Por JOSÉ MESLIER
Es Gonzalo Puente Ojea uno de los autores que más ha indagado en las falsedades históricas que representan las religiones y en las distorsiones de la razón que han supuesto. De ese modo, la historia de Jesús la califica de «impresionante ficción legendaria», sustentada en el Evangelio atribuido a Marcos. Es lo que podemos describir como una sustitución del Jesús histórico por el Cristo de la Fe, algo que constituye una fractura insalvable y cuyas consecuencias llegan, desgraciadamente, a la sociedad de hoy. La apologética evangélica nos ha legado volúmenes de simplificación y tergiversación, por lo que hay que atender a los textos con sentido histórico y contextualizar en las realidades ideológicas, económicas, sociales y políticas de aquellos días para tratar de restaurar un Jesús acercado a la realidad.
Aunque es un poco triste señalar esto a estas alturas, todos nos hemos encontrado con personas supuestamente ilustradas que, de una manera u otra, aceptan los libros de la Biblia como fuentes historiográficas. Puede decirse que el Evangelio de Marcos es una obra que constituye un género literario original; aunque se refiera a determinados hechos, es obvio que debe clasificarse como un documento kerigmático (del griego kerygma, anuncio o proclamación), es decir, un instrumento para la predicación. Precisamente, a pesar de la también presente intención historiográfica de los Evangelios, los exégetas creyentes aluden a esa vertiente kerigmática para tratar de justificar las numerosas contradicciones e incompatibilidades entre los diferentes textos. Por lo tanto, el Evangelio puede calificarse como un género literario de carácter histórico-teológico, cuyo propósito es certificar la autenticidad histórica y doctrinal de la figura de Jesús de Nazaret. Por supuesto, para realizar esa labor se subordina y adapta el soporte historiográfico a un molde dogmático, por lo que se pretende dar a conocer de una manera interesada. Estamos hablando de un texto que quiere inculcar una tesis teológica, la cual se profesa como una «verdad revelada», que tendría dos vertientes bien diferenciadas: proclamar a Jesús como heraldo del Reino de Dios y la de la Iglesia como proclamante del Cristo resucitado.
El relato presente en el Evangelio de Marcos no se desarrolla cronológicamente, sino de manera teológica, partiendo de la idea de la muerte de Jesús como propiciatoria del Reino y como confirmación de su figura mesiánica y como Hijo de Dios. Por lo tanto, no hablamos de una biografía histórica, sino de una construcción kerigmática desde la fe en la Resurrección (un hecho claramente inverificable, incluso dentro de esta tradición). Puente Ojea señala una contradicción entre esa consideración en el Evangelio de la figura de Jesús como mesiánica y la posterior justificación de su crucifixión como parte de un misterioso plan divino. Es lo que hay que calificar como la ambigüedad constitutiva del cristianismo como híbrido ideológico, se apropia de la esperanza tradicional de Israel, para dar cerrojazo e instaurar una economía de la salvación (una nueva alianza en la que la Iglesia se integra con vocación hegemónica de poder en el orden de dominación existente). Se trata de conciliar dos kerigmas contradictorios, el del Mesías Jesús y el de la Iglesia, por lo que basta con afirmar algo y, a la vez, lo contrario. Es una ambigüedad connatural al cristianismo, lo que le ha capacitado para adaptarse a todas las coyunturas históricas y explotarlas todo lo posible en beneficio de su dominación.
