lunes, 13 de octubre de 2008

La cara antidemocrática del capitalismo, al descubierto

El desarrollo de una campaña presidencial norteamericana simultánea al desenlace de la crisis de los mercados financieros ofrece una de esas ocasiones en que los sistemas político y económico revelan vigorosamente su naturaleza.

Puede que la pasión por la campaña no sea una cosa universalmente compartida, pero casi todo el mundo puede percatarse de la ansiedad desatada por la ejecución hipotecaria de un millón de hogares, así como de la preocupación por los riesgos que corren los puestos de trabajo, los ahorros y la asistencia sanitaria.

Las propuestas iniciales de Bush para lidiar con la crisis apestaban a tal punto a totalitarismo, que no tardaron en ser modificadas. Bajo intensa presión de los lobbies, fueron reformuladas «para claro beneficio de las mayores instituciones del sistema… una forma de deshacerse de los activos sin necesidad de fracasar o casi», según describió el asunto James Rickards, quien negoció en su día, por parte del fondo de cobertura de derivados financieros Long Term Capital Managemen, su rescate federal en 1998, recordándonos ahora, de paso, que estamos pisando vía ya trillada. Los orígenes inmediatos del presente desplome están en el colapso de la burbuja inmobiliaria supervisada por el presidente de la Reserva Federal Alan Greenspan, quien sostuvo la desafortunada economía de los años de Bush con una deuda basada en el gasto de los consumidores junto con los préstamos del extranjero. Pero las raíces son más profundas. En parte, se hallan en el triunfo de la liberalización financiera de los últimos treinta años, es decir, en las políticas consistentes en liberar a los mercados lo más posible de la regulación estatal.

Las medidas tomadas a este respecto, como era predecible, incrementaron la frecuencia y la profundidad de los reveses económicos graves, y ahora estamos ante la amenaza de que se desencadene la peor crisis desde la Gran Depresión.

También resultaba predecible que los reducidos sectores que se hicieron con los enormes beneficios dimanantes de la liberalización llamarían a una intervención masiva del Estado, a fin de rescatar a las instituciones financieras colapsadas.

Tal intervencionismo es un rasgo característico del capitalismo de Estado, aunque la escala actual es inaudita. Un estudio de los investigadores en economía internacional Winfried Ruigrok y Rob van Tulder encontró hace 15 años que, al menos 20 compañías entre las 100 primeras en el ranquin de la revista Fortune, no habrían sobrevivido si no hubieran sido salvadas por sus respectivos gobiernos, y que muchas, entre las 80 restantes, obtuvieron substanciales ganancias por la vía de pedir a los gobiernos que «socializaran sus pérdidas», como hoy en el rescate financiado por el sufrido contribuyente. Tal intervención pública «ha sido la regla, más que la excepción, en los dos últimos siglos», concluían.

En una sociedad democrática que funcionara, una campaña política tendría que abordar estos asuntos fundamentales, mirar a la raíz de las causas y de los remedios, y proponer los medios a través de los cuales el pueblo que sufre las consecuencias pudiera llegar a ejercer un control efectivo.

El mercado financiero «deprecia el riesgo» y es «sistemáticamente ineficiente», como escribieron hace ya una década los economistas John Eatwell y Lance Taylor, alertando de los peligros gravísimos que entrañaba la liberalización financiera y mostrando los costes en que, por su causa, se había ya incurrido. Además, propusieron soluciones que, huelga decirlo, fueron ignoradas. Un factor de peso es la incapacidad para calcular los costes que recaen sobre quienes no participan en las transacciones. Esas «externalidades» pueden ser enormes. La ignorancia del riesgo sistémico lleva a una aceptación de riesgos mayor de la que se daría en una economía eficiente, y eso incluso adoptando los criterios más estrictos.

La tarea de las instituciones financieras es arriesgarse y, si están bien gestionadas, asegurar que las pérdidas potenciales en que ellas mismas puedan incurrir quedarán cubiertas. El énfasis hay que ponerlo en «ellas mismas». Bajo las normas del capitalismo de Estado, no es asunto suyo tomar en cuenta los costes que para otros puedan tener –las «externalidades» de una supervivencia decente— unas prácticas que lleven, como suelen, a crisis financieras.

La liberalización financiera tiene efectos mucho más allá de la economía. Hace bastante tiempo que se comprendió que era un arma poderosa contra la democracia. El movimiento libre de los capitales crea lo que algunos han llamado un «parlamento virtual» de inversores y prestamistas que controlan de cerca los programas gubernamentales y «votan» contra ellos, si los consideran «irracionales», es decir, si son en beneficio del pueblo, y no del poder privado concentrado.

