos debates acaecidos en el seno de la teoría
evolucionista han obstaculizado en realidad la difusión de la metáfora
evolucionista más allá de sus dominios biológicos, sobre todo en los que
repetidos intentos de, al menos, domesticar y limitar —y en el peor de los casos
erradicar— lo social de la teorización de humanidad y, por consiguiente, de
biologizar la condición humana. Dos iconos instantáneamente reconocibles han
incrementado enormemente el atractivo de estas afirmaciones. La doble hélice y
el cerebro multicolor en le cráneo adornan anuncios, cubiertas de libros y
sobrios artículos en las revistas dirigidas a clases pudientes. La
secuenciación del genoma humano hizo que hablar sobre los genes se convirtiese
en artificio retórico de moda, de los anuncios de coches a la política. El
diseño de Dios se halla aparentemente «en el ADN» del BMW, al igual que los
valores familiares se hallan, de acuerdo con David Cameron, insertos en el ADN
del Partido Conservador. En ese mismo periodo, las extraordinarias imágenes en
falso color de las regiones del cerebro aparentemente implicadas en todo, desde
la resolución de un problema matemático hasta el amor romántico pasando por el
éxtasis religioso, obtenidas de la imagen por resonancia magnética funcional,
se han convertido en moneda común de los dominicales de los periódicos. No sólo
las relaciones sociales, sino los productos de la cultura humana, del arte a la
música, las creencias religiosas y los códigos éticos, se afirma que son
manifestaciones de un proceso de selección natural basado en los genes, con sus
correspondientes ubicaciones neuronales reveladas gracias a la imagen por
resonancia magnética funcional.
De nuevo, el punto de partida es Darwin, quien hizo algo
más que localizar a los seres humanos en un continuum
evolutivo anatómico y fisiológico. Él fundamentó los «poderes mentales»
firmemente en la biología humana: las emociones humanas y sus expresiones
reampara Darwin descendientes evolutivos de aquellos de sus ancestros similares
a los simios[25].
La psicología evolucionista, la manifestación más reciente de la sociobiología
de la década de 1970, se ha inspirado en estas premisas y en la tesis
hamiltoniana de la selección parental, basándose no únicamente en que la
naturaleza humana constituye una cualidad evolucionada, sino también en la
afirmación profundamente no darwiniana de que aquella —en oposición al resto de
la naturaleza— se fijó en el Pleistoceno no habiendo transcurrido suficiente
tiempo evolutivo para que haya cambiado ulteriormente.
A partir de Wilson, el argumento es que la evolución
biológica no ha podido mantener el paso siguiendo el ritmo del cambio cultural,
diferencial que fomenta la contradicción de «mentes de la Edad de Piedra en el siglo
XXI». Sin embargo, la evidencia apunta a la velocidad con lo cual la cultura ha
impulsado el cambio biológico humano, desde la fisiología digestiva a la
estructura cerebral. Por ejemplo, originalmente, la mayoría de los seres
humanos adultos, como la mayoría de otros mamíferos adultos, tenían
dificultades para digerir la leche. La enzima presente en los niños que hace
posible digerir el azúcar de la leche, la lactosa, se desactiva cuando el niño
crece. Sin embargo, durante los últimos tres mil años, en las sociedades que
domesticaron ganado, proliferaron las mutaciones que permitieron la tolerancia
de la lactosa en los adultos. Hoy la mayoría de éstos en las sociedades
occidentales, a diferencia de los asiáticos, son portadores de la mutación y
los productos lácteos forman parte de su dieta habitual.
Ni el conjunto de pruebas sobre el grado en que la
psicología y la anatomía humanas han evolucionado durante el millar de
generaciones que aproximadamente nos separan de nuestros ancestros del
Pleistoceno, ni el hecho de que no tengamos idea alguna de su psicología —y ningún
modo de conocerla— disuaden a los teóricos. Consideremos las afirmaciones del
psicólogo evolutivo Marc Hauser en su libro Moral
Minds, reveladoramente subtitulado «Cómo la naturaleza diseñó nuestro
sentido universal del bien y el mal»[26].
