Por TARIQ ALÍ
(2002)
En 1973 la situación se estancó y se mantuvo inalterada durante cuatro años. Al parecer, Jimmy Carter, el nuevo presidente demócrata de la Casa Blanca, era partidario de presionar a los bandos enfrentados en Oriente Próximo para que alcanzaran un acuerdo sobre Palestina. Antes de que tuviera tiempo para actuar, el régimen egipcio conmocionó al mundo al adoptar la decisión unilateral de firmar la paz con Israel: el presidente Sadat viajó a Jerusalén en 1977, abrazó públicamente al primer ministro israelí Menahem Begin, y firmó un tratado de paz. Los israelíes evacuaron los territorios egipcios ocupados, ambos países intercambiaron embajadores y por un momento pareció que aquella puesta en escena bastaría para resolver todos os problemas con la misma facilidad. Las noticias transmitidas por la radio y la televisión egipcias iban revestidas de sumisas mentiras. Israel dejó bien sentado entonces, y lo reiteró más adelante, que no renunciaría a su política de establecer asentamientos judíos en los territorios conquistados.
La estrategia de Sadat obedecía a un doble propósito. La intifah («puerta abierta»), que fue el nombre que recibió el proceso, constituía una ruptura oficial con los principios básicos del pasado nasserista. En lo referente a la política exterior, supuso el fin de la neutralidad, la dependencia militar y la reincorporación a la esfera occidental.
La geografía social del país se vio asimismo radicalmente transformada por la intifah. El gigantesco sector público venía prestando a la mayoría del pueblo algún tipo de protección, proporcionándole alimentos, vivienda, atención sanitaria o servicios educativos. Estas ayudas, tal vez insuficientes, eran mejores que lo que estaba por venir. Durante el periodo nasserista, las diferencias de renta se mantuvieron en un nivel relativamente bajo. Los grandes reproches que se hacían al régimen eran la corrupción y la represión política. Y ambos fueron la causa principal de que el pueblo se distanciará del régimen.
Sadat decidió privatizar el país sin liberalizar sus estructuras políticas. En otras palabras, el mercado era sagrado. La izquierda egipcia se quejaba en privado, pero no tenía la fuerza ni el ánimo necesarios para organizar una protesta. Los liberales laicos optaron por respaldar la nueva organización en la creencia de que traería consigo la democratización. Pero no fue así. Las privatizaciones y la apertura al capital extranjero acarrearon una polarización de las clases sociales que no se reflejó en las estructuras políticas del Estado posnasserista. Durante el régimen anterior, la política también había estado sometida a un estricto control, pero las facciones bien delimitadas de la Unión Socialista Árabe actuaban de portavoz de los intereses de las distintas capas sociales. Ahora incluso ese recurso dejó de existir. La única oposición posible habría de ser clandestina.
Los Hermanos Musulmanes y los grupos de signo más radical surgidos de ellos eran las organizaciones con mayor experiencia en las actividades clandestinas. Infiltradas desde hacia tiempo en el ejército, decidieron llevar a cabo una acción pública y espectacular para demostrar su hostilidad al régimen. El 6 de octubre de 1981, en el cuarto aniversario de la intifah, cuatro soldados que marchaban en un desfile militar bajaron sus armas al pasar ante el presidente egipcio y ametrallaron la tribuna de las autoridades. Sadat murió y varis miembros de su séquito resultaron heridos. La élite se quedó apesadumbrada; la nación, indiferente. El contraste con el entierro de Nasser no podía haber sido mayor.
Se capturó, juzgó y ejecutó a los asesinos. Se prohibió el uso de armas cargadas en actos ceremoniales, y no sólo en Egipto. Pero las condiciones internas y externas que habían provocado el pujante resurgimiento de las actividades islamistas permanecieron intactas. Mubarak reemplazó a Sadat y no tardó en hacer concesiones de carácter social y cultural a los extremistas religiosos para que respetaran su apolillada dictadura. De esta suerte, los extremistas reforzaron su posición y consiguieron ampliar sus apoyos sociales. Ahora bien, el acontecimiento que había inspirado el nuevo estallido del fervor político y religioso había tenido lugar fuera del mundo árabe.
Los frentes de batalla simbólicos quedaron establecidos en 1971, cuando un monarca frívolo y henchido de confianza, cegado por los halagos de los aduladores nacionales y extranjeros, e inconsciente de su aislamiento de su pueblo, decidió emular a Cecil B. De Mille celebrando su cumpleaños con un gran festejo en honor a Ciro el Grande y del 2.500 aniversario de la «monarquía iraní». Todo lo relacionado con este evento era muy cuestionable, incluida la fecha. El motivo de la espectacular puesta en escena resultaba evidente: reducir la inseguridad genealógica de la «Luz de los arios», como el Sha gustaba de llamarse a sí mismo. Para la ocasión se escogió un lugar histórico: las ruinas de Persépolis, la antigua capital persa.
Casi todos los invitados acudieron a la cita. Los emperadores Halie Selassie e Hiro-Hito de Etiopía y Japón, los reyes menos encumbrados de los países del Benelux y de Escandinavia, y los de rango aún menor de Marruecos, Jordania y Nepal; el príncipe Carlos, heredero del trono británico, y una miscelánea de políticos diversos. Entre ellos, el picapleitos Spiro Agnew (a la sazón vicepresidente de Estados Unidos) y el presidente soviético, Podgorni, así como un representante del Politburó chino. Pompidou, el presidente de Francia, fue el único político europeo que decidió no participar en la celebración. Tal vez su reciente experiencia de las barricadas parisinas de mayo del 68 le había dotado de una visión de futuro más acertada que la de sus homólogos de otros países. Estaban asimismo presentes numerosas celebridades del mundo académico y de la pantalla, tanto de Estados Unidos como de Europa, entre ellas el distinguido politólogo británico sir Isaiah Berlin, cuyo vigoroso panfleto Two Concepts of Liberty («Dos conceptos de libertad») se había publicado recientemente en Irán y había recibido una acogida clamorosa de los cortesanos. El gran hombre dio una conferencia en Teherán con tal motivo. No se revelaron los honorarios que cobró.
Según los medios de comunicación, los asistentes disfrutaron mucho del festejo. La comida y veinticinco mil botellas de vino se habían traído de París. El único ingrediente nacional del menú fue el caviar, procedente del mar Caspio. Los costes de la celebración ascendieron a la bagatela de 300 millones de dólares —incluidos, es de suponer, los «gastos» de las celebridades ajenas al mundo de la política—, una cantidad suficiente para alimentar durante varios meses a toda la población de un país tercermundista.
El momento álgido del espectáculo fue de puro estilo kitsch. Los invitados se quedaron mudos de asombro cuando los focos iluminaron al engalanado ocupante del Trono del Pavo Real en pie sobre la sepultura de Ciro. El Sha superó el miedo escénico para pronunciar la frase que había ensayado hasta la saciedad: «Duerme tranquilo, Ciro, que nosotros velamos»[1].
Al regresar al prosaico mundo de la universidad estadounidense, los emocionados orientalistas aseguraron que el viento del desierto comenzó a soplar cuando el Sha pronunció las palabras mágicas. No habían advertido que se fraguaban otros vendavales. Mientras el Sha agasajaba a los líderes de Occidente y Oriente, un clérigo iraní poco conocido fuera de su país lanzaba una agorera advertencia. Jomeini hizo sonar la alarma desde el exilio en Irak:
La agitación revolucionaria había ido cundiendo en Irán desde finales de 1977. En febrero de 1979, el triunfo de la revolución constituyó un paradójico fracaso. La lucha de las masas contra el gobernante brutal y corrupto apoyado por Occidente culminó con el derrocamiento de la monarquía. En el momento crucial, el ejército iraní se negó a abrir fuego contra el pueblo. Los regimientos especiales creados para reprimir los levantamientos se dividieron. La huida al exilio del Sha de Irán señaló el final de la dinastía más efímera de la historia del país. Se tomaron por asalto las cárceles. Los presos políticos, torturados y aturdidos, no podían creer que su causa al fin se hubiera impuesto.
Llevaban casi dos años de espera. Dentro y fuera de las cárceles se sabía que el Sha tenía perdida la batalla y que su abdicación sólo era cuestión de tiempo, pero el factor tiempo es esencial en las revoluciones. Puede determinarlo todo. Ahora había llegado el momento de liberar a los presos.
Las multitudes festejaban el triunfo en las calles. Reinaba un ambiente de euforia. Se produjeron escenas que ya eran comunes en la historia. El pueblo parisino aglomerado junto a la Bastilla en 1789. Los trabajadores de Petrogrado esperando la llegada del más radical de sus líderes a la estación de Finlandia en 1917. Los regimientos zaristas negándose a abrir fuego y las deserciones en masa en favor de la causa bolchevique. Octubre de 1949: los pekineses esperan con entusiasmo y ansiedad que Mao Tse-tung y sus tropas entren en la ciudad y proclamen el triunfo de la Revolución china. La Habana en 1959: el dictador y sus compinches se dan a la fuga y se produce la entrada triunfante del ejército guerrillero. Saigón en abril de 1975: los comunistas vietnamitas llegan a la ciudad, donde se arrían las banderas estadounidenses mientras el personal de la embajada de Estados Unidos es evacuado en helicóptero.
