martes, 16 de marzo de 2010

¿Universalismo o multiculturalismo?


Por Juan José Sebreli

La ocupación de tierras por agrupaciones mapuches en Neuquén (el reclamo de poder trabajarla a la manera tradicional sin interferencia de ningún factor extraindígena) y su vinculación con movimientos indigenistas de otros países, en especial con los mapuches del sur de Chile, acordes con el avance del populismo latinoamericano, han desencadenado un conflicto inédito.

Los movimientos fundamentalistas indigenistas no ponen el mayor énfasis en los problemas actuales, las carencias de educación, salud, vivienda, trabajo, las injusticias y discriminación que sufren tanto como los blancos pobres, por lo que no se trata de una cuestión racial ni folclórica sino social y económica.

Para los indigenistas, en cambio, la principal reivindicación es el derecho ancestral a la tierra, anterior a la llegada de los españoles, y la autonomía de ciertas regiones que transformaría a la mayoría de los americanos que descienden de las sucesivas oleadas inmigratorias en intrusos. Así, los pueblos originarios serían una «nacionalidad oprimida» o una «raza irredenta», que reclaman por un despojo ocurrido hace quinientos años. El fundamentalismo indigenista incurre, de ese modo, en un anacronismo deliberado porque nunca en la historia se vuelve al pasado, y en el caso de que fuera posible, tampoco sería deseable tal retorno.

La argumentación de los indigenistas se basa en un determinismo telúrico que liga el destino de los aborígenes a la tierra, a la tribu, al clan, a los antepasados, a un dialecto muerto y a rituales mitológicos. Esta cosmovisión ha sido, desde hace largo tiempo, disuelta por los cambios históricos y por la irrupción de la modernidad donde las reivindicaciones están relacionadas con otros valores: la libertad y los derechos individuales, la educación que brinda la posesión de instrumentos para mejorar la vida.

Es significativo que la utopía reaccionaria del indigenismo encuentre el apoyo de un sector de intelectuales: la declaración del Consejo Directivo de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires es un ejemplo. La coincidencia se debe a las tendencias filosóficas y antropológicas en boga en estos círculos académicos, el relativismo cultural y su consecuencia: el multiculturalismo. Al defender las identidades culturales contra el universalismo moderno, se cae en la contradicción de todo relativismo: aceptar identidades étnicas hostiles a los valores del pluralismo y la diversidad. Los académicos posmodernos recurren asimismo a la antropología estructuralista, que reivindica el «pensamiento salvaje» y rechaza la idea de progreso, en una nueva versión del viejo mito del «buen salvaje».

Los avatares del pasado lejano son temas para historiadores y no para políticos, que deben responder a los acuciantes problemas del presente. Pero aún desde una perspectiva histórica, las argumentaciones de los indigenistas es errada. La crueldad con los indígenas que implicó la conquista y colonización no autoriza a presentarla como la caída desde la sencillez y la pureza de un anterior idilio pastoril de los pueblos originarios, que nunca existió. Las guerras entre tribus, la esclavitud, el imperialismo de los pueblos más fuertes (de los aztecas, por ejemplo sobre los toltecas), la sumisión de las mujeres, los sacrificios humanos en los ritos religiosos y, en algunas etnias, la antropofagia, eran rasgos distintivos de la identidad cultural de los aborígenes.

También es cuestionable el tema de las riquezas naturales de las tierras americanas expoliadas por la conquista europea. Los indígenas no conocían otros mamíferos que la llama, tanto el caballo como la vaca fueron traídos por los europeos; otro tanto ocurrió con la oveja, el cerdo, el perro, el conejo, las aves de corral. No se conocían la caña de azúcar, el olivo, la vid, el café ni el banano, así como los cereales básicos para la alimentación: el trigo, el centeno, la cebada, el arroz.

No puede hablarse, además, de una civilización americana anterior a la conquista: sólo había una dispersión de grupos étnicos con grados de desarrollo muy distintos, desde pacíficos agricultores a belicosos cazadores, unos carentes de todo gobierno, otros —como los incas— con sistemas totalitarios, algunos en estado salvaje, otros —como los aztecas— eran civilizaciones antiguas similares a las del Egipto faraónico.

