jueves, 2 de agosto de 2007

La naturaleza humana del monstruo

Por Stephen Jay Gould

Un antiguo proverbio latino nos dice «guardaos del hombre de un solo libro» (cave ab homine unius libri). Pero Hollywood sólo conoce un tema a la hora de hacer películas de monstruos, desde el arquetípico Frankenstein de 1931 hasta el reciente megaéxito Jurassic Park. La tecnología humana no debe ir más allá de un orden asignado, decretado por Dios o establecido por las leyes de la naturaleza. Con independencia de lo benevolentes que sean los propósitos del transgresor, esta arrogancia cósmica sólo puede llevar a tomates asesinos, conejos enormes con dientes afilados, hormigas gigantes en las cloacas de Los Ángeles, o incluso burujos todavía mayores que se tragan ciudades enteras a medida que crecen. Pero estos filmes suelen utilizar libros mucho más sutiles y, al hacerlo, distorsionan el original más allá de todo reconocimiento temático.

La tendencia empezó en 1931 con Frankenstein, la primera gran película hablada de monstruos (aunque Boris Karloff sólo gruñía, mientras que Colin Clive, en su papel de Henry Frankenstein, actuaba con demasiada emoción). Hollywood decretó que este era su tema elegido mediante la más «frontal» de todas las estrategias concebibles. La película empieza con un prólogo (incluso antes de que aparezcan los títulos), en el que en un escenario, frente a un telón, aparece un hombre bien vestido que a la vez advierte acerca del miedo potencial y anuncia que el tema más profundo del filme es el relato de «un hombre de ciencia que quiso crear a un hombre a su propia imagen sin tener en cuenta a Dios».

En la película, el doctor Waldman, antiguo profesor de Henry en la facultad de medicina, habla de la «insana ambición de crear vida» de su pupilo, diagnóstico que confirman las propias palabras febriles de entusiasmo de Frankenstein: «La creé. La hice con mis propias manos a partir de los cuerpos que tomé de tumbas, de la horca, de cualquier parte».

La mejor de una caterva de secuelas, La novia de Frankenstein (1935), hace todavía más explícito este tema predilecto en un prólogo en el que aparece Mary Wollstonecraft Shelley, que publicó Frankenstein en 1818, cuando sólo tenía diecinueve años de edad, en conversación con su marido Percy y su camarada Lord Byron. Mary Shelley dice: «Mi propósito fue escribir una lección moral del castigo que le ocurrió a un hombre mortal que se atrevió a emular a Dios».

El Frankenstein original de Shelley es un libro rico en muchos temas, pero en él puedo encontrar poco que apoye la lectura de Hollywood. El texto no es una diatriba sobre los peligros de la tecnología ni un aviso sobre la ambición desmesurada contra un orden natural. No encontramos fragmentos acerca de la desobediencia a Dios, un tema improbable para Mary Shelley y sus amigos librepensadores (Percy había sido expulsado de Oxford en 1811 por publicar una defensa del ateísmo). Víctor Frankenstein (no sé por qué razón Hollywood cambió su nombre por el de Henry) es culpable de un gran defecto moral, como veremos más adelante, pero su crimen no es la transgresión tecnológica contra un orden natural o divino.

Podemos encontrar algunos pasajes sobre el pasmoso poder de la ciencia, pero estas palabras no son negativas. El profesor Waldman, un personaje simpático en el libro, afirma, por ejemplo: «Ellos [los científicos] penetran en los escondrijos de la naturaleza, y muestran cómo funciona en sus lugares recónditos. Ascienden a los cielos; han descubierto cómo circula la sangre, y la naturaleza del aire que respiramos. Han adquirido poderes nuevos y casi ilimitados». Nos enteramos de que el ardor sin compasión o consideración moral puede causar problemas, pero Shelley aplica este argumento a cualquier esfuerzo, no especialmente al descubrimiento científico (en realidad, todos sus ejemplos son políticos). Víctor Frankenstein dice:

Un ser humano en perfección debiera siempre conservar una mente calmada y en paz, y no dejar nunca que la pasión o un deseo transitorio perturbara su tranquilidad. No creo que la búsqueda del conocimiento sea una excepción a esta regla. Si el estudio al que uno se dedica tiene tendencia a debilitar las propias afecciones… entonces este estudio es ciertamente ilegítimo, es decir, no es conveniente para la mente humana. Si siempre se observara esta regla… Grecia no hubiera sido esclavizada; Cesar hubiera perdonado a su país; América habría sido descubierta de forma más gradual, y los imperios de México y Perú no hubieran sido destruidos.

