Una crónica del escrache en casa de la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría.
Jacobo Rivero. Madrid
6 - abril - 2013
Hace unos meses Soraya Sáez de Santamaría estuvo a punto de llorar en la presentación del convenio para el Fondo Social de Vivienda. Una iniciativa que pretendía hacer un seguimiento «mes a mes» de la entrega de llaves a las familias que se hayan visto afectadas por desahucios. Ese día la vicepresidenta del Gobierno de España se mostró solidaria con los desahuciados: «nos puede pasar a cualquiera de los que estamos aquí sentados y pensamos que tenemos el futuro solucionado porque somos unos excelentes profesionales». En la puerta de una de sus casas nadie sabe nada de esa iniciativa que pretendía recoger el «derecho a fracasar y a hacer una inversión equivocada, a perder un sueldo, pero no a haber perdido una vida» en palabras de la vicepresidenta.
«A Soraya Sáez de Santamaría le diría que soy un discapacitado de 35 años de edad, con cuatro enfermedades neurológicas, tomo 39 pastillas diarias y tengo una hija. Además ahora tengo otra enfermedad —estrés postraumático— que me ha producido mi situación con la casa y el desahucio que tengo inminente. Pediría a Soraya que me diga dónde voy, porque tengo una enfermedad que requiere tratamiento de oxígeno a domicilio. Me quieren destrozar la ilusión por vivir.»
Lo dice Luis Juárez después de visitar, junto con otros afectados, una de las viviendas de la vicepresidenta del Gobierno, en el barrio de Salamanca de Madrid. La casa es una vivienda unifamiliar de buen aspecto, pero sin excesivas ostentaciones en el exterior. Apenas se puede apreciar el interior desde la calle, más allá de dar la sensación de ser un lugar cálido y confortable, protegido del frío y las tempestades económicas. El lugar donde habitaría una «excelente profesional».
Cristian estuvo por la mañana impidiendo el desalojo de Mónica, su madre. Lo consiguió junto con otras personas que acudieron a evitar la tragedia. Ella tiene 71 años y sufre alzheimer. La mujer ocupa la vivienda desde 1974 y siempre ha pagado el alquiler, pero el propietario la quiere expulsar después de 39 años pagando una renta que ahora no le parece suficiente para una casa situada en una de las zonas donde el metro cuadrado de suelo es más caro, el Paseo de la Castellana. Si a Cristian le preguntas por qué hay diputados que no quieren votar la ILP responde furioso: «Los políticos nos están matando, sólo confío en los ciudadanos. Es una vergüenza, no hay palabras, ladrones, criminales, asesinos...»
Lucía es dominicana y 'afrodescenciente', marcha de la mano con su hijo de ocho años. Lucía no sabe «exactamente» lo que es «la ETA». Perdió su vivienda hace un mes y no falta a las convocatorias de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH). Ahora vive con unas amigas a las que espera la misma situación que ha sufrido ella. «Nosotros no somos terroristas, somos activistas», dice con una bonita sonrisa antes de que su hijo grite: «sí se puede, pero no quieren».
En la visita al domicilio de Soraya Sáez de Santamaría han participado algo más de doscientas personas. Han marchado tranquilamente por la calle gritando consignas, han llegado hasta la vivienda de la dirigente política del Partido Popular y algunos afectados por los desahucios han comentado megáfono en mano su situación personal. Una mujer polaca de mediana edad señaló que quiere volver a su país, pero que con la presión del banco no puede: «por favor aprueben la ILP y dejen que me marche con mi familia». Lo dice a punto del llanto, antes de añadir, «esto no es vida».
Luis, Cristian, Lucía, la mujer polaca y más ciudadanos han participado en una manifestación pacífica que se conoce como «escrache». Según el escrito que se reparte a vecinos y comerciantes de la zona, se trata de una acción que tiene como objetivo «señalar a los políticos que han manifestado su rechazo a votar a favor de la Iniciativa Legislativa Popular (ILP) para modificar una ley hipotecaria injusta y que esta provocando un drama social en nuestro país». Lo de que es injusta no lo dicen sólo ellos. También el Tribunal Europeo de Justicia lo ha señalado recientemente.
La mayoría absoluta de los políticos españoles miran para otro lado. También algunos representantes acomodados «del régimen», que viven en casas confortables, que tienen trabajos bien remunerados y que se gustan mucho cuando se miran al espejo. Algunos de ellos han señalado que este tipo de manifestación ciudadana es una «coacción intolerable» propia de «filoetarras». En España no es novedad que algo que se escapa de la lógica de quedarse en casa y resignarse sea acusado de «terrorismo». La presión política legítima (no digamos la económica) se hace en parlamentos y lugares sin excesivo ruido, como despachos, restaurantes, cacerías o yates marinos. La honorabilidad se presupone en personas que dirigen inversiones, presupuestos y nóminas. Sean públicas o privadas. Gentes que viajan en primera, animan a la selección en directo y que también se indignan, especialmente si no son ellos los que llaman al telefonillo. Sin embargo un profesor, un médico, un sindicalista o un desahuciado puede ser terrorista sin saberlo.
A la vicepresidenta y a muchos analistas se les olvida que vida y casa, son vasos comunicantes. «Tengo millones de huéspedes que ríen y comen, copulan y duermen, juegan y piensan, millones de huéspedes que se aburren y tienen pesadillas y ataques de nervios. No cabe duda. Ésta es mi casa». Lo avisaba Benedetti en nombre de los desalojados del mundo: «a mi casa la azotan los rayos y un día se va a partir en dos». Desde el inicio de la crisis en España se han producido más de 400.000 desahucios. Se podría evitar, pero los que gobiernan nuestras vidas no quieren.
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