El panorama no parecía diferente en Teherán en 1979. Las familiares imágenes engañaron a muchos, en especial a los izquierdistas y liberales de Irán y del extranjero. En Europa occidental (y sobre todo en la República Federal Alemana), venía desarrollándose una campaña de solidaridad con los presos políticos iraníes desde principios de los años sesenta, y cada vez que el Sha se desplazaba al extranjero se le recibía con manifestaciones de protesta. Como es natural, las noticias llegadas de Teherán despertaron grandes entusiasmos.
Cierto es que el símbolo de esta revolución era un clérigo barbudo que se había puesto en camino hacia su país desde una barriada parisina, mas la situación no tardaría en cambiar. El ayatolá era un girondino, un padre Gapón, un Kerenski, y pronto acabaría como ellos, en las cloacas de la Historia. Los clérigos serían reemplazados por los trabajadores y las asambleas ciudadanas, o por la alianza de los liberales laicos del Frente Nacional, o por los oficiales radicales del ejército, o por quien fuera. Cualquiera menos Jomeini.
La izquierda iraní restó importancia al hecho de que las masas que participaron en las gigantescas movilizaciones que hicieron posible la victoria revolucionaria coreasen Allahu Akbar («Alá es Grande») y «Larga vida a Jomeini», y que aclamasen a los enturbantados clérigos que hablaban de crear la República Islámica. Los ingenuos y bienintencionados izquierdistas europeos llegados para participar en los históricos acontecimientos se dejaron arrastrar por el entusiasmo y comenzaron a corear las mismas consignas queriendo demostrar su solidaridad. Como no creían en ellas, supusieron que el pueblo iraní también las entonaba por mero oportunismo. La religión no era sino vana espuma que los nuevos y poderosos vientos se llevarían consigo. No era más que un tipo de falsa conciencia que habría de ser corregida prontamente con grandes dosis de lucha de clases. El programa político de Jomeini carecía de importancia, lo que contaba eran sus actos. Nada de esto era cierto, pero muchos quisieron creer que sí lo era.
Los contornos del nuevo régimen empezaron a perfilarse al cabo de tres meses, dibujando el rostro de un jacobinismo islámico severo e intransigente. No se había visto nada igual desde la victoria del fundamentalismo protestante en la Inglaterra del siglo XVII. El tiempo transcurrido desde entonces pesaba mucho. Ésta era una revuelta contra la Historia, contra la Ilustración, contra la «euromanía» y la «intoxicación de occidentalismo»; contra el Progreso. Se trataba de una revolución posmoderna que se había adelantado a la moda del posmodernismo. Foucault fue de los primeros en reconocer esta afinidad y se convirtió en el más célebre defensor europeo de la República Islámica. ¿Cómo se había llegado a esta situación?
El depuesto padre del Sha había tratado de acabar con los clérigos mediante la represión, y durante su gobierno se recurrió a la flagelación pública para castigar la menor muestra de disidencia por su parte. Su hijo, más cuidadoso, trató en vano de sobornarlos con donaciones y subvenciones. El verdadero problema no radicaba en el clero, sino en las condiciones en que vivía la mayoría de la población urbana y rural. En los salones de la buena sociedad iraní la religión tal vez era un aditamento sin importancia, pero en las dependencias de la servidumbre, desempeñaba un papel estelar. La ortodoxia chií fomentaba el escapismo.
En las áreas rurales, donde el campesinado vivía aplastado por la opresión y la injusticia, se esperaba con impaciencia el advenimiento del Imán de nuestra era, del mesías chií. Pero la revolución fue un fenómeno prácticamente urbano. De hecho, casi hasta el último momento, el Sha pudo oponer a las revueltas urbanas un tibio apoyo de los campesinos. Los orígenes de está situación se remontaban en alguna medida a la reforma agraria de los años sesenta, con la que una minoría de campesinos pasó a ser propietaria y los demás sé vieron obligados a llevar una existencia semiproletaria en las ciudades. La necesidad de mano de obra promovida por el proceso industrializador de la década dé los setenta desarraigó a los campesinos, pero las fábricas no pudieron absorber a la mayoría de ellos, que se convirtieron en una capa social marginal que llevaba una existencia precaria. Los campesinos desposeídos fueron la vanguardia de la revolución islámica en las ciudades.
La mezquita del barrio y la ayuda que les prestaba eran el único contacto con un mundo ajeno al de sus preocupaciones inmediatas. Así pues, depositaron sus esperanzas en que el dios de los cielos y sus representantes en la tierra les proporcionaran una vida mejor después de la muerte. Mas no por ello observaban todos los preceptos. Agotados por el trabajo semanal, no era raro que buscasen un momento de solaz en la botella de arak; eso sí, sin olvidar enjuagarse bien la boca después, por si de regreso a casa se topaban con un mulá. El chiísmo castigaba el adulterio con tanta dureza como el sunnismo, pero ofreció una vía de escape al institucionalizar las aventuras de una noche: camino del burdel o de la habitación de alquiler, los hombres podían solicitar un certificado religioso que santificase su «matrimonio transitorio».
La crisis económica que sufrió Irán entre 1975 y 1976 puso de manifiesto el fracaso de las tan cacareadas «reformas» del Sha. La estructura estatal parasitaria consumía buena parte de la riqueza derivada del petróleo. Los gastos en armamento eran muy elevados en una época en que había un millón de desempleados y la inflación se había elevado un 30 por ciento. Los comerciantes de los bazares se consideraban víctimas de las restricciones de los créditos bancarios y de la relajación de los controles a la importación. Así pues, decidieron apoyar con dinero la lucha del clero contra él régimen.
El clero prometía justicia social acabar con la corrupción y realizar una limpieza cultural, objetivos que satisfacían a los pobres de las ciudades. Además, se presentaba como la única alternativa viable, insistiendo en que el nacionalismo y el comunismo habían fracasado. Egipto y Camboya se esgrimían como ejemplos notables de ese fracaso. Sólo el Islam sobrevivía. Y podría encumbrarse de nuevo si el pueblo respaldaba su proyecto. Como el hundimiento oficial del comunismo aún estaba por llegar, los islamistas se apropiaron sin ningún sonrojo de una parte de su ropaje. La expresión «sociedad sin clases» se oía a menudo en boca dé los sectores más radicales del movimiento religioso. Los defensores más estridentes de la sociedad sin clases eran los muyahidines, una especie sin par en el mundo islámico. En las cárceles, rechazaban confraternizar con los mulás y otros presos religiosos que no querían compartir mesa con la izquierda «impura». Hubo un momento en que los muyahidines se aproximaron tanto al marxismo, dentro y fuera de las cárceles, que llegaron a renunciar al Islam y a declararse marxistas revolucionarios. Este grupo, denominado Peikar, era la tercera fuerza numérica de la izquierda iraní.
La combinación del apoyo de los comerciantes, la incorporación a la lucha de los desempleados y los trabajadores, y la ideología redentora del chiísmo se convirtió en un impulsó arrollador en la sociedad iraní. En febrero de 1979, los clérigos vieron su oportunidad y no la dejaron escapar. Sabían que, en esa ocasión, la huida del Sha sería definitiva. Consagraron un año y medio a construir un aparato represivo, una de cuyas piezas eran los Guardianes de la Revolución, y se lanzaron a extirpar toda influencia izquierdista en fábricas, oficinas, colegios y unidades armadas. El partido Tudeh, que aún no vislumbraba con claridad el futuro, celebró la represión de los «ultraizquierdistas».
Las cosas habían sido diferentes en 1951. La izquierda y los nacionalistas laicos de tendencia liberal habían obtenido una victoria gracias a la cual Musaddaq fue elegido primer ministro y el Sha huyó al exilio. Pero el gobierno no consiguió el respaldo popular que habría sido necesario para defender el régimen de Musaddaq del contragolpe orquestado por la CIA y el servicio secreto británico. Los occidentales hicieron regresar al advenedizo monarca y destruyeron la única posibilidad que tenía Irán de progresar por sus propios medios. En 1953, el viejo aristócrata, descendiente directo del último rey Qayar, terminó por rendirse. La guardia de Musaddaq resistió hasta el final; el anciano tenía asimismo intención de resistir, confiando en que las células del Tudeh infiltradas en el ejército, que eran una poderosa presencia clandestina, actuaran en su ayuda. Pero la intervención de éstas no tuvo el vigor necesario para lograr el éxito. Algunos líderes del partido esperaban hacerse con el poder una vez que Musaddaq hubiera caído, esperanza tan infundada como sectaria. El regreso del Sha acarreó la brutal destrucción de la organización que el Tudeh había montado dentro del ejército. Fue un golpe del que el partido nunca se recuperaría por completo.
La CIA gastó cinco millones de dólares en ayudar a los clérigos pro-occidentales que se encargaron de sobornar a las multitudes que se manifestaron en contra de Musaddaq hasta conseguir su destitución. Había cometido el mismo delito que Nasser: nacionalizar el petróleo iraní. El gobierno británico reaccionó airadamente. Mussadaq creía que Estados Unidos evitaría que Londres interfiriera en los asuntos internos de Irán, y, en efecto, Truman y Acheson mantuvieron durante algún tiempo un simulacro de neutralidad aconsejando a ambos países que conservaran la calma. Macmillan anotó en su diario: «¡Acheson insta a Gran Bretaña y a Persia a conservar la calma! ¡Como si fuéramos dos países balcánicos y estuviéramos recibiendo un sermón de sir Edward Grey en 1911!».