En el caso del territorio argentino, los indígenas apenas llegaban al tres por ciento de la población y se trataba de pueblos nómadas que no dejaron huellas de su existencia en ciudades ni monumentos salvo en el noroeste, dominio de los diaguitas, que eran vasallos de los incas. Las distintas etnias originarias no tenían la menor posibilidad de comunicarse entre sí por carecer de una lengua común, por las enormes distancias y la falta total de medios de transporte. Ni siquiera tenían la noción de la existencia de otras culturas, y cuando se producían azarosos encuentros desembocaban en guerras sangrientas. América ingresando en la historia universal como unidad cultural, política, lingüística, con conciencia de sí misma fue consecuencia de la conquista y colonización europea. El aislamiento llevó a los indígenas a la incapacidad para comprender a los extraños. Hernán Cortes comprendía a los aztecas aunque no los quisiera. En cambio los aztecas no comprendían a los españoles. Y desde el mismo momento en que confundieron a los conquistadores con dioses o semidioses, ya estaban derrotados.

Es muy controvertible la teoría de que el dueño de la tierra es el que llega primero. Los pueblos europeos son la consecuencia de las conquistas del imperio romano, y a nadie se le ocurriría hoy borrar esa historia. Tratar de volver a los orígenes es un cuento interminable ya que nunca se encuentran los verdaderos pueblos originarios, los habitantes vienen siempre de otra parte, todos los nativos fueron alguna vez extranjeros. Llevado al extremo la teoría del origen nos obligaría a admitir que, según se supone, los pueblos americanos vinieron de Asia, y si nos remontamos más atrás aún, la especie humana tuvo su origen en Africa.

El indigenismo, como todas las ideologías de las razas puras, es un racismo al revés y como todo racismo ha sido desmentido por la ciencia y la historia. Las culturas que se aíslan están destinadas a desaparecer, las que predominan han sido siempre culturas mestizas, híbridas, y en esa mixtura consiste su capacidad de cambio, su mayor creatividad y la libertad de elegir sus propios estilos de vida. Las sociedades seculares y modernas son interculturales, aceptan la convivencia de las culturas, buscando la igualdad entre todos y atenuando las diferencias, en tanto el multiculturalismo que defiende al fundamentalismo indigenista acentúa las diferencias y no las igualdades, busca la separación en comunidades cerradas y homogéneas centradas en la idea de raza y su consecuencia indeseada es la xenofobia y la hostilidad hacia los otros.


4 comentarios:

Sorrow dijo...

Impecable la argumentación de Sebreli. A ver si se enteran los nacionalistas (de derechas o de izquierdas) que el mestizaje y el cosmopolitismo es un proceso histórico imparable. ¡Y de que el internacionalismo del que se hablaba en la I Internacional es sinónimo precisamente de este mestizaje y este cosmopolitismo!

Sorrow dijo...

Miserias del indigenismo...
http://www.youtube.com/watch?v=DaYhk9soQ8Y

Sorrow dijo...

¿Qué diría Sebreli de estas palabras de Galeano?
http://www.youtube.com/watch?v=IA80TYNdAN4

KRATES dijo...

Algo parecido a esto:

«La idea de identidad cultural se ha sustituido por el multiculturalismo que parece progresista, pero no lo es. Ello es así porque otras formas como el racismo y la xenofobia están desprestigiadas. El multiculturalismo dice que todas las culturas son exactamente iguales. Desde ese punto de vista, habría que respetar la cultura alemana de la preguerra, de la que formaba parte el antisemitismo, o la de los hindúes que quemaban a las viudas; o a los aztecas, que inmolaban a los adolescentes en los altares, y hasta la cultura africana que aplica la ablación a las mujeres. Si somos multiculturalistas, debemos aceptar esto. Ese es el gran dilema que los relativistas aún no han visto.»