jueves, 17 de noviembre de 2011

El plan de desestabilización contra Siria

Por Thierry Meyssan

Las operaciones contra Libia y Siria tienen actores y estrategias comunes. Pero los resultados son muy diferentes ya que no hay comparación posible entre ambos Estados. Thierry Meyssan analiza este cuasi-fracaso de las fuerzas colonialistas y contrarrevolucionarias y pronostica para estas últimas un efecto de boomerang en el mundo árabe.


Aunque el intento de derrocar al gobierno sirio tiene muchos puntos de similitud con la maniobra contra Libia, los resultados son muy diferentes debido a las particularidades sociales y políticas de los países en que se desarrollan. El proyecto tendiente a acabar simultáneamente con esos dos Estados ya había sido enunciado desde el 6 de mayo de 2002 por John Bolton, el entonces subsecretario de Estado de la administración Bush. Nueve años más tarde, su puesta en práctica por parte de la administración Obama está enfrentando numerosos problemas.

Al igual que en Libia, el plan inicial contra Siria consistía era un golpe de Estado militar, lo cual rápidamente resultó imposible a falta de lograr encontrar los oficiales necesarios para ello. Según la información que hemos recibido, también estaba prevista la aplicación de un plan idéntico en el Líbano. En Libia, la existencia del complot se supo antes de tiempo y el coronel Gadafi logró arrestar al coronel Abdallah Gehani. No quedó entonces otro remedio que someter el plan original a una revisión en medio del inesperado contexto de la «primavera árabe».

La acción militar

La idea principal [en Siria] era provocar desórdenes en una zona bien delimitada y proclamar allí un emirato islámico que pudiera servir de base para desmantelar el país. Se seleccionó el distrito de Daraa porque se encuentra en la frontera siria con Jordania y con el Golán ocupado por Israel, lo cual facilitaba el envío de todo tipo de ayuda material a los secesionistas.

Se orquestó allí un incidente artificial mediante el uso de estudiantes de la enseñanza media que realizaron una serie de provocaciones, táctica que funcionó más que satisfactoriamente debido a la brutalidad y la estupidez del gobernador y del jefe de la policía local. Cuando comenzaron las manifestaciones, francotiradores emplazados en los techos dispararon al azar contra la multitud y contra las fuerzas del orden, escenario idéntico al que se aplicó en Bengasi para suscitar la revuelta.

La planificación incluía más enfrentamientos, siempre en distritos sirios fronterizos como medio de garantizar bases de retaguardia, primeramente en la frontera norte del Líbano, posteriormente en la frontera con Turquía. La misión de los combates estaba en manos de unidades pequeñas, a menudo de unos 40 hombres, en las que se mezclaron individuos reclutados localmente con una dirección conformada por mercenarios extranjeros provenientes de las redes del príncipe saudita Bandar ben Sultan. El propio Bandar estuvo en Jordania para supervisar el comienzo de las operaciones, en contacto con oficiales de la CIA y del Mossad.

Pero Siria no es lo mismo que Libia y el resultado ha sido contrario a lo esperado. Libia es un Estado creado por las potencias coloniales que unieron por la fuerza las regiones de Tripolitania, Cirenaica y Fezán mientras que Siria es una nación histórica, que las mismas potencias coloniales redujeron a su más simple expresión. Libia está por lo tanto sometida a fuerzas centrífugas que pueden expresarse de forma espontánea.

En Siria, por el contrario, existen fuerzas unificadoras que esperan reconstruir la Gran Siria, que incluiría la actual Jordania, la Palestina ocupada, el Líbano, Chipre y una parte de Irak. La población del país que actualmente conocemos como Siria se opone por lo tanto, de forma espontánea, a los proyectos tendientes a dividir la nación.

Por otro lado, también es posible comparar la autoridad del coronel Gadafi y la de Hafez el-Assad —el padre de Bashar el-Assad—. Los dos llegaron al poder en la misma época y combinaron la inteligencia y la brutalidad para imponerse. Por el contrario, el actual presidente sirio Bashar el-Assad no tomó el poder. Ni siquiera esperaba heredarlo.

Aceptó la presidencia porque su padre había fallecido y a sabiendas que únicamente su legitimidad familiar podía evitar una guerra de sucesión entre los generales de su padre. El ejército sirio fue a buscarlo a Londres, donde Bashar ejercía apaciblemente su profesión de oftalmólogo, pero fue el pueblo quien lo consolidó en el poder. Bashar el-Assad es, sin dudas, el líder político más popular del Medio Oriente. Hasta hace dos meses, era también el único que no utilizaba escolta y no tenía el menor reparo en mezclarse con las multitudes.