Las propias motivaciones de Víctor son completamente idealistas: «Pensé que, si yo pudiera conferir animación a la materia inanimada, podría en el transcurso del tiempo (aunque ahora lo encuentro imposible) renovar la vida allí donde la muerte ha entregado aparentemente el cuerpo a la corrupción». Finalmente, mientras Víctor yace moribundo en el Ártico, emite su afirmación más vigorosa sobre los peligros de la ambición científica, pero sólo se zahiere a sí mismo y a sus propios fracasos, mientras afirma que otros bien pudieran tener éxito. Víctor dice sus últimas palabras al capitán del barco que lo encontró sobre el hielo polar: «¡Vaya con Dios, Walton! Busque la felicidad en la tranquilidad, y evite la ambición, aunque sea solamente la aparentemente inocente de distinguirse en al ciencia y los descubrimientos. Pero ¿por qué digo esto? Yo he visto mis esperanzas destrozadas, pero puede que otro tenga éxito».

Pero Hollywood hizo enmudecer estas sutilezas hasta la fórmula más sencilla: «el hombre no debe ir más allá de lo que Dios y la naturaleza pretendieron» (casi se tiene que utilizar el antiguo lenguaje sesgado en cuanto al género para un arcaísmo tan simple); y desde entonces ha seguido pisando sus propias huellas. La última encarnación, Jurassic Park, sustituye a un Karloff remendado a partir de fragmentos y pedazos de cadáveres por un Velociraptor recreado a partir de ADN antiguo, pero apenas altera una pizca el argumento.

El Frankenstein de Karloff contiene una distorsión todavía más grave e igualmente prominente de un tema que considero como la primera lección del libro de Mary Shelley, y que es otro lamentable ejemplo del sentimiento de Hollywood según el cual el público norteamericano no puede tolerar ni el más mínimo ejercicio de complejidad intelectual. ¿Por qué es malvado el monstruo? Shelley proporciona una respuesta matizada y sutil que, para mí, plantea el tema central de su libro. Pero Hollywood optó por una solución simplista, tan exactamente opuesta a la intención de Shelley que la película ya no puede afirmar que está relatando una fábula moral (a pesar de las protestas del hombre frente al telón, o de la propia Mary Shelley en la secuela), y en cambio se convierte, como supongo que los productores pretendieron todo el tiempo, en un simple filme de horror.

James Whale, director del Frankenstein de 1931, dedicó las largas y sorprendentes escenas iniciales de la película a esta inversión de la intención de Shelley, de manera que es evidente que los productores consideraban básica esta alteración. La película empieza con un entierro en un camposanto. Los miembros de la comitiva fúnebre se van, y Henry, con su obediente criado, el perverso jorobado Fritz, desentierran el cadáver y se lo llevan. Después descienden de la horca a otro hombre muerto, pero Henry exclama: «El cuello está roto. El cerebro es inservible; hemos de encontrar otro cerebro».

La escena cambia ahora a la Facultad de Medicina de Goldstadt, donde el profesor Waldman está impartiendo una lección sobre anatomía craneal y comparando «uno de los ejemplares más perfectos de cerebro normal» con «el cerebro anormal de un criminal típico». Waldman localiza con seguridad la depravación del criminal en las malformaciones heredadas de su cerebro; la anatomía es destino. Adviértase, dice Waldman, «la escasez de circunvoluciones de los lóbulos frontales y la patente degeneración de los lóbulos frontales medios. Todas estas características degeneradas encajan de manera sorprendente con la historia del hombre muerto que se halla ante nosotros, cuya vida estuvo llena de brutalidad, de violencia y de asesinato».