Ésa no era de momento la situación, pero todo llegaría a su debido tiempo. El gobierno británico explotó el miedo a la guerra fría de Washington para salirse con la suya. Puso de relieve que los comunistas iraníes eran firmes partidarios de Musaddaq y que no cabía excluir la posibilidad de que se alzaran con la victoria en el futuro. El anciano político fue destituido y se le sometió a arresto domiciliario. Una vez eliminada la alternativa nacionalista laica, el Sha quedó en libertad para gobernar el país a su antojo siempre que se subordinase a los intereses de Washington en la región. Y así lo hizo. Se marcó el objetivo de acabar con los comunistas iraníes y sus partidarios. Las detenciones en masa y la tortura se convinieron en un rasgo característico del régimen. Millares de estudiantes e intelectuales iraníes se exiliaron durante la década de los cincuenta. Después, en los años sesenta, se produjo la «revolución blanca» del Sha: la reforma agraria y la concesión del derecho de voto a las mujeres. Jomeini se opuso a ambas medidas. Fue él quien atizó las revueltas de 1963 que le acarrearon la expulsión del país. Fue literalmente expulsado: se le condujo a la frontera con Irak y se le obligó a cruzarla. Jomeini sabría explotar esta salida forzosa durante su exilio.
Las esperanzas concebidas a raíz de la revolución de 1979 por muchos intelectuales, estudiantes liberales e izquierdistas, y por un sector del propio movimiento religioso, no tardaron en desvanecerse. El nuevo régimen se hizo con el poder porque el pueblo estaba harto de la situación social, política y económica. Mas la esperanza de que el radicalismo iba a prescindir de los clérigos carecía de fundamento. Un sector de la izquierda pagaría un alto precio por no lanzar una sola advertencia con respecto a lo que comportaría una dictadura clerical, mientras otros grupos que habían declarado: «La revolución ha muerto, larga vida a la revolución», sí movilizaron a la ciudadanía en contra de los clérigos. Uno de ellos recibió 150.000 votos en Teherán en las únicas elecciones relativamente libres que se celebraron: las de la Asamblea de Expertos que había de redactar la nueva Constitución. El problema de estos grupos no era tanto que no comprendieran el carácter de un régimen clerical, como que no habían captado la importancia que la democracia tiene para el Estado, la sociedad y para cualquier partido.
Los comunistas del partido Tudeh y los liberales laicos del Frente Nacional apenas si participaron en el movimiento de masas. Y esto distó mucho de constituir una ventaja, como esperaban algunos grupos ultraizquierdistas. Su ausencia permitió que los mulás se constituyeran en la única fuerza organizada del movimiento y que su ideología llegara a dominarlo. Su victoria fue una catástrofe para quienes creían haber luchado por los derechos democráticos, contra la opresión de las minorías y en favor de los derechos de las mujeres. El hundimiento del centralizado estado Pahlevi exacerbó las aspiraciones nacionalistas y en Juzistán, Kurdistán, Baluchistán y Azerbaiyán surgieron movimientos independentistas. Los clérigos los combatieron con un vigor que superó el entusiasmo que el antiguo régimen demostraba por la unidad nacional.
La democracia floreció justo después de la Revolución, y proliferaron los panfletos, los libros, los periódicos, las reuniones, los debates y las comisiones. Su presencia, cuando no sus palabras, ponía en tela de juicio la visión clerical de la República Islámica y el «derecho divino» de los clérigos a gobernar. Así pues, éstos decidieron eliminar para siempre dicha amenaza, tarea en la que les ayudaron las declaraciones acríticas de los partidarios del laicismo.
Las oportunistas intervenciones del partido Tudeh después de febrero de 1979 fueron, como poco, ineficaces. El partido cavó su propia tumba al tratar de unirse con los clérigos en un frente popular. En marzo, Jomeini promulgó un edicto por el que se exigía a las mujeres que llevaran velo. Antes de que hubieran pasado veinticuatro horas desde su promulgación, veinte mil mujeres salieron a las calles para manifestarse en su contra. El partido Tudeh censuró a las «mujeres burguesas» por manifestarse en contra de Jomeini; arremetió asimismo contra sus antiguos aliados liberales del Frente Nacional porque defendieron la libertad de prensa; y criticó duramente a los kurdos y a los turcomanos por oponer resistencia a los clérigos. Los grupos ultraizquierdistas tampoco salieron en defensa de las mujeres «perfumadas».
Todos ellos tenían sus días contados. En 1981, se arrestó a los izquierdistas radicales y a los muyahidines. Las cárceles estaban incluso más desbordadas que en los tiempos del Sha. En 1983 se detuvo a los líderes y a los militantes del partido Tudeh, y, a la vez, a las mujeres, a la izquierda revolucionaría y a los kurdos y turcomanos de cuyas luchas se había burlado el partido. La tortura sistemática y el castigo corporal, prohibidos desde comienzos de los años veinte hasta finales de los sesenta, se habían reimplantado en tiempos del Sha. Savak, su policía secreta, se hizo tristemente célebre en el mundo entero, y, año tras año, Amnistía Internacional denunciaba sus terribles violaciones de la dignidad y los derechos humanos. Los presos religiosos y los comunistas sufrieron por igual a manos del régimen, muchas veces compartiendo celda. Y ahora los clérigos empleaban exactamente los mismos métodos contra sus «enemigos».
El Sha se había librado de algunos adversarios sobornándolos o enviándolos al exilio. Los clérigos preferían humillarlos en público. Daban gran publicidad a los juicios y la televisión retransmitía las sesiones de tortura de los presos, que sólo concluían cuando se avenían a arrepentirse. La aparición televisiva de los viejos jefes del Tudeh, veteranos de muchas batallas, renegando de su pasado satánico y proclamando su adhesión al Islam y a sus guardianes chiíes, constituye uno de los episodios más tristes de la historia iraní moderna. Pidieron disculpas por haber llamado «reaccionarios», «pequeño burgueses dementes» y «representantes de la aristocracia terrateniente» a los líderes religiosos y abominaron sus propios escritos [2]. No se pueden condenar los actos de las víctimas de la tortura, pero muchas veces me he preguntado si, con sus exageradas autocríticas, estos políticos no estarían realizando una acción subversiva contra el chiísmo, cuya cultura está bañada por la sangre de los mártires. El hecho de que los miembros del Tudeh rechazaran el martirio indicaba que, para la mayoría de ellos, la «conversión» era una farsa.
Millares de activistas de izquierdas que habían participado con gran valentía en las movilizaciones para derrocar al Sha también fueron torturados. Se negaron a arrepentirse y se les castigó con ejecuciones masivas.
Éste fue el rostro que ofrecía al país la dictadura clerical, que, no obstante, gozó del apoyo de las masas en sus primeros años. La República Islámica obtuvo una sanción popular mayoritaria en el referéndum de marzo de 1979. Hubo quien votó con la única intención de hacer constar su oposición al Sha. La postura de la izquierda radical fue hacer un llamamiento al boicot. El régimen maniobraba para construir su legitimidad en espera del momento en que pudiera eliminar toda oposición. Cierto es que tan sólo había pasado un mes desde la Revolución, mas, en todo caso, los resultados del referéndum fueron reveladores. Las fuerzas laicas estaban totalmente desorganizadas. Y su apoyo valió para que, siguiendo los pasos de Saint-Just y de Trotski, muchos clérigos justificasen el terror diciendo que era la expresión revolucionaria del deseo popular.
La caída del régimen del Sha fue a todas luces un revés para los intereses estadounidenses en Oriente Próximo y Oriente Medio, pero una diferencia cualitativa distinguió estos acontecimientos de, pongamos por caso, la victoria sandinista en Nicaragua. Washington aún vivía las últimas etapas de la guerra fría. Así como La Habana, Hanoi y Managua constituían una amenaza sistémica, la República Islámica se encuadraba en otra categoría. Los peligros encarnados por el régimen de Teherán afectaban a Estados Unidos de una manera indirecta. La amenaza residía en la posibilidad de que Teherán promoviera revueltas chiíes en Irak, Arabia Saudí y los Estados del Golfo.
La política exterior de la República Islámica pretendía agitar a los islamistas del mundo entero. Promovía una guerra a muerte contra el «Gran Satán» (Estados Unidos) y la Unión Soviética. Estados Unidos era el protector de Israel y de otros enemigos del auténtico Islam, como Arabia Saudí. La Unión Soviética era la cuna del ateísmo y del materialismo. Ninguna de estas apreciaciones era errónea. Ahora bien, los clérigos concentraron sus esfuerzos en movilizar a millares de personas frente a la embajada estadounidense para exigir el regreso del Sha y su enjuiciamiento. Después se produjo la espectacular ocupación de la embajada y la toma de rehenes. Fue una acción épica, una reivindicación de venganza contra un gobernante aborrecido, pero ¿fue una acción antiimperialista?
En realidad, las movilizaciones frente a la embajada estadounidense sirvieron de pretexto para implantar medidas sociales profundamente reaccionarias, y al cabo de poco tiempo ya se ejecutaba a las adúlteras y a los homosexuales y se había puesto en marcha la represión absoluta de la izquierda, de las minorías nacionales (se reanudó la guerra en Kurdistán) y de los muyahidines.
