martes, 11 de octubre de 2011

RETRATO DEL CIVILIZADO (Texto extraido de "La Caida en el Tiempo" de E.M. Cioran.)

                                                   
       "La Civilización sería imunda, si no estuviera condenada"

     El empeño por desterrar del paisaje humano lo irregular, lo imprevisto y lo deforme raya en la inconveniencia. Seguramente podemos deplorar que ciertas tribus gusten aún de devorar a ancianos que estorban demasiado; pero nunca consentiremos que se acose a unos sibaritas tan pintorescos, además de que el canibalismo representa un modelo de economía cerrada, al tiempo que un uso que podría seducir un día a un planeta atestado. No obstante, mi propósito no es el de apiadarme de la suerte de los antropófagos, aunque se los persiga sin piedad, vivan en el terror y sean hoy los grandes perdedores. Reconozcámoslo: su caso no es necesariamente excelente. Por lo demás, cada vez resultan más raros: una minoría acorralada, desprovista de confianza en sí misma, incapaz de defender su causa. Muy diferente nos parece la situación de los analfabetos, masa considerable, apegados a sus tradiciones y sus privilegios, contra la cual se actúa con una virulencia que nada justifica. Pues, ¿acaso es malo, a fin de cuentas, no saber leer ni escribir? Con toda franqueza, no puedo creerlo. Voy más lejos incluso: afirmo, en realidad, que, cuando haya desaparecido el último iletrado, podremos guardar luto por el hombre.
         El interes que el civilizado siente por los llamados pueblos atrasados es de lo más sospechoso. Incapaz de soportarse más, se esfuerza por descargar sobre ellos el exceso de males que lo abruman, los incita a probar sus miserias, los conjura a afrontar un destino que ya no puede arrostrar solo. A fuerza de examinar la suerte que tienen por no haber "evolucionado", experimenta hacia ellos los resentimientos de un temerario confuso y descentrado. ¿Con que derecho permanecen aparte, fuera del proceso de degradación que tanto tiempo lleva soportando él y al que no logra sustraerse? La civilización, su obra, su locura, le parece un castigo que se ha inflingido y quisiera, a su vez, hacer sufrir a quienes hasta ahora se han librado de él. "Venid a compartir las calamidades, sed solidarios de mi infierno": ése es el sentido de su solicitúd para con ellos, ése es el fondo de su indiscreción y su celo. Crispado por sus taras u, más aún, por sus "luces", no cesa hasta imponerselas a quienes tienen la suerte de estar exentos de ellas. 
         Si trabajas en pro de la conversión de otro, nunca será para aportarle la salvación, sino para obligarlo a sufrir como tú, para que se vea expuesto a las mismas adversidades y pase por ellas con la misma impaciencia. La intolerancia es propia de mentes destrozadas cuya fe se reduce a un suplicio más o menos deseado que querrían ver generalizado, instituido. Como la felicidad de los demás nunca ha sido un móvil ni un principio de acción, tan sólo se la invoca para tranquilizarse la conciencia o cubrirse con nobles pretextos: sea cual fuere el acto que se decida, el impulso que conduce a él y precipita su ejecución es casi siempre inconfesable. Por prestigiosas que sean sus apariencias, no por ello deja el proselitismo de derivarse de una generosidad equívoca de efectos peores que una agresividad patente. No es para librar, sino para encadenar, para lo que se hace el esfuerzo de convertir.
         En cuanto alguien se deja apresar por una certidumbre, envidia tus opiniones fluctuantes, tu resistencia a los dogmas y a los lemas, tu bienaventurada incapacidad para enfeudarte a ellos. Ruborizado en secreto de pertenecer a una secta o un partido, avergonzado de poseer una verdad y de haberse dejado dominar por ella, no sentirá resentimiento contra sus enemigos declarados, contra quienes poseen otra, sino contra tí, contra el Indiferente, culpable de no perseguir ninguna. Si, para escapar a la esclavitud en que ha caido él, buscas refugio en el capricho o la aproximación, hara todo lo posible para impedírtelo, para someterte a una servidumbre análoga y, de ser posible, idéntica a la suya.
        También el civilizado, víctima de una conciencia exacerbada, se esfuerza por comunicar las angustias que ésta entraña a los pueblos refractarios a sus descuartizamientos. ¿Como aceptar que se nieguen a esa división respecto de sí mismo que lo abruma y socava, que no sientan curiosidad por ella y la rechacen? Utilizando todos los artificios a su disposición para hacerlos ceder, para inducirlos a asemejársele y recorrer el mismo calvario que él, los seducirá mediante su civilización, deslumbrándolos con sus prestigios y haciendo que imiten todos sus aspectos nocivos, todo lo que hace de ella un azote concertado y metódico. Si hasta entonces eran inofensivos y bonachones, en adelante querrán ser fuertes y amenazadores, para mayor satisfacción de su bienhechor, consciente de que, en realidad, serán -a su imagen y semejanza- fuertes y estarán amenazados. Así, pues, se interesará por ellos y los "asistirá". ¡Qué alivio al contemplarlos, mientras se enredan en los mismos problemas y estupideces que él y se encaminan hacia la misma fatalidad! Volverlos complicados, obsesionados, transtornados, eso precisamente era lo que deseaba. Su fervor, propio de neófitos, por la herramienta y el lujo, por las mentiras de la técnica, lo tranquiliza y lo alegra: otros condenados más, compañeros de infortunio inesperados, aptos para asistirlo, a su vez, para cargar con una parte del peso que lo abruma o, al menos, para llevar otro tan pesado como el suyo. Eso es lo que él llama "promoción", palabra bien elegida para disimular su perfidia y sus llagas.