La operación militar tendiente a desestabilizar Siria y la campaña de propaganda desatada simultáneamente contra ese país fueron organizadas por una coalición de Estados en la que Estados Unidos ejerce el papel de coordinador, exactamente de la misma manera en que la OTAN actúa como coordinador de los Estados —miembros y no miembros de la alianza atlántica— que participan en la campaña militar de bombardeos contra Libia y en la campaña tendiente a denigrar a ese país.

Como ya señalamos anteriormente, los mercenarios fueron proporcionados por el príncipe saudita Bandar, quien tuvo incluso que hacer una gira internacional hasta Pakistán y Malasia para reforzar su ejército personal, desplegado desde Manama hasta Trípoli. Podemos citar también como ejemplo la instalación, en las oficinas del Ministerio libanés de Comunicaciones, de un centro de telecomunicaciones creado especialmente para este asunto.

Lejos lograr indisponer a la población siria contra el «régimen», el baño de sangre dio lugar al surgimiento de un movimiento de unidad nacional alrededor del presidente Bashar el-Assad. Conscientes de que existe la intención de arrastrarlos a la guerra civil, los sirios conformaron un bloque. Las manifestaciones antigubernamentales han reunido únicamente entre 150.000 y 200.000 personas en un país que cuenta 22 millones de habitantes, mientras que las manifestaciones a favor del gobierno han reunido multitudes nunca vistas anteriormente en Siria.

Ante los incidentes, las autoridades han dado muestra de sangre fría. El presidente ha emprendido finalmente las reformas que desde hace tiempo quería implementar, reformas que la propia población había frenado hasta ahora por temor a una occidentalización de la sociedad.

El partido Baas aceptó el multipartidismo para evitar caer en el arcaísmo. Contrariamente a lo que afirman los medios de prensa de Occidente y Arabia Saudí, el ejército sirio no reprimió a los manifestantes sino que combatió a los grupos armados. Por desgracia, sus oficiales superiores, formados en la desaparecida URSS, no supieron dar muestras de tacto con los civiles atrapados entre dos fuegos.

La guerra económica

Se produjo entonces una evolución en la estrategia común de Occidente y Arabia Saudí. Al darse cuenta de que la acción militar no lograría hundir a Siria en el caos a corto plazo, Washington decidió actuar sobre la sociedad a mediano plazo. La idea es que la política del gobierno de El-Assad estaba dando lugar a la formación de una clase media —única garantía eficaz de democracia— y que es posible utilizar contra esa misma clase media contra el gobierno. Para lograrlo, hay que provocar un derrumbe económico a nivel nacional.

El principal recurso de Siria es el petróleo, aunque su producción no alcanza un volumen comparable al de sus ricos vecinos. Para comercializar ese petróleo, Siria necesita tener en los bancos occidentales los llamados assets (haberes o valores), que sirven como garantía durante las transacciones. Basta con congelar esos haberes para matar el país. Por lo tanto, resulta importante y conveniente manchar lo más posible la imagen de Siria para que la opinión pública occidental acepte la adopción de «sanciones contra el régimen».

Para el congelamiento de los haberes de un país es necesaria, en principio, una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU, que en este caso es algo altamente improbable. China, que en el caso de Libia se vio obligada a renunciar a su derecho de veto so pena de perder todo acceso al petróleo de Arabia Saudí, probablemente tendría que plegarse nuevamente. Pero Rusia sí pudiera recurrir al veto ya que, de no hacerlo, perdería su base naval en el Mediterráneo y su Flota del Mar Negro se ahogaría detrás de los Dardanelos.

Para intimidarla, el Pentágono ha enviado al Mar Negro el crucero USS Monterrey, como estableciendo que de todas maneras las ambiciones navales de Rusia son irrealistas.

En todo caso, la administración Obama puede resucitar la Syrian Accountablity Act de 2003 para congelar los fondos sirios sin esperar por la adopción de una resolución en la ONU ni una votación en el Congreso estadounidense. Como ya lo ha demostrado la historia reciente, específicamente en los casos de Cuba y de Irán, Washington puede convencer fácilmente a sus aliados europeos para que se plieguen a las sanciones que Estados Unidos adopta de forma unilateral.

