martes, 31 de marzo de 2020

Militarismo y medio ambiente


 En el militarismo, concebido en toda su amplitud, se dan la mayoría de los males que puede sufrir la humanidad. Desde la violencia propiamente dicha, a la dominación, el patriarcado y cualquier tipo de injusticia. En un plano paralelo también influye de manera decisiva, entre otras muchas más cosas, en la sobreexplotación y agotamiento de los recursos naturales —el 'ecocidio'—, siendo un gran agente defensor del modelo económico capitalista.

JOSEP CUTILLAS
(Miembro del Grupo Antimilitarista Tortuga)

La acción más visible y conocida de los ejércitos tiene, en la mayoría de casos, intereses económicos, geopolíticos y geoestratégicos. No son pocas las misiones en el exterior en las que participa, sin ir más lejos, el ejército español apoyando al bloque de nuestros «aliados» de la OTAN. Bajo el eufemismo de «intervenciones humanitarias» y bajo el paraguas del «terrorismo internacional» como excusa, se han producido (y se siguen produciendo) gravísimas intervenciones contra países enteros, con la única intención de controlar sus recursos naturales; un ejemplo extraordinario lo tenemos en las guerras por el petróleo.

Pero no solo de petróleo viven los países del Primer Mundo. En general, cualquier recurso valioso puede ser rapiñado pasando por encima de gobiernos y naciones. El caso de los fosfatos en el Sahara Occidental o el coltán en África son buenos ejemplos. Recientemente el caso del litio en Bolivia nos recuerda que estas prácticas lejos están de concluir. Cabe criticar este modelo desarrollista de la economía de consumo que, deliberadamente, ignora el límite de los recursos finitos de la Tierra y pretende un crecimiento sin fin, como se dijo, a costa del expolio de otros países y del reparto desigual.

Los países ricos

Como es sabido, los países ricos adquieren, producen y consumen todo tipo de bienes que necesitan para continuar con su irrefrenable desarrollo. En ese contexto, quizá puede parecer desmesurado decir que lo militar condiciona de una manera importante buena parte del desarrollo científico-tecnológico. Sin embargo, tal afirmación es un hecho, como lo evidencia, por ejemplo, el desarrollo actual de la industria aeroespacial y del transporte.

Del lobby aeroespacial en concreto poco podemos decir que no sea sobradamente conocido. Todas las grandes compañías involucradas en el desarrollo de aviones y vuelos al espacio tienen contratos multimillonarios con los grandes ejércitos para el desarrollo de modelos militares. En íntima retroalimentación con lo anterior, los niveles de movilidad y transporte que se han alcanzado en el mundo desarrollado provocan que frecuentemente sea más rentable importar insumos de países muy lejanos que autoabastecerse con la producción local, hecho que, en definitiva, propicia una etapa más avanzada —y globalizada— del capitalismo.

Todo ello, obvia decir, trae de la mano ingentes niveles de contaminación.


Ahora hablamos de la energía

Siguiendo la cadena de acciones y consecuencias, todas entrelazadas entre sí, llegamos a la estación de término consistente en que, para mantener este nivel de desarrollo, hace falta mucha energía.

Dejando aparte la cuestión del petróleo y sus derivados, que los ejércitos consumen con profusión y sin restricción alguna (y que, como se dijo, es causa de innumerables operaciones bélicas en la actualidad), hay un desarrollo que, inicialmente, fue intrínsecamente militar, y que posee efectos devastadores: la energía nuclear. Esta, a pesar de la oposición y controversia que despierta, continuamente se nos vende como la solución de todas nuestras necesidades energéticas. No importa lo evidente de las trágicas consecuencias de seguir utilizándola, tanto en la vertiente civil como, por supuesto, en la militar.