         Ya solo se encuentran restos de humanidad entre los pueblos que, distanciados por la Historia, no tienen la menor prisa por alcanzarla. Situados en la retaguardia de las naciones, sin sentir jamás la tentación del proyecto, cultivan sus virtudes desfasadas, se sienten obligados a quedar anticuados. "Retrógrados" son - no cabe la menor duda - y, si tuvieran medios para mantenerse en su estancamiento, perseverarían en él de buen grado. Pero no se les permite. La conspiración que los otros, los "avanzados", traman contra ellos, está organizada con demasiada habilidad como para que consigan desbaratarla. ¿Por qué asombrarse de ello o lamentarlo? ¿acaso no se ve por doquier cómo triunfan los simulacros sobre la esencia, la agitación sobre el reposo? ¿y acaso no parece que presenciamos la agonía de lo indestructible? Todo paso adelante, toda forma de dinamismo, entraña alguna vertiente satánica: el "progreso" es el equivalente moderno de la Caída, la versión profana de la perdición. Y los que creen en él y lo promueven, todos nosotros en definitiva, ¿que somos sino réprobos en marcha, predestinados a lo inmundo, a esas máquinas, a esas ciudades, de las que sólo un desastre exhaustivo podría librarnos? Sería la ocasión única para que nuestros inventos demostraran su utilidad, y se rehabilitasen ante nosotros.
        No se "perfecciona" uno  ni avanza impunemente. Estábamos hechos para vegetar, para regocijarnos en la inercia, y no para perdernos con la velocidad y la higiene, responsable de la profusión de esos seres desencarnados y asépticos, de ese hormiguero de fantasmas en el que todo se agita y nada vive. Dado que cierta dosis de suciedad es indispensable al organismo (fisiología y mugre son términos intercambiables), la perspectiva de una limpieza a escala del planeta inspira una aprehensión legítima. Deberiamos habernos atenido, piojosos y serenos, a la compañía de los animales, encenagarnos durante más milenios a su lado, respirar el olr de los establos y no el de los laboratorios, morir de nuestras enfermedades y no de nuestros remedios, girar en torno a nuestro vacío y hundirnos en él poco a poco. Estamos tan intoxicados por la civilización, nuestra droga, que nuestro apego a ella presenta las caracteristicas de un fenómeno de hábito, mezcla de éxtasis y execración. Tal como es, acabará con nosotros, de eso no cabe la menor duda; en cuanto a renunciar a ella y librarnos, no podemos, hoy menos que nunca. No menos significativo nos parece el acontecimiento reciente del psicoanálisis, terapéutica sádica, dedicada a irritar nuestros males más que a calmarlos y singularmente experta en el arte de substituir nuestros malestares ingenuos por malestares alambicados. Debemos el diagnóstico de nuestro mal a un insensato, más marcado, más aquejado que todos nosotros, a un maniatico consumado, precursor y modelo de nuestros delirios.
         La civilización, con todo su aparato, se basa en nuestra propensión a lo irreal y lo inútil. Si aceptáramos reducir nuestras necesidades, satisfacer solo las necesarias, se vendría abajo al instante. Que no nos vengan a repetirnos machaconamente que nos ha curado del miedo. En realidad, la correlación entre la multiplicación de nuestras necesidades y el aumento de nuestros terrores es evidente. Nuestros deseos, causas de nuestras necesidades, suscitan en nosotros una inquietud constante, mucho más intolerable que el estremecimiento experimentado, en el estado natural, ante un peligro fugitivo. Ya no temblamos intermitentemente; lo hacemos sin descanso. Aquí estamos, entregados a falsificaciones de infinito, a un absoluto sin dimensión metafísica, sumidos en la velocidad, por no estarlo en el éxtasis.


