martes, 11 de octubre de 2011

La intervención pública y el socialismo de los ricos

Por Francesco Mancini
(Sicilia libertaria)

No es verdad en absoluto que los Estados considerados desarrollados, y sobre todo los más grandes entre ellos, tales como EE UU y el Reino Unido, sean prejuiciosamente contrarios a políticas intervencionistas o asistenciales de tipo más o menos abiertamente socialista.

Economistas como Krugman y, en su momento, Galbraith, han subrayado con ironía, pero sin llegar a exagerar, que el socialismo puede considerarse entre otras cosas como característica estadounidense.

Hay que precisar que, las más de las veces, por no decir siempre, se trata de un tipo muy especial de socialismo, en cuanto que es practicado en beneficio directo o indirecto de las clases más poseedoras y, en particular, de las clases capitalistas y empresariales.

Tenemos la enésima confirmación tras la reciente crisis económico-financiera, todavía en curso, que ha visto fuertes e inusitadas intervenciones de los gobiernos y de los bancos centrales a favor de grandes y grandísimos bancos de negocios, sociedades financieras y empresas multinacionales.

Se han empleado colosales cifras sin precedentes, incluso recurriendo a la emisión de papel moneda como único modo de evitar la bancarrota total del sistema y que las entidades económico-financieras a salvar fueran consideradas demasiado grandes como para quebrar.

No hay que olvidar que para el salvamento ha sido empleado el dinero del contribuyente y de los ahorradores, mientras que lo mínimo que se puede decir es que no ha habido ni tanta ni ninguna solicitud para los problemas de la gente común.

En el caso que nos ocupa, el dinero ha sido entregado a los grandes bancos y sociedades financieras que han provocado la gran burbuja inmobiliaria y la crisis crediticia y financiera provocada por su implosión, mientras que no ha habido ninguna a los propietarios de inmuebles que fueron inducidos a hipotecarse para adquirirlos.

Por otra parte, caben pocas dudas de que los centenares de pequeñas y medianas entidades de crédito a las que tranquilamente han dejado quebrar en los sucesivos años de crisis, proporcionen apoyo financiero propio a exponentes de las clases más desfavorecidas, convencidos y seducidos por la idea de avanzar un paso por delante.

Pero el socialismo de los ricos no es nada raro en periodos, por así decirlo, normales, no caracterizados por crisis de particular gravedad, o en tiempos de negocios y beneficios manifiestamente florecientes.

Es de hecho evidente, en tiempos considerados como normales, la donación de elevadas sumas a favor de los ricos, bajo forma de subvenciones, incentivos, subsidios, beneficios fiscales y, sobre todo, contratos de arriendo y provisión a cargo de los presupuestos estatales y del erario público.

A fin de cuentas, quienes pierden son los contribuyentes y los ahorradores que, como ha sido confirmado con los acontecimientos, son llamados a cubrir las pérdidas de los que son demasiado grandes para quebrar, a la vez que son excluidos de los beneficios colosales conseguidos por aquellos en los precedentes periodos de vacas gordas.

Por todo ello, el socialismo de los ricos se puede sintetizar correctamente en la fórmula «beneficios privados, pérdidas públicas».

La enorme entrada de liquidez y la transformación de una amplia parte de la deuda privada en deuda pública ha salvado, al menos provisionalmente, al sistema financiero de la bancarrota, sin impedir una recesión económica severa y prolongada.

Por otra parte, no se puede decir que quien ha sido salvado gracias a las ayudas públicas haya mostrado alguna forma, si no de reconocimiento, al menos de discreción, pudor o autolimitación en los niveles de avidez, arrogancia, desprecio y agresividad financiera sucesivamente manifestados según iban recibiendo las ayudas.

No ha habido tampoco ninguna cautela particular, por parte de los entes públicos donantes, tendente a defenderse de tales manifestaciones de desprecio.

A fin de cuentas, lo que queda es que los beneficiados han utilizado los ingentes recursos recibidos de manos públicas, en gran parte al menos, para morder esas mismas manos.

Ha sucedido que los grandes bancos de negocios y sociedades financieras se han afanado en usar los medios y el crédito puestos a su disposición a precios de risa para crear nuevas burbujas especulativas, especialmente en el sector de las materias primas, en el ataque a las divisas y a la deuda soberana, es decir, a los títulos de deuda pública de los Estados financiadores.

En relación a tales eventos, se ha dado por descontado que se trataba de errores sin mala fe de las autoridades monetarias y gubernativas, tan graves como para calificarlas de incompetencia e inconsciencia, y han descartado la hipótesis de la culpa grave y del dolo, es decir, del engaño en perjuicio de la entidad representada.

Ha sido implícitamente excluida la posibilidad de que no se haya tratado de errores o de ingenuidad sino de una auténtica complicidad con los especuladores, esa que en la guerra viene definida como connivencia con el enemigo.

Las guerras financieras son siempre guerras y causan también un gran número de víctimas entre quienes no pueden mantener los altos precios impuestos por la especulación.

Por lo demás, de quién sean objetivamente amigos y de quién enemigos cuantos han favorecido cuantiosas ayudas a quienes han provocado la crisis, sin contemplar siquiera la posibilidad de ayudar a las víctimas, los hechos lo dirán y no los galimatías de economistas y medios de comunicación complacientes.

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