La mayoría de los creyentes ignora, o quiere ignorar, el gran salto que hay entre el Jesús de la historia y el Cristo de la Fe, y es esa ignorancia la que ha salvado de momento a la Iglesia del colapso. Lo que atañe a la clase mediadora, al clero, es un misterio el grado de honestidad o de ignorancia que se encuentra detrás de sus creencias. Lo que es obvio es que la crítica racional queda a un lado en la religión revelada, por lo que su institucionalización y la generación de una clase mediadora solo conlleva intolerancia y fanatismo. Estamos hablando de la raíz misma del cristianismo, que se caracterizó por la hibridación y la ambigüedad ideológica, lo que explica su eficacia como institución de poder. Puente Ojea describe muy bien a la Iglesia como instancia hegemónica totalitaria sin, además, ninguna legitimación histórica. Es curioso que los sacerdotes y creyentes realicen una continua apelación a la tolerancia, cuando es su propia Iglesia la que es un obstáculo para una sociedad plural. Ha sido, y es, este poder eclesiástico una forma de estabilización social mediante la legitimación de la clases dominantes y también como red de instituciones que ha mantenido una doble relación con esas clases: de confirmación divina de todo tipo de dominación terrenal por parte de los poderes hegemónicos (la Iglesia es uno de ellos), y de control externo e interno de las formas de esos mismo poderes para lograr el consenso colectivo y la legimitación histórica e ideológica. Es esa paradójica doble relación estabilizadora la que ha mantenido la ilusión de que el cristianismo pueda representar una posibilidad de emancipación para explotados y oprimidos. Sin embargo, una elemental información histórica nos hace comprobar que ha ocurrido exactamente lo contrario, coherentemente con el desarrollo del poder eclesiástico y con las bases doctrinales.
La función de la Iglesia ha sido y es mantener fácticamente la explotación y la opresión, aunque paralelamente difunda de forma retórica un incongruente deseo de reforma social. Los rasgos benéficos y paternales que se aducen habitualmente para justificar la institución eclesiástica no suponen ningun cambio real, solo aseguran la buena conciencia de sus miembros y siguen perpetuando esa ilusión de una posible reforma social que le otorgue un mínimo crédito. A pesar de que los tiempos han cambiado mucho desde que se realizó el primer análisis de este tipo, la religión sigue funcionando como un perfecto instrumento de control social, por lo que la clase dirigente (creyente o no) continúa utlizándolo. Conviene recordar la clásica frase «la religión es el opio del pueblo», entendida como consuelo ante los infortunios de la existencia, y también la de Lacan, «la religión es el alivio a costa del juicio». Existirán ciertos mecanismos psicológicos que conducen al individuo a la fabulación, pero lo que resulta intolerable es que instituciones de poder sigan negociando con esas debilidades inherentes a la existencia humana manteniendo toda una red con múltiples formas de coerción individual y colectiva sobre las conciencias y las conductas.
Es Gonzalo Puente Ojea uno de los autores que más ha indagado en las falsedades históricas que representan las religiones y en las distorsiones de la razón que han supuesto. De ese modo, la historia de Jesús la califica de «impresionante ficción legendaria», sustentada en el Evangelio atribuido a Marcos. Es lo que podemos describir como una sustitución del Jesús histórico por el Cristo de la Fe, algo que constituye una fractura insalvable y cuyas consecuencias llegan, desgraciadamente, a la sociedad de hoy. La apologética evangélica nos ha legado volúmenes de simplificación y tergiversación, por lo que hay que atender a los textos con sentido histórico y contextualizar en las realidades ideológicas, económicas, sociales y políticas de aquellos días para tratar de restaurar un Jesús acercado a la realidad.
Aunque es un poco triste señalar esto a estas alturas, todos nos hemos encontrado con personas supuestamente ilustradas que, de una manera u otra, aceptan los libros de la Biblia como fuentes historiográficas. Puede decirse que el Evangelio de Marcos es una obra que constituye un género literario original; aunque se refiera a determinados hechos, es obvio que debe clasificarse como un documento kerigmático (del griego kerygma, anuncio o proclamación), es decir, un instrumento para la predicación. Precisamente, a pesar de la también presente intención historiográfica de los Evangelios, los exégetas creyentes aluden a esa vertiente kerigmática para tratar de justificar las numerosas contradicciones e incompatibilidades entre los diferentes textos. Por lo tanto, el Evangelio puede calificarse como un género literario de carácter histórico-teológico, cuyo propósito es certificar la autenticidad histórica y doctrinal de la figura de Jesús de Nazaret. Por supuesto, para realizar esa labor se subordina y adapta el soporte historiográfico a un molde dogmático, por lo que se pretende dar a conocer de una manera interesada. Estamos hablando de un texto que quiere inculcar una tesis teológica, la cual se profesa como una «verdad revelada», que tendría dos vertientes bien diferenciadas: proclamar a Jesús como heraldo del Reino de Dios y la de la Iglesia como proclamante del Cristo resucitado.
