Por Capi Vidal
Reflexiones desde Anarres
Stirner, en su espectacular obra El único y su propiedad, critica a Feuerbach y la consideración de cambiar a Dios por una supuesta divinidad inmanente al hombre. Ello supondría otra manera de desterrarnos nosotros mismos al buscar una esencia divina que nunca encontraremos en nuestro interior. Antes que Nietzsche, Stirner trata de destruir todo el edificio cristiano, el cual no observa como un ideal que haya que atraer a la realidad terrenal. Feuerbach quiere acabar con Dios, sí, pero para traernos al Hombre con mayúsculas (aunque hay que recordar que todos los sustantivos se escriben en mayúscula en alemán, por lo que traslación al castellano es ambigua), como gran ideal o abstracción. Para Stirner, la «esencia suprema» que Feuerbach desea arrebatar a los cielos y traer a la tierra continúa siendo eso, una esencia, no la realidad concreta del individuo. La esencia, que Stirner también denomina Espíritu, es algo muy diferente del yo. El Espíritu representa un mundo ilusorio, el mundo de las ideas, de lo sagrado, y que ese «algo sagrado» sea tan humano como se quiera, incluso lo humano mismo, no representa diferencia para Stirner. El egoísta de Stirner no puede buscar ningún ser superior, ya sea en el cielo o en la tierra, y si realiza tal cosa lo hará negando su propio yo; incluso, aquel al que puede denominarse «egoísta involuntario», es el que no reconoce que él mismo es su creador y su creación, es incapaz de ver que lo que cree un ser extraño es su propio «ser superior». Lo sagrado es algo ajeno al yo (al individuo), y por eso Stirner no puede concebir que la absurda idea de Dios adoptara en su tiempo otra forma más popular y seductora (como es la «humanidad», «todos los hombres», etc.). Lo que se pretende es desterrar, de veras, toda idea de lo sacro, de un ser supremo, adopte la forma que adopte, Incluso, los ateos han recibido la feroz crítica de Stirner al esforzarse en mostrar la inexistencia de Dios y cambiar su idea por cualquier otra, como el Hombre, que acaba siendo el nuevo ser supremo.
La dependencia de «algo superior», por muy extendida que esté en el mundo, es tremendamente dañina; incluso, Stirner se permitió señalar la obsesión idealista como una patología psiquiátrica. Se trata de estar esclavizado por una idea fija (la verdad religiosa, la majestad, la virtud, la legalidad...) sin someterla jamás al escalpelo de la crítica. Esa idea obsesiva es, para Stirner, lo verdaderamente sagrado que hay que destruir. Los creyentes, los dogmáticos, aunque se hayan desprendido de la idea de Dios y se presenten como ilustrados, son profundamente intolerantes. Aquellos herejes contra las viejas creencias son bien vistos en la nueva época, mientras que los nuevos herejes contra nuevas creencias vuelven a ser perseguidos. Stirner señala la moral como fuente de nuevos dogmatismos y ataca a Proudhon por el siguiente aserto: «Los hombres están destinados a vivir sin religión, pero la moral es eterna y absoluta». Resulta curioso que dos pensadores tan diferentes, e incluso opuestos en muchos aspectos, sean reivindicados por la tradición ácrata; a mi modo de ver las cosas, tal cosa demuestra la oposición de las ideas anarquistas al dogma, al absolutismo, por lo que está asegurada su constante vigorización y actualidad. En respuesta a Stirner, la moral es algo inherente al ser humano, por lo que se trata de darle un contenido concreto verdaderamente humano, que él considera que parte del individuo, pero que halla su antinomia en lo social; el verdadero enemigo es, efectivamente, lo sagrado, el ser supremo en el nombre del cual se imponen tantas cosas y se mantienen tantas aberraciones. Stirner, algo por lo que le convierte en un pensador de una modernidad (o posmodernidad) indudable, considera que es la esencia, ya sea trascendente o inmanente, la que esclaviza al ser humano.
La propia etimología de la palabra religión alude a lazo, a la dependencia, aunque Stirner recuerda que tantas veces se nos quiere presentar su significado positivo como «libertad espiritual». Esta libertad del espíritu, de las ideas, que parece en determinadas épocas no ser ya monopolio de la creencia religiosa, adopta nuevas manifestaciones con la inteligencia, la razón o el pensamiento en general. Para Stirner, solo el egoísta consciente es capaz de ver lo pernicioso de esa radiante espiritualidad, de ese entusiasmo por lo ideales. En definitiva, el auténtico ateísmo para Stirner sería negar, no solo a Dios, también a cualquier idea sacralizada y ello hay que realizarlo en el nombre de la auténtica realidad y el verdadero valor: el individuo. El yo, el «único», es singular e irrepetible, la auténtica medida de todas las cosas, por lo que no puede ser esclavo de ninguna idea abstracta. El único funda su causa sobre sí mismo, aunque es capaz también de amar a los demás hombres, no lo hace por imposición, sino por que le hace verdaderamente feliz. El pensamiento de Stirner es tan demoledor como espectacular, es tan antiesencialista y antiautoritario, tan contrario a todo idealismo y toda metafísica, que da la impresión de que puede satisfacer tanto como incomodar, no dejando a ningún lector indiferente. Resulta paradójico que haya quien vea en Stirner un liberal a ultranza, cuando puede comprobarse fácilmente que toda su obra está plagada de ataques a los liberales y al Estado. Precisamente, el Estado no es para Stirner más que otro sustituto de Dios, del ser supremo o de la idea fija. No es extraño que los que lo hayan reivindicado, y sigan haciéndolo, de verdad sean los anarquistas, por muy antisocial que parezca la propuesta estirneriana (y ello solo, tal vez, desde una visión muy superficial).