Los inversores y los prestamistas pueden «votar» con la fuga de capitales, con ataques a las divisas y con otros instrumentos que les sirve en bandeja la liberalización financiera. Esa es una de las razones por las que el sistema de Bretton Woods, establecido por los EEUU y la Gran Bretaña tras la II Guerra Mundial, instituyó controles de capitales y reguló el mercado de divisas.

La Gran Depresión y la Guerra pusieron en marcha poderosas corrientes democráticas radicales que iban desde la resistencia antifascista hasta las organizaciones de la clase obrera. Esas presiones hicieron necesario que se toleraran políticas sociales democráticas. El sistema de Bretton Woods fue, en parte, concebido para crear un espacio en el que la acción gubernamental pudiera responder a la voluntad pública ciudadana, es decir, para permitir cierto grado de democracia.

John Maynard Keynes, el negociador británico, consideró como el logro más importante de Bretton Woods el de haber establecido el derecho de los gobiernos a restringir los movimientos de capitales.

Por espectacular contraste, en la fase neoliberal que siguió al desplome del sistema de Bretton Woods en los años 70, el Tesoro estadounidense contempla ahora la libre movilidad de los capitales como un «derecho fundamental», a diferencia, ni que decir tiene, de los pretendidos «derechos» garantizados por la Declaración Universal de Derechos Humanos: derecho a la salud, a la educación, al empleo decente, a la seguridad, y otros derechos que las administraciones de Reagan y Bush han displicentemente considerado como «cartas a Santa Claus», «ridículos» o meros «mitos».

En los primeros años, la gente no se hizo mayores problemas con el asunto. Las razones de ello las ha estudiado Barry Eichengreen en su historia, impecablemente académica, del sistema monetario. Allí se explica que, en el siglo XIX, los gobiernos «todavía no estaban politizados por el sufragio universal masculino, el sindicalismo y los partidos obreros parlamentarios». Por consiguiente, los graves costes impuestos por el parlamento virtual podían ser transferidos a la población general.

Pero con la radicalización de la población y de la opinión pública acontecida durante la Gran Depresión y la guerra antifascista, se privó de ese lujo al poder y a la riqueza privados. De aquí que en el sistema de Bretton Woods «los límites a la democracia como fuente de resistencia a las presiones del mercado fueran substituidos por límites a la movilidad del capital».

El obvio corolario es que, tras la desmantelación del sistema de posguerra, la democracia se ha visto restringida. Se ha hecho, por consiguiente, necesario controlar y marginar de algún modo a la población y a la opinión pública, procesos particularmente evidentes en las sociedades más apropiadas al mundo de los negocios, como los EEUU. La gestión de las extravagancias electorales por parte de la industria de relaciones públicas constituye una buena ilustración.

«La política es la sombra que la gran empresa proyecta sobre la sociedad», concluyó en su día el más grande filósofo social norteamericano del siglo XX, John Dewey, y así seguirá siendo, mientras el poder resida «en los negocios para beneficio privado a través de un control sobre la banca, sobre el suelo y sobre la industria, un poder que se ve ahora reforzado por el control sobre la prensa, sobre los periodistas y sobre otros medios de publicidad y propaganda».

Los EEUU tienen, en efecto, un sistema de un sólo partido, el partido de los negocios, con dos facciones, republicanos y demócratas. Hay diferencias entre ellos. En su estudio sobre La democracia desigual: la economía política de la Nueva Era de la Codicia, Larry Bartels muestra que durante las pasadas seis décadas «los ingresos reales de las familias de clase media crecieron dos veces más rápido bajo los demócratas que bajo los republicanos, mientras que los ingresos reales de las familias pobres de clase trabajadora crecieron seis veces más rápido bajo los demócratas que bajo los republicanos».

Esas diferencias se pueden ver también en estas elecciones. Los votantes deberían tenerlas en cuenta, pero sin hacerse ilusiones sobre los partidos políticos, y reconociendo el patrón regular que, durante los últimos siglos, ha venido revelando que la legislación progresista y el bienestar social siempre han sido conquistas de las luchas populares, nunca regalos de los de arriba.

Esas luchas siguen ciclos de éxitos y retrocesos. Han de librarse cada día, no sólo cada cuatro años, y siempre con la mira puesta en la creación de una sociedad genuinamente democrática, capaz de respuesta dondequiera, en las urnas no menos que en el puesto de trabajo.

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