Fritz aparece una vez los estudiantes se han marchado y roba el cerebro normal, pero el sonido de un gong lo asusta y deja caer el precioso objeto, con lo que el frasco se rompe. Entonces Fritz tiene que coger en su lugar el cerebro criminal, pero no se lo dice a Henry. El monstruo es malvado porque Henry, inconscientemente, lo crea a partir de materia malvada. Más adelante en el filme, Henry expresa su sorpresa por el desagradable comportamiento del monstruo, porque hizo su criatura a partir de los mejores materiales. Pero Waldman, que finalmente se da cuenta del origen del comportamiento del monstruo, se lo cuenta a Henry: «El cerebro que fue robado de mi laboratorio era un cerebro criminal». Entonces Henry responde con una de las mayores tomas dobles de la historia del cine, y finalmente consigue emitir una débil réplica: «¡Oh!, bueno, después de todo, sólo es un fragmento de tejido muerto». «De él únicamente puede surgir el mal ―contesta Waldman—; habéis creado un monstruo y os destruirá.» Lo que es bastante cierto, al menos hasta la secuela.

El monstruo intrínsecamente malo de Karloff resulta condenado por el mismo determinismo biológico que ha limitado de forma tan trágica, y tan falsa, las vidas de millones de seres que no cometieron otra transgresión que pertenecer a una raza, sexo o clase social despreciados. Las acciones de Karloff registran su estado interno. Consigue emitir algunos gruñidos y, en La novia de Frankenstein, incluso aprende algunas palabras de un ciego que no puede ver su fealdad, aunque el monstruo no va nunca mucho más allá de «comer», «humo», «amigo» y «bueno». El monstruo de Shelley, en cambio, es un tipo notablemente culto. Aprende francés por asimilación después de esconderse, durante varios meses, en la cabaña de una familia noble que temporalmente pasa por aprietos. Sus tres libros favoritos alegrarían el corazón de cualquier profesor inglés de instituto que pudiera persuadir a sus estudiantes a leer y a disfrutar siquiera de uno solo: las Vidas paralelas de Plutarco, las Desventuras del joven Werther de Goethe y el Paraíso perdido de Milton (del que la novela de Shelley es una evidente parodia). La amenaza retumbante del monstruo original encierra ciertamente más vitalidad que los lamentables gruñidos de Karloff: «Llenaré las fauces de la muerte, hasta que esté ahíta con la sangre de los amigos que os quedan».

El monstruo de Shelley no es malvado por su constitución inherente. Nace informe, portador de las predisposiciones de la naturaleza humana, pero sin los comportamientos específicos que sólo pueden establecer la crianza y la educación. Es el hombre de esperanza de la Ilustración, al que el saber y la compasión pueden moldear hasta la bondad y la sabiduría. Pero es también víctima del pesimismo posterior a la Ilustración cuando el rechazo cruel de sus compañeros naturales lo llevan a la furia y a la venganza. (Incluso como asesino, el monstruo sigue siendo quisquilloso y deliberado. Víctor Frankenstein es el origen de su cólera, y sólo mata a los amigos y amantes cuyas muertes producirán el mayor dolor en Víctor; no se dedica, como Godzilla o el Burujo, a alborotar en las ciudades.)

Mary Shelley eligió cuidadosamente sus palabras para tomar una posición adecuadamente matizada en un punto fructuosamente intermedio entre naturaleza y educación, mientras que Hollywood optó exclusivamente por la naturaleza para explicar las malas acciones del monstruo. La criatura de Frankenstein no es intrínsecamente de «sólo la naturaleza», no distinta por su modo de explicación de la versión opuesta de Hollywood. Por el contrario, nace capaz de bondad, incluso con una inclinación hacia la amabilidad, en el caso de que las circunstancias de su crianza produzcan esta respuesta favorable. En su confesión final al capitán Walton, antes de dirigirse al Norte para inmolarse en el Polo, el monstruo dice:

Mi corazón fue moldeado para ser susceptible al amor y a la simpatía; y, cuando se vio forzado por el sufrimiento hacia el vicio y el odio, no soportó la violencia del cambio sin tortura, de una manera que usted no puede siquiera imaginar. [Las cursivas son mías para resaltar la cuidadosa redacción de Shelley en términos de potencialidad o inclinación, y no de determinismo.]

