sábado, 30 de agosto de 2014

La «herejía» del materialismo histórico

 

ACABEMOS CON EL DOGMATISMO ANTIMARXISTA

Por EDGAR EMILIO RODRÍGUEZ*

Frecuentemente —estaría por decir siempre— los medios anarquistas se rebelan ante cualquier intento de interpretar el fenómeno social desde un punto de vista marxista. El marxismo se ha convertido para los libertarios en una especie de horrible «coco», en un pecado mortal digno de la más implacable excomunión.

En la práctica, sin embargo, las organizaciones sindicalistas revolucionarias han operado y operan, en mayor o menor grado, aceptando inconscientemente la interpretación marxista de la sociedad. La lucha de clases, la importancia fundamental del factor económico, la función revolucionaria del proletariado, la necesidad de modificar radicalmente la propiedad de los medios de producción, todo ello revela una asimilación de las tesis de Marx. ¿Por qué, entonces, indignarse contra una teoría social y económica que se comparte y utiliza? ¿Por qué pretender que todo el marxismo es patrimonio y coto exclusivo de un partido y una estrategia determinada?

Hay, quizás, algo peor que el dogmatismo marxista: el dogmatismo antimarxista, tan monolítico, inflexible y sectario como aquél. El anarquismo, concepción antidogmática por definición, debería rechazar de plano cualquier fanatismo, aceptando los aportes positivos de la sociología, independientemente de toda posición sectaria.

Considerar el materialismo histórico como sinónimo de abyección mental, oponer a Marx la filosofía de la libertad absoluta (una libertad en abstracto, una libertad con mayúsculas, que no significa nada), declararse bakuninista y lanzar anatemas contra Marx bajo pretexto de autoritario, supone un anacronismo, una ingenuidad y una prueba de rigidez ideológica.

Lo curioso del caso es que, en la práctica, la aceptación del sindicalismo como sistema de lucha revolucionaria, el reconocimiento de la existencia del proletariado como fuerza motriz de la transformación social, son tesis de neto carácter marxista. Más aún, la propia existencia de la CNT —con su implacable lucha revolucionaria a lo largo de tantos años— es una demostración palpable de que se interpreta la revolución desde un punto de vista marxista; la prueba es que esa implacable lucha revolucionaria ha sido fundamentalmente un combate cuyas motivaciones eran ante todo económicas: no sólo las motivaciones inmediatas, sino las más lejanas.

Dedicar tiempo, en 1966, a derramar lagrimas de indignación entre el antagonismo del siglo pasado entre Marx y Bakunin, podrá ser tarea grata para los historiadores, los eruditos y los ratones de biblioteca. Para una organización que propugna la transformación social supone un romanticismo inútil, decadente y negativo. Aprovechemos lo bueno de Marx y de Bakunin, sin convertir al primero en ogro y al segundo en un ángel.

Evidentemente, sería ridículo y absurdo el marxismo en bloque, a la manera de fiel que acata unos mandamientos. Dejemos que sean otros los que levanten altares y quemen incienso. Se trata, simplemente, de valorar las aportaciones de una teoría social que, pese a haberse demostrado falsa en algunas conclusiones e hipótesis —quede la infalibilidad para los pontífices— constituye un sólido bagaje para la revolución.

Dígase lo que se quiera, la afirmación fundamental del marxismo sigue en pie: la economía (en su sentido más amplio, es decir, la estructura económica de la sociedad) es el sustrátum sobre el cual se erige toda la superestructura exterior. Pretender cambiar ésta sin modificar el sustrátum, supone limitarse a una reforma sin ningún contenido vital. Derribar un gobierno, conservando al mismo tiempo la estructura económica que le permitió existir, equivale a un cambio anecdótico sin raíces. La revolución, pues, consiste fundamentalmente en modificar la propiedad de los medios de producción, modificación indispensable para poder crear una nueva superestructura.

