Por JULIO VALDEÓN BARUQUE
La rebelión, en tiempos de Carlos V, de los Comuneros de Castilla y su vencimiento final en la batalla de Villalar, cobran en nuestros días un relieve inusitado, debido básicamente a su revalorización por las corrientes regionalistas castellano-leonesas. Villalar, considerado como el sepulcro de las libertades de Castilla y León, ha adquirido así el valor de un símbolo. De esta manera ha resurgido la aureola semilegendaria con la que ya en el pasado siglo se rodeó al movimiento de las Comunidades, cuando contemplado a la luz de la ideología liberal, fue interpretado como el primer alzamiento popular de los tiempos modernos que reivindicaba la conquista de las libertades.
Sin entrar en la polémica sobre el significado del movimiento de las Comunidades nos interesa llamar la atención sobre un aspecto que, a nuestro juicio, puede aportar nueva luz para la comprensión de la famosa rebelión y que, no obstante, ha pasado un tanto desapercibido. Se trata del enfoque del fenómeno comunero desde la perspectiva de sus precedentes, entendiendo por tales no sólo las circunstancias concretas de los años anteriores a la revuelta, sino los rasgos fundamentales que definían a la sociedad del reino castellano-leonés, cuyas transformaciones en el período transcurrido entre la instalación de los Trastámaras en el trono y el reinado de los Reyes Católicos fueron ciertamente decisivos.
De acuerdo con su cronología la rebelión comunera se sitúa, si nos atenemos a la tradicional división por edades de la historia, en la denominada Edad Moderna. Este dato, aparentemente inocuo, tiene mucha importancia. Al fijarse una barrera demasiado rígida entre la Edad Media y la Moderna, los acontecimientos acaecidos después de los Reyes Católicos se han interpretado comúnmente en función de los que se suponían caracteres definitorios de los nuevos tiempos (el Estado moderno, la burguesía, el capitalismo, etcétera). Esta ruptura entre tiempos medievales y modernidad ha tenido quizá su expresión más genuina, al aplicarla a la historia de España, en el contraste establecido entre la época de Enrique IV, en la que campaban a sus anchas las distintas facciones de la levantisco nobleza, y la de los Reyes Católicos, paladines del moderno Estado centralizado y fustigadores de los poderosos. Así las cosas difícilmente podían buscarse conexiones entre el fenómeno comunero y la problemática del reino de Castilla de la segunda mitad del siglo XV, una vez que entre ambas épocas, aunque poco distantes en el tiempo, se había colocado una muralla prácticamente infranqueable.
Las transformaciones de los siglos XIV y XV
Sin negar la especificidad del movimiento de las Comunidades de Castilla, como respuesta inmediata a una serie de problemas particulares de los años finales de la segunda década del siglo XVI, entendemos que su encuadre debe de efectuarse en el conjunto de las transformaciones que se produjeron en el reino castellano-leonés en los siglos XIV y XV, o más exactamente en el período que siguió al establecimiento de la dinastía Trastámara en 1369.
a) Desde el punto de vista de la estructura social, el rasgo más sobresaliente fue el fortalecimiento de la alta nobleza, o, por decirlo con palabras de B. Clavero, la consolidación de la propiedad territorial feudal. Un puñado de linajes, vinculados a la nueva dinastía, ascendieron a la ricahombría, terminando por constituir, junto a las viejas familias que sobrevivieron a las crisis del siglo XIV, una cerrada aristocracia, poseedora de ricos y extensos estados señoriales. Los sucesivos monarcas de la dinastía Trastámara, en primer lugar Enrique II y Enrique IV, concedieron a manos llenas a sus partidarios tierras, villas y rentas. Desde Galicia hasta Andalucía todo el mapa de la Corona de Castilla se pobló de señoríos nobiliarios. La cuenca del Duero, baluarte tradicional del realengo, no escapó a las apetencias de la nobleza feudal, siendo escenario del florecimiento de linajes tan destacados como los Enríquez (en torno a Medina de Rioseco), los Pimentel (alrededor de Benavente), los Velasco (en tierras burgalesas), los Manrique (en tierras de Palencia), etcétera. Gracias a la institución del mayorazgo, configurada de forma definitiva a fines del siglo XIV, los grandes patrimonios de la alta nobleza podían transmitiese indivisos a sus sucesores. Este proceso señorializador del reino castellano-leonés, desarrollado a lo largo de los siglos XIV y XV, fue el punto de partida de la configuración de unas estructuras sociales que, con ligeros retoques, tuvieron continuidad hasta principios del siglo XIX, cuando la legislación liberal acabó con las supervivencias del Antiguo Régimen.
b) Otro rasgo característico de la época que analizamos fue el indudable fortalecimiento de la monarquía y de sus órganos de gobierno. De la época trastamarista data la creación de la Audiencia y del Consejo Real o el perfeccionamiento de las instituciones fiscales. Ahora bien, ¿cómo puede compaginarse este proceso de creciente centralización monárquica con el señalado anteriormente de robustecimiento de la alta nobleza? ¿No sostuvieron la nobleza y la monarquía un combate agotador en los siglos finales del Medievo? L. Suárez, el principal estudioso de este enfrentamiento, ha señalado que al final ambos contendientes resultaron beneficiados: «La pugna permitió, por curiosa paradoja, el fortalecimiento económico y social de la nobleza de forma tal que, al fin de ella, el rey pudo recobrar su poder absoluto en el orden político». Ambos rivales salieron triunfantes, según nuestro punto de vista, no por la presencia de factores aleatorios ni por curiosas paradojas, sino porque sus diferencias eran mucho más superficiales de lo que se supone. En realidad los reyes y la alta nobleza defendían, en lo fundamental, los mismos intereses y sustentaban idénticas opiniones sobre la estructura de la sociedad. La expansión de la nobleza y la consolidación de sus intereses económicos y sociales requerían el fortalecimiento de la monarquía, aceptada como la fuente básica del poder político y de la jurisdicción. La culminación de este proceso tendría lugar con los Reyes Católicos, forjadores de un «estado feudal centralizado».