¿Podía representar una amenaza para el imperialismo un régimen de tales características? Los verdaderos enemigos del imperialismo habían trascendido las leyes del mercado y, en su momento de máxima pujanza, habían reducido drásticamente su espacio: la Unión Soviética y la República Popular China eran terreno vedado para el capitalismo mundial. La isla de Cuba, a pocos kilómetros de Estados Unidos, asestó un buen revés a esta potencia al sustraerse de la esfera del capitalismo mafioso. Estos tres Estados trataban de implantar un sistema social y económico superior. Su existencia era un reto para el imperialismo. Lo que ofrecía Irán no era sino el antiimperialismo de los necios y, a largo plazo, constituía una amenaza desdeñable.
Un sistema que afirma estar basado en la sanción divina y en el que los clérigos son sus únicos intérpretes, queda en libertad para obrar a su antojo. Toda disidencia en las filas clericales o fuera de ellas equivale a oponerse a los mandatos de Alá, quien no responde ante ninguna otra autoridad. Jomeini asumió a todos los efectos el poder absoluto, con lo que los islamistas más liberales, entre ellos el primer presidente electo, Bani Sadr, hubieron de abandonar el país, y los ayatolás disidentes se encontraron sometidos a un auténtico arresto domiciliario. ¿Cuánto podría durar un régimen basado en la irracionalidad fanática? ¿Qué fuerzas sociales podrían movilizarse para derrocarlo? En las caréeles y en los hogares comenzaban a susurrarse estas preguntas, y fue entonces cuando surgió una auténtica amenaza.
Occidente no se había mostrado favorable a una intervención militar directa, lo cual no implicaba que no le preocupasen los efectos desestabilizadores del régimen de Teherán. Así pues, decidió recurrir a un vecino poco amistoso, Sadam Husein, a quien se consideraba un aliado semifiable en una región que era un polvorín. La política interior de Husein había contribuido a destruir el Partido Comunista iraquí y a marginar a los elementos más radicales del Baas. Y él estaba más que dispuesto a cooperar con Estados Unidos y Gran Bretaña, que le concedían un trato de privilegio desde la caída del Sha.
Washington temía por la seguridad de los emires y los jeques que gobernaban los pequeños Estados del Golfo, y le inquietaba particularmente la «estabilidad» de la monarquía saudí. El consentimiento de Washington era la única legitimidad de que gozaban estos gobernantes. En un pasaje de Las ciudades de sal, un personaje plantea una pregunta cuya respuesta es de todos conocida: «Y el emir, ¿era su emir, estaba allí para defenderlos y protegerlos, o era el emir de los estadounidenses?».
Todos ellos eran sin excepción emires de Estados Unidos, y por eso temían que la enfermedad iraní contagiase a sus pueblos. Sabían que a pesar del apoyo estadounidense y de las disensiones entre el Islam sunní y el chií, de las que se habían valido para dividir y gobernar, sus regímenes podían venirse abajo si el espíritu de desafío prendía en el corazón popular. Si Washington había sido incapaz de salvar al poderoso Sha, ¿podría salvarlos a ellos?
Estos hombres temerosos comenzaron a agitar sus repletas carteras ante los ávidos ojos del déspota de Bagdad. Le bailaban el agua a Sadam. Lo bañaron en monedas de oro. Un coro de aduladores dirigido por la poetisa Souad el-Sabah, vástago de la familia gobernante kuwaití, cantaba sus alabanzas en verso, llamándole «la espada de Irak». Le suplicaban que aplastara a los clérigos iraníes, recordándole, como si fuera necesario, que los chiíes constituían una mayoría en Irak, sede de Karbala, la más santa de las ciudades santas, salpicada siglos atrás por la sangre del mártir Husein. Si los iraníes tomaban Bahrein y Kuwait, promoverían una revuelta en Irak y pondrían en peligro Riad.
El líder del Baas iraquí compartía estos puntos de vista pero no quería comprometerse. La única pregunta que le interesaba era: ¿Qué deseaba el emir de la Casa Blanca? Sadam Husein declaró la guerra al régimen iraní de Jomeini una vez que se le hubo asegurado que Washington había dado luz verde a la guerra y que el USS Enterprise, su mayor portaviones, estaba en alerta para responder a las necesidades militares de Irak. Como los gobernantes del Golfo, Sadam creía de buena fe que los estadounidenses pensaban en todo [3].
La guerra de Irán e Irak fue devastadora. Duró ocho años, de 1980 a 1988. En sus batallas, que recordaban a las de la Primera Guerra Mundial, perdieron la vida más de un millón de musulmanes. La contraofensiva lanzada por el régimen de Teherán en 1982 logró recuperar todos los territorios ocupados por Irak en 1980. La directiva del Baas se reunió en Bagdad y decidió distanciarse de Sadam Husein. Propuso una tregua y la aceptación sin reservas de las exigencias iraníes. Si la propuesta hubiera sido aceptada, Sadam habría perdido el poder. Pero Jomeini, enardecído por sus triunfos militares, la rechazó. Estimaba necesario difundir la Revolución islámica con objeto de que no implosionara, y así lo manifestaron en público numerosos intelectuales que respaldaban el régimen. Esta decisión fue un golpe de gracia para los opositores iraquíes del Baas.
Sadam sobrevivió, eliminó la oposición interna y prosiguió la guerra. La marina de guerra estadounidense se desplazó a la región y comenzó a destruir los buques iraníes, Estados Unidos cometió un acto terrorista sin ninguna justificación al derribar un avión comercial iraní cargado de pasajeros. Al ver que Sadam estaba respaldado por los buques de guerra de Washington y por las centelleantes municiones británicas, los iraníes acabaron por solicitar la paz. Pero el régimen no se hundió. El dominio absoluto de los clérigos se vio temporalmente reforzado, aunque en sus filas afloraron voces disidentes. Y, lo que es más importante, el hecho de que el régimen sobreviviese impidió a sus líderes arroparse con el martirio. No podían culpar a nadie de lo que habían hecho al país y al pueblo. La nueva generación que no había vivido bajo el gobierno del Sha sacaría sus propias conclusiones. Los clérigos sembraron así las semillas de la futura reforma.
Los retoños reformistas se hicieron visibles en primer lugar en las pantallas de los festivales de cine y de los cineclubes. Después se desencadenó una rebelión estudiantil que exigía un cambio. Las mujeres comenzaron a desafiar las restricciones impuestas por la policía religiosa. Y un clérigo reformista salió elegido presidente. Pudo proponer que los bancos pagaran intereses, mas no fue capaz de detener los asesinatos de estudiantes e intelectuales a manos de los matones integristas del régimen. En 2001 hubo cincuenta y dos manifestaciones contra los clérigos, una por cada semana del año; trescientas setenta huelgas, una por cada día del año; y numerosas escaramuzas entre los jóvenes y la aborrecida policía religiosa, una banda de sádicos corruptos. Estos dos últimos años, la festividad de Nauroz, o año nuevo pagano, se ha celebrado abiertamente, como en los tiempos anteriores al Islam, por muchos chicos y chicas sin velo que provocaban a la policía religiosa para que se ensañara con ellos. Y esto no es más que un comienzo que demuestra cómo se aprende por propia experiencia, una maestra mejor que las bombas norteamericanas. La nueva generación se niega a creer las mentiras de un régimen incapaz de ofrecer justificación alguna de sus actos. Son muchos los que aborrecen intensamente a los clérigos y su religión.
(2002)
En 1973 la situación se estancó y se mantuvo inalterada durante cuatro años. Al parecer, Jimmy Carter, el nuevo presidente demócrata de la Casa Blanca, era partidario de presionar a los bandos enfrentados en Oriente Próximo para que alcanzaran un acuerdo sobre Palestina. Antes de que tuviera tiempo para actuar, el régimen egipcio conmocionó al mundo al adoptar la decisión unilateral de firmar la paz con Israel: el presidente Sadat viajó a Jerusalén en 1977, abrazó públicamente al primer ministro israelí Menahem Begin, y firmó un tratado de paz. Los israelíes evacuaron los territorios egipcios ocupados, ambos países intercambiaron embajadores y por un momento pareció que aquella puesta en escena bastaría para resolver todos os problemas con la misma facilidad. Las noticias transmitidas por la radio y la televisión egipcias iban revestidas de sumisas mentiras. Israel dejó bien sentado entonces, y lo reiteró más adelante, que no renunciaría a su política de establecer asentamientos judíos en los territorios conquistados.
La estrategia de Sadat obedecía a un doble propósito. La intifah («puerta abierta»), que fue el nombre que recibió el proceso, constituía una ruptura oficial con los principios básicos del pasado nasserista. En lo referente a la política exterior, supuso el fin de la neutralidad, la dependencia militar y la reincorporación a la esfera occidental.
La geografía social del país se vio asimismo radicalmente transformada por la intifah. El gigantesco sector público venía prestando a la mayoría del pueblo algún tipo de protección, proporcionándole alimentos, vivienda, atención sanitaria o servicios educativos. Estas ayudas, tal vez insuficientes, eran mejores que lo que estaba por venir. Durante el periodo nasserista, las diferencias de renta se mantuvieron en un nivel relativamente bajo. Los grandes reproches que se hacían al régimen eran la corrupción y la represión política. Y ambos fueron la causa principal de que el pueblo se distanciará del régimen.