El materialismo histórico no es, como equivocadamente se ha venido creyendo o pareciendo creer en los medios anarquistas, «propiedad privada» del Partido Comunista. Tanto peor para éste si ha caído en el infantilismo de defender una especie de religión marxista. Y tanto peor si pronuncia excomuniones en nombre de unos principios sacrosantos. El marxismo adorado de rodillas, con santos, vírgenes y mártires, es tan retrógrado como la adoración ciega y bobalicona a Bakunin, a San Francisco o a Robespierre.

En realidad, generalmente los discípulos superan en rigidez y dogmatismo a los maestros. El caso de Marx no es el único, y bastaría citar a este respecto el ejemplo de tantos freudianos, más fanáticos que Freud, y el de muchos tolstoianos, más intransigentes que Tolstoi. Si bien una característica fundamental del genio es la «capacidad de exageración», ésta sufre con el tiempo una nueva deformación por parte de discípulos, adoradores y admiradores, sedientos de emular al que les inspiró y de demostrar incluso mayor pureza y ortodoxia que él.

Pero vayamos al terreno práctico e intentemos —a riesgo de provocar escándalo en un anarquismo enfermo de lírico romanticismo— una interpretación de la actitud española desde el punto de vista del materialismo histórico. La primera conclusión es que el franquismo no queda simplemente definido con la existencia de Franco, ni siquiera con la existencia del movimiento falangista, ni siquiera con la influencia preponderante del clero. Todos estos hechos son simples efectos, no causas. Lo que define, lo que caracteriza esencialmente el actual régimen español, es una determinada estructura económica —repitámoslo, en su sentido más amplio—, la cual ha permitido que se edificara sobre ella toda una superestructura política, religiosa, social e incluso cultural.

Reconociendo esto, es evidente que el régimen de Franco no podrá ser modificado —en lo hondo, en lo que realmente interesa— si no es a costa de una profunda trasformación económica. Y bien, ¿cuál es la clase que deberá desempeñar el papel principal en este cambio? El proletariado y el campesinado. ¿Acaso existe otra clase, además de la obrera y la campesina, susceptible de dar el impulso necesario a una revolución «verdaderamente revolucionaria»?

El hecho de que la CNT exista es la mejor prueba de esa capacidad —al menos objetiva— del proletariado y el campesinado. La CNT, que ha hecho siempre marxismo quizás a pesar suyo, es la demostración palmaria de que la revolución no podía ni puede hacerse por otras clases que aquellas. ¿O es que alguien tiene todavía la suficiente inocencia para pensar que es posible hacer revoluciones —verdaderas revoluciones— apoyándose en la burguesía? ¿O es que aún queda candor para esperar que una clase sea capaz de traicionar sus propios intereses por amor al prójimo o por puro idealismo?

Vale la pena recordar que las condiciones objetivas de una revolución social no siempre coinciden y se confunden con las condiciones subjetivas. De ahí que sea erróneo acusar al marxismo de fatalista. El marxismo, al contrario, defiende la necesidad de crear las condiciones subjetivas para la revolución, partiendo naturalmente de las objetivas. En cuanto a España, el hecho de reconocer la función objetivamente revolucionaria de las clases obrera y campesina no debe hacernos olvidar que por el momento están lejos de darse las condiciones subjetivas que una revolución necesita. Precisamente, se produce a veces la paradoja de que una clase «objetivamente no revolucionaria» parece alcanzar en ocasiones las condiciones subjetivas. Pero el caso no debe despertar falsas ilusiones: la intelectualidad, los estudiantes, la pequeña burguesía, son y serán incapaces de concretar un descontento ocasional en un movimiento auténticamente revolucionario. Por más idealismo que pregonen, por más frases líricas que pronuncien en pro de la libertad.

Sé que, al leer esto, la mayor parte de compañeros prorrumpirán en exclamaciones escandalizadas. Hablarán de la fuerza del idealismo, se emocionaran invocando «el poder del espíritu», lanzarán anatemas contra «el vil materialismo». Pero, tal vez sin darse cuenta, como el personaje de Molière que hablaba en prosa sin saberlo, seguirán obrando en el convencimiento —afortunadamente, digo yo— de que sólo la clase obrera y campesina pueden impulsar una revolución.

