(1-7 abril 2012)
El hambre dolía. En la plenitud de su vida, para un león adulto de 250 kilos, con una capacidad predadora inigualable, cualquier presa sería fácil de batir. Pero llevaba seis días buscando y no había encontrado un solo rastro que mereciera la pena.
Los pequeños roedores y lagartos que cazaba para engañar al hambre apenas le aportaban nada que no fuera más desesperación. Y la desesperación fue lo que lo llevó al único lugar donde sabía que encontraría carne en abundancia.
Acercarse al territorio que olía a humano no le gustaba. De joven, la curiosidad lo había llevado a tener encuentros con ellos, y las lanzas de los hombres apenas habían supuesto un mínimo riesgo. Ahora, adulto y experimentado, sentía una amenaza latente ante el olor de los seres humanos, una amenaza que le daba miedo. Pero su hambre era más fuerte que el miedo.
Decidido, ignoró el olor de los seres humanos y siguió su rastro. Poco después, el aroma de una presa muerta llegó desde un valle cercano de densos matorrales. Alguien había conseguido cazar. Eso significaba que podría robarle la comida. En la sabana, ningún predador podía competir con su fuerza y ferocidad.
Sin demorar un segundo, el león aceleró el paso y entró en el valle siguiendo la pista. Poco después encontró lo que buscaba. Frente a él, rodeado de un charco de sangre, encontró el cadáver de un burro. Solo los buitres lo rondaban desde el aire. No había ningún predador con el que luchar, ninguna competencia, ningún contratiempo. La comida estaba servida. El hambre le hizo bajar la guardia por primera vez en su vida. Sería la última.
Cuando se lanzó con determinación sobre el cadáver y empezó a devorarlo, una detonación llegó desde unos arbustos cercanos. Fue lo último que oyó. Nunca llegó a enterarse de que sus enemigos habían cambiado las lanzas por armas de fuego.
El rey de la selva se extingue. Los leones desaparecen a un ritmo acelerado. En 1800 se calculaba que eran un millón doscientos mil en todo el mundo. Hoy, los científicos creen que no quedan más de veinte mil en estado salvaje. ¿Qué está acabando con el predador más emblemático de la fauna salvaje?
En un mundo donde los seres humanos estamos a punto de llegar a ser siete mil millones, los grandes predadores empiezan a ser un anacronismo. Nadie quiere correr riesgos, y cada vez necesitamos más tierra para nuestros cultivos y nuestro ganado. Ante el dilema, siempre pensamos que un parque puede solucionar el problema. Pero una familia de leones necesita hasta 160 kilómetros cuadrados de territorio para conseguir alimentarse. Y necesita, además, poder mezclarse con otros grupos para que la consanguinidad no degrade paulatinamente las siguientes generaciones. En resumen, necesitan mucho espacio.
Paralelamente, los nativos de los territorios que históricamente han tenido leones también han multiplicado exponencialmente su población. Esta gente rural se dedica a la agricultura y la ganadería, dos actividades que dejan a los leones sin territorio y sin presas.
Los campos agrícolas del África subsahariana se han duplicado en los últimos 50 años. La cabaña ganadera ha superado esa cifra. Como alternativa, los leones cazan el ganado, y los nativos persiguen y matan a los leones. Para empeorar las cosas en el bando de los leones, muchos nativos actuales han dejado las rudimentarias lanzas y se han armado de rifles o de veneno. Hoy es práctica habitual en todo el África subsahariana envenenar los restos de las presas de los leones. Cuando un león caza devora hasta 40 kilos de carne de su presa, bebe y se retira a dormir, actividad que ocupa la mayor parte del día del rey de la selva. Cuando despierta, el león vuelve normalmente a su presa para terminar de devorarla. Y es entonces cuando ingiere el veneno puesto por los locales. Acercarse a las poblaciones humanas supone así un riesgo añadido para los grandes felinos.
Los perros de los nativos transmiten, a su vez, enfermedades mortales para los leones. Y las enfermedades no entienden de protecciones ni de leyes. En 1994, más de mil ejemplares murieron en el Parque Nacional Serengueti, en Tanzania, a causa del moquillo que les habían contagiado los perros masai. El cambio climático hace que algunas enfermedades que frenaba la temporada de las lluvias, como es el caso de la babesia transmitida por las garrapatas, se sumen a las transmitidas por las mascotas de los indígenas potenciando el efecto nocivo de ambas.
En un suma y sigue lamentable, la medicina tradicional china, que ya ha acabado prácticamente con los tigres como fuente de suministros, está empezando a comercializar los huesos de león como curación alternativa. Teniendo en cuenta la expansión de las obras y los trabajadores chinos en el continente africano, el dato puede suponer el remate final para los grandes felinos.
Y ya para empeorar aun más las cosas, las agencias de viajes de algunos países añaden al incentivo turístico la oportunidad de matar al rey de la selva. Por un pequeño incremento en la tarifa de sus paquetes de viaje, los turistas pueden disparar a un león macho y llevarse el poderoso trofeo a sus casas. En los folletos turísticos de algunas agencias de Angola, Namibia y Botsuana ofrecen, como suplemento a paisajes, hoteles, etnias y playas, «tener el placer de matar un león». Como resultado de todos los factores anteriores la población de leones africanos ha disminuido un 90 por ciento en los últimos 20 años.
Desde el inicio de este siglo, los científicos vienen avisando del ocaso de estos grandes felinos sin encontrar respuesta por parte de la sociedad.
O son animales que nos quedan lejos o recordamos de forma inconsciente que un día, en el origen de nuestra especie, fuimos parte de su dieta cotidiana. En el mundo de la realidad virtual, de las emociones enlatadas a través de una pantalla de plasma, a nadie parece interesarle la desaparición del icono de lo salvaje. Pero tal vez con los últimos leones libres desaparezca también una parte esencial del espíritu que nos hizo humanos.