Sadat decidió privatizar el país sin liberalizar sus estructuras políticas. En otras palabras, el mercado era sagrado. La izquierda egipcia se quejaba en privado, pero no tenía la fuerza ni el ánimo necesarios para organizar una protesta. Los liberales laicos optaron por respaldar la nueva organización en la creencia de que traería consigo la democratización. Pero no fue así. Las privatizaciones y la apertura al capital extranjero acarrearon una polarización de las clases sociales que no se reflejó en las estructuras políticas del Estado posnasserista. Durante el régimen anterior, la política también había estado sometida a un estricto control, pero las facciones bien delimitadas de la Unión Socialista Árabe actuaban de portavoz de los intereses de las distintas capas sociales. Ahora incluso ese recurso dejó de existir. La única oposición posible habría de ser clandestina.
Los Hermanos Musulmanes y los grupos de signo más radical surgidos de ellos eran las organizaciones con mayor experiencia en las actividades clandestinas. Infiltradas desde hacia tiempo en el ejército, decidieron llevar a cabo una acción pública y espectacular para demostrar su hostilidad al régimen. El 6 de octubre de 1981, en el cuarto aniversario de la intifah, cuatro soldados que marchaban en un desfile militar bajaron sus armas al pasar ante el presidente egipcio y ametrallaron la tribuna de las autoridades. Sadat murió y varis miembros de su séquito resultaron heridos. La élite se quedó apesadumbrada; la nación, indiferente. El contraste con el entierro de Nasser no podía haber sido mayor.
Se capturó, juzgó y ejecutó a los asesinos. Se prohibió el uso de armas cargadas en actos ceremoniales, y no sólo en Egipto. Pero las condiciones internas y externas que habían provocado el pujante resurgimiento de las actividades islamistas permanecieron intactas. Mubarak reemplazó a Sadat y no tardó en hacer concesiones de carácter social y cultural a los extremistas religiosos para que respetaran su apolillada dictadura. De esta suerte, los extremistas reforzaron su posición y consiguieron ampliar sus apoyos sociales. Ahora bien, el acontecimiento que había inspirado el nuevo estallido del fervor político y religioso había tenido lugar fuera del mundo árabe.
Los frentes de batalla simbólicos quedaron establecidos en 1971, cuando un monarca frívolo y henchido de confianza, cegado por los halagos de los aduladores nacionales y extranjeros, e inconsciente de su aislamiento de su pueblo, decidió emular a Cecil B. De Mille celebrando su cumpleaños con un gran festejo en honor a Ciro el Grande y del 2.500 aniversario de la «monarquía iraní». Todo lo relacionado con este evento era muy cuestionable, incluida la fecha. El motivo de la espectacular puesta en escena resultaba evidente: reducir la inseguridad genealógica de la «Luz de los arios», como el Sha gustaba de llamarse a sí mismo. Para la ocasión se escogió un lugar histórico: las ruinas de Persépolis, la antigua capital persa.
Casi todos los invitados acudieron a la cita. Los emperadores Halie Selassie e Hiro-Hito de Etiopía y Japón, los reyes menos encumbrados de los países del Benelux y de Escandinavia, y los de rango aún menor de Marruecos, Jordania y Nepal; el príncipe Carlos, heredero del trono británico, y una miscelánea de políticos diversos. Entre ellos, el picapleitos Spiro Agnew (a la sazón vicepresidente de Estados Unidos) y el presidente soviético, Podgorni, así como un representante del Politburó chino. Pompidou, el presidente de Francia, fue el único político europeo que decidió no participar en la celebración. Tal vez su reciente experiencia de las barricadas parisinas de mayo del 68 le había dotado de una visión de futuro más acertada que la de sus homólogos de otros países. Estaban asimismo presentes numerosas celebridades del mundo académico y de la pantalla, tanto de Estados Unidos como de Europa, entre ellas el distinguido politólogo británico sir Isaiah Berlin, cuyo vigoroso panfleto Two Concepts of Liberty («Dos conceptos de libertad») se había publicado recientemente en Irán y había recibido una acogida clamorosa de los cortesanos. El gran hombre dio una conferencia en Teherán con tal motivo. No se revelaron los honorarios que cobró.
Según los medios de comunicación, los asistentes disfrutaron mucho del festejo. La comida y veinticinco mil botellas de vino se habían traído de París. El único ingrediente nacional del menú fue el caviar, procedente del mar Caspio. Los costes de la celebración ascendieron a la bagatela de 300 millones de dólares —incluidos, es de suponer, los «gastos» de las celebridades ajenas al mundo de la política—, una cantidad suficiente para alimentar durante varios meses a toda la población de un país tercermundista.
El momento álgido del espectáculo fue de puro estilo kitsch. Los invitados se quedaron mudos de asombro cuando los focos iluminaron al engalanado ocupante del Trono del Pavo Real en pie sobre la sepultura de Ciro. El Sha superó el miedo escénico para pronunciar la frase que había ensayado hasta la saciedad: «Duerme tranquilo, Ciro, que nosotros velamos»[1].
Al regresar al prosaico mundo de la universidad estadounidense, los emocionados orientalistas aseguraron que el viento del desierto comenzó a soplar cuando el Sha pronunció las palabras mágicas. No habían advertido que se fraguaban otros vendavales. Mientras el Sha agasajaba a los líderes de Occidente y Oriente, un clérigo iraní poco conocido fuera de su país lanzaba una agorera advertencia. Jomeini hizo sonar la alarma desde el exilio en Irak:
¿Debe celebrar el pueblo iraní el gobierno de un traidor al Islam y los intereses de los musulmanes que entregan petróleo a Israel? Los crímenes de los reyes de Irán han mancillado las páginas de la historia (...). Incluso aquellos a quienes se tiene por «buenos», eran viles y crueles. El Islam se opone por principios a la idea de la monarquía…En Irán, donde Jomeini era tan conocido como temido, no pasó inadvertido el cambio de tono de sus palabras. En 1963, desde su fortaleza de Qom, molesto porque se hubiera llamado «parásitos» a los mu-lás y a los estudiantes pobres de las madrasas (internados religiosos), el ayatolá había aconsejado al despilfarrador monarca que cambiara de política y se cuidara de los falsos amigos:
Los habitantes de todos los rincones de Irán se dirigen constantemente a nosotros y nos solicitan permiso para destinar los impuestos caritativos que exige el Islam a la construcción de baños públicos, puesto que no los tienen. ¿Qué ha sido de las rutilantes promesas, de las pretenciosas afirmaciones según las cuales Irán ha progresado hasta situarse al nivel de los países más desarrollados del mundo, y el pueblo está satisfecho y goza de prosperidad? Si continúan cometiéndose excesos como estos, nos sobrevendrán desgracias peores…
Permítame que le dé un consejo, Sha. Querido Sha, le aconsejo que desista (…). No quiero que el pueblo se sienta agradecido cuando un gran señor extranjero decida un buen día que usted debe marcharse. No quiero que le suceda lo mismo que a su padre (…). Durante la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética, Gran Bretaña y Estados Unidos invadieron Irán y ocuparon nuestro territorio. El pueblo quedó expuesto a perder sus propiedades y su honor. Mas Alá sabe que todos se regocijaron por que Pahlevi [el padre del Sha] se había marchado (…). ¿No se da cuenta de que si algún día se produce un alboroto y se vuelven las tornas, ninguno de los que le rodean le brindará su amistad?El consejo no se tomó en cuenta, y el religioso que lo ofreció con ánimo reformista fue expulsado del país. Desde el exilio en Irak, y más adelante en Francia, Jomeini grababa corrosivos mensajes que empezaron a difundirse por todo el país. En algunas ocasiones, las grabaciones se escuchaban en las mezquitas después de las plegarias del viernes.
La agitación revolucionaria había ido cundiendo en Irán desde finales de 1977. En febrero de 1979, el triunfo de la revolución constituyó un paradójico fracaso. La lucha de las masas contra el gobernante brutal y corrupto apoyado por Occidente culminó con el derrocamiento de la monarquía. En el momento crucial, el ejército iraní se negó a abrir fuego contra el pueblo. Los regimientos especiales creados para reprimir los levantamientos se dividieron. La huida al exilio del Sha de Irán señaló el final de la dinastía más efímera de la historia del país. Se tomaron por asalto las cárceles. Los presos políticos, torturados y aturdidos, no podían creer que su causa al fin se hubiera impuesto.
Llevaban casi dos años de espera. Dentro y fuera de las cárceles se sabía que el Sha tenía perdida la batalla y que su abdicación sólo era cuestión de tiempo, pero el factor tiempo es esencial en las revoluciones. Puede determinarlo todo. Ahora había llegado el momento de liberar a los presos.
Las multitudes festejaban el triunfo en las calles. Reinaba un ambiente de euforia. Se produjeron escenas que ya eran comunes en la historia. El pueblo parisino aglomerado junto a la Bastilla en 1789. Los trabajadores de Petrogrado esperando la llegada del más radical de sus líderes a la estación de Finlandia en 1917. Los regimientos zaristas negándose a abrir fuego y las deserciones en masa en favor de la causa bolchevique. Octubre de 1949: los pekineses esperan con entusiasmo y ansiedad que Mao Tse-tung y sus tropas entren en la ciudad y proclamen el triunfo de la Revolución china. La Habana en 1959: el dictador y sus compinches se dan a la fuga y se produce la entrada triunfante del ejército guerrillero. Saigón en abril de 1975: los comunistas vietnamitas llegan a la ciudad, donde se arrían las banderas estadounidenses mientras el personal de la embajada de Estados Unidos es evacuado en helicóptero.