Después añade:

Hubo un tiempo en que mi fantasía se vio consolada por sueños de virtud, de fama y de gozo. Hubo un tiempo en que esperé ilusoriamente encontrarme con seres que, perdonando mi forma externa, me amaran por las excelentes cualidades que yo era capaz de producir. Me alimenté de elevados pensamientos de honor y devoción. Pero ahora el crimen me ha degradado por debajo del más ruin de los animales… Cuando recuerdo el espantoso inventario de mis acciones, no puedo creer que sea aquel cuyos pensamientos estuvieron una vez llenos de visiones sublimes y trascendentes de la belleza y la majestad de la bondad. Pero así es; el ángel caído se convierte en un demonio maligno.

¿Por qué, pues, el monstruo se convierte al mal en contra de una inclinación innata por la bondad? Shelley nos proporciona una interesante respuesta que parece casi trivial al invocar una razón tan superficial, pero que resulta profunda cuando captamos su teoría general de la naturaleza humana. Desde luego, se vuelve malo porque los seres humanos lo rechazan de manera tan violenta e injusta. La soledad que resulta de ello se hace insoportable. Afirma:

¿Y qué es lo que yo era? De mi creación y de mi creador, yo era absolutamente ignorante; pero sabía que no tenía dinero, ni amigos, ni ningún tipo de propiedad. Además, estaba dotado de una figura terriblemente deforme y repulsiva… Cuando miraba a mi alrededor, no veía no oía a nadie como yo. ¿Acaso era un monstruo, un borrón sobre la Tierra, del que todos los hombres huían y al que todos los hombres repudiaban?

Pero ¿por qué es así rechazado el monstruo, si sus sentimientos lo inclinan hacia la benevolencia, y sus actos a la bondad evidente? Ciertamente, intenta actuar de manera amable, al ayudar (aunque sean en secreto) a la familia de la cabaña que le sirve de escondrijo:

Me había acostumbrado, durante la noche, a robar una parte de sus provisiones para mi propio consumo; pero cuando vi que al hacerlo así infligía dolor a los veraneantes, me abstuve, y satisfacía mi hambre con bayas, nueces y raíces, que recogía en un bosque cercano. También descubrí otro medio por el que pude ayudar en sus tareas. Descubrí que el joven pasaba una gran parte de cada día recolectando leña para el fuego familiar; y, durante la noche, yo solía tomar sus herramientas, cuyo uso pronto averigüé, y traía a casa leña suficiente para el consumo de varios días.

Shelley nos cuenta que todos los seres humanos rechazan e incluso odian al monstruo por una razón visceral de superficialidad literal: su fealdad verdaderamente terrorífica; es esta una razón a la vez desconsoladora por su enorme injusticia, y profunda por su precisión biológica y su perspicacia filosófica sobre el significado de la naturaleza humana.

El monstruo, según la descripción de Shelley, apenas podía haber tenido un aspecto menos atractivo. Víctor Frankenstein describe la primera visión de su criatura viva:

¿Cómo puedo describir mis emociones ante tal catástrofe, o cómo puedo retratar al desgraciado al que con tantas penas y cuidados infinitos me había esforzado por formar? Sus extremidades eran proporcionadas, y yo había seleccionado sus rasgos como hermosos. ¡Hermosos! ¡Gran Dios! Su amarilla piel apenas cubría el trabajo de músculos y arterias bajo ella; su pelo era de un negro lustroso, y suelto; sus dientes de una blancura de perlas; pero estas exuberancias no hacían otra cosa que formar un contraste más horrible con sus ojos acuosos, que parecían casi del mismo color que las cuencas blancogrisáceas en las que estaban engastados, su complexión arrugada y sus labios rectos y negros.

Además, con su altura superior a la de un pívot de la NBA, de 2,40 metros, el monstruo aterroriza a todos los que le echan los ojos encima.

El monstruo pronto se da cuenta de este origen injusto del miedo humano y planea una estrategia para superar las reacciones iniciales, y para convencer por la bondad de su alma. Se presenta al anciano padre ciego de la cabaña que hay sobre el lugar en que se esconde y causa una buena impresión. Espera ganar la confianza del hombre, y así conseguir una presentación favorable al mundo de los que ven. Pero, en su alegría por la aceptación, se queda allí demasiado tiempo. El hijo del hombre vuelve y expulsa al monstruo… pues el miedo y el odio superan cualquier inclinación para escuchar acerca de la decencia interior.

