TOMÁS VAL
Escritor
Hablamos tanto de Educación y tan poco de niños... Como si ahora, en su estado, no nos sirvieran para nada; como si todos nuestros esfuerzos y desvelos tuvieran que ir encaminados a transformarlos, moldearlos, cambiarlos, educarlos hasta convertirlos en pavorosas copias de nosotros mismos. Y fui como mi padre... El que planifica el futuro, dice Pennac, es un estúpido y nosotros nos pasamos la vida poniéndole siglas a ese mañana que siempre imaginamos y que rara vez acaece. LOMSE, LOGSE, LOECE, LOE. Hubo más planes, patéticos intentos de nuestra parte —de los adultos, de los que ya no tienen futuro pero se pasan el día imaginándolo en cabeza ajena— de moldearlos según lo que creemos conveniente. No se trata sólo de educar, de enseñarles quiénes son, de dónde vienen; de que miren el mundo y lo entiendan un poco. Los condenamos a no vivir la infancia. Con once años, los encerramos en un instituto durante siete horas, con un recreo de quince minutos, mientras el tiempo pasa inexorable y exigimos resultados, buenas notas, rendimiento académico, como si en vez de ser niños fueran gestores de una empresa y nosotros desalmados accionistas mayoritarios. Siete horas de clase intensiva, más dos o tres horas de deberes, más dos de estudio. Mañana examen.
Doce, catorce horas de trabajo, casi cadena perpetua, condenados a olvidar que son niños. Pasan más tiempo aprendiendo cosas de la galaxia, de nuestra Vía Láctea, que jugando. El sol tarda 220 millones de años en completar un giro alrededor de esa galaxia. Al amanecer, podemos verlos cargados con unas mochilas enormes —ocho kilos, pude comprobarlo el otro día— cargados como animales, Sísifos diarios que empujan ese montón de libros cuando a ellos es muy posible que les toque vivir, como adultos, un mundo sin papel. Sísifo empujando la piedra. Decían los clásicos que Sísifo era el más sabio y astuto de los hombres. Pobre Sísifo.
No tenemos infancia, se la quitamos y nosotros, estúpidos, nos privamos de su disfrute. Casi no hay niños en las calles, están encerrados porque nosotros soñamos con un mundo de adultos, de viejos, que sepan, eso sí, que las llamaradas solares pueden alcanzar una longitud de 800.000 kilómetros. Siete horas encerrados en un instituto, siete horas con once años, diez u once durmiendo, cuatro de deberes y estudio. Les quedan dos horas diarias para recordar que son niños, dos horas para que sepamos que tenemos hijos. A veces, paso cerca de algún colegio a la hora del recreo, esos míseros quince minutos que los pobres tienen que ocupar para comer el bocadillo, con la única esperanza de oír el rugido de la libertad. Pero allí también hay normas, campos de concentración.
Tal vez el ministro Wert y sus planes educativos sean una buena excusa para pararnos a pensar un poco qué estamos haciendo con los pequeños. No son felices. ¿No les produce un escalofrío de pánico escuchar esta afirmación? Tenemos un tesoro en nuestras manos, en nuestras casas, y lo único que hacemos es intentar cambiarlos, arrancar la pátina de alegría, de inocencia y de libertad que poseen. Cada vez que alguien me dice que no tuvo una infancia feliz, se me destroza el alma. Muchos de nuestros hijos son infelices bilingües porque nosotros somos brutos y estúpidos y les robamos la edad más prodigiosa. Propongo la LOFI como norma obligatoria: Ley orgánica de felicidad infantil.
El Norte de Castilla
(Viernes, 18-X-13)
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