c) Al analizar las coordenadas básicas del reino castellano-leonés en la Baja Edad Media es preciso referirse al desarrollo de las ciudades y del comercio. Hay que observar antes de nada que a fines de la Edad Media la estricta delimitación entre ciudad y campo no era nada fácil de establecer. Muchos núcleos de población, aunque tenían consideración de villas o de ciudades, eran esencialmente centros de actividad rural, a lo sumo con una función de mercados regionales. Villas como Benavente, Toro o Sepúlveda, por acudir a ejemplos de la Meseta norte, estaban marcadas de un fuerte ruralismo. Pero en cambio otros núcleos destacaban por su vitalidad mercantil o artesanal o por sus funciones político-administrativas. En el primer caso, y limitándonos a la Meseta, cabe recordar a Burgos, punto de partida de uno de los principales polos de la actividad económica de la época, y a Medina del Campo, famosa por sus ferias internacionales, así como a Segovia o Cuenca, notables por su industria textil. Toledo, Salamanca o Valladolid son ejemplos ilustrativos de ciudades con funciones prioritarias de tipo intelectual o político. ¿Qué repercusiones tuvo en el plano social esta expansión de la vida urbana en la Castilla bajomedieval? Con frecuencia se ha establecido la equivalencia: crecimiento de las ciudades - desarrollo de la burguesía. Pero hay que ser muy prudentes al manejar estos conceptos. Las investigaciones recientes han demostrado que en las ciudades del reino castellano-leonés, por lo menos desde fines del siglo XIV, el control político de los concejos se hallaba en un grupo muy reducido de personas, las cuales a su vez pertenecían, por lo general, a linajes de la pequeña nobleza local. J.A Bonachía ha demostrado cómo en Burgos los cargos concejales estaban monopolizados en el siglo XV por una serie de familias de la pequeña nobleza ciudadana (los Prestines, Camargo, Villegas, Santa María, Maluenda...). Los sectores dedicados con preferencia al comercio o la banca no constituían un grupo aparte de los anteriores, sino que estaban íntimamente ligados con ellos. Había, por lo tanto, una estrecha vinculación entre el poder político y el económico. Los hombres de negocios de la época, lejos de tener conciencia de que constituían el germen de una clase social contradictoria con la nobleza, intentaban acercarse al modo de vida de ésta, siendo su aspiración la inversión en tierras y la adquisición de un título (es lo que algunos autores han bautizado como traición de la burguesía).
La conflictividad social
La clave para la interpretación de los conflictos sociales que se desencadenaron en la Corona de Castilla, desde mediados del siglo XIV se encuentra en la expansión incontenible de la nobleza feudal y la reacción que frente a ella se suscitó. Nada más lejos de la realidad que imaginar que la caída de un territorio bajo dependencia señorial suponga el sometimiento de sus habitantes a una situación de tiranía. En muchas ocasiones los señores feudales pusieron en práctica medidas que resultaban beneficiosas para sus vasallos. Con objeto de atraer pobladores los nobles podían eximir a los campesinos que acudiesen a su llamamiento del pago de ciertos tributos por un determinado número de años. Incluso a la hora de administrar justicia el nuevo señor podía ser más ecuánime que los tribunales vigentes en la época de pertenencia a realengo. Esto explica la emigración hacia tierras de señorío de muchos campesinos establecidos en zonas de realengo.
Pero en cualquier caso, el fortalecimiento del poder de la alta nobleza se hacía en detrimento de otros sectores sociales que resultaban claramente perjudicados. Sin duda alguna la contradicción antagónica por excelencia de aquella sociedad era la que existía entre la nobleza feudal y el campesinado, pues del trabajo de este último extraía aquélla las rentas que le permitían preservar su condición hegemónica como clase social. Pero el campesinado era muy heterogéneo en su composición y difícilmente podía tener conciencia de su situación real en la estructura social. En cambio podía ser más directo el choque de la alta nobleza con las oligarquías de caballeros locales que controlaban los regimientos municipales. De ahí que la posición de la pequeña nobleza resultara oscilante, pues mientras unas veces actuaba como simple clientela de los grandes, en otras ocasiones, para evitar ser absorbida por los poderosos, se ponía al frente de las masas populares.
Desde mediados del siglo XIV se pueden señalar en la Corona de Castilla movimientos diversos de resistencia al dominio señorial. Son casos aislados, sin conexión entre sí y con una tipología muy variada. Por lo general esos movimientos se desarrollaron en concejos de cierta importancia y con una larga tradición de pertenencia al realengo. He aquí algunos ejemplos de lo sucedido en tierras de la Meseta norte. En 1371 los vecinos de Paredes de Nava dieron muerte a su señor, Felipe de Castro, el cual había pretendido cobrar a sus vasallos un tributo no especificado.
En 1394 la villa de Sepúlveda se negó a aceptar el señorío de Leonor de Navarra y si dos años más tarde cambió de parecer fue después de que su señora aceptara que su dominio se ejercería en tanto que hija del rey, sin que la villa perdiera su condición de realenga.
En 1395 los vecinos de Agreda, caballeros y peones, impidieron con las armas en la mano la entrada en la villa de Juan Hurtado de Mendoza, mayordomo mayor de Enrique III de Castilla, que le había hecho esa donación. En 1400 el concejo de Benavente envió al rey de Castilla un memorial de quejas por la actuación de su señor, Juan Alfonso Pimentel, noble de origen portugués asentado en la Meseta después de Aljubarrota.
En la cuenca del Duero los más destacados los protagonizaron Agreda y Sepúlveda. Agreda se opuso en 1472 a entrar en la órbita del conde de Medinaceli, Luis de la Cerda, a quien había otorgado la villa el rey de Castilla. Por su parte Sepúlveda hizo lo propio cuando fue donada al marqués de Villena, Juan Pacheco.