No se trata únicamente de que los requerimientos de vivir de acuerdo con las
especificidades de uno mismo o las respuestas emocionales innatas a las
necesidades de los otros puedan haber contribuido a conformar los códigos
morales. En realidad, del mismo modo que Chomsky sostiene que existe una
gramática lingüística universal, para Hauser la humanidad se halla dotada de un
conjunto universal de principios morales, independientes del contexto cultural
o social. Hauser reconoce variaciones culturales, tales como matar por honor o
la homofobia, en el modo en que se expresan los principios, pero sostiene que a
pesar de la variación existen universales subyacentes. Sin embargo, si la
expresión de estos principios es tan variada, invocar un imperativo evolutivo
no explica nada. Las recomendaciones políticas que derivan de este imperativo
son perturbadoras: Hauser quiere que los «expertos políticos» «escuchen con más
atención a nuestras intuiciones y redacten políticas que tomen en cuenta
eficazmente la voz moral de nuestra especie». En la siguiente sentencia juega a
dos bandas al sugerir que los expertos no deberían aceptar ciegamente esta
moralidad universal, ya que algunas de nuestras intuiciones evolucionadas han
«dejado de ser aplicables a los problemas societales actuales». Una teoría
omnicomprensiva dotada de una cláusula de exoneración tan enorme como ésta
escasamente merece ser objeto de consideración. Se nos presenta un enigma más:
ninguno de los teóricos de la sociobiología o de la psicología evolucionista,
del psicólogo Steven Pinker a Wilson, Hauser y Dawkins, cree que sea
evidentemente obligatorio obedecer las demandas de nuestros genes egoístas. Las
sentencias que cierran El gen egoísta
de Dawkins explican que «nosotros» los humanos, a diferencia de otras especies,
podemos escapar a su tiranía. Para Wilson, una sociedad menos sexista puede
lograrse si «nosotros» la deseamos, aunque pagando el precio de una pérdida de
«eficiencia»[27].
Para Pinker, «incluso las explicaciones evolucionistas de
la división del trabajo tradicional [sic]
en virtud del sexo no implican que sea inmodificable o “natural” en el sentido
de buena o algo que debería ser impuesto a las mujeres u hombres individuales
que no se muestren de acuerdo con la misma»[28].
Cuando Pinker nos dice que ha decidido no tener hijos, ¿mediante qué proceso
niega este imperativo genético? ¿Existe una ubicación en el cerebro, un gen
para el libre albedrío? El teórico de la mente guarda silencio. El sentido de
su agencia personal es siempre evidente, pero su teoría no proporciona
explicación alguna al respecto; él escapa como por ensalmo. A pesar de ello,
como Pinker o Wilson, nosotros nos comprendemos como seres pensantes, morales,
emocionales y capaces de decisión, siendo imposible ignorar el problema de la
agencia humana.
Renaturalizar a las mujeres
Un proyecto fundamental del feminismo ha sido excluir a
las mujeres de la naturaleza para incluirlas en la cultura, permitiéndolas que
se conviertan en sujetos en vez de objetos de la historia. El impulso
predominante del feminismo de la década de 1970 apuntó a un fuerte
construccionismo social; la referencia al cuerpo fue dejada de lado como
esencialista. Las biólogas feministas tenían dificultades a la hora de
suscribir este planteamiento. Para aquellas más predispuestas a la teoría, la
biología sexista y la sociedad patriarcal se sostenían recíprocamente, mientras
que para aquellas con inclinaciones más empíricas, la biología sexista era el
resultado de una ciencia mal concebida y sesgada. El asalto de los
deterministas biológicos elevó los envites políticos, cuando biólogos
feministas de todo tipo empezaron a enfrentarse a los mismos.
Una preocupación primordial de la sociobiología y de la
psicología evolucionista ha sido la selección sexual darwiniana y por ende las
diferencias físicas y psicológicas existentes entre mujeres y hombres. Cuando
se publicó Sociobiology, la segunda
ola del feminismo estaba en su ápice y la hostilidad ante cualquier tipo de
reducción de las mujeres a su biología conocía su momento más intenso. Un
colectivo constituido por 35 miembros, que incluía a la bióloga Ruth Hubbard,
al genetista de las poblaciones Richard Lewontin y al paleontólogo Stephen Jay
Gould, todos ellos colegas en Harvard de Wilson, publicaron el influyente texto
Biology as a Social Weapon, en el que
acusaban a éste último de un grueso determinismo genético que naturalizaba las
jerarquías existentes de poder y control sobre los recursos entre clases y
géneros, y estimulaba el racismo[29].