Es por ello que la verdadera batalla se ha desplazado actualmente hacia los medios de difusión. La opinión pública occidental se traga fácilmente cualquier cuento debido a su total ignorancia sobre Siria y a su fe ciega en la magia de las nuevas tecnologías.

La guerra mediática

En primer lugar, la campaña de propaganda focaliza la atención del público en los crímenes atribuidos al «régimen» para evitar cualquier interrogante sobre la nueva oposición. Estos grupos armados no tienen absolutamente nada que ver con los intelectuales contestatarios que redactaron la Declaración de Damasco. Vienen de medios extremistas religiosos sunnitas y son fanáticos que rechazan el pluralismo religioso del Levante y sueñan con instaurar un Estado concebido a su propia imagen y semejanza. Si luchan contra el presidente Bashar el-Assad no es porque estimen que se trata de un individuo demasiado autoritario sino porque es un alauita, lo que para ellos equivale a ser un hereje.

Desde esa óptica, la propaganda contra Bashar el-Assad está basada en una inversión de la realidad.

Un ejemplo que puede mover a risa es el caso del blog «Gay Girl in Damascus», creado en febrero de 2011. Para muchos medios de la prensa atlantista ese sitio, editado en inglés por la joven Amina, se convirtió en una fuente de información sobre Siria. La autora describía lo difícil que era para una joven lesbiana la vida bajo la dictadura de Bashar el-Assad y la terrible represión desatada contra la revolución que se estaba desarrollando en Siria. Como mujer y gay, Amina gozaba de la protectora simpatía de los internautas occidentales, que llegaron incluso a movilizarse cuando se anunció que los servicios secretos del «régimen» la habían arrestado.

Resultó, sin embargo, que Amina no existía. Su dirección IP permitió comprobar que el verdadero autor del blog de Amina era un «estudiante» estadounidense de 40 años llamado Tom McMaster. Este propagandista, que supuestamente está haciendo un doctorado en Escocia, estaba participando en el congreso de la oposición siria prooccidental que reclamó en Turquía una intervención de la OTAN contra el gobierno de Bashar el-Assad. Por supuesto, no estaba allí como estudiante.

Lo más sorprendente de esta historia no es la ingenuidad de los internautas que se tragaron las mentiras de la supuesta Amina, sino la movilización de los defensores de las libertades en defensa de gente que lo que realmente hacen es luchar contra las libertades. En la Siria laica, la vida privada es considerada un santuario. Es posible que sea difícil defender la vida privada en el seno de la familia, pero eso no sucede a nivel de la sociedad.

A pesar de ello, aquellos a quienes los medios de prensa occidentales están presentando como revolucionarios, y a quienes nosotros consideramos contrarrevolucionarios, son en realidad violentamente homófobos e incluso planean instaurar castigos corporales y, en algunos casos, hasta la pena de muerte para castigar de ese «vicio».

Ese principio de inversión de la realidad se está aplicando a gran escala. Sólo hay que recordar los informes de la ONU sobre la crisis humanitaria desatada en Libia: decenas de miles de trabajadores inmigrantes huyen de ese país para escapar a la violencia. Los medios de la prensa atlantistas utilizaron ese hecho para concluir que el «régimen» de Gadafi debe ser derrocado y que hay que apoyar a los sublevados de Bengasi. Pero el responsable de ese drama no es el gobierno de Trípoli sino los supuestos revolucionarios de la región de Cirenaica, que desataron una verdadera cacería de negros.

Movidos por una ideología racista, los «revolucionarios» afirman que los negros están al servicio de Gadafi y los linchan cuando logran atraparlos. En el caso de Siria, las cadenas de televisión de ese país transmiten imágenes de grupos de hombres armados parapetados en los techos de las casas, desde donde disparan al azar sobre las multitudes y las fuerzas del orden. Pero las cadenas occidentales y sauditas retransmiten esas mismas imágenes atribuyendo los crímenes al gobierno de Damasco.

En definitiva, el plan de desestabilización en marcha contra Siria no está dando los resultados esperados. Si bien ha convencido a la opinión pública occidental de que ese país vive bajo una terrible dictadura, su efecto en Siria ha sido el de unir a la inmensa mayoría de la población en torno de su gobierno. Algo que puede acabar resultando peligroso para los creadores del plan, sobre todo para Tel Aviv. En enero y febrero de 2011 fuimos testigos del surgimiento de una ola revolucionaria en el mundo árabe, a la que ha seguido en abril y mayo una ola contrarrevolucionaria. La balanza todavía está en movimiento.

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