Los pequeños roedores y lagartos que cazaba para engañar al hambre apenas le aportaban nada que no fuera más desesperación. Y la desesperación fue lo que lo llevó al único lugar donde sabía que encontraría carne en abundancia.
Acercarse al territorio que olía a humano no le gustaba. De joven, la curiosidad lo había llevado a tener encuentros con ellos, y las lanzas de los hombres apenas habían supuesto un mínimo riesgo. Ahora, adulto y experimentado, sentía una amenaza latente ante el olor de los seres humanos, una amenaza que le daba miedo. Pero su hambre era más fuerte que el miedo.
Decidido, ignoró el olor de los seres humanos y siguió su rastro. Poco después, el aroma de una presa muerta llegó desde un valle cercano de densos matorrales. Alguien había conseguido cazar. Eso significaba que podría robarle la comida. En la sabana, ningún predador podía competir con su fuerza y ferocidad.
Sin demorar un segundo, el león aceleró el paso y entró en el valle siguiendo la pista. Poco después encontró lo que buscaba. Frente a él, rodeado de un charco de sangre, encontró el cadáver de un burro. Solo los buitres lo rondaban desde el aire. No había ningún predador con el que luchar, ninguna competencia, ningún contratiempo. La comida estaba servida. El hambre le hizo bajar la guardia por primera vez en su vida. Sería la última.
Cuando se lanzó con determinación sobre el cadáver y empezó a devorarlo, una detonación llegó desde unos arbustos cercanos. Fue lo último que oyó. Nunca llegó a enterarse de que sus enemigos habían cambiado las lanzas por armas de fuego.
El rey de la selva se extingue. Los leones desaparecen a un ritmo acelerado. En 1800 se calculaba que eran un millón doscientos mil en todo el mundo. Hoy, los científicos creen que no quedan más de veinte mil en estado salvaje. ¿Qué está acabando con el predador más emblemático de la fauna salvaje?
En un mundo donde los seres humanos estamos a punto de llegar a ser siete mil millones, los grandes predadores empiezan a ser un anacronismo. Nadie quiere correr riesgos, y cada vez necesitamos más tierra para nuestros cultivos y nuestro ganado. Ante el dilema, siempre pensamos que un parque puede solucionar el problema. Pero una familia de leones necesita hasta 160 kilómetros cuadrados de territorio para conseguir alimentarse. Y necesita, además, poder mezclarse con otros grupos para que la consanguinidad no degrade paulatinamente las siguientes generaciones. En resumen, necesitan mucho espacio.
Paralelamente, los nativos de los territorios que históricamente han tenido leones también han multiplicado exponencialmente su población. Esta gente rural se dedica a la agricultura y la ganadería, dos actividades que dejan a los leones sin territorio y sin presas.
Los campos agrícolas del África subsahariana se han duplicado en los últimos 50 años. La cabaña ganadera ha superado esa cifra. Como alternativa, los leones cazan el ganado, y los nativos persiguen y matan a los leones. Para empeorar las cosas en el bando de los leones, muchos nativos actuales han dejado las rudimentarias lanzas y se han armado de rifles o de veneno. Hoy es práctica habitual en todo el África subsahariana envenenar los restos de las presas de los leones. Cuando un león caza devora hasta 40 kilos de carne de su presa, bebe y se retira a dormir, actividad que ocupa la mayor parte del día del rey de la selva. Cuando despierta, el león vuelve normalmente a su presa para terminar de devorarla. Y es entonces cuando ingiere el veneno puesto por los locales. Acercarse a las poblaciones humanas supone así un riesgo añadido para los grandes felinos.
Los perros de los nativos transmiten, a su vez, enfermedades mortales para los leones. Y las enfermedades no entienden de protecciones ni de leyes. En 1994, más de mil ejemplares murieron en el Parque Nacional Serengueti, en Tanzania, a causa del moquillo que les habían contagiado los perros masai. El cambio climático hace que algunas enfermedades que frenaba la temporada de las lluvias, como es el caso de la babesia transmitida por las garrapatas, se sumen a las transmitidas por las mascotas de los indígenas potenciando el efecto nocivo de ambas.
En un suma y sigue lamentable, la medicina tradicional china, que ya ha acabado prácticamente con los tigres como fuente de suministros, está empezando a comercializar los huesos de león como curación alternativa. Teniendo en cuenta la expansión de las obras y los trabajadores chinos en el continente africano, el dato puede suponer el remate final para los grandes felinos.
Y ya para empeorar aun más las cosas, las agencias de viajes de algunos países añaden al incentivo turístico la oportunidad de matar al rey de la selva. Por un pequeño incremento en la tarifa de sus paquetes de viaje, los turistas pueden disparar a un león macho y llevarse el poderoso trofeo a sus casas. En los folletos turísticos de algunas agencias de Angola, Namibia y Botsuana ofrecen, como suplemento a paisajes, hoteles, etnias y playas, «tener el placer de matar un león». Como resultado de todos los factores anteriores la población de leones africanos ha disminuido un 90 por ciento en los últimos 20 años.
Desde el inicio de este siglo, los científicos vienen avisando del ocaso de estos grandes felinos sin encontrar respuesta por parte de la sociedad.
O son animales que nos quedan lejos o recordamos de forma inconsciente que un día, en el origen de nuestra especie, fuimos parte de su dieta cotidiana. En el mundo de la realidad virtual, de las emociones enlatadas a través de una pantalla de plasma, a nadie parece interesarle la desaparición del icono de lo salvaje. Pero tal vez con los últimos leones libres desaparezca también una parte esencial del espíritu que nos hizo humanos.
Fernando González-Sitges
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