La psicología evolucionista pretende adscribir todas las
características de género existentes en la sociedad contemporánea a la
diferencia biológica, universalizando el comportamiento de la totalidad de las
hembras/madres y de los varones/padres. Políticamente, intenta desbaratar los
logros del feminismo de la década de 1970 optando por ignorar las teorías más
matizadas de la actualidad, que reconocen la importancia del cuerpo. Como
respuesta a ello, las biólogas feministas volvieron sus ojos a las
preocupaciones de Antoinette Brown Blackwell, pero ahora totalmente
pertrechadas[30].
Ruth Hubbard desafió la androcentricidad y el determinismo biológico de la
teoría darwiniana, preguntándose: «¿Únicamente han evolucionado los hombres?»[31].
Primatólogas feministas como Jeanne Altmann, Nancy Tanner y Linda Marie Fedigan,
aún reconociendo la importancia de los monos en la narrativa de la evolución,
comenzaron a dar una respuesta a esta cuestión mediante su trabajo de campo.
Fundamentalmente, Adrienne Zhilman destronó el mito del «hombre cazador» como
suministrador de alimento, demostrando que la recolección, básicamente
realizada por mujeres, proporcionó la mayor parte de la nutrición esencial
durante la transición a la sociedad humana primigenia.
Las recolectoras-cazadoras reemplazaron al hombre cazador
en la explicación de los orígenes humanos y así el género subordinado ocupó el
centro de la escena. La importancia del estudio de los primates como campo de
batalla de los orígenes humanos fue reconocida por la historiadora de la
ciencia feminista Donna Haraway. Para ella, como para Marx, el análisis de la
naturaleza de los científicos refleja y constituye la sociedad y la cultura.
Haraway reconstruye la narrativa primatológica presente en los dioramas de los
museos de historia natural, que celebran al hombre como cazador y restringen
las actividades de las mujeres a cocinar y cuidar de los hijos, así como la
narrativa imperial de la raza blanca naturalmente dominante[32].
Para la mayoría de las feministas, especializadas en las
ciencias de la vida o en otro campo del conocimiento, la sociobiología
feminista es un oxímoron, siendo su determinismo hostil al feminismo. Existe no
obstante una contracorriente feminista dentro de la sociobiología que, aunque
todavía explica las relaciones humanas como determinadas por la naturaleza, lee
el orden natural de modo diferente. A diferencia de otras primatólogas
feministas, Sarah Blaffer Hrdy es una sociobióloga declarada, pero igualmente
comprometida con la reestructuración de la primatología. Los estudios de Hrdy
de los langures y otros monos se centran en las hembras y sus prácticas de
crianza, celebrando la función de éstas como fuerza motriz de la evolución
humana. Hrdy hace hincapié en el carácter único del cuidado de niños por parte
de los humanos: las madres chimpancés, bonobús y gorilas también deben cuidar
de su prole durante largos periodos de tiempo, pero se muestran reticentes a
compartir estas tareas con terceros. Por el contrario, las madres humanas
permiten que terceros en quienes confían —se hallen unidos por vínculos de
parentesco o no— cuiden a sus bebes y compartan el cuidado, la crianza y la
educación de los niños[33].
Hrdy denomina a esto «crianza aloparental», pero aunque su concepto nos
distingue de otros primates las ciencias sociales todavía tienen que documentar,
en un contexto social específico dado, en qué grado esta actividad compartida
es ayuda mutua y en qué grado la explotación de los trabajadores mal pagados
son fundamentalmente mujeres.
Como Hrdy, la etóloga feminista Patricia Gowaty es
sociobióloga. Lo que Darwin consideró como «avidez» masculina, y la
masculinista psicología evolucionista salazmente rebautizó como «promiscuidad»,
Gowaty lo denomina «ardor», un término menos cargado, señalando que en muchas
especies que ha estudiado tanto los machos como las hembras muestran esta
característica[34].
