“No alarmemos a la población. ¡Ante todo, no creemos pánico, que sería aún peor! Somos plenamente conscientes del problema, pero no se nos puede pedir que lo resolvamos en un instante. Hemos empezado a desarrollar un plan de prevención, necesitamos un poco de tiempo...” Estas palabras, que un responsable de prevención de contaminación y otros riesgos, del Ministerio de Ecología, nos dirigió con una mirada suplicante, aún resuenan en nuestros oídos. Rodeado de jóvenes mujeres igualmente interesadas en convencernos, el hombre nos aseguró que el gobierno estaba discreta y efectivamente con los industriales eliminando un contaminante, cuyo papel como cofactor en la multiplicación de victimas de enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer ya no estaba en duda. Parecía sincero. Queríamos creerle, a pesar de que nos preocupaba el retraso en la toma de decisiones de los políticos.
Eso fue en el año 1999. Desde entonces, nada ha cambiado, pero este gran administrador del Estado ha continuado con éxito su carrera como jefe de administraciones sensibilizadas. Después de dirigir un departamento para proteger contra los riesgos nucleares, seguido de otro para la prevención de los riesgos químicos, sus promociones le han permitido acceder a los más altos puestos de otro ministerio, el de Sanidad. Al igual que los más altos funcionarios de su rango, resistió a todos los cambios de gobierno y recibió todos los honores. ¿Realmente creía en lo que nos decía al asegurarnos que los organismos encargados de proteger a la población iban a solucionar el “problema”?
El problema tiene un nombre preciso: hidróxido de aluminio. Se encuentra hoy en el agua que corre por nuestros grifos. Como veremos, este neurotóxico es uno de los que hacen el mayor daño posible en nuestras neuronas. Interviene en muchos trastornos cerebrales, pero sigue estando presente en el agua que bebemos. Si bien cada vez hay más pruebas científicas que confirman su papel en la pandemia de las enfermedades neurológicas que nos azotan, las autoridades permanecen sordas, como si temieran los escándalos que se derivarían del reconocimiento oficial de sus efectos nocivos...
El aluminio no es la única sustancia que ataca a nuestros cerebros. Muchas otras sustancias participan en un cóctel fatal. La variedad de estos tóxicos no cesan de extenderse y como sus antecesores, el mercurio y el plomo, conocidos desde antiguo por sus efectos devastadores sobre nuestras facultades mentales, invaden nuestro entorno cotidiano y se introducen en nuestros botiquines. Incluso los embriones están expuestos en el útero materno antes de que su sistema nervioso haya tomado forma. La diversidad de sus efectos sobrepasa a la enfermedad de Alzheimer, cubre decenas de enfermedades neurológicas frente a las cuales nuestros dirigentes están mostrando una enorme hipocresía.
La situación no permite aplazar las cuestiones, incluyendo las más molestas para el plan político y económico ¿Cuál es el verdadero alcance de las enfermedades que aquejan a nuestros cerebros? ¿Cómo hemos llegado aquí? ¿Cuáles son las verdaderas causas de estas enfermedades y sus mecanismos de acción? ¿Cómo neutralizarlos?
Respondemos con esta investigación, fruto de un trabajo persistente de quince años. No sólo nos llevó a la trastienda de la experiencia, investigación y decisiones gubernamentales, sino también a los pacientes y sus asociaciones. El público sabrá a partir de ahora por qué los responsables políticos prefieren ignorar las causas de la hecatombe, poner los recursos públicos al servicio de la industria farmacéutica y promover el desarrollo de servicios privados para el cuidado de los pacientes.
¿Cuál es el porvenir de una sociedad a la que se está royendo el cerebro? Mientras que los líderes permiten que el mal empeore y dejan el asunto a los hombres de negocios que convierten la situación en un mercado, la indignación y la movilización social tarda en manifestarse, hace falta acceder a información fiable. Este libro quiere remediarlo. Demuestra que existen soluciones prácticas para detener esta pandemia que serían menos costosas humana y económicamente que apostar por la cura de la enfermedad, que por definición no ataca a las causas. También mostramos cómo cada uno, en su vida cotidiana, puede reducir sus riesgos individuales.
Eso fue en el año 1999. Desde entonces, nada ha cambiado, pero este gran administrador del Estado ha continuado con éxito su carrera como jefe de administraciones sensibilizadas. Después de dirigir un departamento para proteger contra los riesgos nucleares, seguido de otro para la prevención de los riesgos químicos, sus promociones le han permitido acceder a los más altos puestos de otro ministerio, el de Sanidad. Al igual que los más altos funcionarios de su rango, resistió a todos los cambios de gobierno y recibió todos los honores. ¿Realmente creía en lo que nos decía al asegurarnos que los organismos encargados de proteger a la población iban a solucionar el “problema”?
El problema tiene un nombre preciso: hidróxido de aluminio. Se encuentra hoy en el agua que corre por nuestros grifos. Como veremos, este neurotóxico es uno de los que hacen el mayor daño posible en nuestras neuronas. Interviene en muchos trastornos cerebrales, pero sigue estando presente en el agua que bebemos. Si bien cada vez hay más pruebas científicas que confirman su papel en la pandemia de las enfermedades neurológicas que nos azotan, las autoridades permanecen sordas, como si temieran los escándalos que se derivarían del reconocimiento oficial de sus efectos nocivos...
El aluminio no es la única sustancia que ataca a nuestros cerebros. Muchas otras sustancias participan en un cóctel fatal. La variedad de estos tóxicos no cesan de extenderse y como sus antecesores, el mercurio y el plomo, conocidos desde antiguo por sus efectos devastadores sobre nuestras facultades mentales, invaden nuestro entorno cotidiano y se introducen en nuestros botiquines. Incluso los embriones están expuestos en el útero materno antes de que su sistema nervioso haya tomado forma. La diversidad de sus efectos sobrepasa a la enfermedad de Alzheimer, cubre decenas de enfermedades neurológicas frente a las cuales nuestros dirigentes están mostrando una enorme hipocresía.
La situación no permite aplazar las cuestiones, incluyendo las más molestas para el plan político y económico ¿Cuál es el verdadero alcance de las enfermedades que aquejan a nuestros cerebros? ¿Cómo hemos llegado aquí? ¿Cuáles son las verdaderas causas de estas enfermedades y sus mecanismos de acción? ¿Cómo neutralizarlos?
Respondemos con esta investigación, fruto de un trabajo persistente de quince años. No sólo nos llevó a la trastienda de la experiencia, investigación y decisiones gubernamentales, sino también a los pacientes y sus asociaciones. El público sabrá a partir de ahora por qué los responsables políticos prefieren ignorar las causas de la hecatombe, poner los recursos públicos al servicio de la industria farmacéutica y promover el desarrollo de servicios privados para el cuidado de los pacientes.
¿Cuál es el porvenir de una sociedad a la que se está royendo el cerebro? Mientras que los líderes permiten que el mal empeore y dejan el asunto a los hombres de negocios que convierten la situación en un mercado, la indignación y la movilización social tarda en manifestarse, hace falta acceder a información fiable. Este libro quiere remediarlo. Demuestra que existen soluciones prácticas para detener esta pandemia que serían menos costosas humana y económicamente que apostar por la cura de la enfermedad, que por definición no ataca a las causas. También mostramos cómo cada uno, en su vida cotidiana, puede reducir sus riesgos individuales.
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