Desde otro punto de vista un análisis atento de los cuadernos de Cortes de la época revela una actitud manifiesta de hostilidad contra la expansión señorial por parte de los procuradores del tercer estado. Especialmente enérgicas fueron sus peticiones en las Cortes de Ocaña de 1469. Después de señalar que la concesión inmoderada de mercedes por parte de los reyes a los ricos hombres «va bien acompañada de lágrimas e querellas e maldiciones de aquellos que por esta causa se fallan despojados de lo suyo», los procuradores de las ciudades hacían prácticamente un llamamiento a la rebelión antiseñorial, pues solicitaban de Enrique IV que enviara cartas para que todas las ciudades, villas y lugares concedidos a la nobleza en los últimos años «por si mismos e por su propia autoridad se puedan alçar por vuestra alteza e por la corona rreal de vuestros rreynos, e que asy alçados queden e finquen por de vuestro patrimonio o corona rreal e que puedan tomar e ocupar las fortalezas e castillos de los tales logares para la dicha corona rreal, e que para esto puedan llamar e ayuntar gentes e valedores e quitar qualquier rresistençía, si rresístençia alguna les fuere fecha».
Aparte del interés indudable del párrafo hay que poner de relieve que la propuesta fue hecha por los procuradores de las escasas ciudades que tenían representación en Cortes. Esos procuradores, aunque hablaban en nombre del tercer estado, en verdad eran portavoces de los intereses de los caballeros dominantes en las ciudades, cuando no pertenecían ellos mismos a esas oligarquías locales. Se pone, por tanto, de manifiesto una contradicción importante entre las ciudades y la alta nobleza. Las ciudades lucharon con todos los medios a su alcance para evitar una desmembración de sus términos, que por lo general se efectuaba en beneficio de los poderosos. Recordemos la actuación de Badajoz frente a los Suárez de Figueroa a fines del siglo XIV, de Córdoba frente a Gutiérrez de Sotomayor a mediados del siglo XV, de Segovia frente a Andrés Cabrera en tiempos de los Reyes Católicos o de Toledo frente a los zarpazos señoriales de la segunda mitad del siglo XV.
Un papel muy importante en la lucha antiseñorial podían jugarlo las Hermandades. Este tipo de asociaciones, de muy variada tipología, tuvo un gran auge en el reino de Castilla en los siglos XIV y XV. Básicamente eran instituciones promovidas por los concejos para asegurar el orden y la justicia, pero también para defender sus privilegios. De ahí que en su seno actuaran tanto los caballeros e hidalgos de las ciudades como las gentes del común. No obstante, en el siglo XV las Hermandades fueron un cauce idóneo para la cristalización de una actitud de hostilidad abierta contra los grandes magnates.
En el País Vasco las Hermandades, organizadas por los habitantes de las villas para defenderse de las banderías de los poderosos, enfilaron sus baterías contra los parientes mayores, el grupo dominante de la nobleza de la región. En 1442 los hermanos de Álava, según Pérez de Guzmán, «comenzaron a derribar algunas casas de cavalleros».
En tiempos de Enrique IV de Castilla, entre los años 1464 y 1468, el movimiento de las Hermandades tomó gran auge en el conjunto del reino. Su propósito esencial era garantizar la paz y defender el patrimonio real, pero entre los asociados prendió de tal forma el espíritu antiseñorial que Galíndez de Carvajal no duda en afirmar: «los populares... pensaron con la hermandad sojuzgar totalmente a los nobles». Pero donde la potencialidad antinobiliaria del movimiento de las Hermandades se puso mas claramente de relieve fue en Galicia. Allí, en 1467, el movimiento irmandiño fue el punto de partida de una revuelta generalizada de signo antifeudal, en la que participaron gentes del campo, habitantes de las ciudades, clérigos diversos e incluso, en calidad de dirigentes, algunos miembros de la propia nobleza.
¿Ultima revuelta medieval?
Somos conscientes de que la presentación de las Comunidades de Castilla como la última revuelta medieval no es, en el fondo, sino un mero juego retórico. ¿Añade algo a la comprensión del fenómeno su adjetivación como medieval o como moderno? Es evidente que no. Ahora bien, con el título que encabeza este apartado se quiere dar a entender que el movimiento de las Comunidades, si bien respondía a una serie de motivaciones específicas del momento, recogía, tanto en el significado de fondo que subyacía a la revuelta como en muchas de las formas que adoptó, numerosos elementos que se habían manifestado en los conflictos sociales de los siglos XIV y XV.
1) Uno de los hilos argumentases básicos de las Comunidades es la actitud antiseñorial, entendida como oposición a la expansión continuada de los ricos hombres y a la merma del patrimonio real. El carácter antiseñorial de la revuelta, puesto lúcidamente de manifiesto por J.I. Gutiérrez Nieto, afectaba por supuesto a extensos territorios que habían caído en la época trastamarista bajo la órbita de la alta nobleza, pero también prendió con fuerza en las ciudades de realengo. La presencia al frente del alzamiento comunero de sectores de la nobleza ciudadana recogía la tradición de los dos siglos anteriores, en los cuales esos mismos sectores sociales habían defendido con ahínco los patrimonios municipales frente a las apetencias señoriales, habían elevado a las Cortes peticiones en un claro sentido antiseñorial e incluso habían dirigido la resistencia armada de algunas villas que se opusieron a la entrada en ellas de los señores feudales.
Las villas y ciudades reunían, en principio, condiciones más apropiadas para convertirse en elementos aglutinantes de cualquier movimiento de resistencia o de rebelión como se comprobó en la revuelta irmandiña. En ellas había unos grupos dirigentes que, por su condición de caballeros, podían ponerse al frente de los amotinados. Pero al mismo tiempo en las ciudades había amplios sectores de pobres y miserables, lo que constituía un espléndido caldo de cultivo para una detonación social. El simple contraste entre el grupo dominante de las ciudades, los caballeros patricios, y la masa popular de artesanos, pequeños comerciantes y menestrales, podía desembocar en conflictos internos. Ejemplos de este tipo de enfrentamiento se habían dado con demasiada frecuencia en los siglos XIV y XV, siendo quizá uno de los últimos el de Salamanca de 1467, cuando entre los miembros de la Hermandad se produjo una escisión y, según la versión de Alonso Flórez, «se levantaron caballeros hidalgos contra el pueblo». Situaciones similares se produjeron en el desarrollo del movimiento comunero, lo que explica la fluidez en la actitud de la nobleza ciudadana, que unas veces aparece al frente de la revuelta y otras se presenta como la víctima principal de los estragos de la plebe.