De modo similar, si bien tanto Darwin como la psicología evolucionista invocan
la «timidez» femenina en la selección de compañeros sexuales, las etólogas
feministas sostienen a partir de sus observaciones de campo, que la timidez es
un mito y que las hembras al igual que los machos toman la iniciativa. Pero si
la reflexión se extrapola a los humanos, incluso estos avances importantes
llevan aparejada la vulnerabilidad a la cooptación en una diferencia binaria sexual
y de género preordenada. Conscientes de este peligro, las biólogas feministas
han luchado para eliminar los conceptos extraídos del comportamiento humano,
reemplazándolos por términos que describen más precisa y menos salazmente el
comportamiento animal. Así, han cosechado éxito al eliminar el concepto
«violación» de las revistas de comportamiento animal y reemplazarlo por el de
«sexo forzado». Tal redenominación eliminó el lenguaje sexista
institucionalizado de las revistas.
La obsesión de la psicología evolucionista y de la
sociobiología con el sexo humano en ocasiones linda lo pornográfico. Tomemos
como ejemplo la sugerencia de que las mujeres experimentarán más orgasmos
cuando practiquen el sexo adúltero con un varón bien proporcionado que lleve un
reloj Rolex. Que tales datos puedan ser recopilados y su consistencia
verificada es difícil de creer. En esa misma línea se afirma que los hombres
prefieren tener relaciones con mujeres más jóvenes que presenten ratios bajos
de cintura-cadera (una señal de fertilidad, según determinadas opiniones),
mientras que las mujeres optan por más viejos, ricos y poderosos, lo cual
plantea dudas metodológicas similares. El antropólogo evolucionista Robin
Dunbar cita un estudio de 1.000 anuncios de personas en busca de pareja
procedentes de Estados Unidos, Holanda e India en apoyo de estas afirmaciones
universales[35].
Las mujeres de Rubens y las figuras venusianas carentes de cintura de las
culturas del Paleolítico se dejan al margen junto con las semejantes a Victoria
Beckhan y Kate Moss, mientras que Orgullo
y prejuicio de Jane Austen es citado como un manual elemental de psicología
evolucionista en cuestiones de política sexual. El arte, la literatura y la
música, respecto a los cuales no puede determinarse una función biológica
inmediatamente obvia, se presentan como equivalentes humanos de la atracción
sexual de la cola del pavo real. Parece que en Lascaux, Pech Merle y Altamira,
los hombres del Pleistoceno (que eran varones se da por supuesto) entraban con
sus antorchas hasta las profundidades de las cuevas, enfrentándose
valerosamente a los osos que allí habitaban, para pintar bisontes y caballos
sobre sus paredes para impresionar y atraer a las mujeres de este periodo
geológico.
Tales afirmaciones dan por cierto que la única función
biológicamente evolucionada del sexo es la procreación, ignorando la evidencia
sustantiva, inicialmente recopilada por las etólogas feministas, de que la
actividad sexual entre uno de los parientes más próximos de los humanos, los
bonobos, puede divorciarse de la reproducción, teniendo lugar mediante todo
tipo de pautas de comportamiento y de combinación de parejas como parte de la
vida cotidiana del grupo[36].
La investigación de las ciencias sociales relativa a la diversidad de las
prácticas sexuales humanas (espoleada por la crisis del VIH/SIDA) ha sostenido
y profundizado este análisis, pero ni la psicología evolucionista ni la
sociobiología, sean feministas o de otro tipo, están preparadas para reconocer
las ciencias sociales, y mucho menos su contribución al conocimiento. El
proyecto de la sociobiología, tan nítidamente establecido por Wilson, es hacer
las ciencias sociales innecesarias.
Leyes de la naturaleza
Para los biólogos, la evolución es un hecho, sin embargo,
desde los días de Darwin a la actualidad, el proceso, el tiempo y el ritmo del
cambio evolutivo ha sido objeto de continuo debate. La selección natural de
Darwin, incluso fortalecida por la selección sexual (y dejando de lado las
críticas efectuadas previamente de reducir lo social a lo natural), no le
permitió ofrecer un mecanismo para la preservación de las características
favorecidas. Su teoría se desbarató y fue temporalmente reemplazada por la
teoría de la mutación basada en Mendel y la nueva ciencia de la genética, lo cual
dio lugar a la síntesis moderna o neodarwinistas en la década de 1930. Su
ampliación con la «nueva síntesis» de la sociobiología y la selección parental
en la década de 1970 parecía ofrecer un cierre profundamente afín al
individualismo posesivo de la economía política neoliberal. El determinismo
genocéntrico, el «mito del gen», triunfaba. Y sin embargo, incluso en el
momento en que se establecían los fundamentos de la «nueva síntesis», el
concepto mismo de gen sobre el que se basaba la teoría fue desafiado por mor
del nacimiento de la genética molecular. El neodarwinismo, con su intento de
expulsar al organismo para reducir incluso el entorno a un aspecto de un
«fenotipo extendido» y, por consiguiente, en definitiva, a un epifenómeno del
gen, comenzó a ser objeto de disputa. ¿Se trataba de una teoría zombi, muerta
sin saberlo?