Finalmente el monstruo reconoce su incapacidad de vencer el miedo visceral ante su fealdad; la desesperación y la soledad resultante lo llevan a acciones malvadas:

Soy avieso porque soy miserable; ¿acaso no me evita y me odia toda la humanidad?... ¿He de respetar al hombre cuando éste me menosprecia? Que viva conmigo en el intercambio de bondad y, en lugar de agravios, le concederé todos los beneficios con lágrimas de gratitud por su aceptación. Pero esto no puede ser; los sentidos humanos son barreras infranqueables a nuestra unión.

Nuestra lucha para formular una idea benévola y precisa de la naturaleza humana se centra en las posiciones adecuadas entre los polos falsos y estériles de la naturaleza y la educación. El puro nativismo (como en la versión hollywoodiana de la depravación del monstruo) conduce a una teoría cruel e inexacta del determinismo biológico, origen de mucho sufrimiento y de una supresión generalizada de la esperanza en millones de seres pertenecientes a razas, sexos o clases sociales desfavorecidos. Pero el puro «educacionismo» puede ser igual de cruel, e igual de erróneo; como en la culpa que, en los días ya pasados del freudianismo desenfrenado, se hacía recaer en los amantes padres, por los fracasos en la crianza como origen putativo de enfermedades o retrasos mentales cuyo origen genético ahora podemos identificar. Porque todos los órganos, incluido el cerebro, están sujetos a enfermedades innatas.

La solución, como todas las personas atentas reconocen, debe residir en combinar adecuadamente los temas de predisposición innata y moldeo a través de las experiencias de la vida. Esta fructífera unión no puede tomar la falsa forma de porcentajes que sumen 100 (como en «la inteligencia es un 80 por 100 naturaleza y un 20 por 100 educación», o «la homosexualidad es en un 50 por 100 innata y en un 50 por 100 aprendida», y otras cien afirmaciones perniciosas del mismo ridículo formato). Cuando se mezclan dos extremos de un tal espectro, el resultado no es una amalgama separable (como barajar dos barajas de cartas con diferentes reversos), sino una entidad completamente nueva y superior que no puede ser descompuesta (del mismo modo que los adultos no pueden ser separados en una contribución materna y otra paterna a su totalidad).

La mejor guía para una integración adecuada reside en reconocer que la naturaleza proporciona normas de ordenación y predisposiciones generales (con frecuencia fuertes, desde luego), mientras que la educación modela manifestaciones específicas sobre un amplio abanico de resultados potenciales. Cometemos «equivocaciones de categoría» clásicas cuando atribuimos a la naturaleza demasiada especificidad, como ocurre en la sociobiología popular de los supuestos genes para fenómenos sociales muy complejos como la violación y el racismo; o cuando consideramos que estructuras profundas son meros artefactos sociales, como en las antiguas afirmaciones de que incluso las reglas más generales de la gramática deben ser contingencias aprendidas sin ninguna universalidad intercultural. Las teorías lingüísticas de Noam Chomsky representan el paradigma de los conceptos modernos de la integración adecuada entre naturaleza y educación: los principios de gramática universal tienen la forma de reglas de aprendizaje innatas, las peculiaridades de cualquier idioma particular son el producto de las circunstancias culturales y del lugar de crianza.

La criatura de Frankenstein se convierte en un monstruo porque se ve cruelmente atrapada por una de las predisposiciones más profundas de nuestra herencia biológica: nuestra aversión instintiva hacia los individuos gravemente deformes. (Konrad Lorenz, el etólogo más famoso de la última generación, basaba gran parte de su teoría en la primacía de esta regla innata.) Ahora nos sentimos consternados por la injusticia de una tal predisposición, pero este sentimiento moral digno es un recién llegado desde el punto de vista evolutivo, impuesto por la consciencia humana sobre un modelo mamiferiano (antepasado de los mamíferos) mucho más antiguo.

Casi con seguridad hemos heredado dicha aversión instintiva a las malformaciones graves, pero recuérdese que la naturaleza sólo puede suministrar una predisposición, mientras que la cultura moldea resultados específicos. Y ahora podemos comprender (porque Mary Shelley nos presentó el tema de manera tan sagaz) la verdadera tragedia del monstruo de Frankenstein, y el desamparo moral del propio Víctor. La predisposición a la aversión hacia la fealdad puede ser superada por el aprendizaje y la comprensión. Confío en que todos nos hemos ejercitado en esta forma esencial de compasión, y en que todos hemos trabajado duro para suprimir este frisson de rechazo (que en los momentos honestos todos admitimos sentir), y para juzgar a las personas por sus cualidades del alma, no por sus apariencias externas.

