viernes, 15 de noviembre de 2013

La lección del lobo marsupial

PRIMERO ODIADO Y PERSEGUIDO, LUEGO AÑORADO Y BUSCADO CON AHÍNCO

En 1930 fue abatido el último lobo marsupial salvaje del que tenemos noticia. En 1936 la especie se dio por extinguida tras la muerte de Benjamin, el último ejemplar que se mantenía cautivo en un zoológico. Desde entonces, se han hecho muchos esfuerzos para encontrar algún lobo marsupial superviviente, aunque sólo fuera un rastro, en la isla de Tasmania. Todos infructuosos. Una dolorosa lección sobre las consecuencias de la persecución de alimañas que aún nos resistimos a aprender.

Por PEDRO GALÁN


(Cuaderno 328 / Junio 2013)

El invierno austral se prolongaba en aquel frío amanecer del mes de septiembre. El pequeño parque zoológico de Hobart, la capital de Tasmania, isla situada al sur de Australia, se había quedado casi sin personal de servicio. La gran depresión económica provocada por el crash de la bolsa neoyorquina en 1929 aún se hacía sentir en aquel año de 1936. Las noticias que llegaban de tierras muy lejanas, desde Europa o América, y que publicaba el periódico local de Hobart eran preocupantes: crisis financiera, paro, ascenso vertiginoso de un político carismático y agresivo en Alemania, guerra civil en España… Pero también había crisis en Australia y en esta isla de su costa meridional.

Además, el zoo apenas tenía ingresos porque la gente no se decidía a pagar la entrada. Para estimular las visitas y que el público pudiera ver a los animales en las jaulas, el director había ordenado que se cerrasen las puertas de los refugios, obligándoles a permanecer siempre fuera, a la intemperie. Pero el largo invierno austral, con noches gélidas, se había cobrado su tributo. El tigre de Bengala había muerto el mes anterior, posiblemente de frío y desatención. Esa mañana de septiembre, el encargado del zoo, después de abrir las puertas, hizo su acostumbrado recorrido matinal entre las jaulas. En una de ellas había un bulto tirado en el suelo. Era la jaula de Benjamin, el nombre familiar que le daban especialmente los niños al lobo marsupial, un animal característico de la isla y no demasiado popular entre la gente. Los tasmanos lo conocían sobre todo por su leyenda negra, que le acusaba de robar gallinas en los corrales y, sobre todo, de matar corderos. Era despreciado y perseguido por los granjeros y el resto de los habitantes de la isla. Hasta no hacía mucho tiempo, su captura y muerte había estado primada por el gobierno local. Como en cualquier otro país de esa época en su lucha contra las alimañas. Lo mismo sucedía en Europa o América con lobos y zorros.

El encargado entró en la jaula y lo tocó con el pié. Estaba muerto. Acercó una carretilla para cargar el cadáver, pues era pesado. Como decía el cartel explicativo colgado en el exterior, era el mayor carnívoro marsupial existente, casi del tamaño de un lobo y muy parecido en su forma. Cuando cargó el cuerpo inerte no pudo evitar fijarse en las familiares bandas oscuras de los cuartos traseros del animal, como las rayas de un tigre. El cartel también explicaba que se le conocía por esta causa como «tigre marsupial», pero la mayoría de la gente lo llamaba «tilacino». Depositó el cadáver en la carretilla y se lo llevó para tirarlo. Pensó que a nadie le interesaría, ¿por qué molestarse en mandar el cuerpo a disecar como se hacía con las especies raras? No había fondos, a nadie le interesó mucho vivo, así que menos les interesaría muerto. Puso el cuerpo junto al montón de desperdicios que se llevarían para tirar ese día al vertedero. Al encargado le quedaba mucha tarea por delante, muchas jaulas que limpiar y mucha comida que repartir, así que siguió con su trabajo. Era la mañana del 7 de septiembre de 1936. Había muerto el último lobo marsupial. La especie se había extinguido para siempre.

Han pasado casi 77 años desde ese día y son pocos los animales extinguidos que han despertado un sentimiento de culpa tan grande como el lobo marsupial o tilacino (Thylacinus cynocephalus). Los tasmanos, al igual que muchos otros australianos del continente, parecen no resignarse al hecho de que ya no exista y, desde que tomaron conciencia de su desaparición, han organizado numerosas búsquedas por los lugares más remotos de Tasmania. Todas infructuosas. Han analizado con detalle cualquier rumor sobre su posible supervivencia, ya sean huellas, presuntos indicios o supuestos avistamientos. Se ha creado incluso un Museo Virtual del Tilacino que recoge cuanto vestigio ha quedado de él (1). En esa dirección virtual pueden verse, por ejemplo, las siete filmaciones que nos han quedado de dicha especie (2). Apenas unos segundos de metraje en blanco y negro en los que aparece moviéndose, echado o comiendo en las jaulas donde permanecían los últimos ejemplares cautivos. Uno no puede dejar de notar esa misma sensación de pena y frustración al contemplarlas. Algo en él nos resulta enormemente familiar —parece un perro rayado— pero, al mismo tiempo, muy extraño: la cola rígida y larga, esas patas traseras de extrañas proporciones, las orejas redondas, demasiado bajas, el rictus del hocico, que no acaba de ser como el de un perro… Pero, por encima de todo, la sensación que transmiten sus fotos y esas escasas filmaciones es que parece estar ahí, vivo, moviéndose, tan próximo y, sin embargo, ya no podremos verlo nunca más.

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