El panorama no parecía diferente en Teherán en 1979. Las familiares imágenes engañaron a muchos, en especial a los izquierdistas y liberales de Irán y del extranjero. En Europa occidental (y sobre todo en la República Federal Alemana), venía desarrollándose una campaña de solidaridad con los presos políticos iraníes desde principios de los años sesenta, y cada vez que el Sha se desplazaba al extranjero se le recibía con manifestaciones de protesta. Como es natural, las noticias llegadas de Teherán despertaron grandes entusiasmos.
Cierto es que el símbolo de esta revolución era un clérigo barbudo que se había puesto en camino hacia su país desde una barriada parisina, mas la situación no tardaría en cambiar. El ayatolá era un girondino, un padre Gapón, un Kerenski, y pronto acabaría como ellos, en las cloacas de la Historia. Los clérigos serían reemplazados por los trabajadores y las asambleas ciudadanas, o por la alianza de los liberales laicos del Frente Nacional, o por los oficiales radicales del ejército, o por quien fuera. Cualquiera menos Jomeini.
La izquierda iraní restó importancia al hecho de que las masas que participaron en las gigantescas movilizaciones que hicieron posible la victoria revolucionaria coreasen Allahu Akbar («Alá es Grande») y «Larga vida a Jomeini», y que aclamasen a los enturbantados clérigos que hablaban de crear la República Islámica. Los ingenuos y bienintencionados izquierdistas europeos llegados para participar en los históricos acontecimientos se dejaron arrastrar por el entusiasmo y comenzaron a corear las mismas consignas queriendo demostrar su solidaridad. Como no creían en ellas, supusieron que el pueblo iraní también las entonaba por mero oportunismo. La religión no era sino vana espuma que los nuevos y poderosos vientos se llevarían consigo. No era más que un tipo de falsa conciencia que habría de ser corregida prontamente con grandes dosis de lucha de clases. El programa político de Jomeini carecía de importancia, lo que contaba eran sus actos. Nada de esto era cierto, pero muchos quisieron creer que sí lo era.
Los contornos del nuevo régimen empezaron a perfilarse al cabo de tres meses, dibujando el rostro de un jacobinismo islámico severo e intransigente. No se había visto nada igual desde la victoria del fundamentalismo protestante en la Inglaterra del siglo XVII. El tiempo transcurrido desde entonces pesaba mucho. Ésta era una revuelta contra la Historia, contra la Ilustración, contra la «euromanía» y la «intoxicación de occidentalismo»; contra el Progreso. Se trataba de una revolución posmoderna que se había adelantado a la moda del posmodernismo. Foucault fue de los primeros en reconocer esta afinidad y se convirtió en el más célebre defensor europeo de la República Islámica. ¿Cómo se había llegado a esta situación?
El depuesto padre del Sha había tratado de acabar con los clérigos mediante la represión, y durante su gobierno se recurrió a la flagelación pública para castigar la menor muestra de disidencia por su parte. Su hijo, más cuidadoso, trató en vano de sobornarlos con donaciones y subvenciones. El verdadero problema no radicaba en el clero, sino en las condiciones en que vivía la mayoría de la población urbana y rural. En los salones de la buena sociedad iraní la religión tal vez era un aditamento sin importancia, pero en las dependencias de la servidumbre, desempeñaba un papel estelar. La ortodoxia chií fomentaba el escapismo.
En las áreas rurales, donde el campesinado vivía aplastado por la opresión y la injusticia, se esperaba con impaciencia el advenimiento del Imán de nuestra era, del mesías chií. Pero la revolución fue un fenómeno prácticamente urbano. De hecho, casi hasta el último momento, el Sha pudo oponer a las revueltas urbanas un tibio apoyo de los campesinos. Los orígenes de está situación se remontaban en alguna medida a la reforma agraria de los años sesenta, con la que una minoría de campesinos pasó a ser propietaria y los demás sé vieron obligados a llevar una existencia semiproletaria en las ciudades. La necesidad de mano de obra promovida por el proceso industrializador de la década dé los setenta desarraigó a los campesinos, pero las fábricas no pudieron absorber a la mayoría de ellos, que se convirtieron en una capa social marginal que llevaba una existencia precaria. Los campesinos desposeídos fueron la vanguardia de la revolución islámica en las ciudades.
La mezquita del barrio y la ayuda que les prestaba eran el único contacto con un mundo ajeno al de sus preocupaciones inmediatas. Así pues, depositaron sus esperanzas en que el dios de los cielos y sus representantes en la tierra les proporcionaran una vida mejor después de la muerte. Mas no por ello observaban todos los preceptos. Agotados por el trabajo semanal, no era raro que buscasen un momento de solaz en la botella de arak; eso sí, sin olvidar enjuagarse bien la boca después, por si de regreso a casa se topaban con un mulá. El chiísmo castigaba el adulterio con tanta dureza como el sunnismo, pero ofreció una vía de escape al institucionalizar las aventuras de una noche: camino del burdel o de la habitación de alquiler, los hombres podían solicitar un certificado religioso que santificase su «matrimonio transitorio».
La crisis económica que sufrió Irán entre 1975 y 1976 puso de manifiesto el fracaso de las tan cacareadas «reformas» del Sha. La estructura estatal parasitaria consumía buena parte de la riqueza derivada del petróleo. Los gastos en armamento eran muy elevados en una época en que había un millón de desempleados y la inflación se había elevado un 30 por ciento. Los comerciantes de los bazares se consideraban víctimas de las restricciones de los créditos bancarios y de la relajación de los controles a la importación. Así pues, decidieron apoyar con dinero la lucha del clero contra él régimen.
El clero prometía justicia social acabar con la corrupción y realizar una limpieza cultural, objetivos que satisfacían a los pobres de las ciudades. Además, se presentaba como la única alternativa viable, insistiendo en que el nacionalismo y el comunismo habían fracasado. Egipto y Camboya se esgrimían como ejemplos notables de ese fracaso. Sólo el Islam sobrevivía. Y podría encumbrarse de nuevo si el pueblo respaldaba su proyecto. Como el hundimiento oficial del comunismo aún estaba por llegar, los islamistas se apropiaron sin ningún sonrojo de una parte de su ropaje. La expresión «sociedad sin clases» se oía a menudo en boca dé los sectores más radicales del movimiento religioso. Los defensores más estridentes de la sociedad sin clases eran los muyahidines, una especie sin par en el mundo islámico. En las cárceles, rechazaban confraternizar con los mulás y otros presos religiosos que no querían compartir mesa con la izquierda «impura». Hubo un momento en que los muyahidines se aproximaron tanto al marxismo, dentro y fuera de las cárceles, que llegaron a renunciar al Islam y a declararse marxistas revolucionarios. Este grupo, denominado Peikar, era la tercera fuerza numérica de la izquierda iraní.
La combinación del apoyo de los comerciantes, la incorporación a la lucha de los desempleados y los trabajadores, y la ideología redentora del chiísmo se convirtió en un impulsó arrollador en la sociedad iraní. En febrero de 1979, los clérigos vieron su oportunidad y no la dejaron escapar. Sabían que, en esa ocasión, la huida del Sha sería definitiva. Consagraron un año y medio a construir un aparato represivo, una de cuyas piezas eran los Guardianes de la Revolución, y se lanzaron a extirpar toda influencia izquierdista en fábricas, oficinas, colegios y unidades armadas. El partido Tudeh, que aún no vislumbraba con claridad el futuro, celebró la represión de los «ultraizquierdistas».
Las cosas habían sido diferentes en 1951. La izquierda y los nacionalistas laicos de tendencia liberal habían obtenido una victoria gracias a la cual Musaddaq fue elegido primer ministro y el Sha huyó al exilio. Pero el gobierno no consiguió el respaldo popular que habría sido necesario para defender el régimen de Musaddaq del contragolpe orquestado por la CIA y el servicio secreto británico. Los occidentales hicieron regresar al advenedizo monarca y destruyeron la única posibilidad que tenía Irán de progresar por sus propios medios. En 1953, el viejo aristócrata, descendiente directo del último rey Qayar, terminó por rendirse. La guardia de Musaddaq resistió hasta el final; el anciano tenía asimismo intención de resistir, confiando en que las células del Tudeh infiltradas en el ejército, que eran una poderosa presencia clandestina, actuaran en su ayuda. Pero la intervención de éstas no tuvo el vigor necesario para lograr el éxito. Algunos líderes del partido esperaban hacerse con el poder una vez que Musaddaq hubiera caído, esperanza tan infundada como sectaria. El regreso del Sha acarreó la brutal destrucción de la organización que el Tudeh había montado dentro del ejército. Fue un golpe del que el partido nunca se recuperaría por completo.
La CIA gastó cinco millones de dólares en ayudar a los clérigos pro-occidentales que se encargaron de sobornar a las multitudes que se manifestaron en contra de Musaddaq hasta conseguir su destitución. Había cometido el mismo delito que Nasser: nacionalizar el petróleo iraní. El gobierno británico reaccionó airadamente. Mussadaq creía que Estados Unidos evitaría que Londres interfiriera en los asuntos internos de Irán, y, en efecto, Truman y Acheson mantuvieron durante algún tiempo un simulacro de neutralidad aconsejando a ambos países que conservaran la calma. Macmillan anotó en su diario: «¡Acheson insta a Gran Bretaña y a Persia a conservar la calma! ¡Como si fuéramos dos países balcánicos y estuviéramos recibiendo un sermón de sir Edward Grey en 1911!».