Reflexiones desde Anarres
Stirner, en su espectacular obra El único y su propiedad, critica a Feuerbach y la consideración de cambiar a Dios por una supuesta divinidad inmanente al hombre. Ello supondría otra manera de desterrarnos nosotros mismos al buscar una esencia divina que nunca encontraremos en nuestro interior. Antes que Nietzsche, Stirner trata de destruir todo el edificio cristiano, el cual no observa como un ideal que haya que atraer a la realidad terrenal. Feuerbach quiere acabar con Dios, sí, pero para traernos al Hombre con mayúsculas (aunque hay que recordar que todos los sustantivos se escriben en mayúscula en alemán, por lo que traslación al castellano es ambigua), como gran ideal o abstracción. Para Stirner, la «esencia suprema» que Feuerbach desea arrebatar a los cielos y traer a la tierra continúa siendo eso, una esencia, no la realidad concreta del individuo. La esencia, que Stirner también denomina Espíritu, es algo muy diferente del yo. El Espíritu representa un mundo ilusorio, el mundo de las ideas, de lo sagrado, y que ese «algo sagrado» sea tan humano como se quiera, incluso lo humano mismo, no representa diferencia para Stirner. El egoísta de Stirner no puede buscar ningún ser superior, ya sea en el cielo o en la tierra, y si realiza tal cosa lo hará negando su propio yo; incluso, aquel al que puede denominarse «egoísta involuntario», es el que no reconoce que él mismo es su creador y su creación, es incapaz de ver que lo que cree un ser extraño es su propio «ser superior». Lo sagrado es algo ajeno al yo (al individuo), y por eso Stirner no puede concebir que la absurda idea de Dios adoptara en su tiempo otra forma más popular y seductora (como es la «humanidad», «todos los hombres», etc.). Lo que se pretende es desterrar, de veras, toda idea de lo sacro, de un ser supremo, adopte la forma que adopte, Incluso, los ateos han recibido la feroz crítica de Stirner al esforzarse en mostrar la inexistencia de Dios y cambiar su idea por cualquier otra, como el Hombre, que acaba siendo el nuevo ser supremo.
La dependencia de «algo superior», por muy extendida que esté en el mundo, es tremendamente dañina; incluso, Stirner se permitió señalar la obsesión idealista como una patología psiquiátrica. Se trata de estar esclavizado por una idea fija (la verdad religiosa, la majestad, la virtud, la legalidad...) sin someterla jamás al escalpelo de la crítica. Esa idea obsesiva es, para Stirner, lo verdaderamente sagrado que hay que destruir. Los creyentes, los dogmáticos, aunque se hayan desprendido de la idea de Dios y se presenten como ilustrados, son profundamente intolerantes. Aquellos herejes contra las viejas creencias son bien vistos en la nueva época, mientras que los nuevos herejes contra nuevas creencias vuelven a ser perseguidos. Stirner señala la moral como fuente de nuevos dogmatismos y ataca a Proudhon por el siguiente aserto: «Los hombres están destinados a vivir sin religión, pero la moral es eterna y absoluta». Resulta curioso que dos pensadores tan diferentes, e incluso opuestos en muchos aspectos, sean reivindicados por la tradición ácrata; a mi modo de ver las cosas, tal cosa demuestra la oposición de las ideas anarquistas al dogma, al absolutismo, por lo que está asegurada su constante vigorización y actualidad. En respuesta a Stirner, la moral es algo inherente al ser humano, por lo que se trata de darle un contenido concreto verdaderamente humano, que él considera que parte del individuo, pero que halla su antinomia en lo social; el verdadero enemigo es, efectivamente, lo sagrado, el ser supremo en el nombre del cual se imponen tantas cosas y se mantienen tantas aberraciones. Stirner, algo por lo que le convierte en un pensador de una modernidad (o posmodernidad) indudable, considera que es la esencia, ya sea trascendente o inmanente, la que esclaviza al ser humano.
La propia etimología de la palabra religión alude a lazo, a la dependencia, aunque Stirner recuerda que tantas veces se nos quiere presentar su significado positivo como «libertad espiritual». Esta libertad del espíritu, de las ideas, que parece en determinadas épocas no ser ya monopolio de la creencia religiosa, adopta nuevas manifestaciones con la inteligencia, la razón o el pensamiento en general. Para Stirner, solo el egoísta consciente es capaz de ver lo pernicioso de esa radiante espiritualidad, de ese entusiasmo por lo ideales. En definitiva, el auténtico ateísmo para Stirner sería negar, no solo a Dios, también a cualquier idea sacralizada y ello hay que realizarlo en el nombre de la auténtica realidad y el verdadero valor: el individuo. El yo, el «único», es singular e irrepetible, la auténtica medida de todas las cosas, por lo que no puede ser esclavo de ninguna idea abstracta. El único funda su causa sobre sí mismo, aunque es capaz también de amar a los demás hombres, no lo hace por imposición, sino por que le hace verdaderamente feliz. El pensamiento de Stirner es tan demoledor como espectacular, es tan antiesencialista y antiautoritario, tan contrario a todo idealismo y toda metafísica, que da la impresión de que puede satisfacer tanto como incomodar, no dejando a ningún lector indiferente. Resulta paradójico que haya quien vea en Stirner un liberal a ultranza, cuando puede comprobarse fácilmente que toda su obra está plagada de ataques a los liberales y al Estado. Precisamente, el Estado no es para Stirner más que otro sustituto de Dios, del ser supremo o de la idea fija. No es extraño que los que lo hayan reivindicado, y sigan haciéndolo, de verdad sean los anarquistas, por muy antisocial que parezca la propuesta estirneriana (y ello solo, tal vez, desde una visión muy superficial).
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