El relato presente en el Evangelio de Marcos no se desarrolla cronológicamente, sino de manera teológica, partiendo de la idea de la muerte de Jesús como propiciatoria del Reino y como confirmación de su figura mesiánica y como Hijo de Dios. Por lo tanto, no hablamos de una biografía histórica, sino de una construcción kerigmática desde la fe en la Resurrección (un hecho claramente inverificable, incluso dentro de esta tradición). Puente Ojea señala una contradicción entre esa consideración en el Evangelio de la figura de Jesús como mesiánica y la posterior justificación de su crucifixión como parte de un misterioso plan divino. Es lo que hay que calificar como la ambigüedad constitutiva del cristianismo como híbrido ideológico, se apropia de la esperanza tradicional de Israel, para dar cerrojazo e instaurar una economía de la salvación (una nueva alianza en la que la Iglesia se integra con vocación hegemónica de poder en el orden de dominación existente). Se trata de conciliar dos kerigmas contradictorios, el del Mesías Jesús y el de la Iglesia, por lo que basta con afirmar algo y, a la vez, lo contrario. Es una ambigüedad connatural al cristianismo, lo que le ha capacitado para adaptarse a todas las coyunturas históricas y explotarlas todo lo posible en beneficio de su dominación.
La mayoría de los creyentes ignora, o quiere ignorar, el gran salto que hay entre el Jesús de la historia y el Cristo de la Fe, y es esa ignorancia la que ha salvado de momento a la Iglesia del colapso. Lo que atañe a la clase mediadora, al clero, es un misterio el grado de honestidad o de ignorancia que se encuentra detrás de sus creencias. Lo que es obvio es que la crítica racional queda a un lado en la religión revelada, por lo que su institucionalización y la generación de una clase mediadora solo conlleva intolerancia y fanatismo. Estamos hablando de la raíz misma del cristianismo, que se caracterizó por la hibridación y la ambigüedad ideológica, lo que explica su eficacia como institución de poder. Puente Ojea describe muy bien a la Iglesia como instancia hegemónica totalitaria sin, además, ninguna legitimación histórica. Es curioso que los sacerdotes y creyentes realicen una continua apelación a la tolerancia, cuando es su propia Iglesia la que es un obstáculo para una sociedad plural. Ha sido, y es, este poder eclesiástico una forma de estabilización social mediante la legitimación de la clases dominantes y también como red de instituciones que ha mantenido una doble relación con esas clases: de confirmación divina de todo tipo de dominación terrenal por parte de los poderes hegemónicos (la Iglesia es uno de ellos), y de control externo e interno de las formas de esos mismo poderes para lograr el consenso colectivo y la legimitación histórica e ideológica. Es esa paradójica doble relación estabilizadora la que ha mantenido la ilusión de que el cristianismo pueda representar una posibilidad de emancipación para explotados y oprimidos. Sin embargo, una elemental información histórica nos hace comprobar que ha ocurrido exactamente lo contrario, coherentemente con el desarrollo del poder eclesiástico y con las bases doctrinales.
La función de la Iglesia ha sido y es mantener fácticamente la explotación y la opresión, aunque paralelamente difunda de forma retórica un incongruente deseo de reforma social. Los rasgos benéficos y paternales que se aducen habitualmente para justificar la institución eclesiástica no suponen ningun cambio real, solo aseguran la buena conciencia de sus miembros y siguen perpetuando esa ilusión de una posible reforma social que le otorgue un mínimo crédito. A pesar de que los tiempos han cambiado mucho desde que se realizó el primer análisis de este tipo, la religión sigue funcionando como un perfecto instrumento de control social, por lo que la clase dirigente (creyente o no) continúa utlizándolo. Conviene recordar la clásica frase «la religión es el opio del pueblo», entendida como consuelo ante los infortunios de la existencia, y también la de Lacan, «la religión es el alivio a costa del juicio». Existirán ciertos mecanismos psicológicos que conducen al individuo a la fabulación, pero lo que resulta intolerable es que instituciones de poder sigan negociando con esas debilidades inherentes a la existencia humana manteniendo toda una red con múltiples formas de coerción individual y colectiva sobre las conciencias y las conductas.
Tierra y Libertad, 284.
(Marzo-2012)
(Marzo-2012)
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