Una síntesis todavía más reciente emerge en la actualidad,
cerrando un desajuste que ha durado un siglo entre genética y biología del
desarrollo mediante la epigenética y la evo-devo. La explicación biológica
genocéntrica, con su determinismo inherente, es desafiada por la crítica del
adaptacionismo y el reconocimiento de que pueden existir niveles de selección
distintos del gen individual. La concentración androcéntrica en la selección
sexual y la función que ha desempeñado en la evolución humana ha sido desafiada
y radicalmente modificada por el trabajo de las paleontólogas feministas. Lo
que podría haberse contemplado como un fundamento sólido de la teoría biológica
sobre la que otras disciplinas podrían inspirarse se demuestra inestable,
incluso traicionero. La metáfora de la evolución despega de este zócalo
inestable, impulsada por certidumbres que ya no son válidas.
Las ciencias naturales han asumido y les ha sido otorgada
la autoridad cultural de hablarnos sobre el mundo natural, sobre quiénes somos
y de dónde venimos. No es únicamente una visión particular de la selección
natural la que se ha convertido en el ácido universal, sino la propia
competencia explicativa de la ciencia misma. Aquellos que avanzan afirmaciones
tan preñadas de consecuencias harían bien en recordar la observación de Darwin
contenida en The Voyage of the Beagle:
«Si la miseria de nuestros pobres fuera causada no por las leyes de la
naturaleza, sino por nuestras instituciones, grande sería nuestro pecado»[37].
En el contexto de la actual crisis del capitalismo global, esta reflexión es
tan crucial como cuando fue escrita.
New Left Review
Nº 63, Julio/Agosto
2010
[1] Edward O. Wilson, Sociobiology. The New Synthesis,
Cambridge (MA), 1975 [ed. cast.: Sociobiología:
la nueva síntesis, Barcelona, Omega, 1980]; y Consilience. The Unity of Knowledge, Cambridge (MA), 1998.
[2]
Véanse respectivamente Daniel Dennett, Darwin’s Dangerous Idea. Evolution and the Meanings os Life, 1996;
David Hull, Science as a Process. An
Evolutionary Account of the Social and Conceptual Development of Science,
Chicago, 1988; y Peter Richerson y Robert Boyd, Not hy Genes Alone. How Culture Transformed Human Evolution,
Chicago, 2005.
[3] Véase W.G. Runciman, «The
“Triumph” of Capitalism as a Topic in the Theory of Social Selection», NLR 1/210 (1995); véase también Herbert
Gintis, The Bounds of Reason. Game Theory
and the Unification of the Behavioural Sciences, Pricenton, 2009; y
Geoffrey Hodgson, Economics and Evolution,
Cambridge, 1993.
[4] Hilary Rose y Steven Rose; «The
Radicalization of Science», en The
Radicalization of Science, Londres, 1976.
[5] Sheila Jasanoff (ed.), States of Knowledge. The Co-Production of
Science and Social Order, Londres, 2004.
[6] Karl Marx, 18 de junio de 1862, en
Marx-Engels Collected Work, vol. 41,
Moscú, 1985, p. 380.
[7] Jacob Moleschott (1852), citado en
la introducción de Donald Fleming al libro de Jacques Loeb, The Mechanistic Conception of Life
[1912], Cambridge (MA), 1964.
[8] C. Darwin, On the Origin of Species [1859], Oxford, 1996, p. 395 [ed. cast.: El origen de las especies, Madrid, Akal,
1995].
[9] Citado por Ian Gough, «Darwinian
Evolutionary Theory and the Social Science», Twenty-First Century Society III, 1 (2008), p. 65.
[10] Adrian Desmond y James Moore, Darwin’s Sacred Cause, Londres, 2009.
[11]
C. Darwin a J.D. Hooker, 6 de mayo de 1858; citado en J.F.M. Clark, Bugs and the Victorians, New Haven,
2009.
