Si algo ha quedado claro de la huelga general de la semana
pasada es la uniformidad en el comportamiento de los medios de comunicación.
Todos formaron un bloque cerrado, monolítico, con la única intención de
desactivarla, negarle cualquier atisbo de legitimidad y presentar su resultado
como un fracaso y como enormemente dañina para la economía nacional, lo que sin
duda parece un tanto contradictorio porque —si la huelga ha fracasado y apenas
ha tenido incidencia— no se explica cómo ha podido tener un coste tan alto.
Los medios de comunicación siempre han estado al servicio
del poder económico. Ellos mismos son poder económico; pero al menos antes
trataban de vestir al santo y cubrir las apariencias. Intentaban dar el pego y
presentar una traza de pluralidad, permitiendo la entrada, alguna que otra vez,
de una voz discordante. En realidad era solo apariencia, pero hasta eso ha
desaparecido ya. Se han quitado la careta. Han perdido todo pudor y no tienen
el menor inconveniente en emplear todas sus armas, lícitas e ilícitas al
servicio de sus intereses, que no son otros más que los del capital que los
controla o los de los organismos y asociaciones de la derecha más reaccionaria.
¿Dónde queda la libertad de prensa? ¿En qué consiste el
derecho a la información? Es tan solo el derecho de las empresas de la
comunicación a desinformar a los ciudadanos y a lanzar las soflamas precisas
para conseguir que las sociedades retornen al capitalismo salvaje del siglo
XIX. El único pluralismo que se consiente es el de sus luchas corporativas en
las que cada compañía persigue robar un trozo de pastel a la competidora.
Pero es quizás en momentos como este, frente a una huelga
general, cuando el poder mediático se muestra con toda su fuerza y capacidad de
destrucción verbal. Es curiosa la inquina que despiertan los sindicatos y de
qué manera se pretende desprestigiarlos utilizando todos los instrumentos
posibles. Desde luego no diría yo que están en su mejor momento. Cabría hacerse
una pregunta: cómo podrían estarlo después de haber aceptado Maastricht y la
globalización. Pero ello sería objeto de otro artículo, que nos llevaría a la
cuestión de por qué ha desaparecido la socialdemocracia a la que los sindicatos
han estado tan unidos.
Pero volvamos a nuestro tema. Soy consciente de que las
organizaciones sindicales han cometido muchos errores y están plagadas de
defectos, pero todos ellos parecen pecados veniales cuando se comparan con los
cometidos por los políticos, los banqueros, los empresarios, los medios de
comunicación, por la Iglesia
y otras muchas instituciones, organizaciones o gremios. En todo caso, cuando se
contempla la saña con la que desde las posiciones más reaccionarias se arremete
contra ellos, llego a la conclusión de que son necesarios y de que, aun con
todas sus lacras y defectos, son de los pocos asideros que todavía les quedan a
los ciudadanos para oponerse y hacer frente a la oligarquía política, mediática
y económica.
Desde la atalaya de los medios de comunicación se ha
querido deslegitimar la huelga general desprestigiando primero a los
convocantes, que en esta ocasión no eran solo los sindicatos, pero también los
sindicatos, de los que se afirma que no representan a nadie, dado el bajo nivel
de afiliación. Que la afiliación sindical sea más bien escasa no extraña
demasiado en un país que se ha caracterizado tradicionalmente por el carácter
individualista de sus habitantes, pero en cualquier caso es bastante más
elevada que la militancia política.
Han reiterado que la huelga general resulta anacrónica,
contraproducente y, por supuesto, lo último que necesita ahora nuestra economía
dada la crisis que la aflige. Con ello se daba a entender que esta es algo
sobrevenido, que la actuación de los distintos gobiernos y de los poderes
fácticos no ha tenido nada que ver en su génesis y que la respuesta que se
viene dando a la misma es la única posible y no caben alternativas. Pero lo
cierto es que no es así y que la crisis económica está sirviendo muy bien a
determinados grupos y sectores que la utilizan como pretexto para desmantelar
el Estado social y destruir los derechos laborales adquiridos a lo largo de
muchos años.
En pocas ocasiones las huelgas y las manifestaciones
habrán estado más justificadas. En cuanto a su utilidad, la Historia demuestra que
las conquistas sociales nunca se han obtenido gratuitamente, y que los actos de
reivindicación y protesta que en un primer momento no parecen tener resultado,
constituyen el abono para futuros avances.
Desde el búnker mediático se había decidido con antelación
a su celebración que la huelga debía presentarse como un fracaso fuese cual
fuese el seguimiento real. Pero las diversas actuaciones no pueden considerarse
éxitos o fracasos en abstracto, sino en función y de acuerdo con los efectos
que se pueden esperar de manera lógica. Es evidente que los parados y los
pensionistas no pueden hacer huelga. Tampoco aquellos que tenían que cubrir los
servicios mínimos, bastante amplios en transportes, sanidad o educación, menos
numerosos pero existentes en todos los sectores o actividades. Los trabajadores
con contrato precario, los temporales, tenían otro tipo de imposibilidad, la
moral (pero no por eso menos real), la que deriva de la coacción y del miedo a
ser despedido, coacción que afecta también a los trabajadores —aunque sean
fijos— de las empresas pequeñas, en las que el poder del empresario es muy
fuerte. Y por último, no hay que olvidar otra imposibilidad, la de muchos
trabajadores cuya situación económica es tan crítica que no pueden permitirse
el lujo de perder un día de salario. Teniendo en cuenta todas estas
circunstancias, lo extraño es que el seguimiento de la huelga fuese tan
elevado. Pero si a alguien le queda alguna duda de la inmensa irritación que
tiene la ciudadanía, para que se le disipe tan solo debería considerar sin
manipulaciones de cifras la asistencia a las manifestaciones; hay que
remontarse a las grandes manifestaciones del 14-D de 1988 o del 23-F del 81, o
la de la protesta por la muerte de Miguel Ángel Blanco para encontrar una
afluencia de público superior.
El mayor descaro de los talibanes mediáticos y políticos
se encuentra en su empeño en cifrar en euros el coste de la huelga y en
elucubrar acerca de los bienes o servicios sociales que se hubieran podido
sufragar con esa cantidad, olvidando que esa pérdida y el coste los soportan
los trabajadores mediante una reducción de su sueldo.
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