Ésa no era de momento la situación, pero todo llegaría a su debido tiempo. El gobierno británico explotó el miedo a la guerra fría de Washington para salirse con la suya. Puso de relieve que los comunistas iraníes eran firmes partidarios de Musaddaq y que no cabía excluir la posibilidad de que se alzaran con la victoria en el futuro. El anciano político fue destituido y se le sometió a arresto domiciliario. Una vez eliminada la alternativa nacionalista laica, el Sha quedó en libertad para gobernar el país a su antojo siempre que se subordinase a los intereses de Washington en la región. Y así lo hizo. Se marcó el objetivo de acabar con los comunistas iraníes y sus partidarios. Las detenciones en masa y la tortura se convinieron en un rasgo característico del régimen. Millares de estudiantes e intelectuales iraníes se exiliaron durante la década de los cincuenta. Después, en los años sesenta, se produjo la «revolución blanca» del Sha: la reforma agraria y la concesión del derecho de voto a las mujeres. Jomeini se opuso a ambas medidas. Fue él quien atizó las revueltas de 1963 que le acarrearon la expulsión del país. Fue literalmente expulsado: se le condujo a la frontera con Irak y se le obligó a cruzarla. Jomeini sabría explotar esta salida forzosa durante su exilio.
Las esperanzas concebidas a raíz de la revolución de 1979 por muchos intelectuales, estudiantes liberales e izquierdistas, y por un sector del propio movimiento religioso, no tardaron en desvanecerse. El nuevo régimen se hizo con el poder porque el pueblo estaba harto de la situación social, política y económica. Mas la esperanza de que el radicalismo iba a prescindir de los clérigos carecía de fundamento. Un sector de la izquierda pagaría un alto precio por no lanzar una sola advertencia con respecto a lo que comportaría una dictadura clerical, mientras otros grupos que habían declarado: «La revolución ha muerto, larga vida a la revolución», sí movilizaron a la ciudadanía en contra de los clérigos. Uno de ellos recibió 150.000 votos en Teherán en las únicas elecciones relativamente libres que se celebraron: las de la Asamblea de Expertos que había de redactar la nueva Constitución. El problema de estos grupos no era tanto que no comprendieran el carácter de un régimen clerical, como que no habían captado la importancia que la democracia tiene para el Estado, la sociedad y para cualquier partido.
Los comunistas del partido Tudeh y los liberales laicos del Frente Nacional apenas si participaron en el movimiento de masas. Y esto distó mucho de constituir una ventaja, como esperaban algunos grupos ultraizquierdistas. Su ausencia permitió que los mulás se constituyeran en la única fuerza organizada del movimiento y que su ideología llegara a dominarlo. Su victoria fue una catástrofe para quienes creían haber luchado por los derechos democráticos, contra la opresión de las minorías y en favor de los derechos de las mujeres. El hundimiento del centralizado estado Pahlevi exacerbó las aspiraciones nacionalistas y en Juzistán, Kurdistán, Baluchistán y Azerbaiyán surgieron movimientos independentistas. Los clérigos los combatieron con un vigor que superó el entusiasmo que el antiguo régimen demostraba por la unidad nacional.
La democracia floreció justo después de la Revolución, y proliferaron los panfletos, los libros, los periódicos, las reuniones, los debates y las comisiones. Su presencia, cuando no sus palabras, ponía en tela de juicio la visión clerical de la República Islámica y el «derecho divino» de los clérigos a gobernar. Así pues, éstos decidieron eliminar para siempre dicha amenaza, tarea en la que les ayudaron las declaraciones acríticas de los partidarios del laicismo.
Las oportunistas intervenciones del partido Tudeh después de febrero de 1979 fueron, como poco, ineficaces. El partido cavó su propia tumba al tratar de unirse con los clérigos en un frente popular. En marzo, Jomeini promulgó un edicto por el que se exigía a las mujeres que llevaran velo. Antes de que hubieran pasado veinticuatro horas desde su promulgación, veinte mil mujeres salieron a las calles para manifestarse en su contra. El partido Tudeh censuró a las «mujeres burguesas» por manifestarse en contra de Jomeini; arremetió asimismo contra sus antiguos aliados liberales del Frente Nacional porque defendieron la libertad de prensa; y criticó duramente a los kurdos y a los turcomanos por oponer resistencia a los clérigos. Los grupos ultraizquierdistas tampoco salieron en defensa de las mujeres «perfumadas».
Todos ellos tenían sus días contados. En 1981, se arrestó a los izquierdistas radicales y a los muyahidines. Las cárceles estaban incluso más desbordadas que en los tiempos del Sha. En 1983 se detuvo a los líderes y a los militantes del partido Tudeh, y, a la vez, a las mujeres, a la izquierda revolucionaría y a los kurdos y turcomanos de cuyas luchas se había burlado el partido. La tortura sistemática y el castigo corporal, prohibidos desde comienzos de los años veinte hasta finales de los sesenta, se habían reimplantado en tiempos del Sha. Savak, su policía secreta, se hizo tristemente célebre en el mundo entero, y, año tras año, Amnistía Internacional denunciaba sus terribles violaciones de la dignidad y los derechos humanos. Los presos religiosos y los comunistas sufrieron por igual a manos del régimen, muchas veces compartiendo celda. Y ahora los clérigos empleaban exactamente los mismos métodos contra sus «enemigos».
El Sha se había librado de algunos adversarios sobornándolos o enviándolos al exilio. Los clérigos preferían humillarlos en público. Daban gran publicidad a los juicios y la televisión retransmitía las sesiones de tortura de los presos, que sólo concluían cuando se avenían a arrepentirse. La aparición televisiva de los viejos jefes del Tudeh, veteranos de muchas batallas, renegando de su pasado satánico y proclamando su adhesión al Islam y a sus guardianes chiíes, constituye uno de los episodios más tristes de la historia iraní moderna. Pidieron disculpas por haber llamado «reaccionarios», «pequeño burgueses dementes» y «representantes de la aristocracia terrateniente» a los líderes religiosos y abominaron sus propios escritos [2]. No se pueden condenar los actos de las víctimas de la tortura, pero muchas veces me he preguntado si, con sus exageradas autocríticas, estos políticos no estarían realizando una acción subversiva contra el chiísmo, cuya cultura está bañada por la sangre de los mártires. El hecho de que los miembros del Tudeh rechazaran el martirio indicaba que, para la mayoría de ellos, la «conversión» era una farsa.
Millares de activistas de izquierdas que habían participado con gran valentía en las movilizaciones para derrocar al Sha también fueron torturados. Se negaron a arrepentirse y se les castigó con ejecuciones masivas.
Éste fue el rostro que ofrecía al país la dictadura clerical, que, no obstante, gozó del apoyo de las masas en sus primeros años. La República Islámica obtuvo una sanción popular mayoritaria en el referéndum de marzo de 1979. Hubo quien votó con la única intención de hacer constar su oposición al Sha. La postura de la izquierda radical fue hacer un llamamiento al boicot. El régimen maniobraba para construir su legitimidad en espera del momento en que pudiera eliminar toda oposición. Cierto es que tan sólo había pasado un mes desde la Revolución, mas, en todo caso, los resultados del referéndum fueron reveladores. Las fuerzas laicas estaban totalmente desorganizadas. Y su apoyo valió para que, siguiendo los pasos de Saint-Just y de Trotski, muchos clérigos justificasen el terror diciendo que era la expresión revolucionaria del deseo popular.
La caída del régimen del Sha fue a todas luces un revés para los intereses estadounidenses en Oriente Próximo y Oriente Medio, pero una diferencia cualitativa distinguió estos acontecimientos de, pongamos por caso, la victoria sandinista en Nicaragua. Washington aún vivía las últimas etapas de la guerra fría. Así como La Habana, Hanoi y Managua constituían una amenaza sistémica, la República Islámica se encuadraba en otra categoría. Los peligros encarnados por el régimen de Teherán afectaban a Estados Unidos de una manera indirecta. La amenaza residía en la posibilidad de que Teherán promoviera revueltas chiíes en Irak, Arabia Saudí y los Estados del Golfo.
La política exterior de la República Islámica pretendía agitar a los islamistas del mundo entero. Promovía una guerra a muerte contra el «Gran Satán» (Estados Unidos) y la Unión Soviética. Estados Unidos era el protector de Israel y de otros enemigos del auténtico Islam, como Arabia Saudí. La Unión Soviética era la cuna del ateísmo y del materialismo. Ninguna de estas apreciaciones era errónea. Ahora bien, los clérigos concentraron sus esfuerzos en movilizar a millares de personas frente a la embajada estadounidense para exigir el regreso del Sha y su enjuiciamiento. Después se produjo la espectacular ocupación de la embajada y la toma de rehenes. Fue una acción épica, una reivindicación de venganza contra un gobernante aborrecido, pero ¿fue una acción antiimperialista?
En realidad, las movilizaciones frente a la embajada estadounidense sirvieron de pretexto para implantar medidas sociales profundamente reaccionarias, y al cabo de poco tiempo ya se ejecutaba a las adúlteras y a los homosexuales y se había puesto en marcha la represión absoluta de la izquierda, de las minorías nacionales (se reanudó la guerra en Kurdistán) y de los muyahidines.