                                                    Ciorán con su bicicleta.

         ¡Esa chatarra jadeante, réplica de nuestra agitación, y esos espectros que la manipulan, ese desfile de autómatas, esa procesión de alucinados! ¿Adónde van? ¿qué buscan? ¿qué halito de demencia los arrebata? Cada vez que me inclino a absolverlos, que concibo dudas sobre la legitimidad de la aversión o el terror que me inspiran, me basta con pensar en las carreteras rurales durante los domingos para que la imagen de esa chusma motorizada me reafirme en mis repugnancias y mis espantos. Al estar abolido el uso de las piernas, el caminante, en medio de esos paralíticos al volante, parece un excéntrico o un proscrito; pronto se lo considerará un monstruo. Ya no hay contacto con el suelo: todo lo que en él se hunde ha llegado a sernos ajeno e incomprensible. Pese a estar cortados de toda raíz y ser, además, ineptos para congeniar con el polvo o el barro, hemos logrado la hazaña de romper no sólo con la intimidad de las cosas, sino también con su propia superficie.
       ¿Fué de verdad para "ganar tiempo" para lo que se inventaron esos vehiculos?  El civilizado, más desprovisto, más desheredado que el troglodita, no tiene un instante para sí; sus propios ocios son febriles y opresivos: un forzado de permiso, que sucumbe a la melancolía y a la pesadilla de las playas.  Calculador pese a su locura, se imagina que sus preocupaciones y tribulaciones serían menores, si consiguiera concedérselas, en forma de "programa", a los pueblos "subdesarrollados", a los cuales reprocha no estar "al cabo de la calle", es decir, en el vértigo. A fin de realizar su sueño de una humanidad sin aliento, perdida y cronometrada, recorrerá los continentes, siempre en busca de nuevas víctimas sobre las que derramar el exceso de su febrilidad y sus tinieblas.
         Estamos aquí para forcejear con la vida y la muerte, no para esquivarlas, como nos invita a hacer la civilización, empresa de disimulo, maquillaje de lo insoluble. Aunque consiguiera, secundada por la inutil Ciencia, barrer todos los azotes o concedernos, para engolosinarnos, planetas a modo de recompensa, solo lograría aumentar nuestra desconfianza y nuestra exasperación. Cuanto más se ajetrea y se pavonea, mas envidiamos las épocas que tuvieron el privilegio de ignorar las facilidades y las maravillas con que no cesa de gratificarnos. Esos espectros, esos autómatas, esos alucinados, resultan menos odiosos, si reflexionamos sobre los móviles inconscientes, las razones profundas de su frenesí: ¿acaso no sienten que el plazo que se les ha concedido se reduce día tras día? ¿Y acaso no es para desechar esa idea para lo que se sumergen en la velocidad? Las máquinas son la consecuencia y no la causa de tanta prisa, de tanta impaciencia. No son ellas las que impulsan al civilizado a su perdición; antes bién, las ha inventado él porque ya se dirigía hacia aquella; son medios, auxiliares, para alcanzarla más rápida y eficazmente. El civilizado las distribuye, se las impone a los atrasados, a los rezagados, para que puedan seguirlo, adelantarlo incluso en la carrera hacia el desastre, en la instauración de un amor universal y mecánico. Y para asegurar su advenimiento, se dedica encarnizadamente a nivelar, uniformar el paisage humano, borrar sus irregularidades y vedar sus sorpresas; le gustaría que no reinaran en él las anomalías, sino la anomalía, la anomalía monótona y rutinaria, convertida en norma de conducta, en imperativo. Tacha de obscurantismo o extravagancia a los que lo eluden y no cejará hasta devolverlos al camino recto, a los errores propios de él.
        A los iletrados, en primerísimo lugar, les repugna caer en ella. Así, pues, los forzará a ello, los obligará a aprender a leer y escribir a fin de que, atrapados en la trampa del sber, ninguno de ellos escape más a la desgracia común. Tan grande es su obnubilación, que no concibe siquiera que se pueda optar por extravíos diferentes del suyo. Privado como está del descanso necesario para el ejercicio de la autoironía, a la que debería incitarlo una simple ojeada a su destino, se priva, así, de todo recurso contra sí mismo, con lo que resulta aún más funesto para los demás. Aún siendo agresivo y lamentable a un tiempo, no carece de cierto patetismo: se comprende por qué, ante lo inextricable en que se ha encerrado, se experimenta cierto embarazo a la hora de denunciarlo y atacarlo, además de que siempre resulta de mal gusto hablar mal de un incurable, aunque sea odioso. Pero, ¿podríamos emitir el menor juicio sobre cosa alguna, si nos negáramos a caer en el mal gusto? 

 
       
       



       

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