Ejército y economía

Además de ser valedor y sostenedor de todo el sistema económico, el militarismo también forma parte de la propia economía, especialmente en lo que tiene que ver con el denominado «complejo militar-industrial» y la voluminosa industria del comercio de armas. Esta se constituye en un sector económico de primer orden, siendo un negocio tan lucrativo como opaco e insuficientemente regulado, en el que concurren intereses estratégicos, políticos, industriales, bancarios y socio-laborales. Las cifras del comercio de armas son tan elevadas, como éticamente deleznables. Otra forma de interacción entre economía y ejército es el negocio de las reconstrucciones después de la guerras que ellos mismos han desencadenado.

Por otra parte, los ejércitos son grandes acaparadores de territorio. El Ejército español, por ejemplo, actualmente es el segundo terrateniente estatal, teniendo puesto en venta más de un millón de metros cuadrados de patrimonio en desuso. Posee grandes extensiones dedicadas a instalaciones y campos de maniobras, y mantiene el derecho de declarar cualquier zona como «de interés para la defensa», y de limitar, e incluso prohibir, los usos de la misma. Todo ello sin pagar múltiples impuestos, ya que cuenta con un régimen especial de exenciones. De esta manera el Ejército controla treinta espacios naturales, con más de 150.000 hectáreas, que usa para fines nada ecológicos, y en exclusiva. Este hecho tradicionalmente ha despertado la contestación ciudadana. Por ejemplo, ya son más de treinta las marchas antimilitaristas contra el uso del Polígono de las Bardenas Reales (Navarra) como espacio donde los militares ensayan sus bombardeos. En Alicante, sin ir más lejos, vamos por la 17ª edición de la marcha contra la instalación de radares militares en la Sierra de Aitana.

Un gran contaminador

Los ejércitos son grandes agentes contaminantes en todos los procesos: en la producción de armas y proyectiles, en el acaparamiento de territorio y recursos, en su elevadísimo consumo de combustibles procedentes de fuentes no renovables, en la construcción y mantenimiento de sus instalaciones y necesidades logísticas, en la generación de residuos. Por descontado, a la hora de llevar a cabo acciones bélicas. Ningún ejército, incluyendo el español, escapa a esta cuestión. El ejército de EEUU, por ejemplo, es considerado responsable de la contaminación más atroz y extendida del globo. Curiosamente, este papel protagonista en uno de los principales problemas del planeta no viene acompañado de ningún tipo de medidas a escala global para reducir su impacto. En los acuerdos mundiales para abordar el calentamiento global y el cambio climático, los ejércitos no aparecen como un agente contaminador que se deba tener en cuenta, ni se exige la reducción de sus emisiones, ni se ejerce sobre los mismos ningún tipo de observación o control. Cabe destacar, como remate, los efectos directamente devastadores sobre el medio ambiente de la guerra, en la cual es frecuente que la destrucción y contaminación del territorio sean ejes del ataque al enemigo, convirtiendo así grandes extensiones en directamente inhabitables.

Mucho más agudas, si cabe, son las consecuencias en conflictos en los que se emplean agentes químicos o bacteriológicos, como en los casos históricos del Rif, la Primera Guerra Mundial o Vietnam, sin olvidar escenarios del presente en los que esta práctica, por desgracia, aún persiste. Son todavía peores las consecuencias de la existencia de armamento nuclear, tanto en su desarrollo —en el desierto de Nevada, Kazajistán o diversos atolones del Pacífico— como cuando ha sido utilizado como arma contra población civil —en Nagasaki e Hiroshima—, sin olvidar el empleo todavía vigente de la munición de baja radioactividad llamada «uranio empobrecido».

Por todo lo dicho, el militarismo, desde un punto de vista amplio, incide en la realidad y en el mantenimiento del mundo en el que vivimos, teniendo consecuencias nefastas sobre los seres humanos, pero también sobre todos los seres vivos y el medio ambiente en general. Todo forma parte de un engranaje que engrasa el modelo que nos toca vivir, pero al que estamos obligados a ofrecer alternativas.


sábado, 21 de marzo de 2020

La Biopolítica en Kropotkin

Kropotkin en 1886.