Los estudiosos de las Comunidades han señalado la importancia del enfrentamiento entre manufactureros y exportadores de lanas, ejemplificándolo a través de la distinta actitud de los pañeros de Segovia, favorables a la revuelta, y los mercaderes de Burgos, contrarios a la misma. Sin entrar en la validez o no de esta apreciación cabe señalar que la pugna arrancaba de atrás. La ofensiva contra la exportación masiva de lanas había cristalizado en la famosa petición hecha por los procuradores de las ciudades (portavoces, sin duda, de los intereses de los pañeros de Castilla) en las Cortes de Madrigal de 1438.
Otro campo en el que se pueden encontrar vestigios de la tradición medieval es el relativo a la actitud del clero. Al igual que en muchos levantamientos populares de fines de la Edad Media, desde la revuelta del campesinado inglés de 1381 hasta los irmandiños, hubo elementos del bajo clero que se pusieron de parte de la rebelión. Recordemos al célebre fray Alonso de Medina, calificado de atizador del incendio. Pero en el transcurso de la revuelta fueron cada vez menos los miembros del clero que continuaron con los comuneros. La inmensa mayoría de los cabildos que inicialmente habían dado muestras de simpatía hacia el movimiento terminaría por abandonar su causa. En otro orden de cosas la rebelión comunera estuvo precedida de una agitación antifiscal, lo que también la asemejaba a la mayoría de las revueltas populares europeas de los siglos XIV y XV.
El sentido mismo de exaltación de lo «común» que subyace en el movimiento comunero tenía amplias resonancias medievales. «A voz de común» se habían producido levantamientos populares durante la minoridad de Alfonso XI, según dice la crónica de aquel monarca. En unas tierras en donde las tradiciones comunitarias estaban tan fuertemente arraigadas nada tiene de extraño que se reforzaran los lazos de solidaridad en el momento en que la expansión de la nobleza y la centralización de la monarquía estaban a punto de borrar las huellas del pasado. En conclusión puede afirmarse que en la rebelión comunera se condensó multitud de elementos que hundían sus raíces en el pasado, y que podían sintetizarse en la resistencia contra la consolidación de unas estructuras cuyos dos polos básicos eran la nobleza feudal fortalecida y la monarquía centralizada.
2) En opinión de J. Pérez, en el movimiento de las Comunidades no hay que ver una lucha de clases, sino un conflicto de intereses. Esta afirmación, desde nuestro punto de vista, requiere alguna matización. Es evidente que en la rebelión comunera predominaba la complejidad, pues en ella participaron grupos muy heterogéneos, con intereses a veces contradictorios entre sí. Separar rígidamente a los grupos sociales de la época de acuerdo con el bando en que luchaban es imposible, pues nobles, clérigos, mercaderes, menestrales y campesinos los había en los dos campos. Pero esto fue general en todos los conflictos sociales de la Edad Media, y ello no es óbice para poder delinear, más allá de la presencia concreta de gentes de una misma clase social en uno u otro bando, las líneas maestras del enfrentamiento. ¿Acaso no se dio esa heterogeneidad en el movimiento irmandiño, con una actitud oscilante de la pequeña nobleza, y, sin embargo, podemos calificar al mismo, en su sentido global, de revuelta antifeudal?
La línea argumental última de la lucha de las Comunidades apuntaba hacia una dicotomía clara entre el común y los poderosos. Así lo pusieron de relieve muchos de los protagonistas del conflicto, para quienes, aún sin tener cierta conciencia de ello, no pasó desapercibido el carácter popular de la revuelta, y su hostilidad radical a los poderosos. Maldonado indica que, en general, en las ciudades de Castilla y León había dos bandos: uno, el de los artesanos y la confusa multitud del pueblo; otro, el de los nobles, los mercaderes y el alto clero, todos ellos opuestos a los crímenes de los plebeyos. Para Álvaro de Zúñiga, los «caleros, mamposteros, sombrereros, herreros menestrales..., débiles tenderos e ignorantes labradores..., ganapanes y gente baja..., se armaron contra la nobleza y los supremos magistrados». «La hambrienta y vil plebe», se dice en otro pasaje, se lanzó «a buscarla igualdad de bienes». Los pueblos, dice Mártir de Anglería, se levantan contra sus señores, se agregan al partido de la insubordinación, esperando mayor libertad. Y el almirante Enríquez puntualiza el concepto de libertad que tenían los rebeldes al señalar: «El fin sobre el que armaron su maldad los que revelaron el reino fue publicar libertad. Esta libertad consistía en que ni obiesse servicio ni alcabalas».
Todos apuntan hacia el establecimiento de una clara barrera entre el común y los poderosos, entre quienes defendían la tradición (y esto no era necesariamente retrógrado; en los levantamientos populares de la Edad Media se pedía el respeto a la costumbre y se soñaba con la vuelta a una idílica edad de oro inspirada en fuentes bíblicas) y los que estaban construyendo unas nuevas estructuras, basadas en la omnipotencia de la nobleza feudal terrateniente y en el robustecimiento del poder político de la monarquía. Pero en el desarrollo concreto de la rebelión se interfería multitud de elementos locales, de intereses personales, de mediaciones de tipo ideológico que desfiguraban el fondo del problema. Los cambios de actitud tan frecuentes, la falta de un claro proyecto de alternativa por parte de los rebeldes, la confluencia en el movimiento de intereses contradictorios entre sí, lo que significaba que no había entre los comuneros unanimidad en sus objetivos, la inexistencia de una nítida conciencia de clase, todo contribuía a oscurecer la comprensión de la rebelión. Pero en esto también se parecía a las revueltas populares de la Baja Edad Media, a los irmandiños por ejemplo. Al igual que sucedió en la revuelta antifeudal de la segunda mitad del siglo XV en Galicia, dice I. Beceiro, «la heterogeneidad del frente comunero y la radicalización de los intereses de cada grupo lo debilitaron grandemente, favoreciendo su aplastamiento final».
