sábado, 8 de mayo de 2010

Islandia nos recuerda que la naturaleza es la que manda


En un vuelo a Islandia al comienzo de la década de los 70, durante la «Guerra del bacalao» que los tenaces islandeses libraban en ese entonces contra la intrusa flotilla pesquera británica, miré por la ventanilla del avión para observar las islas Westman iluminadas y emitiendo una gran columna de humo hacia el cielo. Islandia parece ser el único país en la Europa moderna que ha aumentado su territorio gracias a los volcanes, no hace muchos años, una isla completa emergió del océano y fue llamada Surtsey por aquellos habitantes cuyo helado archipiélago había aumentado. En otra ocasión, una erupción vertió tanta lava en el mar que amenazó con cerrar la salida de una de las pocas bahías naturales del país; noche y día, los habitantes lanzaron agua helada sobre la implacable corriente de lava que avanzaba, para impedir su conquista. Esta es la tierra de las sagas, donde se aprende lo que los islandeses saben desde que son desde niños y nosotros estamos apenas redescubriendo. La naturaleza es la que manda, y es inmisericorde.

«Europa está ausente», escribió W.H. Auden en Cartas desde Islandia, un libro de viajes escrito a dos manos con Louis MacNeice en 1937. «Esta es una isla y, por tanto, es irreal». Quizá estuviera pensando en la isla de Próspero —una de sus favoritas— pero, de hecho, Islandia tiene una forma realmente extrema y áspera para imponerse sobre Europa. Una forma dura, por cierto. La explosión del volcán Laki en 1783 —que mató a casi una cuarta parte de la población local islandesa— generaron una nube de polvo sobre Europa que, dicen algunos historiadores, provocó una gran reducción en las cosechas que, a su vez, llevó a la Revolución Francesa en 1789. Eso fue, al menos, un avance para la modernidad. La última vez que el volcán Eyjafjallajökull hizo erupción, a principios del siglo XIX, contaminó el aire sobre el Atlántico durante casi dos años. Si eso ocurriera otra vez, o está ocurriendo nuevamente, regresaríamos a los barcos y quizá a los dirigibles, y hablaríamos como los viajeros antiguos acerca de la importancia de los vientos dominantes.

El ahora famoso nombre del origen de esta columna de humo está integrado por tres palabras islandesas: Eyja de isla, Fjalla de montaña y Jökull de glaciar. En otras palabras, más bien la esencia del nombre del país mismo. En Islandia, la guía telefónica está alfabéticamente ordenada por los nombres de pila, porque ya seas hombre o mujer tu segundo nombre provendrá del primero de tu padre. Así que si él se llama Halgrim, te llamarás Halgrimson o Halgrimsdottir. (Hay excepciones ocasionales.) Una vez más, sencillez. Islandia es probablemente la sociedad más liberal del mundo, seguramente una de las que mayor porcentaje de protestantes tiene, y también una de las más étnicamente puras del planeta. Los genealogistas se abalanzan hacia Reikiavik en estos días, porque los «marcadores genéticos» familiares son fácilmente rastreables durante siglos atrás.

Hasta hace poco, si uno era islandés, tenía la elección fundamental entre cordero y bacalao, la cercana tundra del interior del país (donde la Misión Apolo entrenaba en el lugar de la Tierra que más se parece a un paisaje lunar) tiene unos cuantos pastos para ovejas resistentes. La misma sencillez en la costa: «Pescado o morir» era el lema hasta que los grandes cardúmenes empezaron a agotarse. La ética de trabajo de Islandia era tal que al establecer contacto con la Unión Europea se convirtió en una fuerza formidable para la creación de empresas y finanzas, ganándose elogios internacionales hasta que la implosión de su sistema bancario casi derrumbó el euro y obligó a Gran Bretaña a congelar los activos islandeses recurriendo a legislación antiterrorista. Si Islandia fuera un ratón, podría decirse que ha chillado, y más de una vez.

Pero estar al borde del abismo es lo que define al país. Mi padre participó en la ilegal ocupación militar británica del país en 1940, una invasión preventiva para salvaguardar ese borde dentado que formaba el nivel septentrional de las rutas marítimas del Atlántico Norte. Hasta hace bastante poco, el principal aeropuerto internacional de Islandia, en Keflavik, también era una base de la OTAN, parte del anillo escandinavo de instalaciones que estaban en alerta para un posible ataque soviético sobre el Círculo Polar Ártico durante toda la Guerra Fría que, irónicamente, empezó a descongelarse cuando Ronald Reagan y Mijail Gorbachov se entrevistaron en Reikiavik. El pueblo de Islandia siempre ha existido al borde de la hambruna, las calamidades y el vasallaje, manteniendo viva su antigua lengua bajo la colonización danesa y británica, y a veces la necesidad contemplar el abandono real de la isla, como en el período del último gran cambio climático, cuando una combinación de fuego e hielo pareció conspirar contra el establecimiento continuado humano en la desconocida franja norteña de Europa.

Los islandeses aseguran que ellos establecieron el Parlamento de más larga vida, conocido todavía como el Althing, ahora decorosamente alojado en el centro de la capital. Hoy, buena parte del agua caliente de la capital llega a grifos que aún tienen un olorcillo del azufre de las hirvientes aguas bajo su superficie, y los ingeniosos islandeses al parecer han aprendido a hacer vino cultivando viñas en invernaderos construidos sobre las grietas creadas por el magma incandescente que burbujea bajo la corteza helada. De todos modos, hubo en un tiempo, lejano y menos confortable, cuando una ocupación extranjera significaba convocar al parlamento en un círculo de rocas al lado de un lago helado en el interior del país. Yo conduje en auto hasta allí con uno de los veteranos políticos izquierdistas del país, Jonas Arnason, durante el último enfrentamiento entre las armadas islandesa y británica; la única vez, salvo por la crisis de Chipre con Grecia y Turquía, en que las fuerzas de la OTAN han combatido una contra otra. Él parecía preferir la desolación original, con su entorno duro y hostil, al simulacro de comodidad de la ciudad capital en el borde inhabitable del país. Ellos dicen que si llevas a un islandés lejos de su tierra, es capaz de languidecer e incluso morir de nostalgia. Tal vez eso explica porque uno conoce a muy pocos de ellos.

Más tarde, como el día se escondía en la mañana con apenas un breve intervalo nocturno, vi las Luces Septentrionales, la Aurora Boreal. Es fácil comprender la participación que estas formas gigantescas tienen en la mitología escandinava —se parecen a enormes cortinas brillantes que están a punto de correrse sobre un vasto escenario helado—. Podríamos estar pronto más cerca del borde islandés de lo que podíamos haber imaginado y ver las cortinas caer en la tranquilidad, comodidad y previsibilidad de nuestras propias travesías del Atlántico Norte.

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