[12] Aunque los biólogos en la
actualidad contemplan la selección sexual como una de las características
esenciales de la teoría de la evolución y los divulgadores —especialmente los
psicólogos evolucionistas— la aceptan incuestionablemente, los intentos de
demostrarla empíricamente entre, por ejemplo, los pavos no se han revelado
totalmente exitosos. Por otro lado, puede demostrarse que ambos sexos tienen
otras potenciales estrategias sexuales. Así, mientras ciervos magníficamente
dotados de cornamenta están encelo, las hembras pueden optar por aparearse
discretamente con machos menos dotados.
[13] C. Darwin, Descent of Man, and Selection in Relation to Sex, Londres, 2004, p.
622 [ed. cast.: El origen del hombre y la
selección en relación al sexo, Madrid, Edaf, 1999].
[14] Antoinette Brown Blackwell, The Sexes through Nature, Nueva York,
1875.
[15] El término fue acuñado por William
Bateson, aunque el biólogo botánico danés Wilhelm Johannsen había denominado
«genes» a los «determinantes ocultos» de Mendel.
[16] Theodosius Dobzhansky, «Nothing in
Biology Makes Sense except in the Light of Evolution», American Biology Teacher XXXV, 3 (1973).
[17] Richard Dawkins, The Selfish Gene, Oxford, 1976 [ed.
cast.: El gen egoísta, Barcelona,
Salvat, 1986].
[18] Los primeros resultados de este
esfuerzo se anunciaron en Science el
20 de mayo de 2010.
[19] Francis Collins, The Language of Life, 2010.
[20] Susan Oyama, The Ontogeny of Information, Cambridge, 1985.
[21] Steven Rose, Richard Lewontin y
Leo Kamin, Not in Our Genes, 1984
[ed. cast.: No está en los genes. Crítica
del racismo biológico, Barcelona, Crítica, 1996].
[22] Un proceso denominado
«canalización» por Waddington.
[23] Stephen Jay Gould y Richard
Lewontin «The Spandrels of San Marco and the Panglossian Paradigm» [«Las
enjutas de San Marcos y el paradigma panglossiano»], Proceedings of the Royal Society of London, Biological Sciences
CCV, 1161 (1979).
[24] Véase Simon Conway Morris, Life’s Solution, Cambridge, 2003.
[25] Por el contrario, Wallace, el
coproponente de la selección natural, se opuso a la extensión del principio a
la emergencia de los seres humanos.
[26] Marc Hauser, Moral Minds, Londres, 2006 [ed. cast.: La mente moral, Barcelona,
Paidós, 2008].
[27] E. O. Wilson, On Human Nature, Cambridge (MA), 1979.
[28] Steven Pinker, How the Mind Works, Londres, 1998 [ed.
cast.: Cómo funciona la mente.
Barcelona, Destino. 2001].
[29] Ann Arbor Science for the People
Editorial Collective, Biology as a Social
Weapon, Minneapolis, 1977 [ed. cast.: La
biología como arma social, Alhambra, Madrid, 1982].
[30] Véase, por ejemplo, la serie Genes and Gender, editada por Ethel
Tobach, Betty Rosoff, Ruth Hubbard, Marion Lowe y Anne Hunter, Nueva York,
1978-1994.
[31] Cuestión incluida en Ruth Hubbard,
Mary Sue Henifin y Barbara Fried (eds.), Women
Look at Biology Looking at Women, Boston, 1979, pp. 7-36.
[32] Donna Haraway, Primate Visions, Londres, 1989. Haraway
denomina a estas narrativas «cuentos», sean los de la primatología
androcéntrica y racista dominante o los de la nueva primatología feminista.
Bien recibida por los postestructuralistas y los posmodernos que negaban la
posibilidad de la verdad, su análisis se topó con una recepción hostil no
únicamente de los primatólogos masculinistas sino inicialmente también
feministas. La postura epistemológica de Haraway es ambigua, por decirlo
suavemente: tras haber dejado de lado los análisis arduamente elaborados de los
primatólogos (incluidos los suyos) como «cuentos», ella observa que algunos
cuentos son mejores que otros.
[33] Sarah Blaffer Hrdy, The Woman that Never Evolved, Cambridge
(MA), 1981, y Mothers and Others,
Cambridge (MA), 2009.
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