La rebelión, en tiempos de Carlos V, de los Comuneros de Castilla y su vencimiento final en la batalla de Villalar, cobran en nuestros días un relieve inusitado, debido básicamente a su revalorización por las corrientes regionalistas castellano-leonesas. Villalar, considerado como el sepulcro de las libertades de Castilla y León, ha adquirido así el valor de un símbolo. De esta manera ha resurgido la aureola semilegendaria con la que ya en el pasado siglo se rodeó al movimiento de las Comunidades, cuando contemplado a la luz de la ideología liberal, fue interpretado como el primer alzamiento popular de los tiempos modernos que reivindicaba la conquista de las libertades.
Sin entrar en la polémica sobre el significado del movimiento de las Comunidades nos interesa llamar la atención sobre un aspecto que, a nuestro juicio, puede aportar nueva luz para la comprensión de la famosa rebelión y que, no obstante, ha pasado un tanto desapercibido. Se trata del enfoque del fenómeno comunero desde la perspectiva de sus precedentes, entendiendo por tales no sólo las circunstancias concretas de los años anteriores a la revuelta, sino los rasgos fundamentales que definían a la sociedad del reino castellano-leonés, cuyas transformaciones en el período transcurrido entre la instalación de los Trastámaras en el trono y el reinado de los Reyes Católicos fueron ciertamente decisivos.
De acuerdo con su cronología la rebelión comunera se sitúa, si nos atenemos a la tradicional división por edades de la historia, en la denominada Edad Moderna. Este dato, aparentemente inocuo, tiene mucha importancia. Al fijarse una barrera demasiado rígida entre la Edad Media y la Moderna, los acontecimientos acaecidos después de los Reyes Católicos se han interpretado comúnmente en función de los que se suponían caracteres definitorios de los nuevos tiempos (el Estado moderno, la burguesía, el capitalismo, etcétera). Esta ruptura entre tiempos medievales y modernidad ha tenido quizá su expresión más genuina, al aplicarla a la historia de España, en el contraste establecido entre la época de Enrique IV, en la que campaban a sus anchas las distintas facciones de la levantisco nobleza, y la de los Reyes Católicos, paladines del moderno Estado centralizado y fustigadores de los poderosos. Así las cosas difícilmente podían buscarse conexiones entre el fenómeno comunero y la problemática del reino de Castilla de la segunda mitad del siglo XV, una vez que entre ambas épocas, aunque poco distantes en el tiempo, se había colocado una muralla prácticamente infranqueable.
Las transformaciones de los siglos XIV y XV
Sin negar la especificidad del movimiento de las Comunidades de Castilla, como respuesta inmediata a una serie de problemas particulares de los años finales de la segunda década del siglo XVI, entendemos que su encuadre debe de efectuarse en el conjunto de las transformaciones que se produjeron en el reino castellano-leonés en los siglos XIV y XV, o más exactamente en el período que siguió al establecimiento de la dinastía Trastámara en 1369.
a) Desde el punto de vista de la estructura social, el rasgo más sobresaliente fue el fortalecimiento de la alta nobleza, o, por decirlo con palabras de B. Clavero, la consolidación de la propiedad territorial feudal. Un puñado de linajes, vinculados a la nueva dinastía, ascendieron a la ricahombría, terminando por constituir, junto a las viejas familias que sobrevivieron a las crisis del siglo XIV, una cerrada aristocracia, poseedora de ricos y extensos estados señoriales. Los sucesivos monarcas de la dinastía Trastámara, en primer lugar Enrique II y Enrique IV, concedieron a manos llenas a sus partidarios tierras, villas y rentas. Desde Galicia hasta Andalucía todo el mapa de la Corona de Castilla se pobló de señoríos nobiliarios. La cuenca del Duero, baluarte tradicional del realengo, no escapó a las apetencias de la nobleza feudal, siendo escenario del florecimiento de linajes tan destacados como los Enríquez (en torno a Medina de Rioseco), los Pimentel (alrededor de Benavente), los Velasco (en tierras burgalesas), los Manrique (en tierras de Palencia), etcétera. Gracias a la institución del mayorazgo, configurada de forma definitiva a fines del siglo XIV, los grandes patrimonios de la alta nobleza podían transmitiese indivisos a sus sucesores. Este proceso señorializador del reino castellano-leonés, desarrollado a lo largo de los siglos XIV y XV, fue el punto de partida de la configuración de unas estructuras sociales que, con ligeros retoques, tuvieron continuidad hasta principios del siglo XIX, cuando la legislación liberal acabó con las supervivencias del Antiguo Régimen.
b) Otro rasgo característico de la época que analizamos fue el indudable fortalecimiento de la monarquía y de sus órganos de gobierno. De la época trastamarista data la creación de la Audiencia y del Consejo Real o el perfeccionamiento de las instituciones fiscales. Ahora bien, ¿cómo puede compaginarse este proceso de creciente centralización monárquica con el señalado anteriormente de robustecimiento de la alta nobleza? ¿No sostuvieron la nobleza y la monarquía un combate agotador en los siglos finales del Medievo? L. Suárez, el principal estudioso de este enfrentamiento, ha señalado que al final ambos contendientes resultaron beneficiados: «La pugna permitió, por curiosa paradoja, el fortalecimiento económico y social de la nobleza de forma tal que, al fin de ella, el rey pudo recobrar su poder absoluto en el orden político». Ambos rivales salieron triunfantes, según nuestro punto de vista, no por la presencia de factores aleatorios ni por curiosas paradojas, sino porque sus diferencias eran mucho más superficiales de lo que se supone. En realidad los reyes y la alta nobleza defendían, en lo fundamental, los mismos intereses y sustentaban idénticas opiniones sobre la estructura de la sociedad. La expansión de la nobleza y la consolidación de sus intereses económicos y sociales requerían el fortalecimiento de la monarquía, aceptada como la fuente básica del poder político y de la jurisdicción. La culminación de este proceso tendría lugar con los Reyes Católicos, forjadores de un «estado feudal centralizado».