Puede haber —y los hay— idealistas que «traicionen» sus intereses de clase. Hay que felicitarse de ello, y Marx no ignoraba el hecho. Pero esto no es obstáculo para que, al analizar el fenómeno social, se llegue a la conclusión de que, en general, el hombre reacciona en su calidad de individuo perteneciente a una clase. Y, no lo olvidemos, tal conclusión, de una evidencia indiscutible, es marxismo puro. Aunque no nos guste. Aunque provoque las protestas de los idealistas que declaman y se enternecen invocando la «bondad innata». Aunque indigne a los que se conmueven ante la pretendida omnipotencia del ideal. Puede haber idealistas, lo repito —y alegrémonos de que los haya—; pero la sociedad humana no se mueve por idealismo. Como de costumbre, las excepciones confirman la regla.

Y entonces, ¿qué? ¿aceptar el marxismo (aclaremos: varias tesis marxistas) obliga a convertirse en estalinista, o en aspirante a diputado, o en «chekista», o en fraile de una iglesia con ritos, oraciones y decálogos que suponen un dogma de fe? Nada de eso. Aceptar la aportación del marxismo significa estar en condiciones de analizar objetivamente —sin prejuicios idealistas ni ilusiones románticas— la realidad social. Para llegar a la consecuencia de que no se pueden hacer revoluciones apoyándose en fuerzas motrices que no son tales, ni en esquemas mentales llenos de buena voluntad pero carentes de realismo.

Bien mirado, en todo esto hay una buena dosis de sentido común. Sentido común que, por cierto, ha caracterizado en general la actuación de la CNT en sus largos años de lucha en España. Se negaba el marxismo, se consideraba el idealismo como un principio «trascendente» y todopoderoso, se afirmaba que el materialismo era un pecado de lesa majestad, se sostenía que el factor económico era una motivación «inferior»... pero, de hecho, se actuaba claramente de una manera materialista (como así debía ser) basándose en la lucha de clases y en la realidad económica para avanzar por el camino revolucionario.

Si el anarquismo fuera simplemente una teoría kropotkiniana o si consistiera solamente en una serie de teorías bakuninistas, aceptar el marxismo supondría, en efecto, una heterodoxia digna de condena. Pero, afortunadamente, no es ése el caso. El anarquismo es una síntesis de teorías y aportaciones que exige, ante todo, una actitud abierta y critica: para asimilar todo lo aprovechable, para aceptar las conclusiones positivas de cualquier pensador, sea cual sea su etiqueta, sin rechazar sistemáticamente lo que pueda venir de «los herejes».

¿Anarquismo marxista? Tampoco. La posición critica a la que aludía antes significa el rechazo de todo dogma monolítico: tan absurdo (y tan antilibertario) es postrarse ante Marx como condenarlo tajantemente; tan necio adorarlo como excomulgarlo.

... Salvo, claro está, que se prefiera seguir aprovechando el pensamiento marxista al mismo tiempo que se lo niega. Que es, al fin de cuentas, lo que los anarquistas hemos venido haciendo hasta ahora.

Presencia
Revista de Debate Libertario
(enero/febrero 1966)


* Nota biográfica sobre el autor: Edgar Emilio Rodríguez, de origen argentino y nacido en 1924, emigra en 1946 a Rio de Janeiro, donde colabora con Manuel Pérez Fernández y otros exiliados de la CNT. Posteriormente se traslada a París, donde se integra en la Federación Ibérica de Juventudes Libertarias (FIJL) y se hace cargo de la dirección de su órgano de prensa, Ruta, hasta que cruza los Pirineos en 1950 formando parte de la guerrilla de Marcellí Massana, donde era conocido con el apodo de «El Gringo». En 1953, asentado en Barcelona, es responsable de la impresión del periódico clandestino Solidaridad Obrera, y como tal es detenido por la policía española. Al ser puesto en libertad en 1957 volvió a Francia, donde se integra de nuevo a las Juventudes Libertarias. En los años 60 estuvo entre los fundadores, en París, de la revista de debate libertario Presencia, donde publicó el presente artículo en su número correspondiente a enero/febrero de 1966.

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