El monstruo de Frankenstein era un buen hombre en un cuerpo asombrosamente feo. Sus paisanos podían haber sido educados para aceptarlo, pero la persona responsable de tal instrucción (su creador, Víctor Frankenstein) se zafó de su deber primordial y abandonó a su creación a las primeras de cambio. El pecado de Víctor no reside en el mal uso de la tecnología, o en la arrogancia de querer imitar a Dios; no podemos encontrar estos temas en el relato de Mary Shelley. Víctor fracasó porque siguió una predisposición de la naturaleza humana: la repugnancia visceral ante el aspecto del monstruo, y porque no acometió el deber de todo creador o padre: enseñar a su propio pupilo y educar a los demás en aceptabilidad.

Pudo haber escolarizado a su criatura (y no dejar que el monstruo aprendiera idiomas espiando y obteniendo libros a escondidas en un lugar retirado bajo una cabaña). Podía haber dicho al mundo lo que había hecho. Podía haber presentado su monstruo benévolo y educado a personas preparadas para juzgarlo según sus méritos. Pero echó un vistazo a su obra y huyó para siempre. En otras palabras, se sometió a un aspecto rastrero de nuestra naturaleza común, y no aceptó el deber moral concreto de nuestra educación potencial:

Yo había trabajado duro durante casi dos años, con el único propósito de infundir vida a un cuerpo inanimado. Por ello me había privado de descanso y de salud. Lo había deseado con un ardor que excedía con mucho la moderación; pero ahora que había terminado, la belleza del sueño se había desvanecido, y el horror y la repugnancia sofocantes llenaban mi corazón. Incapaz de soportar el aspecto del ser que había creado, salí huyendo de la habitación… Una momia dotada de nuevo de animación no podía ser tan espantosa como este desgraciado. Lo había mirado cuando todavía no estaba terminado; entonces era feo; pero cuando estos músculos y articulaciones fueron capaces de movimiento, se convirtió en una cosa que ni siquiera Dante pudo haber concebido.

Con frecuencia se ha interpretado erróneamente la primera línea del prefacio de Frankenstein: «El doctor Darwin, y algunos de los escritores fisiológicos de Alemania, han supuesto que el acontecimiento en el que se basa esta ficción no es del todo imposible». La gente supone que este «doctor Darwin» ha de ser Charles, el famoso inventor de la teoría de la evolución. Pero Charles Darwin nació el día del aniversario de Lincoln [el 12 de febrero] en 1809, y apenas tenía 10 años cuando Mary Shelley escribió su novela. El «doctor Darwin» es el abuelo de Charles, Erasmus, uno de los médicos más famosos de Inglaterra y un ateo que creía en la base material de la vida. (Shelley se está refiriendo a su idea de que podrían domeñarse fuerzas físicas tales como la electricidad para avivar la materia inanimada, pues la vida no tiene un componente espiritual innato, y por lo tanto puede surgir de sustancias no vivas si se les infunde la energía suficiente.)

Sin embargo, terminaré con un aserto moral de Charles Darwin que es mi favorito; éste, como Mary Shelley, destacó asimismo nuestro deber de fomentar las especificidades favorables que la educación puede controlar. Mary Shelley escribió un cuento moral, no acerca de la arrogancia o de la tecnología, sino sobre la responsabilidad para con todas las criaturas sensibles y con los productos surgidos de nuestras manos. El sufrimiento del monstruo surgió del fracaso moral de otros seres humanos, no de su propia constitución innata e invariable. Más tarde Charles Darwin habría de invocar la misma teoría de la naturaleza humana para recordarnos los deberes para con todas las gentes en lazos universales de hermandad: «Si la desgracia de nuestros pobres estuviera causada no por las leyes de la naturaleza, sino por nuestras instituciones, grande sería nuestro pecado».
S. J. GOULD, Un dinosaurio en un pajar, 1995.

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