c) Al analizar las coordenadas básicas del reino castellano-leonés en la Baja Edad Media es preciso referirse al desarrollo de las ciudades y del comercio. Hay que observar antes de nada que a fines de la Edad Media la estricta delimitación entre ciudad y campo no era nada fácil de establecer. Muchos núcleos de población, aunque tenían consideración de villas o de ciudades, eran esencialmente centros de actividad rural, a lo sumo con una función de mercados regionales. Villas como Benavente, Toro o Sepúlveda, por acudir a ejemplos de la Meseta norte, estaban marcadas de un fuerte ruralismo. Pero en cambio otros núcleos destacaban por su vitalidad mercantil o artesanal o por sus funciones político-administrativas. En el primer caso, y limitándonos a la Meseta, cabe recordar a Burgos, punto de partida de uno de los principales polos de la actividad económica de la época, y a Medina del Campo, famosa por sus ferias internacionales, así como a Segovia o Cuenca, notables por su industria textil. Toledo, Salamanca o Valladolid son ejemplos ilustrativos de ciudades con funciones prioritarias de tipo intelectual o político. ¿Qué repercusiones tuvo en el plano social esta expansión de la vida urbana en la Castilla bajomedieval? Con frecuencia se ha establecido la equivalencia: crecimiento de las ciudades - desarrollo de la burguesía. Pero hay que ser muy prudentes al manejar estos conceptos. Las investigaciones recientes han demostrado que en las ciudades del reino castellano-leonés, por lo menos desde fines del siglo XIV, el control político de los concejos se hallaba en un grupo muy reducido de personas, las cuales a su vez pertenecían, por lo general, a linajes de la pequeña nobleza local. J.A Bonachía ha demostrado cómo en Burgos los cargos concejales estaban monopolizados en el siglo XV por una serie de familias de la pequeña nobleza ciudadana (los Prestines, Camargo, Villegas, Santa María, Maluenda...). Los sectores dedicados con preferencia al comercio o la banca no constituían un grupo aparte de los anteriores, sino que estaban íntimamente ligados con ellos. Había, por lo tanto, una estrecha vinculación entre el poder político y el económico. Los hombres de negocios de la época, lejos de tener conciencia de que constituían el germen de una clase social contradictoria con la nobleza, intentaban acercarse al modo de vida de ésta, siendo su aspiración la inversión en tierras y la adquisición de un título (es lo que algunos autores han bautizado como traición de la burguesía).
La conflictividad social
La clave para la interpretación de los conflictos sociales que se desencadenaron en la Corona de Castilla, desde mediados del siglo XIV se encuentra en la expansión incontenible de la nobleza feudal y la reacción que frente a ella se suscitó. Nada más lejos de la realidad que imaginar que la caída de un territorio bajo dependencia señorial suponga el sometimiento de sus habitantes a una situación de tiranía. En muchas ocasiones los señores feudales pusieron en práctica medidas que resultaban beneficiosas para sus vasallos. Con objeto de atraer pobladores los nobles podían eximir a los campesinos que acudiesen a su llamamiento del pago de ciertos tributos por un determinado número de años. Incluso a la hora de administrar justicia el nuevo señor podía ser más ecuánime que los tribunales vigentes en la época de pertenencia a realengo. Esto explica la emigración hacia tierras de señorío de muchos campesinos establecidos en zonas de realengo.
Pero en cualquier caso, el fortalecimiento del poder de la alta nobleza se hacía en detrimento de otros sectores sociales que resultaban claramente perjudicados. Sin duda alguna la contradicción antagónica por excelencia de aquella sociedad era la que existía entre la nobleza feudal y el campesinado, pues del trabajo de este último extraía aquélla las rentas que le permitían preservar su condición hegemónica como clase social. Pero el campesinado era muy heterogéneo en su composición y difícilmente podía tener conciencia de su situación real en la estructura social. En cambio podía ser más directo el choque de la alta nobleza con las oligarquías de caballeros locales que controlaban los regimientos municipales. De ahí que la posición de la pequeña nobleza resultara oscilante, pues mientras unas veces actuaba como simple clientela de los grandes, en otras ocasiones, para evitar ser absorbida por los poderosos, se ponía al frente de las masas populares.
Desde mediados del siglo XIV se pueden señalar en la Corona de Castilla movimientos diversos de resistencia al dominio señorial. Son casos aislados, sin conexión entre sí y con una tipología muy variada. Por lo general esos movimientos se desarrollaron en concejos de cierta importancia y con una larga tradición de pertenencia al realengo. He aquí algunos ejemplos de lo sucedido en tierras de la Meseta norte. En 1371 los vecinos de Paredes de Nava dieron muerte a su señor, Felipe de Castro, el cual había pretendido cobrar a sus vasallos un tributo no especificado.
En 1394 la villa de Sepúlveda se negó a aceptar el señorío de Leonor de Navarra y si dos años más tarde cambió de parecer fue después de que su señora aceptara que su dominio se ejercería en tanto que hija del rey, sin que la villa perdiera su condición de realenga.
En 1395 los vecinos de Agreda, caballeros y peones, impidieron con las armas en la mano la entrada en la villa de Juan Hurtado de Mendoza, mayordomo mayor de Enrique III de Castilla, que le había hecho esa donación. En 1400 el concejo de Benavente envió al rey de Castilla un memorial de quejas por la actuación de su señor, Juan Alfonso Pimentel, noble de origen portugués asentado en la Meseta después de Aljubarrota.
En la cuenca del Duero los más destacados los protagonizaron Agreda y Sepúlveda. Agreda se opuso en 1472 a entrar en la órbita del conde de Medinaceli, Luis de la Cerda, a quien había otorgado la villa el rey de Castilla. Por su parte Sepúlveda hizo lo propio cuando fue donada al marqués de Villena, Juan Pacheco.