Por EDUARD TARNAWSKI

Con la teoría de Darwin era muy cómodo justificar la expansión colonial y la explotación capitalista, pero no era posible llevar a cabo las revoluciones en Occidente. En esto último a Darwin le aventajó su vecino de Londres, Marx. El planteamiento según el cual la única historia de la humanidad posible es la historia del hombre en la sociedad —y no la historia de la especie humana como pensaba Darwin— se convirtió en doctrina oficial del movimiento revolucionario. El marxismo empezaba además su andadura como la principal teoría de las Ciencias sociales y pudo desarrollarse gracias al sostén que encontró en la Segunda Internacional. En consecuencia, la doctrina anarquista dominante en dicho movimiento hasta los años setenta del siglo XIX tuvo que retroceder. Los seguidores de Bakunin pudieron mantener sólo algunas posiciones de segundo rango. Para recuperar su posición anterior al despliegue de los marxistas sí tenían una cosa clara: hacía falta como fuera una vastísima cantidad de fenómenos y la que ofrecía una herramienta para crear un sistema filosófico alternativo al marxismo.

Pero el camino se presentaba muy difícil. En primer lugar, por culpa del mismo Darwin, quien no dejó en su teoría ningún lugar que permitiese contemplar la posibilidad de cooperación entre los animales. En segundo lugar, porque los partidarios del darwinismo hicieron una lectura muy reduccionista del mismo. Para devolverle la fuerza de una teoría revolucionaria era urgente rescatar a Darwin de las manos de esos torpes propagadores que le hacían un flaco favor. Para esa misión el mejor preparado parecía ser un príncipe ruso, Piotr A. Kropotkin, que se manifestaba profundamente antimarxista. Le irritaba —y le comprendo muy bien—, ese pretencioso estilo de las fórmulas matemáticas que aparece en las páginas de El Capital. Era el mejor para atacar a Marx, pero no era todavía ni anarquista ni darwinista. Aunque había leído a Proudhon en los tiempos de su encarcelamiento en Rusia no se declaró anarquista hasta 1871, cuando se estableció en Suiza. Posteriormente, desde 1886, viajó a Inglaterra, donde se dedicó plenamente a la labor de combatir el marxismo con los argumentos darwinistas. (…) Allí, y ya sin interrupción, empezó a trabajar en la obra de su vida: reconciliar a los comunistas con los anarquistas. Con este propósito en 1892 publicó su principal libro La conquista del pan. En él proclamó que «el camino más corto al comunismo es el anarquismo, porque todo comunismo lleva al anarquismo». En el año 1890 publicó en la revista Nineteenth Century primero una serie de artículos en los que polemizaba con las tesis de T. Huxley, llamado entonces «perro de presa de Darwin». Kropotkin que un libro como el que publicó en 1888 Huxley, titulado Struggle for Existence and its Bearing upon Man ('La lucha por la existencia y su relación con el ser humano'), perjudicaba más a Darwin que todas las críticas de sus enemigos. Tenía razón. Darwin, llamado a inspirar las revoluciones, estaba siendo utilizado por culpa de sus discípulos para frenarlas. Estos falsos propagadores de Darwin —especialmente los economistas—, hacían pensar que la palabra ¡Ay! de los devorados era la última palabra de la teoría social. Ellos, por pura ignorancia, elevaron la lucha sin cuartel y en pos de ventajas individuales al rango de ley universal. A Kropotkin le resultaba insoportable que se tratase a su querido maestro Darwin como un simple discípulo del economista Malthus o que se le identificase con el sociólogo Spencer. No se contentaba con advertir que no había que hacerles caso, porque su conocimiento de las Ciencias naturales no iban más allá de algunas frases corrientes, y éstas tomadas de divulgadores de segundo grado; con toda su fuerza atacaba a los que reducían la teoría de Darwin a la justificación de la lucha entre individuos por los medios de subsistencia, entre seres eternamente hambrientos y ávidos de la sangre de sus hermanos. Su experiencia le decía que en la naturaleza no hay nada que hable a favor de esta lucha. Al contrario, todo gira en torno a la cooperación. Por eso se propuso como objetivo cambiar la imagen de Darwin y pudo hacerlo sólo porque había conseguido ser un intérprete autorizado. Así, en la «Introducción» tuvo el acierto de hacer constar que su planteamiento, contrario a todas las interpretaciones sociológicas y económicas de la teoría de Darwin, contaba con la aceptación por parte del mismo Henry Walter Bates, el que fuera el primer protector de Darwin. Esa previsión era necesaria dada la tendencia a ver en él a un detractor de Darwin. No compartiría, pues, ninguno de los planteamientos interdisciplinarios de los biopolíticos contemporáneos que hablan de la coexistencia pacífica entre biólogos y sociólogos.


