Uno no puede dejar de sorprenderse cuando se hace consciente de que los católicos, así como una buena parte de sus sacerdotes, no conocen la Biblia. A diferencia del resto de religiones cristianas, la Iglesia católica no sólo no patrocina la lectura directa de las Escrituras sino que la dificulta. Si miramos hacia atrás en la historia, veremos que la Iglesia sólo hace dos siglos que levantó su prohibición, impuesta bajo pena de prisión perpetua, de traducir la Biblia a cualquier lengua vulgar. Hasta la traducción al alemán hecha por Lutero en el siglo XVI, desafiando a la Iglesia, sólo los poquísimos que sabían griego y latín podían acceder directamente a los textos bíblicos. La Iglesia católica española no ordenó una traducción castellana de la Biblia hasta la última década del siglo XVIII. Pero hoy, como en los últimos dos mil años, la práctica totalidad de la masa de creyentes católicos aún no ha leído directamente las Escrituras.
A pesar de que, actualmente, la Biblia está al alcance de cualquiera, la Iglesia católica sigue formando a su grey mediante el Catecismo y lo que llama Historia Sagrada, que son textos tan maquillados que apenas tienen nada que ver con la realidad que pretenden resumir. Se intenta evitar la lectura directa de la Biblia —o, en el mejor de los casos, se tergiversan sus textos añadiéndoles decenas de anotaciones peculiares, como en la Nácar-Colunga— por una razón muy simple: ¡lo que la Iglesia católica sostiene, en lo fundamental, tiene poco o nada que ver con lo que aparece escrito en la Biblia!
El máximo enemigo de los dogmas católicos reside en las propias Escrituras, ya que éstas los refutan a simple vista. Por eso en la Iglesia católica se impuso, desde antiguo, que la Tradición — eso es aquello que siempre han creído quienes han dirigido la institución— tenga un rango igual (que en la práctica es superior) al de las Escrituras, que se supone son la palabra de Dios. Con esta argucia, la Iglesia católica niega todo aquello que la contradice desde las Escrituras afirmando que «no es de Tradición». Así, por ejemplo, los Evangelios documentan claramente la existencia de hermanos carnales de Jesús, hijos también de María, pero como la Iglesia no tiene la tradición de creer en ellos, transformó el sentido de los textos neotestamentarios en que aparecen y sigue proclamando la virginidad perpetua de la madre y la unicidad del hijo.
De igual modo, por poner otro ejemplo, la Iglesia católica sostiene con empecinamiento el significado erróneo, y a menudo lesivo para los derechos del clero y/o los fieles, de versículos mal traducidos —errados ya desde la Vulgata de San Jerónimo (siglo IV d.C.)—, aduciendo que su tradición siempre los ha interpretado de la misma manera (equivocada, obviamente, aunque muy rentable para los intereses de la Iglesia).
Para dar cuerpo a la reflexión y a la estructura demostrativa de este libro nos hemos asomado sobre dos plataformas complementarias: la primera se basa en los datos históricos y el análisis de textos, realizado por expertos, que indica que el contenido de los documentos bíblicos obedece siempre a necesidades político-sociales y religiosas concretas de la época en que aparecieron; que fueron escritos, en tiempos casi siempre identificados, por sujetos con intereses claramente relacionados con el contenido de sus textos (tratándose a menudo de personas y épocas diferentes de las que son de fe); que fueron el resultado de múltiples reelaboraciones, añadidos, mutilaciones y falsificaciones en el decurso de los siglos, es decir que, desde nuestro punto de vista, no hay la más mínima posibilidad de que Dios —cualquier dios que pueda existir— tuviese algo que ver con la redacción de las Escrituras.
La segunda plataforma, en la que damos un voluntario salto al vacío de la fe, parte de la aceptación de la hipótesis creyente de que las Escrituras son «la palabra inspirada de Dios»; pero analizando desde dentro de este contexto, las conclusiones son aún más graves puesto que si la Biblia es la palabra divina, tal como afirman los creyentes, resulta obvió que la Iglesia católica, al falsearla y contradecirla, está traicionando directamente tanto la voluntad del Dios Padre como la del Dios Hijo —a quienes dice seguir fielmente—, al tiempo que mantiene un engaño monumental que pervierte y desvía la fe y las obras de sus fieles.
viernes, 6 de abril de 2007
La Iglesia Católica y la Biblia
Fragmento del prólogo del libro de Pepe Rodríguez "Mentiras fundamentales de la Iglesia Católica", libro muy ameno y de lectura muy recomendable.
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