Desde otro punto de vista un análisis atento de los cuadernos de Cortes de la época revela una actitud manifiesta de hostilidad contra la expansión señorial por parte de los procuradores del tercer estado. Especialmente enérgicas fueron sus peticiones en las Cortes de Ocaña de 1469. Después de señalar que la concesión inmoderada de mercedes por parte de los reyes a los ricos hombres «va bien acompañada de lágrimas e querellas e maldiciones de aquellos que por esta causa se fallan despojados de lo suyo», los procuradores de las ciudades hacían prácticamente un llamamiento a la rebelión antiseñorial, pues solicitaban de Enrique IV que enviara cartas para que todas las ciudades, villas y lugares concedidos a la nobleza en los últimos años «por si mismos e por su propia autoridad se puedan alçar por vuestra alteza e por la corona rreal de vuestros rreynos, e que asy alçados queden e finquen por de vuestro patrimonio o corona rreal e que puedan tomar e ocupar las fortalezas e castillos de los tales logares para la dicha corona rreal, e que para esto puedan llamar e ayuntar gentes e valedores e quitar qualquier rresistençía, si rresístençia alguna les fuere fecha».
Aparte del interés indudable del párrafo hay que poner de relieve que la propuesta fue hecha por los procuradores de las escasas ciudades que tenían representación en Cortes. Esos procuradores, aunque hablaban en nombre del tercer estado, en verdad eran portavoces de los intereses de los caballeros dominantes en las ciudades, cuando no pertenecían ellos mismos a esas oligarquías locales. Se pone, por tanto, de manifiesto una contradicción importante entre las ciudades y la alta nobleza. Las ciudades lucharon con todos los medios a su alcance para evitar una desmembración de sus términos, que por lo general se efectuaba en beneficio de los poderosos. Recordemos la actuación de Badajoz frente a los Suárez de Figueroa a fines del siglo XIV, de Córdoba frente a Gutiérrez de Sotomayor a mediados del siglo XV, de Segovia frente a Andrés Cabrera en tiempos de los Reyes Católicos o de Toledo frente a los zarpazos señoriales de la segunda mitad del siglo XV.
Un papel muy importante en la lucha antiseñorial podían jugarlo las Hermandades. Este tipo de asociaciones, de muy variada tipología, tuvo un gran auge en el reino de Castilla en los siglos XIV y XV. Básicamente eran instituciones promovidas por los concejos para asegurar el orden y la justicia, pero también para defender sus privilegios. De ahí que en su seno actuaran tanto los caballeros e hidalgos de las ciudades como las gentes del común. No obstante, en el siglo XV las Hermandades fueron un cauce idóneo para la cristalización de una actitud de hostilidad abierta contra los grandes magnates.
En el País Vasco las Hermandades, organizadas por los habitantes de las villas para defenderse de las banderías de los poderosos, enfilaron sus baterías contra los parientes mayores, el grupo dominante de la nobleza de la región. En 1442 los hermanos de Álava, según Pérez de Guzmán, «comenzaron a derribar algunas casas de cavalleros».
En tiempos de Enrique IV de Castilla, entre los años 1464 y 1468, el movimiento de las Hermandades tomó gran auge en el conjunto del reino. Su propósito esencial era garantizar la paz y defender el patrimonio real, pero entre los asociados prendió de tal forma el espíritu antiseñorial que Galíndez de Carvajal no duda en afirmar: «los populares... pensaron con la hermandad sojuzgar totalmente a los nobles». Pero donde la potencialidad antinobiliaria del movimiento de las Hermandades se puso mas claramente de relieve fue en Galicia. Allí, en 1467, el movimiento irmandiño fue el punto de partida de una revuelta generalizada de signo antifeudal, en la que participaron gentes del campo, habitantes de las ciudades, clérigos diversos e incluso, en calidad de dirigentes, algunos miembros de la propia nobleza.
¿Ultima revuelta medieval?
Somos conscientes de que la presentación de las Comunidades de Castilla como la última revuelta medieval no es, en el fondo, sino un mero juego retórico. ¿Añade algo a la comprensión del fenómeno su adjetivación como medieval o como moderno? Es evidente que no. Ahora bien, con el título que encabeza este apartado se quiere dar a entender que el movimiento de las Comunidades, si bien respondía a una serie de motivaciones específicas del momento, recogía, tanto en el significado de fondo que subyacía a la revuelta como en muchas de las formas que adoptó, numerosos elementos que se habían manifestado en los conflictos sociales de los siglos XIV y XV.
1) Uno de los hilos argumentases básicos de las Comunidades es la actitud antiseñorial, entendida como oposición a la expansión continuada de los ricos hombres y a la merma del patrimonio real. El carácter antiseñorial de la revuelta, puesto lúcidamente de manifiesto por J.I. Gutiérrez Nieto, afectaba por supuesto a extensos territorios que habían caído en la época trastamarista bajo la órbita de la alta nobleza, pero también prendió con fuerza en las ciudades de realengo. La presencia al frente del alzamiento comunero de sectores de la nobleza ciudadana recogía la tradición de los dos siglos anteriores, en los cuales esos mismos sectores sociales habían defendido con ahínco los patrimonios municipales frente a las apetencias señoriales, habían elevado a las Cortes peticiones en un claro sentido antiseñorial e incluso habían dirigido la resistencia armada de algunas villas que se opusieron a la entrada en ellas de los señores feudales.
Las villas y ciudades reunían, en principio, condiciones más apropiadas para convertirse en elementos aglutinantes de cualquier movimiento de resistencia o de rebelión como se comprobó en la revuelta irmandiña. En ellas había unos grupos dirigentes que, por su condición de caballeros, podían ponerse al frente de los amotinados. Pero al mismo tiempo en las ciudades había amplios sectores de pobres y miserables, lo que constituía un espléndido caldo de cultivo para una detonación social. El simple contraste entre el grupo dominante de las ciudades, los caballeros patricios, y la masa popular de artesanos, pequeños comerciantes y menestrales, podía desembocar en conflictos internos. Ejemplos de este tipo de enfrentamiento se habían dado con demasiada frecuencia en los siglos XIV y XV, siendo quizá uno de los últimos el de Salamanca de 1467, cuando entre los miembros de la Hermandad se produjo una escisión y, según la versión de Alonso Flórez, «se levantaron caballeros hidalgos contra el pueblo». Situaciones similares se produjeron en el desarrollo del movimiento comunero, lo que explica la fluidez en la actitud de la nobleza ciudadana, que unas veces aparece al frente de la revuelta y otras se presenta como la víctima principal de los estragos de la plebe.