Kessler, autor de la ley
de la ayuda mutua.

Al mismo tiempo Kropotkin se distanciaba de la postura de los que no se sentían con fuerza de seguir el planteamiento radical nacido del darwinismo hasta sus últimas consecuencias. Los evolucionistas de su tiempo, al reconocer el origen animal del hombre, a lo sumo reconocían que con el invento de la historia el hombre abandonaba para siempre su mundo animal. Así pensaban los darwinistas como Alfred R. Wallace. Por el contrario, Kropotkin decía que lo mejor que puede hacer la izquierda para el hombre era ayudarle no a salir del reino de los animales sino a permanecer en él. En esto le avalaban sus propias experiencias de naturista adquiridas en sus viajes por la Rusia Oriental —no por el sur del Atlántico, como en Darwin—. Aunque menciona una conferencia del biólogo francés Espinas de 1881 en la que se interpreta a Darwin como un cooperativista, deja claro que los primeros en hacer esta lectura correcta del maestro fueron los rusos. Concretamente, el zoólogo Karl F. Kessler, de la Universidad de San Petersburgo, quien fue el primero en protestar en el congreso de los naturalistas rusos en enero de 1880 contra el abuso del concepto «lucha por la existencia». En la formulación de su tesis la ley de la ayuda mutua contó con el apoyo del zoólogo Alexey N. Severtsov, así como su amigo personal, Iván S. Poliakov. Todos estaban impresionados por la obra de Darwin, pero al observar la naturaleza siberiana y del sur de Rusia se preguntaban constantemente dónde estaría esa despiadada competencia entre los animales de la misma especie, que no encontraban por ningún sitio.

Severtsov y Poliakov, naturalistas rusos.

Kropotkin sacó dos conclusiones de su lectura de Darwin. La primera: el origen prehumano de los sentimientos morales. El hombre no sólo procede del mundo animal sino que de este mundo se originan los instintos que dieron origen a la moral. Kropotkin piensa que el notable progreso de las Ciencias sociales a finales del siglo XIX le ofrece la posibilidad de demostrar que la incorporación de esos instintos a la organización de las sociedades humanas fue la base del progreso moral. Por fin —decía— no haría falta hablar de amor ni de la simpatía. Entre los humanos —como entre los animales— no hay ni lo primero ni lo segundo: solo hay solidaridad. La segunda tesis es que la mejor forma de organización política es el federalismo. Lo que a primera vista parecía ser una desinteresada defensa de Darwin frente a las malas interpretaciones de los social-darwinistas, acaba siendo la vuelta a la vieja utopía anarquista: lo mejor para el ser humano es deshacerse del Estado y volver a los tiempos de la comuna, que es lo mismo que volver al siglo XII, a los tiempos en que todo lo europeo era federalista, como dirá en una conferencia que es considerada la conclusión de su obra magna El apoyo mutuo.

Los precursores rusos de la Biopolítica