¿Podía representar una amenaza para el imperialismo un régimen de tales características? Los verdaderos enemigos del imperialismo habían trascendido las leyes del mercado y, en su momento de máxima pujanza, habían reducido drásticamente su espacio: la Unión Soviética y la República Popular China eran terreno vedado para el capitalismo mundial. La isla de Cuba, a pocos kilómetros de Estados Unidos, asestó un buen revés a esta potencia al sustraerse de la esfera del capitalismo mafioso. Estos tres Estados trataban de implantar un sistema social y económico superior. Su existencia era un reto para el imperialismo. Lo que ofrecía Irán no era sino el antiimperialismo de los necios y, a largo plazo, constituía una amenaza desdeñable.
Un sistema que afirma estar basado en la sanción divina y en el que los clérigos son sus únicos intérpretes, queda en libertad para obrar a su antojo. Toda disidencia en las filas clericales o fuera de ellas equivale a oponerse a los mandatos de Alá, quien no responde ante ninguna otra autoridad. Jomeini asumió a todos los efectos el poder absoluto, con lo que los islamistas más liberales, entre ellos el primer presidente electo, Bani Sadr, hubieron de abandonar el país, y los ayatolás disidentes se encontraron sometidos a un auténtico arresto domiciliario. ¿Cuánto podría durar un régimen basado en la irracionalidad fanática? ¿Qué fuerzas sociales podrían movilizarse para derrocarlo? En las caréeles y en los hogares comenzaban a susurrarse estas preguntas, y fue entonces cuando surgió una auténtica amenaza.
Occidente no se había mostrado favorable a una intervención militar directa, lo cual no implicaba que no le preocupasen los efectos desestabilizadores del régimen de Teherán. Así pues, decidió recurrir a un vecino poco amistoso, Sadam Husein, a quien se consideraba un aliado semifiable en una región que era un polvorín. La política interior de Husein había contribuido a destruir el Partido Comunista iraquí y a marginar a los elementos más radicales del Baas. Y él estaba más que dispuesto a cooperar con Estados Unidos y Gran Bretaña, que le concedían un trato de privilegio desde la caída del Sha.
Washington temía por la seguridad de los emires y los jeques que gobernaban los pequeños Estados del Golfo, y le inquietaba particularmente la «estabilidad» de la monarquía saudí. El consentimiento de Washington era la única legitimidad de que gozaban estos gobernantes. En un pasaje de Las ciudades de sal, un personaje plantea una pregunta cuya respuesta es de todos conocida: «Y el emir, ¿era su emir, estaba allí para defenderlos y protegerlos, o era el emir de los estadounidenses?».
Todos ellos eran sin excepción emires de Estados Unidos, y por eso temían que la enfermedad iraní contagiase a sus pueblos. Sabían que a pesar del apoyo estadounidense y de las disensiones entre el Islam sunní y el chií, de las que se habían valido para dividir y gobernar, sus regímenes podían venirse abajo si el espíritu de desafío prendía en el corazón popular. Si Washington había sido incapaz de salvar al poderoso Sha, ¿podría salvarlos a ellos?
Estos hombres temerosos comenzaron a agitar sus repletas carteras ante los ávidos ojos del déspota de Bagdad. Le bailaban el agua a Sadam. Lo bañaron en monedas de oro. Un coro de aduladores dirigido por la poetisa Souad el-Sabah, vástago de la familia gobernante kuwaití, cantaba sus alabanzas en verso, llamándole «la espada de Irak». Le suplicaban que aplastara a los clérigos iraníes, recordándole, como si fuera necesario, que los chiíes constituían una mayoría en Irak, sede de Karbala, la más santa de las ciudades santas, salpicada siglos atrás por la sangre del mártir Husein. Si los iraníes tomaban Bahrein y Kuwait, promoverían una revuelta en Irak y pondrían en peligro Riad.
El líder del Baas iraquí compartía estos puntos de vista pero no quería comprometerse. La única pregunta que le interesaba era: ¿Qué deseaba el emir de la Casa Blanca? Sadam Husein declaró la guerra al régimen iraní de Jomeini una vez que se le hubo asegurado que Washington había dado luz verde a la guerra y que el USS Enterprise, su mayor portaviones, estaba en alerta para responder a las necesidades militares de Irak. Como los gobernantes del Golfo, Sadam creía de buena fe que los estadounidenses pensaban en todo [3].
La guerra de Irán e Irak fue devastadora. Duró ocho años, de 1980 a 1988. En sus batallas, que recordaban a las de la Primera Guerra Mundial, perdieron la vida más de un millón de musulmanes. La contraofensiva lanzada por el régimen de Teherán en 1982 logró recuperar todos los territorios ocupados por Irak en 1980. La directiva del Baas se reunió en Bagdad y decidió distanciarse de Sadam Husein. Propuso una tregua y la aceptación sin reservas de las exigencias iraníes. Si la propuesta hubiera sido aceptada, Sadam habría perdido el poder. Pero Jomeini, enardecído por sus triunfos militares, la rechazó. Estimaba necesario difundir la Revolución islámica con objeto de que no implosionara, y así lo manifestaron en público numerosos intelectuales que respaldaban el régimen. Esta decisión fue un golpe de gracia para los opositores iraquíes del Baas.
Sadam sobrevivió, eliminó la oposición interna y prosiguió la guerra. La marina de guerra estadounidense se desplazó a la región y comenzó a destruir los buques iraníes, Estados Unidos cometió un acto terrorista sin ninguna justificación al derribar un avión comercial iraní cargado de pasajeros. Al ver que Sadam estaba respaldado por los buques de guerra de Washington y por las centelleantes municiones británicas, los iraníes acabaron por solicitar la paz. Pero el régimen no se hundió. El dominio absoluto de los clérigos se vio temporalmente reforzado, aunque en sus filas afloraron voces disidentes. Y, lo que es más importante, el hecho de que el régimen sobreviviese impidió a sus líderes arroparse con el martirio. No podían culpar a nadie de lo que habían hecho al país y al pueblo. La nueva generación que no había vivido bajo el gobierno del Sha sacaría sus propias conclusiones. Los clérigos sembraron así las semillas de la futura reforma.
Los retoños reformistas se hicieron visibles en primer lugar en las pantallas de los festivales de cine y de los cineclubes. Después se desencadenó una rebelión estudiantil que exigía un cambio. Las mujeres comenzaron a desafiar las restricciones impuestas por la policía religiosa. Y un clérigo reformista salió elegido presidente. Pudo proponer que los bancos pagaran intereses, mas no fue capaz de detener los asesinatos de estudiantes e intelectuales a manos de los matones integristas del régimen. En 2001 hubo cincuenta y dos manifestaciones contra los clérigos, una por cada semana del año; trescientas setenta huelgas, una por cada día del año; y numerosas escaramuzas entre los jóvenes y la aborrecida policía religiosa, una banda de sádicos corruptos. Estos dos últimos años, la festividad de Nauroz, o año nuevo pagano, se ha celebrado abiertamente, como en los tiempos anteriores al Islam, por muchos chicos y chicas sin velo que provocaban a la policía religiosa para que se ensañara con ellos. Y esto no es más que un comienzo que demuestra cómo se aprende por propia experiencia, una maestra mejor que las bombas norteamericanas. La nueva generación se niega a creer las mentiras de un régimen incapaz de ofrecer justificación alguna de sus actos. Son muchos los que aborrecen intensamente a los clérigos y su religión.
El choque de los fundamentalismos:
Cruzadas, yihads y modernidad
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NOTAS:
[1] En The Mantle of the Prophet, Londres, 1986, un vigoroso y evocador relato de los orígenes de la intelligentsia islámica iraní, Roy Mottahedeh pone de relieve el contraste que hubo entre la reacción de los orientalistas y la de los iraníes: «En aquel entonces circulaba este chiste: un oficinista iraní se quedó tan extasiado al leer las palabras del Sha en el periódico que volvió corriendo a su casa, antes de lo previsto, para contárselo a su mujer; se encontró a su mujer en la cama con su vecino Ciro. Abrumado por la situación, levantó la mano y dijo: "Duerme tranquilo, Ciro, que nosotros velamos"».
[2] En 1984, apareció en la televisión Ehsan Tabari, el principal teórico del comunismo iraní, un hombre con medio siglo de pasado marxista a sus espaldas. A fuerza de torturarle, le habían hecho olvidarse del pasado: «A diferencia del chiísmo, el materialismo histórico no puede explicar fenómenos como el de Espartaco o el de Pugachev». Sus colegas habían elogiado el «antiimperialismo» de los clérigos, y la retractación de Tabari estuvo salpicada de referencias laudatorias al Islam y a sus pensadores chiíes. A pesar de todo, lo encerraron en una celda de aislamiento. Escribió libros para justificar su conversión. En sus memorias antimarxistas, una obra de una vulgaridad que sorprendió a los clérigos más liberales, calificaba a sus antiguos camaradas de agentes soviéticos, asesinos, traidores a Irán, espías de Sadam Husein, etc. La prensa dominante fue informando de todo esto por entregas. El dolor de la tortura física y mental había obrado el efecto deseado. Tabari murió destrozado, sin haber tenido siquiera la oportunidad de emular la frase: «Y sin embargo, se mueve…».
[3] Solo Israel se mantuvo neutral. «Cuando los goyim [gentiles] matan a los goyim», comentó Begin, «lo único que podemos hacer es contemplar el espectáculo.» Observar y aplaudir, quiso decir. En todo caso, Israel ya consideraba que Irak, con su formidable ejército, constituía una amenaza potencial mayor que Irán. Así pues, en el momento crucial de la guerra, optó por proveer de repuestos a Irán, cuyos tanques y aviones de combate le habían sido suministrados por la industria armamentística estadounidense.
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