Los estudiosos de las Comunidades han señalado la importancia del enfrentamiento entre manufactureros y exportadores de lanas, ejemplificándolo a través de la distinta actitud de los pañeros de Segovia, favorables a la revuelta, y los mercaderes de Burgos, contrarios a la misma. Sin entrar en la validez o no de esta apreciación cabe señalar que la pugna arrancaba de atrás. La ofensiva contra la exportación masiva de lanas había cristalizado en la famosa petición hecha por los procuradores de las ciudades (portavoces, sin duda, de los intereses de los pañeros de Castilla) en las Cortes de Madrigal de 1438.
Otro campo en el que se pueden encontrar vestigios de la tradición medieval es el relativo a la actitud del clero. Al igual que en muchos levantamientos populares de fines de la Edad Media, desde la revuelta del campesinado inglés de 1381 hasta los irmandiños, hubo elementos del bajo clero que se pusieron de parte de la rebelión. Recordemos al célebre fray Alonso de Medina, calificado de atizador del incendio. Pero en el transcurso de la revuelta fueron cada vez menos los miembros del clero que continuaron con los comuneros. La inmensa mayoría de los cabildos que inicialmente habían dado muestras de simpatía hacia el movimiento terminaría por abandonar su causa. En otro orden de cosas la rebelión comunera estuvo precedida de una agitación antifiscal, lo que también la asemejaba a la mayoría de las revueltas populares europeas de los siglos XIV y XV.
El sentido mismo de exaltación de lo «común» que subyace en el movimiento comunero tenía amplias resonancias medievales. «A voz de común» se habían producido levantamientos populares durante la minoridad de Alfonso XI, según dice la crónica de aquel monarca. En unas tierras en donde las tradiciones comunitarias estaban tan fuertemente arraigadas nada tiene de extraño que se reforzaran los lazos de solidaridad en el momento en que la expansión de la nobleza y la centralización de la monarquía estaban a punto de borrar las huellas del pasado. En conclusión puede afirmarse que en la rebelión comunera se condensó multitud de elementos que hundían sus raíces en el pasado, y que podían sintetizarse en la resistencia contra la consolidación de unas estructuras cuyos dos polos básicos eran la nobleza feudal fortalecida y la monarquía centralizada.
2) En opinión de J. Pérez, en el movimiento de las Comunidades no hay que ver una lucha de clases, sino un conflicto de intereses. Esta afirmación, desde nuestro punto de vista, requiere alguna matización. Es evidente que en la rebelión comunera predominaba la complejidad, pues en ella participaron grupos muy heterogéneos, con intereses a veces contradictorios entre sí. Separar rígidamente a los grupos sociales de la época de acuerdo con el bando en que luchaban es imposible, pues nobles, clérigos, mercaderes, menestrales y campesinos los había en los dos campos. Pero esto fue general en todos los conflictos sociales de la Edad Media, y ello no es óbice para poder delinear, más allá de la presencia concreta de gentes de una misma clase social en uno u otro bando, las líneas maestras del enfrentamiento. ¿Acaso no se dio esa heterogeneidad en el movimiento irmandiño, con una actitud oscilante de la pequeña nobleza, y, sin embargo, podemos calificar al mismo, en su sentido global, de revuelta antifeudal?
La línea argumental última de la lucha de las Comunidades apuntaba hacia una dicotomía clara entre el común y los poderosos. Así lo pusieron de relieve muchos de los protagonistas del conflicto, para quienes, aún sin tener cierta conciencia de ello, no pasó desapercibido el carácter popular de la revuelta, y su hostilidad radical a los poderosos. Maldonado indica que, en general, en las ciudades de Castilla y León había dos bandos: uno, el de los artesanos y la confusa multitud del pueblo; otro, el de los nobles, los mercaderes y el alto clero, todos ellos opuestos a los crímenes de los plebeyos. Para Álvaro de Zúñiga, los «caleros, mamposteros, sombrereros, herreros menestrales..., débiles tenderos e ignorantes labradores..., ganapanes y gente baja..., se armaron contra la nobleza y los supremos magistrados». «La hambrienta y vil plebe», se dice en otro pasaje, se lanzó «a buscarla igualdad de bienes». Los pueblos, dice Mártir de Anglería, se levantan contra sus señores, se agregan al partido de la insubordinación, esperando mayor libertad. Y el almirante Enríquez puntualiza el concepto de libertad que tenían los rebeldes al señalar: «El fin sobre el que armaron su maldad los que revelaron el reino fue publicar libertad. Esta libertad consistía en que ni obiesse servicio ni alcabalas».
Todos apuntan hacia el establecimiento de una clara barrera entre el común y los poderosos, entre quienes defendían la tradición (y esto no era necesariamente retrógrado; en los levantamientos populares de la Edad Media se pedía el respeto a la costumbre y se soñaba con la vuelta a una idílica edad de oro inspirada en fuentes bíblicas) y los que estaban construyendo unas nuevas estructuras, basadas en la omnipotencia de la nobleza feudal terrateniente y en el robustecimiento del poder político de la monarquía. Pero en el desarrollo concreto de la rebelión se interfería multitud de elementos locales, de intereses personales, de mediaciones de tipo ideológico que desfiguraban el fondo del problema. Los cambios de actitud tan frecuentes, la falta de un claro proyecto de alternativa por parte de los rebeldes, la confluencia en el movimiento de intereses contradictorios entre sí, lo que significaba que no había entre los comuneros unanimidad en sus objetivos, la inexistencia de una nítida conciencia de clase, todo contribuía a oscurecer la comprensión de la rebelión. Pero en esto también se parecía a las revueltas populares de la Baja Edad Media, a los irmandiños por ejemplo. Al igual que sucedió en la revuelta antifeudal de la segunda mitad del siglo XV en Galicia, dice I. Beceiro, «la heterogeneidad del frente comunero y la radicalización de los intereses de cada grupo lo debilitaron grandemente, favoreciendo su aplastamiento final».
No hay comentarios:
Publicar un comentario